Guénon Amrita

O ERRO ESPÍRITA — IMORTALIDADE E SOBREVIVÊNCIA

Primero, puede haber un equívoco tocante a la palabra «inmortalidad» misma, ya que esta palabra no tiene el mismo sentido para todo el mundo: lo que los occidentales llaman así no es lo que los orientales designan por términos que pueden no obstante parecer equivalentes, que lo son incluso a veces exactamente si uno se atiene solo al punto de vista filológico. Así, la palabra sánscrita amrita se traduce bien literalmente por «inmortalidad», pero se aplica exclusivamente a un estado que es superior a todo cambio, ya que la idea de «muerte» se extiende aquí a un cambio cualquiera. Los occidentales, al contrario, tienen el hábito de no llamar «muerte» más que al fin de la existencia terrestre, y por lo demás no conciben apenas los demás cambios análogos, ya que parece que este mundo sea para ellos la mitad del Universo, mientras que, para los orientales, no representa más que una porción infinitesimal de él; hablamos aquí de los occidentales modernos, ya que la influencia del dualismo cartesiano cuenta para algo en esta manera tan restringida de considerar el Universo. Es menester insistir en ello tanto más cuanto que estas cosas se ignoran generalmente, y, además, estas consideraciones facilitarán enormemente la refutación propiamente dicha de la teoría espiritista: desde el punto de vista de la metafísica pura, que es el punto de vista oriental, no hay en realidad dos mundos, este y el «otro», correlativos y por así decir simétricos o paralelos; hay una serie indefinida y jerarquizada de mundos, es decir, de estados de existencia (y no de lugares), en la que éste no es más que un elemento que no tiene ni más ni menos importancia o valor que no importa cuál otro, y que está simplemente en el lugar que debe ocupar en el conjunto, al mismo título que todos los demás. Por consiguiente, la inmortalidad, en el sentido que hemos indicado, no puede ser alcanzada en «el otro mundo» como lo piensan los occidentales, sino solo más allá de todos los mundos, es decir, de todos los estados condicionados; concretamente, está fuera del tiempo y del espacio, y también de todas las condiciones análogas a éstas; puesto que es absolutamente independiente del tiempo y de todo otro modo posible de la duración, se identifica a la eternidad misma. Esto no quiere decir que la inmortalidad tal como la conciben los occidentales no tenga también una significación real, pero es muy distinta: no es en suma más que una prolongación indefinida de la vida, en condiciones modificadas y transpuestas, pero que permanecen siempre comparables a las de la existencia terrestre; el hecho mismo de que se trate de una «vida» lo prueba suficientemente, y hay que precisar que esta idea de «vida» es una de aquellas de las que los occidentales se liberan más difícilmente, incluso cuando no profesan a su respecto el respeto supersticioso que caracteriza a algunos filósofos contemporáneos; es menester agregar que no escapan apenas más fácilmente al tiempo y al espacio, y, si no se escapa de ellos, no hay metafísica posible. La inmortalidad, en el sentido occidental, no está fuera del tiempo, según la concepción ordinaria, e, incluso según una concepción menos «simplista», no está fuera de una cierta duración; es una duración indefinida, que puede llamarse propiamente «perpetuidad», pero que no tiene ninguna relación con la eternidad, como lo indefinido, que procede de lo finito por desarrollo, tampoco tiene nada que ver con el Infinito. Esta concepción corresponde efectivamente a un cierto orden de posibilidades; pero la tradición extremo oriental, que se niega a confundirla con la de la inmortalidad verdadera, le acuerda solo el nombre de «longevidad»; en el fondo, no es más que una extensión de la que son susceptibles las posibilidades del orden humano. Uno se apercibe de ello fácilmente cuando se pregunta lo que es inmortal en uno y otro caso: en el sentido metafísico y oriental, es la personalidad transcendente; en el sentido filosófico-teológico y occidental, es la individualidad humana. No podemos desarrollar aquí la distinción esencial de la personalidad y de la individualidad; pero, sabiendo muy bien cual es el estado de espíritu de muchas gentes, tenemos que decir expresamente que sería vano buscar una oposición entre las dos concepciones de que acabamos de hablar, ya que, al ser de orden totalmente diferente, ni se excluyen ni se confunden. En el Universo, hay lugar para todas las posibilidades, a condición de que se sepa poner cada una de ellas en su rango verdadero; desgraciadamente, no es lo mismo en los sistemas de los filósofos, pero eso es una contingencia en la que sería un gran error inmiscuirse.


Guénon – Mistérios