El matrimonio sagrado, consumado en el corazón, prefigura el más profundo de todos los misterios. Pues éste significa a la vez nuestra muerte y nuestra resurrección beatífica. La palabra «casar» (eko bhu, devenir uno) significa también «morir», de la misma manera que en griego, teleo es ser perfecto, estar casado, o morir. Cuando «Cada uno es ambos», ya no persiste ninguna relación: y si no fuera por esta beatitud (ananda), no habría vida ni felicidad en ninguna parte. Todo esto implica que lo que nosotros llamamos el proceso del mundo y una creación, no es nada sino un juego (krida, lila, paidia, dolce gioco) que el Espíritu juega consigo mismo, un juego como el de la luz del sol que «juega» en todo lo que ilumina y vivifica, aunque no es afectada por sus aparentes contactos. Nosotros, que jugamos tan desesperadamente el juego de la vida por apuestas temporales, podríamos jugar al amor con Dios por apuestas más altas —nuestros sí mismos, y el Suyo. Nosotros, que jugamos unos contra otros por las posesiones, podríamos jugar con el Rey, que apuesta su trono y lo que es suyo contra nuestras vidas y todo lo que nosotros somos: un juego en el que cuanto más se pierde, tanto más se gana.