Cristandad (IGEDH) (RGAI) (SFCS)

Lo que acabamos de decir está indicado por la «leyenda» misma de Christian Rosenkreutz, cuyo nombre es por lo demás puramente simbólico, y en el que es muy dudoso que sea menester ver un personaje histórico, hayan dicho lo que hayan dicho algunos de él, sino que aparece más bien como la representación de lo que se puede llamar una «entidad colectiva» (NA: Esta «leyenda» es en suma del mismo género que las demás «leyendas» iniciáticas a las que ya hemos hecho alusión precedentemente.). El sentido general de la «leyenda» de este fundador supuesto, y en particular los viajes que le son atribuidos (NA: Recordaremos aquí la alusión que hemos hecho más atrás al simbolismo iniciático del viaje; por lo demás, sobre todo en conexión con el hermetismo, hay muchos otros viajes, como los de Nicolás Flamel por ejemplo, que parecen tener ante todo una significación simbólica.), parece ser que, después de la destrucción de la Orden del Temple, los iniciados al esoterismo cristiano se reorganizaron, de acuerdo con los iniciados al esoterismo islámico, para mantener, en la medida de lo posible, el lazo que había sido aparentemente roto por esta destrucción; pero esta reorganización debió hacerse de una manera más oculta, invisible en cierto modo, y sin tomar su apoyo en una institución conocida exteriormente y que, como tal, habría podido ser destruida todavía una vez más (NA: De ahí el nombre de «Colegio de los Invisibles» dado algunas veces a la colectividad de los Rosa-Cruz.). Los verdaderos Rosa-Cruz fueron propiamente los inspiradores de esta reorganización, o, si se quiere, fueron los poseedores del grado iniciático del que hemos hablado, considerados especialmente en tanto que desempeñaron este papel, que se continuó hasta el momento donde, a consecuencia de otros acontecimientos históricos, el lazo tradicional del que se trata fue definitivamente roto para el mundo occidental, lo que se produjo en el curso del siglo XVII (NA: La fecha exacta de esta ruptura está marcada, en la historia exterior de Europa, por la conclusión de los tratados de Westfalia, que pusieron fin a lo que subsistía todavía de la «Cristiandad» medieval para sustituirla por una organización puramente «política» en el sentido moderno de esta palabra.). Se dice que los Rosa-Cruz se retiraron entonces a oriente, lo que significa que, en adelante, ya no ha habido en occidente ninguna iniciación que permita alcanzar efectivamente este grado, y también que la acción que se había ejercido a su través hasta entonces para el mantenimiento de la enseñanza tradicional correspondiente dejó de manifestarse, al menos de una manera regular y normal (NA: Sería completamente inútil buscar determinar «geográficamente» el lugar de retiro de los Rosa-Cruz; de todas las aserciones que se encuentran sobre este punto, la más verdadera es ciertamente aquella según la cual se «retiraron al reino del Prestejuan», no siendo éste otra cosa, como lo hemos explicado en otro parte (NA: El Rey del Mundo, PP. 13-l5, ed. francesa), que una representación del centro espiritual supremo, donde se conservan efectivamente en estado latente, hasta el fin del ciclo actual, todas las formas tradicionales, que por una razón o por otra, han dejado de manifestarse en el exterior.). 878 RGAI ROSA-CRUZ Y ROSACRUCIANOS

Hemos citado y explicado en otra parte un texto en el que Dante pone el «Paraíso celeste» y el «Paraíso terrestre» respectivamente en relación con lo que deben ser, desde el punto de vista tradicional, el papel de la autoridad espiritual y el del poder temporal, es decir, en otros términos, con la función sacerdotal y la función real (NA: Ver Autoridad espiritual y Poder temporal, cap. VIII. — Este texto es el pasaje en el que Dante, al final de su tratado De Monarchia, define las atribuciones respectivas del Papa y del Emperador, que representan la plenitud de estas dos funciones en la constitución de la «Cristiandad».); aquí nos contentaremos con recordar brevemente las importantes consecuencias que se desprenden de esta correspondencia desde el punto de vista que nos ocupa al presente. En efecto, de ello resulta que los «misterios mayores» están en relación directa con la «iniciación sacerdotal», y los «misterios menores» con la «iniciación real» (NA: Las funciones sacerdotal y real conllevan el conjunto de las aplicaciones cuyos principios son proporcionados respectivamente por las iniciaciones correspondientes, de donde el empleo de las expresiones de «arte sacerdotal» y de «arte real» para designar estas aplicaciones.); si empleamos ahora los términos tomados a la organización hindú de las castas, podemos decir pues que, normalmente, los primeros pueden ser considerados como el dominio propio de los brâhmanes y los segundos como el de los kshatriyas (NA: Sobre este punto, ver también Autoridad espiritual y Poder temporal, cap. II.). Se puede decir también que el primero de estos dos dominios es de orden «sobrenatural» o «metafísico», mientras que el segundo es sólo de orden «natural» o «físico», lo que corresponde efectivamente a las atribuciones respectivas de la autoridad espiritual y del poder temporal; y, por otra parte, esto permite caracterizar también claramente el orden de conocimiento al que se refieren los «misterios mayores» y los «misterios menores» y que ponen en obra para la parte de la realización iniciática que les concierne: los «misterios menores» implican esencialmente el conocimiento de la naturaleza (considerada, eso no hay que decirlo, desde el punto de vista tradicional y no desde el punto de vista profano que es el de las ciencias modernas), y los «misterios mayores», el conocimiento de lo que está más allá de la naturaleza. Así pues, el conocimiento metafísico puro depende propiamente de los «misterios mayores», y el conocimiento de las ciencias tradicionales de los «misterios menores»; por lo demás, como el primero es el principio del que derivan necesariamente todas las ciencias tradicionales, de ello resulta también que los «misterios menores» dependen esencialmente de los «misterios mayores» y que tienen su principio en ellos, del mismo modo que el poder temporal, para ser legítimo, depende de la autoridad espiritual y tiene su principio en ella. 896 RGAI MISTERIOS MAYORES Y MISTERIOS MENORES

Las demás consideraciones que se pueden deducir aún de la divisa Ordo ab Chao se refieren más bien al papel de las organizaciones iniciáticas con respecto al mundo exterior: puesto que, como acabamos de decirlo, la realización del «orden», en tanto que no constituye más que uno con la manifestación misma en el dominio de un estado de existencia tal como nuestro mundo, se prosigue de una manera continua hasta el agotamiento de las posibilidades que están implicadas en ella (agotamiento por el que se alcanza el extremo límite hasta donde puede extenderse la «medida» de este mundo), todos los seres que son capaces de tomar consciencia de ello deben, cada uno en su sitio y según sus posibilidades propias, concurrir efectivamente a esta realización, que se designa también, en el orden general y exterior, como la realización del «plan del Gran Arquitecto del Universo», al mismo tiempo que cada uno de ellos, por el trabajo iniciático propiamente dicho, realiza en sí mismo, interiormente y en particular, el plan que corresponde a éste desde el punto de vista «microcósmico». Se puede comprender fácilmente que esto sea susceptible, en todos los dominios, de aplicaciones diversas y múltiples; así, en lo que concierne más especialmente al orden social, aquello de lo que se trata podrá traducirse por la constitución de una organización tradicional completa, bajo la inspiración de las organizaciones iniciáticas que, al constituir su parte esotérica, serán como el «espíritu» mismo de todo el conjunto de esta organización social (NA: Es lo que, en conexión con la divisa de la que hablamos al presente, se designa en la Masonería escocesa como el «reino del Sacro Imperio», por un recuerdo evidente de la constitución de la antigua «Cristiandad», considerada como una aplicación del «arte real» en una forma tradicional particular.); y esto representa bien, en efecto, incluso bajo el aspecto exotérico, un «orden» verdadero, por oposición al «caos» representado por el estado puramente profano al cual corresponde la ausencia de una tal organización. 1018 RGAI SOBRE DOS DIVISAS INICIÁTICAS

Para nos, la verdadera edad media se extiende desde el reinado de Carlomagno hasta el comienzo del siglo XIV; en esta última fecha comienza una nueva decadencia que, a través de etapas diversas, irá acentuándose hasta nosotros. Es ahí donde está el verdadero punto de partida de la crisis moderna: es el comienzo de la desagregación de la «Cristiandad», a la que se identificaba esencialmente la civilización occidental de la edad media; es, al mismo tiempo, el fin del régimen feudal, bastante estrechamente solidario de aquella misma «Cristiandad», el origen de la constitución de las «nacionalidades». Así pues, es menester hacer remontar la época moderna cerca de dos siglos antes de lo que se hace ordinariamente; el Renacimiento y la Reforma son sobre todo resultantes, y no se han hecho posibles más que por la decadencia previa; pero, bien lejos de ser un enderezamiento, marcaron una caída mucho más profunda, porque consumaron la ruptura definitiva con el espíritu tradicional, uno en el dominio de las ciencias y de las artes, y la otra en el dominio religioso mismo, que era no obstante aquél donde una tal ruptura hubiera podido parecer más difícilmente concebible. 1081 LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO CAPÍTULO I

Por lo demás, al margen de la cuestión de las relaciones de Oriente y de Occidente, es fácil constatar que una de las más notables consecuencias del desarrollo industrial es el perfeccionamiento incesante de los ingenios de guerra y el aumento de su poder destructivo en formidables proporciones. Eso sólo debería bastar para aniquilar los delirios «pacifistas» de algunos admiradores del «progreso» moderno; pero los soñadores y los «idealistas» son incorregibles, y su ingenuidad parece no tener límites. El «humanitarismo», que está tan enormemente de moda, ciertamente no merece ser tomado en serio; pero es extraño que se hable tanto del fin de las guerras en una época donde hacen más estragos de los que nunca han hecho, no solo a causa de la multiplicación de los medios de destrucción, sino también porque, en lugar de desarrollarse entre ejércitos poco numerosos y compuestos únicamente de soldados de oficio, arrojan los unos contra los otros a todos los individuos indistintamente, comprendidos ahí los menos calificados para desempeñar una semejante función. Ese es también un ejemplo llamativo de la confusión moderna, y es verdaderamente prodigioso, para quien quiere reflexionar en ello, que se haya llegado a considerar como completamente natural una «leva en masa» o una «movilización general», que la idea de una «nación armada» haya podido imponerse a todos los espíritus, salvo bien raras excepciones. También se puede ver en eso un efecto de la creencia en la fuerza del número únicamente: es conforme al carácter cuantitativo de la civilización moderna poner en movimiento masas enormes de combatientes; y, al mismo tiempo, el «igualitarismo» encuentra su campo en eso, así como en instituciones como las de la «instrucción obligatoria» y del «sufragio universal». Agregamos también que estas guerras generalizadas no se han hecho posibles más que por otro fenómeno específicamente moderno, que es la constitución de las «nacionalidades», consecuencia de la destrucción del régimen feudal, por una parte y, por otra, de la ruptura simultánea de la unidad superior de la «Cristiandad» de la edad media; y, sin entretenernos en consideraciones que nos llevarán demasiado lejos, señalamos también, como circunstancia agravante, el desconocimiento de una autoridad espiritual, única que puede ejercer normalmente un arbitraje eficaz, porque, por su naturaleza misma, está por encima de todos los conflictos de orden político. La negación de la autoridad espiritual, es también materialismo práctico; y aquellos mismos que pretenden reconocer una tal autoridad en principio le niegan de hecho toda influencia real y todo poder de intervenir en el dominio social, exactamente de la misma manera que establecen un tabique estanco entre la religión y las preocupaciones ordinarias de su existencia; ya sea que se trate de la vida pública o de la vida privada, es efectivamente el mismo estado de espíritu el que se afirma en los dos casos. 1205 LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO CAPÍTULO VII

No es posible desarrollar aquí todas las consecuencias de semejante estado de cosas; limitémonos a indicar algunas, entre ellas las que se refieren más particularmente al punto de vista religioso. Ante todo, es de notar que el desprecio y la repulsión experimentados por los demás pueblos, los orientales sobre todo, con respecto a los occidentales, provienen en gran parte de que éstos se les aparecen en general como hombres sin tradición, sin religión, lo que es a sus ojos una verdadera monstruosidad. Un oriental no puede admitir una organización social que no descanse sobre principios tradicionales; para un musulmán, por ejemplo, la legislación íntegra no es sino una simple dependencia de la religión. Otrora, ha sido lo mismo en Occidente; piénsese en lo que era la Cristiandad en la Edad Media; pero hoy las relaciones se han invertido. En efecto, se encara ahora la religión como un simple hecho social; en vez de que el orden social íntegro esté vinculado a la religión, ésta, al contrario, cuando aún se consiente en otorgarle un sitio, no se ve ya sino como uno cualquiera de los elementos constituyentes del orden social; y ¡cuántos católicos, ay, admiten sin la menor dificultad este modo de ver! Es tiempo de reaccionar contra esta tendencia y, a este respecto, la afirmación del Reino social de Cristo es una manifestación particularmente oportuna; pero, para hacer de ella una realidad, es preciso reformar toda la mentalidad moderna. 2076 EMS IX: LA REFORMA DE LA MENTALIDAD MODERNA

Se conoce sobre todo, de ordinario, el Omphalos del templo de Delfos; este templo era realmente el centro espiritual de la Gracia antigua, y, sin insistir sobre todas las razones que podrían justificar esta aserción, destacaremos solamente que ahí se reunía, dos veces por año, el consejo de los Amfictiones, compuesto por los representantes de todos los pueblos helénicos, y que formaba el único lazo efectivo entre estos pueblos, políticamente independientes unos de otros. La fuerza de este lazo residía precisamente en su carácter esencialmente religioso y tradicional, único principio de unidad posible para una civilización constituida sobre bases normales: piénsese, por ejemplo, en lo que era la Cristiandad en la Edad Media, y, a menos de estar cegado por los prejuicios modernos, se podrá comprender que no se trata de vanas palabras. 2090 EMS X: EL OMPHALOS, SÍMBOLO DEL CENTRO

Es muy difícil encontrar actualmente un principio de unidad en la civilización occidental; se podría decir incluso que su unidad, que reposa siempre naturalmente sobre un conjunto de tendencias que constituyen una cierta conformidad mental, ya no es verdaderamente más que una simple unidad de hecho, que carece de principio como carece de principio esta civilización misma, desde que se ha roto, en la época del Renacimiento y de la Reforma, el lazo tradicional de orden religioso que era precisamente para ella el principio esencial, y que hacía de ella, en la edad media, lo que se llamaba la «Cristiandad». La intelectualidad occidental no podía tener a su disposición, en los límites donde se ejerce su actividad específicamente restringida, ningún elemento tradicional de un orden diferente que fuera susceptible de sustituir a ese; entendemos que un tal elemento, fuera de las excepciones incapaces de generalizarse en este medio, no podía ser concebido de otra manera que en modo religioso. En cuanto a la unidad de la raza europea, en tanto que raza, es, como lo hemos indicado, demasiado relativa y demasiado débil para poder servir de base a la unidad de una civilización. Así pues, desde entonces, se corría el riesgo de que hubiera civilizaciones europeas múltiples, sin ningún lazo efectivo y consciente; y, de hecho, es a partir del momento en que se quebró la unidad fundamental de la «Cristiandad» cuando se vieron constituirse en su lugar, a través de muchas vicisitudes y de esfuerzos inciertos, las unidades secundarias, fragmentarias y empequeñecidas de las «nacionalidades». Pero, no obstante, hasta su desviación mental, y como a pesar suyo, Europa conservaba la huella de la formación única que había recibido en el curso de los siglos precedentes; las influencias mismas que habían acarreado la desviación se habían ejercido por todas partes de modo semejantemente, aunque a grados diversos; el resultado fue también una mentalidad común, de donde una civilización que seguía siendo común a pesar de todas las divisiones, pero que, en lugar de depender legítimamente de un principio, cualquiera que fuera, por lo demás, iba a estar en adelante, si se puede decir, al servicio de una «ausencia de principio» que la condenaba a una decadencia intelectual irremediable. Se puede sostener, ciertamente, que ese era el precio del progreso material hacía el que el mundo occidental ha tendido exclusivamente desde entonces, ya que hay vías de desarrollo que son inconciliables; pero, sea como sea, era verdaderamente, a nuestro juicio, pagar muy caro ese progreso tan ensalzado. 3617 IGEDH Principios de unidad de las civilizaciones orientales

Por otra parte, lo que hemos dicho de la unidad antigua de la «Cristiandad», unidad de naturaleza esencialmente tradicional, y concebida según un modo especial que es el modo religioso, puede aplicarse aproximadamente a la concepción de la unidad del mundo musulmán. En efecto, entre las civilizaciones orientales, la civilización islámica es la que está más cerca de Occidente, y se podría decir inclusive que, tanto por sus caracteres como por su situación geográfica, es, en diversos aspectos, intermediaria entre Oriente y Occidente; así pues, la tradición puede ser considerada bajo dos modos profundamente distintos, de los que uno es puramente oriental, pero el otro, que es el modo propiamente religioso, es común con la civilización occidental. Por lo demás, judaísmo, cristianismo e islamismo se presentan como los tres elementos de un mismo conjunto, fuera del cual, lo decimos desde ahora, a menudo es muy difícil aplicar propiamente el término mismo de «religión», por poco que se le conserve un sentido preciso y claramente definido; pero, en el islamismo, este lado estrictamente religioso no es en realidad más que el aspecto más exterior; éstos son puntos sobre los cuales tendremos que volver después. Sea como sea, para no considerar de momento más que el lado exterior, es sobre una tradición que se puede calificar de religiosa donde reposa toda la organización del mundo musulmán: no es, como en la Europa actual, la religión la que es un elemento del orden social, sino que, al contrario, es el orden social todo entero el que se integra en la religión, de cuya legislación es inseparable, al encontrar en ella su principio y su razón de ser. Eso es lo que, desgraciadamente para ellos, no han comprendido nunca bien los europeos que han tenido que tratar con pueblos musulmanes, y este desconocimiento ha entrañado los errores políticos más groseros y más inextricables; pero no queremos detenernos aquí sobre estas consideraciones, que no hacemos más que indicarlas de pasada. A este propósito, agregaremos sólo dos precisiones que tienen su interés: la primera es que la concepción del «califato», única base posible de todo «panislamismo» verdaderamente serio, no es asimilable a ningún grado a la de una forma cualquiera de gobierno nacional, y que, por lo demás, tiene todo lo que es menester para desorientar a los europeos, habituados a considerar una separación absoluta, e incluso una oposición, entre el «poder espiritual» y el «poder temporal»; la segunda, es que para pretender instaurar en el islam «nacionalidades» diversas, es menester toda la ignorante suficiencia de algunos «jóvenes» musulmanes, como se califican ellos mismos para proclamar su «modernismo», y en quienes la enseñanza de las universidades occidentales ha obliterado completamente el sentido tradicional. 3619 IGEDH Principios de unidad de las civilizaciones orientales

Aquí es indispensable una última observación: no admitimos, como los sociólogos de los que hablábamos más atrás, que la religión sea pura y simplemente un hecho social; decimos solamente que tiene un elemento constitutivo que es de orden social, lo que evidentemente, no es la misma cosa, puesto que este elemento es normalmente secundario en relación a la doctrina, que es de un orden completamente diferente, de suerte que la religión, aunque es social por un cierto lado, es al mismo tiempo algo más. Por lo demás, de hecho, hay casos donde todo lo que es del orden social se encuentra vinculado y como suspendido de la religión: es el caso del islamismo, como ya hemos tenido ocasión de decirlo, y también del judaísmo, en el que la legislación no es menos esencialmente religiosa, pero con la particularidad de que no es aplicable más que a un pueblo determinado; es igualmente el caso de una concepción del cristianismo que podríamos llamar «integral», y que ha tenido antaño una realización efectiva. La opinión sociológica no corresponde más que al estado actual de Europa, y todavía haciendo abstracción de las consideraciones doctrinales, que, no obstante, no han perdido realmente su importancia primordial más que en los pueblos protestantes; cosa bastante curiosa, la opinión sociológica podría servir para justificar la concepción de una «religión de Estado», es decir, en el fondo, de una religión que es más o menos completamente asunto del Estado, y que, como tal, corre mucho riesgo de ser reducida a un papel de instrumento político; concepción que, en algunos aspectos, nos conduce a la religión grecorromana, así como lo indicábamos más atrás. Esta idea aparece como diametralmente opuesta a la de la «Cristiandad»: ésta, anterior a las nacionalidades, no podría subsistir o restablecerse después de su constitución, más que a condición de ser esencialmente «supranacional»; al contrario, la «religión de Estado» se considera siempre de hecho, que no de derecho, como nacional, ya sea enteramente independiente o ya sea que admita un vinculamiento a otras instituciones similares por una suerte de lazo federativo, que no deja en todo caso a la autoridad superior y central más que un poder considerablemente disminuido. La primera de estas dos concepciones, la de la «Cristiandad», es eminentemente la de un «Catolicismo» en el sentido etimológico de la palabra; la segunda, la de una «religión de Estado», encuentra lógicamente su expresión, según los casos, ya sea en un galicanismo a la manera de Luis XIV, o ya sea en el anglicanismo o en algunas formas de la religión protestante, a la que, en general, este rebajamiento no parece repugnar en absoluto. Agregamos para terminar que, de estas dos maneras occidentales de considerar la religión, la primera es la única que sea capaz de presentar, con las particularidades propias al modo religioso, los caracteres de una verdadera tradición tal como la concibe, sin ninguna excepción, la mentalidad oriental. 3648 IGEDH Tradición y Religión

Si algunos, aún admitiendo que se impone una regeneración de Occidente, se sienten tentados a preferir una solución que permita no recurrir más que a medios puramente occidentales (y, en el fondo, sólo un cierto sentimentalismo podría inclinarles a ello), harán sin duda esta objeción: ¿por qué pues, no volver pura y simplemente, aportando todas las modificaciones necesarias bajo el aspecto social, a la tradición religiosa de la edad media? En otros términos, ¿por qué no podríamos contentarnos, sin buscar más lejos, con devolver al Catolicismo la preeminencia que tenía en aquella época, es decir, con reconstituir bajo una forma apropiada la antigua «Cristiandad», cuya unidad fue rota por la Reforma y por los acontecimientos que se siguieron? Ciertamente, si eso fuera inmediatamente realizable, ya sería algo, sería incluso mucho para remediar el espantoso desorden del mundo moderno; pero, desafortunadamente, eso no es tan fácil como puede parecerles a algunos teóricos, lejos de ello, ya que obstáculos de todo tipo no tardarían en levantarse ante aquellos que quisieran ejercer una acción efectiva en este sentido. No vamos a enumerar todas esas dificultades, pero haremos observar que la mentalidad actual, en su conjunto, apenas parece dispuesta a prestarse a una transformación de este género; así pues, aquí también, sería menester todo un trabajo preparatorio que, admitiendo que aquellos que quisieran emprenderle tuvieran verdaderamente a su disposición los medios para ello, no sería quizás menos largo ni menos penoso que el que consideramos por nuestra parte, y cuyos resultados no serían nunca tan profundos. Además, nada prueba que no haya habido, en la civilización tradicional de la edad media, más que el lado exterior y propiamente religioso; hubo ciertamente otra cosa, aunque no fuera más que la escolástica, y acabamos de decir por qué pensamos que debió haber más aún, ya que ésta, a pesar de su interés incontestable, no es más que lo exterior. Finalmente, si nos encerramos así en una forma especial, el entendimiento con las demás civilizaciones no podría realizarse más que en una medida bastante limitada, en lugar de hacerse ante todo sobre lo que hay de más fundamental, y así, entre las cuestiones que se le refieren, hay muchas todavía que no serían resueltas, sin contar con que los excesos del proselitismo occidental serían siempre de temer y amenazarían perpetuamente con comprometerlo todo, pues este proselitismo no puede ser detenido definitivamente más que por la plena comprehensión de los principios y por el acuerdo esencial que, incluso sin necesidad de ser formulado expresamente, resultaría inmediatamente de ella. No obstante, es evidente que, si el trabajo a cumplir en los dos dominios metafísico y religioso pudiera efectuarse paralelamente y al mismo tiempo, no veríamos en ello más que ventajas, pues estamos persuadidos de que, incluso si las dos cosas se llevaran a cabo independientemente la una de la otra, los resultados, finalmente, no podrían ser más que concordantes. De todas maneras, si las posibilidades que tenemos en vista deben realizarse, la renovación propiamente religiosa se impondrá más pronto o más tarde como un medio especialmente apropiado para Occidente; podrá ser una parte de la obra reservada a la elite intelectual, cuando ésta se haya constituido, o bien, si se hace previamente, la elite encontrará en ella un apoyo conveniente para su acción propia. La forma religiosa contiene todo lo que le es menester a la masa occidental, que verdaderamente no puede encontrar en otra parte las satisfacciones que exige su temperamento; esta masa no tendrá nunca necesidad de otra cosa, y es a través de esta forma cómo deberá recibir la influencia de los principios superiores, influencia que, aunque así es indirecta, por ello no será menos una participación real (Convendría hacer aquí una aproximación con la institución de las castas y la manera en que la participación en la tradición se asegura con ella.). En una tradición completa, puede haber así dos aspectos complementarios y superpuestos, que no podrían contradecirse o entrar en conflicto de ninguna manera, puesto que se refieren a dominios esencialmente distintos; por lo demás, el aspecto intelectual puro no concierne directamente más que a la elite, que es la única que debe ser forzosamente consciente de la comunicación que se establece entre los dos dominios para asegurar la unidad total de la doctrina tradicional. 5480 Oriente y Occidente EL ACUERDO SOBRE LOS PRINCIPIOS

No es posible desarrollar aquí todas las consecuencias de semejante estado de cosas; limitémonos a indicar algunas, entre ellas las que se refieren más particularmente al punto de vista religioso. Ante todo, es de notar que el desprecio y la repulsión experimentados por los demás pueblos, los orientales sobre todo, con respecto a los occidentales, provienen en gran parte de que éstos se les aparecen en general como hombres sin tradición, sin religión, lo que es a sus ojos una verdadera monstruosidad. Un oriental no puede admitir una organización social que no descanse sobre principios tradicionales; para un musulmán, por ejemplo, la legislación íntegra no es sino una simple dependencia de la religión. Otrora, ha sido lo mismo en Occidente; piénsese en lo que era la Cristiandad en la Edad Media; pero hoy las relaciones se han invertido. En efecto, se encara ahora la religión como un simple hecho social; en vez de que el orden social íntegro esté vinculado a la religión, ésta, al contrario, cuando aún se consiente en otorgarle un sitio, no se ve ya sino como uno cualquiera de los elementos constituyentes del orden social; Y ¡cuántos católicos, ay, admiten sin la menor dificultad este modo de ver! Es tiempo de reaccionar contra esta tendencia y, a este respecto, la afirmación del Reino social de Cristo es una manifestación particularmente oportuna; pero, para hacer de ella una realidad, es preciso reformar toda la mentalidad moderna. 6607 SFCS LA REFORMA DE LA MENTALIDAD MODERNA

Es costumbre, en el mundo occidental, considerar al islamismo, como una tradición esencialmente guerrera y, por consiguiente, cuando se trata en particular del sable o la espada (es-sayf), tomar esta palabra únicamente en su sentido literal, sin siquiera pensar en preguntarse si no hay en ella, en realidad, alguna otra cosa. Es incontestable, por otra parte, que existe en el islamismo un aspecto guerrero, y también que, lejos de constituir un carácter particular del Islam, se lo encuentra también en la mayoría de las demás tradiciones, incluido el cristianismo. Aun sin traer a colación lo que Cristo mismo ha dicho: “No vengo a traer paz, sino espada” (San Mateo, X, 34), lo que en suma puede entenderse figurativamente, la historia de la Cristiandad en el Medioevo, es decir, en la época en que tuvo su realización efectiva en las instituciones sociales, da pruebas ampliamente suficientes; y, por otra parte, la misma tradición hindú, que por cierto no podría considerarse especialmente guerrera, ya que más bien tiende a reprochársele en general conceder poco, lugar a la acción, contiene empero también ese aspecto, como puede advertirse leyendo la Bhâgavad-Gîtâ. A menos de estar cegado por ciertos prejuicios, es fácil comprender que sea así, pues, en el dominio social, la guerra, en cuanto dirigida contra aquellos que perturban el orden y destinada a reducirlos a él, constituye una función legítima, que en el fondo no es sino uno de los aspectos de la función de “justicia” entendida en su acepción más general. Empero, no es éste sino el lado más exterior de las cosas, y por ende el menos esencial: desde el punto de vista tradicional, lo que da a la guerra así comprendida todo su valor es que simboliza la lucha que el hombre debe llevar contra los enemigos que porta en sí mismo, es decir, contra todos los elementos que en él son contrarios al orden y a la unidad. En ambos casos, por lo demás, ya se trate del orden exterior y social o del orden interior y espiritual, la guerra debe tender siempre igualmente a establecer el equilibrio y la armonía (por eso pertenece propiamente a la “justicia”) y a unificar así en cierto modo la multiplicidad de los elementos en mutua oposición. Esto equivale a decir que su conclusión normal — y, en definitiva, su única razón de ser — es la paz (es-salâm), la cual no puede obtenerse sino por sumisión a la voluntad divina (el-islâm), poniendo en su lugar cada uno de los elementos para hacerlos concurrir todos a la realización consciente de un mismo plan; y apenas será necesario destacar cuán estrechamente emparentados están en lengua árabe esos dos términos: es-salâm y es-islâm (Hemos desarrollado más ampliamente estas consideraciones en Le Symbolisme de la Croix cap. VIII). 6937 SFCS SAYFU-L-ISLÂM

Guénon – Hinduísmo