DANTE ALIGHIERI (1265-1321)
Toda humana obra resulta ser siempre, como es obvio, un espejo donde los hombres pueden mirarse. La imagen que incansablemente el hombre busca de sí mismo no se limita a su sola figura, por una razón también obvia, y es que el hombre no alcanza a tener una figura, aunque sea en esbozo, sino en relación con todo lo que le rodea. Y ha sido siempre propio del hombre el sentirse en relación, es decir: verdaderamente rodeado del universo en su totalidad, como un mediador entre todas las cosas existentes. Dante justamente, declara esta idea acerca del hombre a lo largo de toda su obra en diversas maneras. Y no es una de las menos bellas la que en de Monarchia refiere como propia de ciertos filósofos: que el hombre es como un horizonte, – «asimilado al horizonte» – porque media entre los dos hemisferios. Mediador entre los dos hemisferios de los seres naturales irracionales y la razón, entre la bestia y el ángel, capaz como simbólicamente muestra en su poema sin par, de atravesar todos los estados del ser desde el centro del infierno hasta el último cielo, al pie mismo del centro supremo, del trono de la Santa Trinidad. Lo que nos ofrece en su obra en efecto, es la condición humana en toda su plenitud, en la actualización plena de sus posibilidades: hasta aquí puede bajar el hombre, hasta allá puede ascender; hasta estos últimos confines de la desdicha y de la beatitud, y en la tierra simplemente adonde el hombre puede extender su potencia y su intelecto.
A esta idea verificada por la experiencia responde la obra de Dante. Es un espejo múltiple. Ya que ningún hombre jamás ha podido alcanzar los extremos confines de lo humano sin apurar sorbo a sorbo los conflictos de su tiempo, de su país, sin atravesar las barreras de las circunstancias espacio-temporales.
{-} Y a Dante le tocó vivir uno de los periodos más complejos y conflictivos de la historia occidental; vivirlo desde adentro y no solamente soportarlo. No fue un espectador. No podía serlo en virtud de esa unidad de su mente, de su alma, de su moral, típicamente medieval en ello. Pues que el hombre medieval es el menos diverso y escindido que se conozca. La especialización del ser que se dio mucho antes que la del conocer, tan característica de los tiempos modernos, era inconcebible para un varón medieval. Pues que la concepción más que del mundo – como hoy se dice – del universo, era concéntrica, es decir unitaria en forma pluricircular. El centro de la total esfera en que el universo está encerrado, es la divinidad – Dios Uno y Trino –. Mas el hombre, que se sabía decaído, caído en la Tierra – el valle de lágrimas – llevaba en sí, en su centro mismo, aunque oscurecida la presencia viviente de la divinidad. Emanuel, quiere decir eso, como se sabe: Dios en el hombre. Y esta presencia se manifestaba no sólo en un sentimiento de lo que después se ha entendido por corazón, sino por la razón. La razón era divina. Una razón transcendente que partiendo de la divinidad, atravesaba toda la creación y hacía sede preferida en la humana mente. Lo que quiere decir que la razón era una escala mediadora, que por ella y a través de ella se podía viajar, transitar entre los diversos mundos que integran el universo visible e invisible. La razón iluminada por la fe y el amor. Itinerario mentis ad Deo (sic), titulaba San Buenaventura discípulo de San Francisco, tan caro a Dante, su obra de filosofía y teología al par, guía de conocimiento y de amor.
{-} Y aquellos que más se adentraban en los misterios de la esencia divina la describían o manifestaban como el foco mismo de la luz. La intimidad de la religión era vivida como misterio de luz y de amor; de luz-razón-palabra que descendió y se hizo carne en humano cuerpo.
La ciencia, pues que la había, ciencia heredera de la tradición {3} griega y de su madre o por lo menos nodriza, la egipcia y aun quizás de otras, no sólo estaba unida a divino, sino que se entendía como una forma develada del misterio. Las mismas Artes Liberales – Trivium y Quadrivium – tenían una significación teologal, es decir: eran una escala como los siete Planetas – incluido el Sol – para ascender hacia el centro supremo. Y así no es de extrañar que el mismo Dante declare que por cielos entiende las Artes.
{-} Y así el llamado sistema geocéntrico que hacía de la Tierra el centro del girar del Sol, en realidad estaría mejor llamado teocéntrico. Pues que no inventa nada Dante cuando en el verso final de su Divina Comedia, declara que «El amor mueve el Sol y las otras estrellas», es decir: todos los cuerpos que en los cielos giran.
Esta unidad esencial de ciencia, teología, religión en el hombre unificaba su mente con su corazón o al menos se lo proponía y se lo hacía posible al mismo tiempo. Y por ese motivo solo o quizás por algunos otros convergentes, la virtud entre todas del hombre medieval era la lealtad. Ser tachado de desleal, de traidor que es su extremo, era la peor sombra que sobre un hombre podía recaer.
La lealtad es un tanto diferente de la sinceridad que es a lo que más se parece. Mas ser sincero no quiere decir ser leal en modo alguno. La sinceridad es la virtud del hombre aislado, confinado en su individualidad, sumido en la incerteza y en la duda, del hombre que se ha quedado a solas con su conciencia y que no tiene más modo de rectitud que ir declarando o por lo menos declarándose sin engañarse lo que siente y piensa en cada instante, teniendo a veces que expiarse para ello, que atisbar en sí mismo como en un extraño sus secretas intenciones, sus inconfesables anhelos, deslizándose por el laberinto de {4} la psique en soledad.
Lealtad, unidad de mente, alma y acción que corresponden, en modo más explícito, a la autenticidad mucho más que a la sinceridad. Pero no queda más remedio que reconocer que la «autenticidad» no ha sido hasta ahora tan ampliamente formulada como sería necesario para que llegara a este nivel moral de la lealtad medieval.
Y justamente, esta lealtad es la que paradójicamente llevaba y sigue llevando – ya que no se ha extinguido enteramente – a colocar al esclavo de ella en situaciones espinosas, erizadas de peligros, incluido el de aparecer como desleal. Lo cual puede suceder a cualquier hombre en cualesquiera circunstancias. A Dante le sucedió el tener que pagar su entera lealtad con exilio, pobreza, sometimiento a oscuros menesteres, condena a muerte cruel e infamante a un tiempo: soledad. La trama de su vida apenas muestra otra cosa, la trama de su vida, la materia de sus sueños. Y juntas su experiencia.
Muchos hombres del tiempo de Dante pasaron por tales avatares y muchos fueron literalmente consumidos por ellos, mientras que él alcanzó el convertir el fuego a que su ciudad le condenó a morir ardiendo en fuego que le hizo vivir ardiendo hasta su muerte. Su obra está más allá del destino. Pero hubo de soportar este destino para llevarla a cabo. Si no es suficiente experimentar un destino así para crear la Divina Comedia y la obra toda que por ser del mismo autor queda un tanto empalidecida bajo su fulgor, tampoco hubiera sido posible sacar a la luz tan hondas tinieblas y hacer descender tanta celestial claridad, sin haber pasado en vida, por obra de las circunstancias históricas y del amor, por tantos infiernos, purgatorios y cielos.
Dos centros aparecen en la experimentada vida de Dante, dos que en seguida se revelan ser tres. La experiencia histórica, (y) el amor {5} (que) una muchacha florentina le inspirara cuando él y ella contaban solamente nueve años. Como se sabe ninguna relación hubo entre ellos sino la del saludo que tan breve tiempo duró. Ella no duró tampoco mucho más, pues que nació en 1266 – Dante escasamente un año antes – y murió en 1290. Difícilmente mujer alguna puede iluminar más profunda y totalmente el corazón y la mente de un hombre. Mas (no) fue esto sólo, un humano, aunque inmortal amor lo que Beatrice le inspirara. Como veremos, ya en la Vita Nuova aparecen palabras indicativas de que el amor le condujo hasta los últimos confines de la vida, de que se trata de un amor que transforma, que hace del hombre sin más que era Dante, un hombre nuevo: de que le ha hecho morir y renacer tanto como es posible sin dejar de ser habitante de la tierra. Mas si se va a la Divina Comedia, obra capital de Dante y quizás de la poesía occidental, entonces resulta casi imposible aceptar que no haya dos Beatrice bajo el mismo nombre.
Y así él mismo lo viene a declarar cuando hace de ella el guía que lo conduce de cielo en cielo cediendo sólo el puesto a San Bernardo ya cerca de la suprema presencia divina. Algo más que humano amor debió de experimentar Dante. Y Beatrice declara y vela al mismo tiempo una experiencia de conocimiento amoroso que siglos después hubiera sido llamado místico. Pues no es que la Mística sea cosa moderna, que como bien se sabe, el tratado de Mística Teología (sic) es obra de Dionisio el Areopagita – siglo IV». Mas sucede que en la época de Dante, cuando tanto fervor contemplativo y activo se encendía en los ánimos más esclarecidos; no se usaba esa calificación de “místico” que a partir del Renacimiento y de la Reforma y de la Contrarreforma tan legítimamente y tan ilegítimamente también, tanto se ha dado. Mas nosotros no pretendemos dar este calificativo a Dante. Querríamos únicamente señalar un poco, un poco nada más, el itinerario de su experiencia y el camino de su atormentada y esplendorosa vida.
(ZAMBRANO, Maria. Dante Specchio Umano. S.l.: CASTELVECCHI, 2021.)