Excerto do livro “Ferreiros e Alquimistas”, tradução em espanhol [MEFA]
La ideología y las técnicas de la alquimia constituyen el tema del segundo tablero de nuestro díptico. Si hemos insistido de modo preferente sobre las alquimias china e india ha sido porque son menos conocidas y porque presentan, de forma más neta, su doble carácter de técnicas al mismo tiempo experimentales y «místicas». Conviene decir, desde ahora, que la alquimia no fue en su origen una ciencia empírica, una química embrionaria; no llegó a serlo hasta más tarde, cuando su propio universo mental perdió, para la mayor parte de los experimentadores, su validez y su razón de ser. La historia de las ciencias no reconoce ruptura absoluta entre la alquimia y la química: una y otra trabajan con las mismas sustancias minerales, utilizan los mismos aparatos y, generalmente, se dedican a las mismas experiencias. En la medida en que se reconoce la validez de las investigaciones sobre el «origen» de las técnicas y las ciencias, la perspectiva del historiador de la química es perfectamente defendible: la química ha nacido de la alquimia; para ser más exactos, ha nacido de la descomposición de la ideología alquímica. Pero en el panorama visual de una historia del espíritu, el proceso se presenta de distinto modo: la alquimia se erigía en ciencia sagrada, mientras que la química se constituyó después de haber despojado a las sustancias de su carácter sacro. Existe, por tanto, una necesaria solución de continuidad entre el plano de lo sagrado y el de la experiencia profana.
Esta diferencia se nos hará aún más patente mediante un ejemplo: el «origen» del drama (tanto de la tragedia griega como de los argumentos dramáticos del Cercano Oriente de la antigüedad y de Europa) se ha encontrado en ciertos rituales que, en términos generales, desarrollaban la siguiente situación: el combate entre dos principios antagónicos (Vida y Muerte, Dios y Dragón, etc.), pasión del Dios, lamentación sobre su «muerte» y júbilo ante su «resurrección». Gilbert Murray ha podido incluso demostrar que la estructura de ciertas tragedias de Eurípides (no sólo Las bacantes, sino también Hipólito y Andrómaca) conservan las líneas esquemáticas de los viejos argumentos rituales. Si es cierto que el drama deriva de tales argumentos rituales, que se ha constituido en fenómeno autónomo utilizando la primera materia del rito primitivo, nos vemos autorizados a hablar de los «orígenes» sacros del teatro profano. Pero la diferencia cualitativa entre ambas categorías de hechos no es por lo que antecede menos evidente: el argumento ritual pertenecía a la economía de lo sagrado, daba lugar a experiencias religiosas, comprometía la «salvación» de la comunidad considerada como un todo; el drama profano, al definir su propio universo espiritual y su sistema de valores, provocaba experiencias de naturaleza absolutamente distinta (las «emociones estéticas») y perseguía un ideal de perfección formal, totalmente ajeno a los valores de la experiencia religiosa. Existe, pues, solución de continuidad entre ambos planos, aun cuando el teatro se haya mantenido en una atmósfera sagrada durante muchos siglos. Existe una distancia inconmensurable entre quien participa religiosamente en el misterio sagrado de una liturgia y quien goza como esteta de su belleza espectacular y de la música que la acompaña.
Claro está que las operaciones alquímicas no eran en modo alguno simbólicas: se trataba de operaciones materiales practicadas en laboratorios, pero perseguían una finalidad distinta que las químicas. El químico practica la observación exacta de los fenómenos físico-químicos, y sus experiencias sistemáticas van encaminadas a penetrar la estructura de la materia; por su parte, el alquimista se da a la «pasión», «matrimonio» y «muerte» de las sustancias en cuanto ordenadas a la transmutación de la Materia (la Piedra filosofal) y de la vida humana (Elixir Vitae). C. G. Jung ha demostrado que el simbolismo de los procesos alquímicos se reactualiza en ciertos sueños y fabulaciones de sujetos que lo ignoran todo sobre la alquimia; sus observaciones no interesan únicamente a la psicología de las profundidades, sino que confirman indirectamente la función soteriológica que parece constitutiva de la alquimia.
Sería imprudente juzgar la originalidad de la alquimia a través de su incidencia sobre el origen y triunfo de la química. Desde el punto de vista del alquimista, la química suponía una «degradación», por el mismo hecho de que entrañaba la secularización de una ciencia sagrada. No se trata aquí de emprender una paradójica apología de la alquimia, sino de acomodarse a los métodos más elementales de la historia de la cultura, y nada más. Sólo hay un medio de comprender cualquier fenómeno cultural ajeno a nuestra coyuntura ideológica actual, que consiste en descubrir el «centro» e instalarse en él para desde ahí alcanzar todos los valores que rige. Sólo volviéndose a situar en la perspectiva del alquimista llegaremos a una mejor comprensión del universo de la alquimia y a medir su originalidad. La misma iniciativa metodológica se impone para todos los fenómenos culturales exóticos o arcaicos: antes de juzgarlos importa llegar a comprenderlos bien, hay que asimilarse su ideología, sean cuales fueren sus medios de expresión: mitos, símbolos, ritos, conducta social…