Burckhardt (Alquimia) – Noûs

En uno de estos escritos se dice, a propósito del espíritu: «El espíritu (noûs) brota de la sustancia (ousia) de Dios, si es que puede hablarse de una sustancia de Dios (hemos traducido ousia por sustancia, de acuerdo con los usos dc la Escolástica; en realidad, aquí se trata de la esencia de Dios); de qué naturaleza es esta sustancia, sólo Dios puede saberlo con exactitud (es decir, la sustancia o el ser de Dios no puede ser reconocido por nada que esté fuera de sí mismo, pues está más allá de toda dualidad y de toda diferenciación entre objeto y sujeto). Por tanto, el espíritu no está separado de la sustancia de Dios, sino que irradia de éste su origen como la luz irradia del Sol. En el hombre, este espíritu es Dios…» (Corpus Hermeticum, trad. por A.-J. Festugière, París, «Les Belles Lettres», 1945. Capítulo «D’Hermes Trismégiste: sur l’Intellect commun, à Tat»). Pero no hay que dejarse engañar por la inevitable limitación del símil empleado: al referirse a una irradiación del espíritu de su origen divino no se quiere significar una «dimanación» o derivación material.

En el mismo libro se dice que el alma (psyche) está en el cuerpo como el espíritu (noûs) en el alma y como la palabra de Dios (Logos) en el espíritu. (A la inversa, puede decirse también que el cuerpo está en el alma como el alma en el espíritu y como éste en la palabra de Dios.) Así, Dios es el Padre de todo. Como puede verse, esta tesis se aproxima mucho a la teología juaniana, y se comprende que las esferas cristianas de la Edad Media vieran en los escritos del Corpus Hermeticum, lo mismo que en los de Platón, la «simiente» precristiana del Logos (así veía los escritos herméticos, entre otros, san Alberto Magno).

Aunque todos los escritos sagrados garantizan la doctrina de la unidad del espíritu, ésta sigue siendo esotérica en su desarrollo, no se acomoda al gusto de todos, so pena de introducir una equívoca simplificación. Este peligro radica principalmente en que la unidad del espíritu se concibe de una manera racional, con lo que, en cierto modo, se equipara a una unidad material cualquiera; y esto hace que se borre tanto la diferencia entre Dios y la criatura como la intrínseca singularidad de cada ser creado.

El espíritu no es uno en cuanto a número, sino en virtud de su indivisibilidad, de modo que en cada criatura está completo; es más, la singularidad de ésta se funda precisamente en él, pues nada hay que tenga más unidad, más integridad ni más perfección que aquello por lo que es identificado.

Una interpretación errónea de la doctrina del espíritu único presente en todos los seres podría provocar también el corto circuito filosófico consistente en que, al abandonar el cuerpo en el momento de la muerte, el ser espiritual de cada cual se reintegará, sin más, al espíritu universal, de manera que, después de la muerte, no habría una existencia individual. Pero lo que marca individualmente la luz del espíritu y le da el sentido del yo, no es el cuerpo, sino el alma, que, al separarse de aquél, sigue existiendo, aunque en esta vida haya estado dedicada por completo a lo corporal y aparentemente no tuviera otro contenido.

Dado que el espíritu, en su calidad de polo que discierne la existencia, no puede ser convertido, a su vez, en objeto de discernimiento, el conocimiento del mismo no cambia en nada la experiencia del mundo, por lo menos en el campo de los hechos. Sin embargo, determina esencialmente la asimilación interior de éstos, la comprensión de la verdad: para la ciencia moderna, las verdades o leyes naturales, sin las cuales la mera experiencia sería simplemente arena movediza, no son más que descripciones simplificadoras de las apariencias, «abstracciones», útiles, sí, pero meramente transitorias; en cambio, para la ciencia fiel a la tradición, la verdad es la expresión o fruto comprensible de una posibilidad presente en el espíritu que, precisamente por hallarse contenida en el espíritu con carácter inmutable, se manifiesta también en el mundo exterior. Por tanto, la comprensión de la verdad está aquí mucho menos condicionada que en la ciencia moderna, sin que por ello sea deificada la explicación inteligible de la verdad, como ocurre en el pensamiento racionalista, ya que lo que el entendimiento o la imaginación pueden captar de la verdad es sólo un símbolo de las posibilidades que contiene el espíritu eterno.


Las posibilidades inmutables contenidas en el espíritu no pueden aprehenderse de forma inmediata con el entendimiento. Platón las llama ideas o arquetipos, y conviene conservar el significado de estas denominaciones y no aplicarlas a conceptos generales —que, a lo sumo, sólo son un reflejo de las verdaderas ideas— ni al campo puramente psicológico del llamado «inconsciente colectivo», esta última falsa interpretación es particularmente equívoca, pues confunde la indivisibilidad de la luz espiritual con la impenetrabilidad del fondo del alma, pasivo y oscuro. Los arquetipos no están por debajo del entendimiento, sino por encima del mismo, y por eso todo lo que éste puede identificar de ellos no es más que una visión muy limitada de lo que son en realidad. Por tanto, no es posible dar a conocer los arquetipos como tales. Sólo cuando se llega a la unión del alma con el espíritu —o su reintegración a la indivisa unidad del espíritu —se produce una manifestación de aquellas posibilidades originales en el conocimiento ligado a las formas; el contenido del espíritu cristaliza entonces en símbolos en el entendimiento y en la imaginación.

En el llamado libro «Poimandres», del Corpus Hermeticum, se describe la forma en que el espíritu universal se revela a Hermes-Thot: «…Con estas palabras, quedóse mirándome fijamente al rostro, de tal modo que ME hizo temblar. Luego, cuando volvió a levantar la cabeza, ME pareció ver dentro de mi propio espíritu (noûs) la luz, que consistía en un número infinito de virtudes, convertida en un Todo ilimitado, mientras el fuego, rodeado y mantenido por una fuerza omnipotente, alcanzaba la estabilidad: esto fue lo que pude captar de aquella visión… Mientras yo estaba así fuera de mí, Él volvió a hablar: “Ahora has visto el espíritu (noûs), la forma primitiva, el origen, el principio de todo…”» (Corpus Hermeticum, op. cit., capítulo «Poimandres»)

Es símbolo todo lo que en el plano del alma y del cuerpo refleja los arquetipos espirituales. En esta manifestación, la imaginación tiene ciertas ventajas respecto al pensamiento abstracto; es más dúctil, no tan abstracta como éste y, al condensarse en imágenes sencillas, se apoya en la relación inversa que existe entre los campos corporal y espiritual, de acuerdo con la ley que dice: «Lo de abajo es igual a lo de arriba», como reza la Tabla Esmeraldina.

(TBAlquimia)