Al igual que cualquier otro sector de la realidad, la psique sólo puede conocerse a partir de algo que la trascienda. Es a esto a lo que nos referimos cuando reconocemos el principio moral de la justicia, en virtud del cual los hombres deben superar su «subjetividad», es decir, su egocentrismo; pero la voluntad humana no podría nunca superar el egoísmo si la inteligencia que la guía no fuera más que una realidad psíquica y no sobrepasara esencialmente a la psyché, si en su esencia no trascendiera el plano de los fenómenos, tanto interiores como exteriores. Esta advertencia es suficiente para probar la necesidad y la existencia de una psicología que no se apoye sólo en la experiencia, sino en verdades metafísicas dadas «desde arriba». El orden del que se trata está inscrito en nuestra alma, y es de este orden del que en realidad no podemos prescindir. La psicología moderna, sin embargo, no reconocerá nunca este orden, pues si a veces pone en cuestión el racionalismo de ayer, no se acerca a la metafísica, entendida como doctrina de lo perdurable, más de lo que pueda acercarse cualquier otra ciencia empírica; su punto de vista, que asimila lo suprarracional a lo irracional, la predispone a los más graves errores.
Lo que le falta por completo a la psicología moderna son criterios que le permitan insertar los diversos aspectos o tendencias de la psique en su contexto cósmico. En la psicología tradicional, tal como se presenta a partir de toda religión auténtica, estos criterios vienen dados de dos maneras: ante todo, por la cosmología, que sitúa a la psique y sus modalidades en la jerarquía de los grados de la existencia, y después por la moral, enfocada hacia una meta espiritual. Esta última parece que se ocupa únicamente de los problemas relativos al querer y al obrar; sin embargo, está estructurado según un esquema cuyas líneas principales asocian el sector psíquico del yo a las leyes universales. En cierto modo, la cosmología circunscribe la naturaleza del alma; la moral espiritual la sondea. Así como una corriente de agua muestra su vigor y su dirección al chocar contra un obstáculo inmóvil, el alma humana manifiesta sus inclinaciones y tendencias sólo en su antagonismo respecto a un principio inmutable; quien quiera conocer la naturaleza de la psyché, debe resistirla, y sólo podrá hacerlo si asume un punto de vista que, por lo menos virtual y simbólicamente, corresponda al Sí eterno, del cual surge el espíritu como un rayo que traspasa todos los modos de ser del alma y del cuerpo.
La psicología tradicional posee, pues, una dimensión impersonal y puramente teórica, la cosmología, y una dimensión personal y práctica, la moral o ciencia de las virtudes; y es justo que así sea, desde el momento en que el verdadero conocimiento de la psique nace del autoconocimiento: quien sepa ver «objetivamente» su propia forma psíquica subjetiva -y sólo será capaz con los ojos del Sí eterno- conocerá al mismo tiempo todas las posibilidades inherentes al mundo psíquico. Y esta «visión» es a la vez el fin último y, si ello es necesario, la garantía de cualquier psicología sagrada. La diferencia entre la psicología moderna y la tradicional se pone de manifiesto en el hecho de que para la mayoría de los filósofos modernos la moral no tiene nada que ver con la psicología. En general, gustosamente la confunden con la moral social, más o menos marcada por las costumbres, imaginándola como una especie de dique psíquico que, aun siendo quizá útil según la ocasión, impediría o perjudicaría, en la mayor parte de los casos, el desarrollo «normal» de la psique individual. Esta concepción ha sido ampliamente divulgada por el psicoanálisis freudiano, que, como es sabido, se ha convertido en un uso muy corriente en ciertos países, usurpando prácticamente la función que antaño realizaba el sacramento de la confesión: el psicoanalista sustituye al sacerdote, y el estallido de los complejos comprimidos sustituye a la absolución. En la confesión ritual, el sacerdote no es más que el vicario impersonal -y, por lo tanto, necesariamente reservado- de la Verdad que juzga y que perdona; confesando sus pecados, el pecador convierte las tendencias que subyacen a ellos en algo que no es «él mismo», por así decirlo; las «objetiviza»; al arrepentirse crea una distancia, y con la impartición de la absolución su alma retorna virtualmente al equilibrio inicial que surge del propio centro divino. En el caso del psicoanálisis freudiano, el hombre no se desnuda frente a Dios, sino frente a su prójimo; no se distancia de los trasfondos caóticos y tenebrosos de su alma revelados por el análisis, sino que, por el contrario, los asume, debiendo decirse: «así soy yo realmente». Si no consigue superar esta mortificante delusión gracias a algún influjo benéfico, le queda algo así como una deshonra interna. En la mayoría de los casos, será un sumergirse en la mediocridad psíquica colectiva lo que hará las veces de absolución, siendo más fácil soportar una degradación cuando se la comparte con otros. Sea cual fuere la utilidad eventual y parcial de un análisis así, el resultado habitual es el descrito a partir de tales presupuestos. [CMST]