Evola Carne

Revolta contra o Mundo Moderno

Algunas consideraciones generales no serán del todo inútiles antes de abordar el examen del sentido particular de cada período. La concepción tradicional contrasta en efecto de la manera más neta con los puntos de vista modernos relativos a la prehistoria y al mundo de los orígenes. sostener, como se debe tradicionalmente hacer, que haya existido,m en el origen, no el hombre animalesco de las cavernas, sino un “más que hombre”, sostener que haya existido, desde la más alta prehistoria, no solo una “civilización”, sino también una “era de los dioses”(Cf. CICERON, De Leg., II, 11: “Antiquitas proxime accedit ad Deos”.), es, para muchos, que, de una forma u otra, creen en la buena nueva del darwinismo, caer en la mera “mitología”. Esta mitología, sin embargo, no somos nosotros quienes la hemos inventado hoy. Sería preciso explicar su existencia, explicar porque, en los testimonios más antiguos de los mitos y escritos de la antigüedad, no se encuentra nada que confirme el “evolucionismo”, y porqué por el contrario se encuentra, la idea constante de un pasado mejor, más luminoso y suprahumano (“divino”); sería preciso explicar porque se ha hablado tan poco de los “orígenes animales”, por que uniformemente se ha tratado, por el contrario, del parentesco originario entre hombres y dioses y porque ha persistido el recuerdo de un estado primordial de inmortalidad, ligado a la idea de que la ley de la muerte ha aparecido en un momento determinado y, a decir verdad, como un hecho contranatura o una anatema. Según dos testimonios característicos, la “caída” ha sido provocada por la mezcla de la raza “divina” con la raza humana en sentido estricto, concebida como una raza inferior, algunos textos llegan incluso hasta comparar la “falta” con la sodomía, con la unión carnal con animales. Existió primeramente el mito de los Ben-Elohim, o “hijos de los dioses”, que se unieron a las hijas de los “hombres” de forma que finalmente “toda carne hubo corrompido su vía sobre la tierra”(Genesis, VI, 4 y sigs.). Hay, por otra parte, el mito platónico de los Atlantes, concebidos igualmente como descendientes y discípulos de los dioses, quienes, mediante la unión repetida con los humanos, perdieron su elemento divino, y terminaron por dejar predominar en ellos a la naturaleza humana sensible (PLATON, Critias, 110 c; 120 d-e, 121 a-b. “Su participación en la naturaleza divina comenzó a disminuir en razón de múltiples y frecuentes mezclas con los mortales y la naturaleza humana prevaleció”. Se dice igualmente que las obras de esta raza eran debidas, no solo a su respecto a la ley, sino “a la continuidad de la acción de la naturaleza divina en ella”.). A propósito de épocas más recientes, la tradición, en sus mitos, se refiere frecuentemente a razas civilizadoras y a luchas entre las razas divinas y razas animalescas, ciclópeas o demoníacas. Son los Ases en lucha contra los Elementarwessen; son los olímpicos y los “Héroes” en lucha contra los gigantes y los monstruos de la noche, de la tierra o del agua; son los Deva arios lanzados contra los Asura, “enemigos de los héroes divinos”; son los Incas, los dominadores que imponen su ley solar a los aborígenes de la “Madre Tierra”; son los Tuatha de Danann que, según la historia legendaria de Irlanda, se afirmaron contra las razas monstruosas de los Fomores. Y se podrían citar otros muchos ejemplos. Podemos después pues que la enseñanza tradicional conserva perfectamente el recuerdo en tanto que substrato anterior a las civilizaciones creadas por las razas superiores — de linajes que pudieran corresponder a los tipos animalescos e inferiores del evolucionismo; pero el error característico de éste es considerar estos linajes animalescos como absolutamente originales, mientras que no lo son más que de una manera relativa, y concebir como formas “evolucionadas” a formas de cruce que presuponen la aparición de otras razas, superiores biológicamente y en tanto que civilización, originarias de otras regiones y que, sea en razón de su antigüedad (como es el caso de las razas “hiperbóreas” y “atlántica”), sea por motivos geofísicos, no dejaron más que huellas difíciles de encontrar cuando el investigador no se apoya más que sobre testimonios arqueológicos y paleontológicos, los únicos que son accesibles a la investigación profana. REVUELTA CONTRA EL MUNDO MODERNO II: 1

La tercera y última posibilidad es la civilización de los héroes. Hesíodo refiere que tras la edad del bronce, antes de la del hierro, en las razas cuyo destino era la “extinción sin gloria en el Hades”, Zeus crea una raza mejor, que Hesiodo llama la raza de los héroes. Le es dada la posibilidad de conquistar la inmortalidad y de participar, a pesar de todo, en un estado parecido al de la edad primordial. Se trata pues de un tipo de civilización donde se manifiesta el intento de restaurar la tradición de los orígenes sobre la base del principio y de la cualificación guerrera. En verdad, los “héroes” no devienen todos inmortales, ni escapan necesariamente al Hades. Este es solo el destino de una parte de ellos. Y si se examinan, en su conjunto, los mitos helénicos y los de las otras tradiciones, se constata, tras la diversidad de los símbolos, la afinidad de las empresas de los titanes y de los héroes, y puede pues admitirse, que en el fondo, los unos y los otros pertenecen a un mismo linaje, son los audaces actores de una misma aventura trascendente que puede en ocasiones triunfar y en otras abortar. Los héroes que se convierten en inmortales son aquellos que realizan triunfalmente la aventura, aquellos que saben realmente evitar, gracias a un impulso hacia la trascendencia, la desviación propia al intento titánico de restaurar la virilidad espiritual primordial y superar la mujer — es decir, el espíritu lunar, afrodítico o amazónico-. Los otros, aquellos que no saben realizar esta posibilidad virtualmente conferida por el principio olímpico, por Zeus — esta posibilidad a la que aluden los Evangelios diciendo que el umbral de los cielos puede ser violado — descienden al mismo nivel que la raza de los titanes y de los gigantes, golpeados por maldiciones y castigos diversos, consecuencias de su temeridad y de la corrupción operada en ellos en las “vías de la carne sobre la tierra”. A propósito de estas correspondencias entre la vía de los titanes y la vía de los héroes, es interesante señalar el mito, según el cual Prometeo, una vez liberado, habría enseñado a Hércules el camino del jardín de las Hespérides, donde deberá recoger el fruto de la inmortalidad. Pero este fruto, una vez conquistado por Hércules, es tomado por Atenea — que representa aquí el intelecto olímpico — y repuesto en su lugar “por que no está permitido llevarlo a cualquier lugar”. Es preciso entender por ello que esta conquista debe ser reservada a la raza a quien pertenece y no debe ser profanada al servicio de lo humano, tal como Prometeo tenía intención de hacer. REVUELTA CONTRA EL MUNDO MODERNO II: 7

Ya hemos visto que a semejanza de Teseo, Belerofonte y Aquiles, Hércules combate contra las amazonas simbólicas hasta su exterminio. Si el Hércules lidio conoce una caida afrodítica con Omphalo, el Hércules dórico merece siempre el título de miaogynos o “enemigo de la mujer”. Desde su nacimiento, la diosa de la tierra, Hera, le es hostil; viniendo al mundo, estrangula a dos serpientes que Hera había enviado para suprimirlo. Se ve obligado continuamente a combatir a Hera, sin ser jamás vencido. Consigue incluso herir y poseer en la inmortalidad olímpica, a su hija única Hebe, la “eterna juventud”. Si se considera a otras figuras del ciclo en cuestión, tanto en Occidente como en Oriente, se encontrará siempre, en una cierta medida, estos mismos temas fundamentales. Es así como Hera (significativamente ayudada por Ares, el dios violento de la guerra) intenta impedir el nacimiento de Apolo, enviando a la serpiente Python para perseguirlo. Apolo debe combatir a Tatius, hijo de la misma diosa que le protege, pero, en la lucha, ella misma resulta herida por el héroe hiperbóreo, al igual que Afrodita es herida por Ajax. Por incierto que sea el resultado final de la empresa del héroe caldeo Gilgamesh a la búsqueda del árbol de la inmortalidad, todo su historia no es más que el relato de la lucha que mantiene contra la diosa Isthar — que corresponde al tipo afrodítico de la Madre de la vida — cuyo amor rechaza reprochándole crudamente la suerte que conocieron sus otros amantes; y mata al animal demoníaco, el ureus o toro, que la diosa había lanzado contra él. Indra, prototipo celeste del héroe, en un gesto considerado como “heroico y viril”, golpea con su rayo a la mujer celeste amazónica Usha, aun siendo el señor de esta “mujer” que como shakti tiene también el sentido de “potencia”. Cuando Parsifal provoca con su partida la muerte de su madre, opuesta a su vocación heroica, y se convierte también en “Caballero celeste”, o cuando el héroe persa Rostam, según el Shamani, debe descubrir la trampa del dragón que se le presenta bajo la apariencia de una mujer seductora, antes de poder liberar un rey que, gracias a Rostam, recupera la vista e intenta escalar el cielo por medio del “águila”, siempre se repite el mismo tema. La trampa seductora de una mujer que, por medios afrodíticos o encantamientos, intenta desviar de una empresa simbólica a un héroe concebido como destructor de titanes, de seres monstruosos o de guerreros en revuelta, o como afirmador de un derecho superior, es un tema tan frecuente y popular, que es inútil multiplicar aquí los ejemplos. Lo cierto es que en las sagas y leyendas de este tipo, únicamente sobre el plano más inferior, la trampa de la mujer puede ser asimilada a la de la carne. Si bien es cierto que “si la mujer aporta la muerte, el hombre la domina a través del espíritu” pasando de la virilidad fálica a la virilidad espiritual, es preciso añadir que en realidad, la trampa tendida por la mujer o por la diosa expresa también, esotéricamente, la trampa de una forma de espiritualidad que desviriliza y tiende a sincopar, o a desviar, el impulso hacia lo verdaderamente sobrenatural. REVUELTA CONTRA EL MUNDO MODERNO II: 7

En cuanto a la civilización asiria, ulteriormente nacida del mismo estrato, aparece sobre todo marcada por las características de los ciclos titánicos y afrodíticos. Al mismo tiempo que surgen razas y divinidades viriles de tipo violento, brutalmente sensual, cruel y belicoso, se afirma una espiritualidad que culmina en representaciones afrodíticas del tipo de las Grandes Madres, a las cuales los primeros terminan por subordinarse. El intento de Gilgamesh de aparecer como el héroe solar que desprecia a la Diosa y se esfuerza en conquistar solo el árbol de la vida, fracasa: el don de la “eterna juventud” que había conseguido obtener alcanzando — gracias por otra parte a la intervención de una mujer, la “Virgen de los Mares”- la tierra simbólica donde reina el héroe superviviente de la humanidad divina pre-diluviana, Utnapishtim-Atrachasis el Lejano, y que quería llamar a los hombres “para que prueben la vida inmortal”, ese don le es de nuevo robado por una serpiente. Y esto podría ser elevado, quizás, a símbolo de la incapacidad de una raza guerrera materializada por alcanzar el plano trascendente en el que habría podido transformarse en una raza de “héroes”, capaz de acoger y conservar realmente el “don de la vida” y de recuperar la tradición primordial. Por otra parte, igual que la noción asirio-caldea del tiempo es lunar, en oposición a la noción solar egipcia, así en tales civilizaciones aparecen huellas de ginecocracia de tipo afrodítico. A título de ejemplo particularmente característico se puede citar al afeminado Sardanapalo y a Semíramis, la cual, casi por reflejo de las relaciones propias a la pareja divina formada por Isthar y Ninip-Ador, fue la soberana efectiva del reino de Nino. También sobre el plano de las costumbres parece que en tales razas, inicialmente la mujer hubiera tenido un papel preponderante; si el hombre tomó ulteriormente la delantera, hay que ver en ello, analógicamente, el signo de un movimiento más amplio, pero con el sentido de una involución ulterior más que de una resurrección. El reemplazo de los caldeos por los asirios corresponde en efecto, en diversos aspectos, al tránsito de un estado demétrico a un estado “titánico”, tránsito particularmente aparente en la forma en que la ferocidad asiria sucedió a la sacerdotalidad astrológico-lunar caldea. Es muy significativo que la leyenda establezca una relación entre Nemrod, — al cual se atribuye la fundación de Nínive y del Imperio asirio — y los Nephelin y otros tipos de “gigantes” pre-diluvianos, que, por su violencia, habrían terminado por “corromper las vías de la carne sobre la tierra”. REVUELTA CONTRA EL MUNDO MODERNO II: 8

Doctrinalmente el cristianismo se presenta como una forma desesperada de dioninismo. Habiéndose formado esencialmente en vistas de adaptarse a un tipo humano roto, utilizó como palanca la parte irracional del ser y, en lugar de las vías de elevación “heroica”, sapiencial e iniciática, afirmó como medio fundamental la fe, un impulso del alma agitada y trastornada, desplazada confusamente hacia lo suprasensible. A través de sugestiones relativas a la llegada inminente del Reino, mediante imágenes evocadoras de una alternativa de salvación o condenación eterna, el cristianismo de los orígenes tendía a exasperar la crisis de este tipo humano y a reforzar el impulso de la fe hasta abrir una vía problemática hacia lo sobrenatural a través del símbolo de salvación y de redención del Cristo crucificado. Si, en el símbolo crístico, aparecen las huellas de un esquema inspirado en los antiguos Misterios, con referencias al orfismo y a corrientes análogas, es característico de la nueva religión el utilizar este esquema sobre un plano ya no iniciático, sino esencialmente afectivo y, como máximo, confusamente místico. Es por ello que, desde cierto punto de vista, es exacto decir que con el cristianismo, Dios se hizo hombre. Ya no estamos en presencia de una pura religión de la Ley como el hebraismo ortodoxo, ni de un auténtico Misterio iniciático, sino ante algo intermediario, un sucedáneo del segundo formulado de manera que pudiera adaptarse al tipo humano “roto” al que hemos aludido antes. Este se siente redimido de su abyección por la sensación pandémica de la “gracia”, animado por una nueva esperanza, justificado, liberado del mundo, de la carne y de la muerte. Todo esto representaba algo fundamentalmente ajeno al espíritu romano y clásico, es decir, en general, ario. Históricamente, esto significaba la preponderancia del pathos sobre el ethos, esta soteriología equívoca y emocional, que el alto porte del patriciado sagrado romano, el estilo severo de los juristas, de los Jefes, de los ascetas paganos, siempre había combatido. Dios dejó de ser símbolo de una esencia exenta de pasión y de cambio, que crea una distancia en relación a todo lo que no es más que humano; dejó también de ser el Dios de los patricios que se invocaba en pie, llevado a la cabeza de las legiones y encarnado en la figura del vencedor. Lo que se encuentra en primer plano, es más bien una figura que, en su “pasión” recupera y afirma, en términos exclusivistas (“Nadie va al Padre sino a través mío”. “Yo soy el camino, la verdad y la vida”) el motivo pelasgo-dionisíaco de los dioses sacrificados, dioses que mueren y renacen a la sombra de las Grandes Madres . El mito mismo del nacimiento de la Virgen evidencia una influencia análoga y evoca el recuerdo de las diosas que, como la Gaia hesiódica, engendran sin esposo. El papel importante que debía jugar, en el desarrollo del cristianismo, el culto a la “Madre de Dios”, a la “Virgen divina”, es, a este respecto, significativo. En el catolicismo, Maria, la “Madre de los Dioses” es la reina de los ángeles y de los santos, del mundo y también de los infiernos; es igualmente considerada como la madre, por adopción, de todos los hombres, como la “Reina del mundo”, “dispensadora de toda gracia”. Conviene señalar que estas expresiones — desproporcionadas en relación al papel efectivo de María en el mito de los Evangelios — no hacen más que repetir los atributos de las Madres divinas soberanas del Sur pre-ario. En efecto, si el cristianismo es esencialmente una religión de Cristo más que una religión del Padre, las representaciones, tanto del niño Jesús como del cuerpo de Cristo crucificado entre los brazos de la Madre divinizada, recuerdan netamente a los cultos del Mediterráneo oriental, en contraste con el ideal de las divinidades puramente olímpicas, exentas de pasión, distanciadas del elemento telúrico-materno. El símbolo adoptado por la misma Iglesia fue el de la Madre (la Madre Iglesia). Y la actitud religiosa, en sentido eminente, es la del alma implorante, consciente de la indignidad de su naturaleza pecadora y de su impotencia frente al Crucificado. El odio del cristianismo de los orígenes hacia toda forma de espiritualidad viril, el hecho de que estigmatice, como locura y pecado de orgullo, todo lo que puede favorecer una superación activa de la condición humana, expresa netamente su incomprensión del símbolo “heroico”. El potencial que la nueva fe supo engendrar entre los que sentían el misterio viviente de Cristo, del Salvador, y que extrajeron de él la fuerza necesaria para alimentar su frenesí de martirio, no impide que el advenimiento del cristianismo significase una caida, y determinase en su conjunto, una forma especial de desvirilización propia de los ciclos de tipo lunar — sacerdotal. REVUELTA CONTRA EL MUNDO MODERNO II: 10



Julius Evola