Corbin (HL:19-20) – Tu és eu

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Najmoddin Kobra instruye a su discípulo sobre esta figura: «Tú eres ella», e ilustra esta afirmación con la voz apasionada del amante que se dirige al amado: «Tú eres yo [anta anâ]». Sin embargo, si nos contentáramos con una terminología corriente para designar las dos «dimensiones» de este unus-ambo como yo y Sí, correríamos el riesgo de equivocarnos sobre la situación real. Con frecuencia, el Sí designa un Absoluto impersonal o despersonalizado, un acto puro de existir que no podría evidentemente asumir el papel de la segunda persona o ser el segundo término de una relación dialógica. Pero la alternativa no es ni experimentalmente ni necesariamente la divinidad suprema tal como la cualifican las definiciones dogmáticas. Deus est nomen relativum: es esta relación esencial y esencialmente individualizada la que anuncia experimentalmente la figura de aparición que trataremos de reconocer aquí bajo diferentes nombres. No se puede entender esta relación más que a la luz de la sentencia sufí fundamental: «El que se conoce a sí mismo, conoce a su Señor». La identidad entre sí mismo y Señor no corresponde a 1 = 1, sino a 1 x 1. Identidad de una esencia que ha sido llevada a su totalidad al ser multiplicada por sí misma, y puesta así en situación de constituir una biunidad, un todo dialógico cuyos miembros se reparten alternativamente los papeles de la primera y la segunda persona. O también, recurriendo al estado descrito por nuestros místicos: cuando en el paroxismo el amante se ha convertido en la substancia misma del amor, es a la vez el amante y el amado. Pero él mismo no podría ser eso sin la segunda persona, sin tú, es decir, sin la figura que le hace verse a sí mismo, porque es con sus propios ojos, con los de él, como ella le mira.

Sería pues tan grave reducir la bidimensionalidad de esta unidad dialógica a un solipsismo como escindirla en dos esencias cada una de las cuales podría ser ella misma sin la otra. La gravedad del error sería tan enojosa como la impotencia para distinguir entre la tiniebla o la sombra demoníaca que retiene cautiva a la luz, y la Nube divina del no saber que da nacimiento a la luz. Por la misma razón, todo recurso a un esquema colectivo cualquiera no puede valer sino como procedimiento descriptivo, para indicar las virtualidades que se repiten con cada persona y, por excelencia, la virtualidad del yo que no es él mismo sin su otro yo, sin su alter ego. Pero tal esquema no explicaría nunca por sí solo el acontecimiento real: la intervención «en presente» de la Naturaleza Perfecta, la manifestación del «testigo celestial», la llegada al polo, pues el acontecimiento real implica justamente la ruptura con lo colectivo, la reunión con la «dimensión» transcendente que previene individualmente a la persona contra las solicitaciones de lo colectivo, es decir, contra toda socialización de lo espiritual.

Es por ausencia de esta dimensión por lo que la persona individual decae y sucumbe a tales falsificaciones. Por el contrario, en compañía del shaykh al-ghayb, de su «guía personal suprasensible», recibe adiestramiento y es orientada respecto de su propio centro, y las ambigüedades cesan. O más bien, para sugerir una imagen más fiel, su «guía suprasensible» y ella misma se sitúan en una relación análoga a la que existe entre los dos focos de una elipse.

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