Las fravartis son, en la cosmología mazdea, entidades femeninas, arquetipos celestiales de todos los seres que componen la creación de luz. Cada ser que pasa del estado celestial o sutil (mênôk) al estado material y visible (gêtik, estado material que, en la concepción mazdea, no implica de por sí ni mal ni tinieblas, siendo éstas lo propio de las contrapotencias ahrimanianas, que son de orden espiritual), cada uno de esos seres — decía — tiene en el mundo celeste su fravarti que asume hacia él un papel de ángel tutelar. Más aún, todos los seres celestiales, los ángeles y arcángeles, los dioses, Ohrmazd mismo, tienen respectivamente su fravarti: sicigias de luces, “luz sobre luz”. Ohrmazd revela a su profeta Zaratustra que sin el concurso y la ayuda de las fravartis no habría podido proteger su creación de luz contra el ataque de la contracreación de Ahrimán.
Ahora bien, la idea misma de este combate se desarrolla en amplificaciones dramáticas en lo que atañe a las fravartis de los seres humanos. En el preludio de los milenios del período de mezcla, Ohrmazd las puso, en efecto, ante la opción en la que se decide su destino: o bien permanecer en el mundo celeste al abrigo de los estragos de Ahrimán, o bien descender a la tierra y encarnarse en cuerpos materiales para combatir a las contrapotencias de Ahrimán en el mundo material. Las fravartis accedieron a esta proposición con un sí que da pleno sentido a su nombre, del que, entre otros significados, nos fijaremos nada más en éste: las que han elegido. Prácticamente, las representaciones religiosas acabarán por identificar pura y simplemente a la fravarti encarnada en el mundo terrestre con el alma.
Pero entonces la pregunta que no puede dejar de plantearse es: ¿cómo concebir la estructura bidimensional característica de los seres de luz, si las fravartis “en persona”, los arquetipos celestiales, al descender a la tierra, se identifican con la “dimensión” terrenal? Dicho de otro modo, si, en el caso de los humanos, el arquetipo, el ángel, dejando las altas murallas del cielo, es él mismo la persona terrenal ¿no le es preciso entonces a su vez algún ángel tutelar, reduplicación celestial de su propio ser? Parece que la filosofía mazdea también se ha planteado esta pregunta. Una solución podría consistir en una cierta forma de entender la unión terrenal de la fravarti y el alma, de tal modo que la primera quede preservada de toda contaminación ahrimaniana. Sin embargo, cuando se contempla la situación fundamental de la que depende todo el sentido de la vida humana, tal como se vive cuando la fravarti y el alma son prácticamente identificadas, la cuestión es demasiado compleja para que la solución pueda encontrarse mediante un simple inventario filológico de los datos materiales.
La iniciativa filosófica es provocada por la intervención escatológica del personaje de daênâ (nombre avéstico, cuya forma en medio iranio es dên). Etimológicamente, el alma visionaria o el órgano visionario del alma; ontológicamente, luz que hace ver y luz que es vista. Ella es la visión preterrenal del mundo celestial; es, así, la religión y la fe profesada, la que fue “elegida” por la fravarti; es la individualidad esencial, el Yo transcendente “celestial”, la figura que en la aurora de su eternidad pone al fiel frente al alma de su alma, porque indefectiblemente la realización corresponde a la fe. Todas las demás interpretaciones del personaje de daênâ culminan en ésta sin oponerse a ella. De ahí el episodio póstumo a la entrada del Puente Chinvat, la aparición de la “joven celestial”, figura primordial, a la vez testigo, juez y retribución: «”¿Quién eres tú, cuya belleza resplandece más que cualquier otra belleza jamás contemplada en el mundo terrenal?” “Soy tu propia daênâ. Era amada, tú me has hecho más amada. Era bella, tú me has hecho todavía más”»; y abrazando a su fiel, le conduce y le introduce en la Morada de los Himnos (Garôtmân). De nuevo el diálogo establecido aquí post mortem nos remite a la reciprocidad de la relación alumbrador-alumbrado, analizada anteriormente. Por el contrario, aquel que ha traicionado el pacto concluido desde la preexistencia del mundo, se ve en presencia de una figura atroz, su propia negatividad, caricatura de su humanidad celestial a la que él mismo ha mutilado, exterminado: un aborto humano, cercenado de su fravarti, lo que significa un hombre sin daênâ. Daena sigue siendo lo que es en el mundo de Ohrmazd; lo que ve el hombre que se ha separado de ella, para el cual se ha vuelto invisible, es justamente, en lugar de su espejo celestial de luz, su propia sombra, su propia tiniebla ahrimaniana. Tal es el sentido dramático de la antropología mazdea.
Resolviendo de forma óptima la compleja situación señalada en cuanto a la fisiología del hombre de luz, un texto mazdeo nos propone una trilogía del alma, es decir, del organismo espiritual o sutil del hombre (su mênôkîh), independiente de su organismo físico material. Está “el alma en el camino” (ruvân i râs), es decir, aquella a la que se encuentra en el camino del Puente Chinvat, que es, escatológica y extáticamente, el umbral del más allá, que une el centro del mundo con la montaña cósmica o psicocósmica. Nadie duda, en consecuencia, que se trata de daênâ guiando al alma en el ascenso que la lleva al extremo norte de las alturas, a la “Morada de los Himnos”, la región de las luces infinitas. Está luego la que el texto designa como “el alma fuera del cuerpo” (ruvân i bêrôn tan), y por último “el alma en el cuerpo” (ruvân i tan). Estas dos cualificaciones corresponden a dos aspectos de la misma alma, es decir, de la fravarti encarnada en un organismo terrenal; la fravarti gobierna ese organismo como un jefe de ejército (el espahbad de los ishrâqîyûn, el hegemonikon de los estoicos), y se evade a veces, sea en sueños, sea en una anticipación extática, para encontrarse, durante esos éxodos fugitivos, con “el alma en el camino”, es decir, su daênâ que la guía, inspira y reconforta.
La totalidad que representa su biunidad es, pues, “luz sobre luz”; pero nunca puede tratarse de una composición de luz ohrmazdiana y de tiniebla ahrimaniana, o, en términos de psicología, de la conciencia y su sombra. Puede decirse que la fravarti identificada con el alma terrenal está con el ángel daênâ en la misma relación que Hermes con la Naturaleza Perfecta, Phos con su guía de luz, Hermas con su “pastor”, el príncipe exiliado con sus vestiduras de luz. Habría que añadir, tanto más cuanto que el motivo está cargado de reminiscencias iranias: en la misma relación que Tobías con el ángel. El tema expresa una experiencia humana tan fundamental que es de una fecundidad inagotable; en todas partes donde se vive esa experiencia reaparece el mismo síntoma, anunciando el sentimiento de una transcendencia individual que prevalece contra toda coerción y colectivización de la persona. Así, tiene sus homólogos en los universos religiosos emparentados con el de la antigua religión irania, y también en los que que le han sucedido, reactivando y readaptando sus conceptos fundamentales.