Corbin (PM:14-19) – Momentos do paradoxo do monoteísmo

tradução

Los tres momentos de la paradoja son los siguientes: 1) Bajo su forma exotérica, la de la profesión de fe que enuncia Lá Iláha illá Alláh, el monoteísmo perece en su triunfo, se destruye a sí mismo convirtiéndose, sin saberlo, volens nolens, en una idolatría metafísica. 2) El monoteísmo no encuentra su salvación y su verdad más que al alcanzar su forma esotérica, ésa que para la conciencia ingenua parece destruirle y cuyo símbolo de fe se enuncia con esta fórmula: “No hay en el ser más que Dios”. El monoteísmo exotérico se eleva así al nivel esotérico y gnóstico del teomonismo. Pero del mismo modo que el nivel exotérico sufre sin cesar la amenaza de una idolatría metafísica, también el nivel esotérico está amenazado por un peligro que surge de los errores sobre el sentido de la palabra “ser”. 3). Este peligro se conjura mediante la instauración de una ontología integral que se presenta, como veremos, como una integración en dos grados; ahora bien, esta doble integración fundamenta eo ipso el pluralismo metafísico.

El peligro que se corre en el segundo momento ha sido denunciado a menudo con clarividencia, especialmente por dos de nuestros teósofos chiítas. En cuanto a la situación a la que nos reconduce la ontología integral, es la misma que propone el gran neoplatónico Proclo, en su comentario al Parménides, como armonía perfecta del Dios Uno y los Dioses múltiples. Paradoja aparentemente difícil de percibir para la conciencia ingenua extraña a la meditación filosófica y que confunde todos los niveles de significado. Como prueba, la campaña fomentada en los últimos años en El Cairo contra la edición crítica de la monumental obra de Ibn Arabi realizada por nuestro amigo Osman Yahyá.

¿Cuál es exactamente el peligro que surge en lo que acabamos de designar como el segundo momento de la paradoja del monoteísmo? Es el peligro oculto en el enunciado mismo del teomonismo: “No hay en el ser más que Dios”, y que es la fórmula de la unidad transcendental del ser, en árabe wahdat al-wujud. La catástrofe se produce cuando espíritus débiles o inexpertos en filosofía confunden esta unidad del ser (wujud, esse, einai, das Sein) con una supuesta unidad del ente (mawjud, ens, ón, das Seiende). Llega incluso a suceder que los orientalistas caigan en la trampa y hablen de “monismo existencial”, es decir, de un monismo que estaría en el nivel del ente o existente, el nivel mismo de lo múltiple, el nivel en el que el teomonismo fundamenta el pluralismo de los seres (de los entes). Eso es no darse cuenta de la contradictio in adjecto. Es el peligro que denunció con vigor uno de los grandes teólogos-filósofos de la Escuela de Ispahán, en el siglo XVII, Sayyed Ahmad Alaví Ispahaní reprochando especialmente a un cierto número de sufíes el haber caído en este error. “Que nadie va ya a pensar, dice, que lo que profesan los teósofos místicos (los mota’allihun) es algo de ese tipo. No, todos ellos profesan que la afirmación del Uno está en el nivel del ser, y la afirmación de lo múltiple en el nivel del ente.” La confusión llega hasta la profesión de una unidad del ente o existente, expresada en los pseudoesoterismos por las afirmaciones de una identidad ilusoria, cuya monótona repetición provoca una comprensible exasperación en un colega de Sayyed Ahmad, otro gran personaje de la Escuela de Ispahán del siglo XVII, Hosayn Tonkaboní. Al comienzo de su tratado sobre la unidad del ser, afirma: “Estaba preocupado por el deseo de escribir algo sobre la unidad del ser, que va a la par con la multiplicidad de sus epifanías (tajal-liyat) y las ramificaciones de sus descensos, sin que las existencias concretas sean cosas ilusorias, sin consistencia ni permanencia, como pretenden las palabras que se atribuyen a ciertos sufíes. Pues, entendido a la manera de esos sufíes, la cuestión no es nada más que un sofisma. En efecto, de ahí se seguiría que cielos y tierra, paraíso e infierno, juicio y resurrección, todo eso no sería sino algo ilusorio. La futilidad de esas conclusiones no escapará a nadie”.

El teomonismo profesa pues no que el Ser divino es el único ente, sino el Uno-ser, y precisamente esta unitud del ser fundamenta y hace posible la multitud de sus epifanías, que son los entes; el solo existir da existencia a los existentes múltiples, pues fuera del ser no hay más que la nada. En otras palabras, el Uno-ser es la fuente de la multitud de las teofanías. El peligro inmanente ya en el primer momento de la paradoja del monoteísmo es hacer de Dios no el Acto puro de ser, el Uno-ser, sino un Ens, un ente (mawjud), aunque esté infinitamente por encima de los demás entes. Por estar desde ese momento constituido como ente, la distancia que se pretende establecer entre el Ens supremum y los entia creata no hace más que reforzar su condición de Ens supremun como la propia de un ente. Pues desde el momento en que se lo ha investido de todos los atributos positivos concebibles, llevados a su grado supereminente, ya no es posible que el espíritu se eleve más allá de él. La ascensión del espíritu se detiene ante esa ausencia de más allá de un Ens, de un ente. Y ahí está la idolatría metafísica, que contradice el estatuto del ente, pues a un ente, a un Ens, le es imposible ser supremum. En efecto, el Ens, el ente, se remite por esencia más allá de sí mismo, al acto de ser que le transciende y le constituye como ente. Los teósofos islámico se conciben el paso del ser (esse) al ente (ens) como la puesta del ser en imperativo (KN, Esto). Es por el imperativo Esto como el ente es investido con el acto de ser. Por eso el ente, ens, es por esencia creatural (es el aspecto pasivo del imperativo Esto). Lo que es Fuente y Principio no puede ser, pues, Ens, un ente. Y eso es lo que vieron perfectamente los teósofos místicos, especialmente los teósofos ismailíes y los de la escuela de Ibn Arabi.

original

Le péril encouru au second moment a été dénoncé souvent avec clairvoyance, notamment par deux de nos théosophes shî’ites. Quant à la situation à laquelle nous reconduit l’ontologie intégrale, c’est une situation qui est celle du grand néoplatonicien Proclus, dans son commentaire du Parménide, comme harmonie parfaite du Dieu-Un et des Dieux multiples. Paradoxe apparemment difficile à percevoir pour la conscience naïve étrangère à la méditation philosophique et confondant tous les niveaux de signification. A preuve, la campagne fomentée ces derniers temps au Caire contre l’édition critique de l’œuvre monumentale d’Ibn Arabi, entreprise par notre ami Osman Yahyâ.

Quel est exactement le péril qui éclôt au moment que nous venons de désigner comme le second moment du paradoxe du monothéisme? C’est le péril recélé dans l’énoncé mème du théomonisme : « Il n’y a dans l’être que Dieu », et qui est la formule mème de l’unité transcendantale de l’être, en arabe wahdat al-wojûd. La catastrophe se produit lorsque des esprits débiles ou inexpérimentés en philosophie confondent cette unité de l’être (wojûd, esse, εῖναι, das Sein) avec une soi-disant unité de l’étant (mawjûd, ens, ὄν, das Seiende). Il est mème arrivé que des orientalistes soient pris au piège et aient parlé de «monisme existentiel», c’est-à-dire d’un monisme qui serait au niveau de l’étant ou existant, le niveau mème du multiple, le niveau auquel le théomonisme fonde lui-mème le pluralisme des ètres (des étants). C’est là donc ne pas s’apercevoir de la contradictio in adjecto. C’est le péril qu’a dénoncé avec vigueur un des grands théologiens-philosophes de l’École d’Ispahan, au XVIIe siècle, Sayyed Ahmad ’Alavî Ispahânî, reprochant notamment à un certain nombre de soufis d’être tombés dans cette erreur. « Que personne ne vienne à penser, dit-il, que ce que professent les théosophes mystiques (les Mota’allihûn) est quelque chose de ce genre. Non pas, ils professent tous que l’affirmation de l’Un est au niveau de l’être, et l’affirmation du multiple est au niveau de l’étant. »

La confusion aboutit à professer une unité de l’étant ou existant, s’exprimant dans les pseudoésotérismes par les affirmations d’une identité illusoire, dont la répétition monotone provoque une exaspération compréhensible chez un collègue de notre Sayyed Ahmad, un autre grand personnage de l’École d’Ispahan au XVIIe siècle, Hosayn Tonkâbonî. En tète de son traité sur l’unité de l’être il écrit ceci : « J’étais préoccupé par le souci d’écrire quelque chose sur l’unité de l’être, laquelle va de pair avec la multiplicité de ses épiphanies (tajal-liyât) et les ramifications de ses descentes, sans que les existences concrètes soient des choses illusoires, sans consistance ni permanence, comme le voudraient les propos que l’on rapporte de certains soufis. Car, entendue à la manière de ces soufis, l’affaire n’est plus rien d’autre qu’un sophisme. Il s’ensuivrait en effet que cieux et terre, paradis et enfer, jugement et résurrection, que tout cela ne serait rien que de l’illusoire. La futilité de ces conclusions n’échappera à personne. »

Le théomonisme professe donc non pas que l’Être Divin est le seul étant, mais l’Un-être, et précisément cette unitude de l’être fonde et rend possible la multitude de ses épiphanies qui sont les étants; le seul exister existencifie les existants multiples, car en dehors de l’être il n’y a que le néant. Autrement dit, l’Un-être est la source de la multitude des théophanies. Le péril immanent déjà au premier moment du paradoxe du monothéisme, c’est de faire de Dieu non pas l’Acte pur d’être, l’Un-être, mais un Ens, un étant (mawjûd), fût-il infiniment au-dessus des autres étants. Parce qu’il est d’ores et déjà constitué comme étant, la distance que l’on essaye d’instituer entre Ens supremum et les entia creata ne fait qu’aggraver sa condition d’Ens supremum comme celle d’un étant. Car dès lors qu’on l’a investi de tous les attributs positifs concevables, portés à leur degré suréminent, il n’est plus possible à l’esprit de remonter encore au-delà. L’ascension de l’esprit se fixe devant cette absence d’au-delà d’un Ens, d’un étant. Et c’est cela l’idolâtrie métaphysique, laquelle contredit au statut de l’étant, car il est impossible à un étant, un Ens, d’être supremum. En effet l’Ens, l’étant, réfère par essence au-delà de lui-mème, à l’acte d’être qui le transcende et le constitue comme étant. Le passage de l’être (esse) à l’étant (ens), les théosophes islamiques le conçoivent comme la mise de l’être à l’impératif (KN, Esto). C’est par l’impératif Esto que l’étant est investi de l’acte d’être. C’est pourquoi, l’étant, ens, est par essence créaturel (il est l’aspect passif de l’impératif Esto). Ce qui est la Source et Principe ne peut donc être Ens, un étant. Et c’est ce qu’ont fort bien vu les théosophes mystiques, notamment les théosophes ismaéliens et ceux de l’École d’Ibn Arabi.

Nous discernerons d’autant mieux avec eux le péril, le paradoxe par lequel le monothéisme de la conscience naïve périt dans son triomphe, si nous évoquons très rapidement, comme je l’indiquais il y a un instant, la situation qui règne d’un bout à l’autre du commentaire que Proclus a écrit sur le Parménide de Platon. Le Parménide est pour lui la Théogonie, dont sa propre « Théologie platonicienne » amplifiera encore le commentaire. Le Parménide de Platon est en quelque sorte la Bible, l’Écriture Sainte de la théologie négative, apophatique, éminemment néoplatonicienne. La théologie négative, via negationis (en arabe tanzîh) est celle qui rejette la cause au-delà de tous les causés, l’Un absolu au-delà de tous les Uns, l’être au-delà de tous les étants, etc. La théologie négative est présupposée justement par l’investissement de l’être dans tous les étants, de l’Un dans tous les multiples, etc. C’est elle qui, tout en semblant ruiner la théologie affirmative de la conscience dogmatique, est la sauvegarde de la vérité qu’elle contient, et c’est là mème le second moment du « paradoxe du monothéisme ». Il est commun aux néoplatoniciens de langue grecque comme aux néoplatoniciens de langue arabe. Il se résout de part et d’autre dans la simultanéité, la comprésence du Dieu-Un et des Figures divines multiples. La comparaison de la démarche accomplie de part et d’autre est encore très loin d’avoir été tentée.

Disons ceci : dans la vision de Proclus il y a le Dieu-Un et il y a les Dieux multiples. Le Dieu-Un est l’hénade des hénades. Le mot Un ne nomme pas ce qu’il est, mais est le symbole de l’absolument Ineffable. L’un n’est pas Un, il ne possède pas l’attribut Un. Il est essentiellement unifique, unifiant, constitutif de tous les Uns, de tous les ètres qui ne peuvent être étant qu’en étant chaque fois un étant, c’est-à-dire unifiés, constitués en unités précisément par l’Un unifique. C’est ce sens unifique de l’Un qui s’attache chez Proclus au mot hénade. Lorsque ce mot est employé au pluriel, il désigne non pas des productions de l’Un, mais des manifestations de l’Un, des « hénophanies ». Les caractères se donnant en surcroît de l’Unité, ce sont les Noms divins, et ces Noms commandent la diversité des ètres. C’est à partir des ètres qui leur sont conjoints qu’il est possible de connaître les substances divines, c’est-à-dire les Dieux qui en eux-mèmes sont inconcevables. On a comparé déjà la théorie des Noms divins et des hiérarchies célestes chez Proclus et chez Denys pseudo-Aréopagite.

Il resterait beaucoup à apprendre d’une comparaison approfondie avec la théorie des Noms divins et des théophanies qui sont les Seigneurs divins, — je veux dire du parallélisme entre, d’une part chez Ibn Arabi, l’ineffabilité du Dieu qui est le Seigneur des Seigneurs et les théophanies multiples que constitue la hiérarchie des Noms divins, et d’autre part chez Proclus, la hiérarchie prenant origine en l’hénade des hénades manifestée par ces hénades mèmes, et se propageant par tous les degrés des hiérarchies de l’être : il y a les Dieux transcendants; les Dieux intelligibles (au plan de l’être); les Dieux intelligibles-intellectifs (au plan de la vie); les Dieux intellectifs (au plan de l’intellect); les Dieux hypercosmiques (chefs et assimilateurs); les Dieux intracosmiques (célestes et sublunaires); il y a les ètres supérieurs : archanges, anges, héros, daïmons. Mais ces multiples hiérarchies présupposent l’Un-Unique qui transcende les Uns, parce qu’il les unifie; l’être qui transcende les étants, parce qu’il les essencifie; la vie qui transcende les vivants, parce qu’elle les vivifie. Chez Proclus l’harmonie résulte de la rencontre, à Athènes, pour la fète des Panathénées, entre les philosophes de l’École d’Ionie venus de Clazomène et les philosophes de l’École italique, celle de Parménide et de Zénon d’Élée. Dans l’École d’Ibn Arabi elle résulte de la confrontation entre le monothéisme de la conscience naïve ou dogmatique et du théomonisme de la conscience ésotérique, bref de l’exhaussement du tawhîd exotérique ou théologique (tawhîd olûhî) au niveau du tawhîd ésotérique ou ontologique (tawhîd wojûdî). C’est la forme propre que prend en théosophie islamique le paradoxe de l’Un et du Multiple.

Henry Corbin (1903-1978)