A partir del análisis del sueño, fue como C. G. Jung desarrolló su conocida teoría sobre el «inconsciente colectivo». La comprobación de que una determinada categoría de imágenes oníricas no se explica simplemente con los residuos psíquicos de las experiencias individuales, sino que parece tener un carácter más universal y, por así decirlo, impersonal; induce a Jung a distinguir en el ámbito «inconsciente», del que se nutren los sueños, entre una zona «personal», que corresponde a la experiencia individual, y una zona «colectiva». Según la hipótesis de Jung, esta segunda zona consistiría en disposiciones psíquicas latentes de carácter no-personal que escaparían al campo inmediato de la conciencia para manifestarse sólo indirectamente a través de sueños «simbólicos» e impulsos «irracionales».
A simple vista, esta teoría no tiene nada de extravagante, prescindiendo del uso del término «irracional» en conexión con el simbolismo; se comprende fácilmente que la conciencia, centrada en el papel que el hombre asigna a su propio yo en el mundo, relegue a la sombra o a la oscuridad total ciertos campos psíquicos que no están directamente conectados con ese papel, así como una luz proyectada en una dirección determinada se difumina en la noche que la circunda. Pero Jung entiende el «inconsciente colectivo» de otra manera: para él, los contenidos de la zona no-personal del alma son inconscientes como tales, es decir, que no podrán nunca llegar a ser objeto directo de la inteligencia, sea cual fuese su modalidad o extensión: «… Así como el cuerpo humano tiene, al margen de todas las diferencias raciales, una anatomía común, también la psyché posee, al margen de todas las diferencias culturales y de conciencia, un substratum común que he definido como inconsciente colectivo. Esta psyché inconsciente, común a toda la humanidad, no consiste en contenidos susceptibles de llegar a ser conscientes, sino en disposiciones latentes hacia ciertas reacciones siempre idénticas». El autor insinúa que se trata de estructuras ancestrales que tienen sus raíces en el orden físico: «El hecho de que este inconsciente colectivo existe es simplemente la expresión psíquica de la identidad de las estructuras cerebrales más allá de todas las diferencias raciales.
Las diversas líneas de evolución psíquica parten de un tronco único y común, cuyas raíces se hunden a través de las edades. Ahí encontramos el paralelismo psíquico con el animal». Se observará el carácter claramente darwinista de esta tesis, cuyas desastrosas consecuencias en el orden intelectual y espiritual se anuncian en el pasaje siguiente: «Así se explica la analogía, incluso la identidad, de los motivos mitológicos y de los símbolos como medios de comunicación humana en general». Los mitos y los símbolos no serían, pues, sino la expresión de un fondo psíquico ancestral que acerca el hombre al animal. Carecen de fundamento intelectual o espiritual, porque «desde un punto de vista puramente psicológico, se trata de instintos comunes de imaginar y de actuar. Toda imaginación y acción conscientes han evolucionado a partir de estos prototipos inconscientes y permanecen constantemente vinculados a ellos, especialmente cuando la conciencia aún no ha alcanzado un grado de lucidez demasiado alto, es decir, mientras todavía es, en sus funciones, más dependiente del instinto que de la voluntad consciente, más afectiva que racional. Este estado expresa una salud psíquica primitiva; en un momento dado aparecen circunstancias que exigen actuaciones morales más altas y se desencadena una transformación… Ese es el motivo por el que el hombre primitivo no se transforma en milenios y de que sienta miedo a todo lo que es extraño y excepcional … ». Esta tesis es muy conocida; es la tesis favorita de una etnología convencida de la superioridad del hombre moderno, sobre todo si es blanco, de un Lévy-Bruhl, por ejemplo, con su insostenible convicción del «pensamiento pre-lógico»: precisamente porque no se comprende ni se intentan comprender los símbolos transmitidos por las llamadas civilizaciones primitivas, se les atribuye un pensamiento oscuro y más o menos inconsciente. Jung está claramente influenciado por esta falaz etnología del siglo XIX, asumiendo todos sus prejuicios.
El pasaje citado indica claramente que Jung sitúa las raíces del «inconsciente colectivo» en las regiones inferiores de un fondo psíquico que parece prehumano y no espiritualmente formado; conviene recordarlo, pues, en sí, el término «inconsciente colectivo» podría comprender realidades mucho más amplias y espirituales, como lo sugieren algunas comparaciones de Jung con conceptos tradicionales y, entre otras cosas, su uso (o, mejor, abuso) del término «arquetipo» para designar contenidos latentes y, como tal, inaccesibles, del «inconsciente colectivo». Los arquetipos, tal como los entiende Platón -al que hay que reconocer que sí sabía de qué hablaba cuando hablaba de arquetipos-, no corresponden al ámbito psíquico, sino que son determinaciones primordiales del Espíritu puro; sin embargo, se reflejan, en cierto modo, en el plano psíquico como virtualidades de imágenes antes de cristalizar según las circunstancias, en imágenes propiamente dichas, como símbolos verdaderos; de modo que una cierta aplicación del término «arquetipo» en el campo psicológico parece admisible con algunas reservas. Pero Jung no entiende el arquetipo en este sentido, desde el momento en que lo llama un «complejo innato», y describe su efecto sobre la psyché del siguiente modo: «La posesión: por un arquetipo, reduce al hombre a una mera figura colectiva, a una especie de máscara bajo la cual la naturaleza humana no puede evolucionar, sino degenerar progresivamente» ¡Como si un arquetipo, que es un contenido supraformal y no limitativo del Espíritu puro, pudiera «pegarse» y vampirizar al alma como una sanguijuela! ¿De qué se trata, en realidad, en el caso que Jung llama patológico de la «posesión» psíquica? Simplemente, del resultado de una desintegración de la forma sutil del hombre, durante la cual una posibilidad contenida en ella prolifera a expensas del conjunto. En todo individuo humano no degenerado hay en potencia un hombre y una mujer, un padre y una madre, un niño y un anciano, así como diversas cualidades o «dignidades» inseparables de la posición original y ontológica del hombre: es al mismo tiempo señor y siervo, sacerdote, rey, guerrero y artesano creador, aun cuando ninguna de estas posibilidades esté particularmente marcada. La feminidad está contenida en la auténtica virilidad, así como la virilidad está comprendida en la feminidad; y lo mismo es válido para todas las demás cualidades polarmente complementarias; nada tiene esto que ver con un fondo irracional del alma, pues la coexistencia de estas diversas posibilidades o aspectos de la «forma» humana es perfectamente inteligible en sí y no puede ocultarse más que a los ojos de una mentalidad o civilización unilateral y falsa. Como virtud en el sentido de virtus, fuerza psíquica, una cualidad puede manifestarse sólo si comprende en sí a las demás. También puede darse el caso contrario: la exageración patológica de una posibilidad psíquica a expensas de todas las demás, que determinaría una desintegración y una petrificación interior, y sería la caricatura moral que Jung compara con una máscara; la comparación podría ser válida si se pensara en una máscara carnavalesca, pero no en una máscara sacra como la que se usa en los ritos de muchos pueblos no europeos, pues no corresponde a una caricatura psíquica, sino a un arquetipo auténtico que no podría dar lugar a una obsesión limitativa, sino más bien a una iluminación liberadora.
[…]La tesis de un patrimonio psíquico ancestral que se situaría, como «inconsciente colectivo» bajo la superficie racional de la conciencia humana, se impone con tanta más facilidad cuanto que parece corresponder a la explicación moderna basada en la teoría darwinista del instinto animal: el instinto sería la expresión de una memoria de la especie, en la que todas las experiencias análogas de los predecesores de un animal se acumularían a través de las edades. Así es como se explica, por ejemplo, el hecho de que un rebaño de ovejas se agrupe rápidamente alrededor de los corderos apenas se perfila la sombra de un ave de rapiña; que un gatito ya use jugando las astucias de un cazador o que los pájaros sepan construirse sus nidos. En realidad, bastaría con observar a los animales, sin prejuicios, para darse cuenta de que su instinto no tiene nada de automático, prescindiendo del hecho de que es inconcebible el surgimiento de tal mecanismo en razón de la mera acumulación necesariamente indeterminada y aleatoria. Las líneas de la herencia no se encuentran en un punto ni irradian, ni nunca ha sido posible comprobar la transmisión hereditaria de una experiencia de animal en animal. El instinto es una modalidad no reflexiva de la inteligencia; lo que la determina no es una serie de reflejos automáticos, sino la “forma”, la determinación primordial y cualitativa de la especie. Esta forma es corno un filtro a través del cual se manifiesta la inteligencia universal; por otra parte, no hay que olvidar que la forma sutil de la especie es incomparablemente más compleja que su forma corporal. Lo mismo vale también para el hombre: queremos decir que su inteligencia también está determinada por la forma sutil de su especie; sólo que esta forma implica la facultad reflexiva, que permite una singularización del individuo que no encontramos en los animales; sólo el hombre puede hacer de sí mismo un objeto de conocimiento, sólo él posee esta doble capacidad que caracteriza a su posición central en el cosmos. En virtud de esta posición puede superar su propia forma específica y también puede traicionarla y rebajarse; corruptio optimi pessima. El animal normal permanece fiel a la forma y a la ley de su especie; si bien su capacidad de conocimiento no es reflexiva ni objetivante, no por ello es menos espontánea; es también una forma o un modo de la inteligencia universal, aunque los hombres, que por prejuicio o ignorancia equiparan la inteligencia al pensamiento discursivo, no la reconozcan como tal.
Es cierto que algunos sueños, que no proceden de reminiscencias personales y que parecen surgir de un fondo inconsciente común a todos los hombres, contienen motivos o imágenes que se encuentran por todas partes en los mitos y en el simbolismo tradicional. Lo cual no significa que en el alma humana haya algo así como un museo de prototipos heredados de lejanos antepasados; los auténticos símbolos son siempre «actuales», son tan válidos hoy como hace mil años, porque reflejan realidades intemporales. Efectivamente, en ciertas condiciones, el alma puede asumir temporalmente la función de un espejo que refleje de modo pasivo e imaginativo las verdades universales contenidas en el Espíritu puro. Sin embargo, las «inspiraciones» de este tipo son bastante raras; dependen, por así decirlo, de circunstancias providenciales, como los sueños premonitorios de los que ya hemos hablado. Los sueños simbólicos, por otra parte, no revisten cualquier «estilo» tradicional; su lenguaje formal está normalmente determinado por la tradición o la religión a la que el individuo está adherido, ya que, en este campo, no existe lo arbitrario.
[…]Desde luego, Jung rompió ciertos moldes puramente materialistas de la ciencia moderna, pero no nos resulta de ninguna utilidad -por decir lo mínimo-, puesto que los influjos que se infiltran a través de esa brecha proceden de sectores psíquicos tenebrosos y siniestros -aunque se justifiquen como «inconsciente colectivo»-, y no del Espíritu, que es lo único verdadero y lo único que puede salvamos. [CMST]