René Guénon — MISCELÂNEA
AS ARTES E SUA CONCEPÇÃO TRADICIONAL
Hemos insistido frecuentemente en el hecho de que las ciencias profanas no son sino el producto de una degeneración relativamente reciente, debida a la incomprensión de las antiguas ciencias tradicionales, o más bien solamente de algunas, habiendo caído las demás enteramente en el olvido. Lo que es cierto a este respecto para las ciencias lo es también para las artes y por otra parte la distinción entre unas y otras era mucho menos acentuada antiguamente que lo es hoy; la palabra latina artes a veces se aplicaba también a las ciencias y, en la Edad Media, la enumeración de las “artes liberales” reunía elementos que los modernos colocarían en una u otra categoría. Sólo esta observación bastaría para mostrar que el arte era entonces algo diferente de lo que se concibe en la actualidad con este nombre, y que implicaba un verdadero conocimiento con el cual formaba cuerpo en cierto modo; y este conocimiento no podía ser evidentemente más que del orden de las ciencias tradicionales.
Sólo así se puede comprender por qué motivo, en algunas organizaciones iniciáticas de la Edad Media como los “Fieles de Amor”, las siete “artes liberales” se habían puesto en correspondencia con los “cielos”, es decir, con estados que se identificaban, precisamente, con los diferentes grados de la iniciación1. Era preciso para ello que las artes, tanto como las ciencias, fueran susceptibles de una transposición que les diera un valor esotérico real; y lo que hace posible tal transposición es la naturaleza misma de los conocimientos tradicionales que, de cualquier orden que sean, están siempre relacionados en lo esencial con los principios trascendentes. Estos conocimientos reciben por ello un significado que puede denominarse simbólico, puesto que está fundamentado en la correspondencia que existe entre los diversos órdenes de la realidad; pero aquello sobre lo que se debe insistir, es en que no se trata aquí de algo que sería como sobreañadido accidentalmente, sino al contrario, de aquello que constituye la esencia profunda de todo conocimiento normal y legítimo y que, como tal, es inherente a las ciencias y a las artes desde su origen mismo y lo sigue siendo mientras no han sufrido alguna desviación.
No ha lugar para sorprenderse de que las artes pudiesen ser enfocadas desde este punto de vista, si se advierte que los oficios mismos, en su concepción tradicional, sirven de base a una iniciación, como lo hemos expuesto aquí mismo (Cf. cap. I, 2a parte del presente libro: “La Iniciación y los oficios”.). Debemos además recordar a este respecto lo que decíamos entonces, que la distinción entre las artes y los oficios aparece como específicamente moderna y como no siendo en suma más que una consecuencia de esta misma degeneración que ha dado vida al punto de vista profano, puesto que este último, precisamente, no expresa otra cosa que la negación misma del espíritu tradicional. En el fondo, ya se trate de arte o de oficio, existía siempre, en un grado o en otro, la aplicación y la utilización de ciertos conocimientos de orden superior, que se vinculaban progresivamente con el mismo conocimiento iniciático; y además, la utilización directa del conocimiento iniciático recibía también el nombre de arte, como se ve claramente en algunas expresiones como las de “arte sacerdotal” y “arte real”, que se relacionan con las aplicaciones respectivas de los “grandes misterios” y de los “pequeños misterios”.
Si ahora consideramos las artes dando a esta palabra una acepción más restringida y al mismo tiempo más usual, esto es, lo que más precisamente se denomina las “bellas artes”, podemos decir, según lo que precede, que cada una de ellas debe constituir como un lenguaje simbólico adaptado a la expresión de ciertas verdades por medio de formas que son, para unas, de orden visual y, para otras, de orden auditivo o sonoro, de ahí viene, por consiguiente, su división usual en dos grupos, el de las “artes plásticas” y el de las “artes fonéticas”. En estudios anteriores, hemos explicado que esta distinción, así como aquella que se hace entre dos tipos de ritos correspondientes y fundamentados en las mismas categorías de formas simbólicas, en el origen, se relaciona con la diferencia que existe entre las tradiciones de los pueblos sedentarios y aquellas de los pueblos nómadas2). Por otra parte, ya se trate de las artes tanto de uno como de otro género, es fácil comprobar que, de forma muy general, tienen, en una civilización, un carácter que es más claramente simbólico cuanto más estrictamente tradicional es esta civilización; en efecto, lo que entonces constituye su valor verdadero, no es tanto lo que son en sí mismas, sino las posibilidades de expresión que proporcionan, más allá de aquellas a las que se limita el lenguaje ordinario. En una palabra, sus producciones están destinadas ante todo para servir de “soportes” a la meditación, de “puntos de apoyo” para una comprehensión tan profunda y tan amplia como sea posible, lo cual constituye la razón misma de ser de todo simbolismo3.
Es evidente que tal concepción está sumamente alejada de todas las teorías modernas y profanas, como lo es por ejemplo la teoría del “arte por el arte” que, en el fondo, viene a decir que el arte sólo es lo que debe ser cuando no significa nada, o aún aquella del arte “moralizador” que evidentemente no tiene mayor valor desde el punto de vista del conocimiento. Desde luego, el arte tradicional no es un “juego”, según la expresión tan querida por algunos psicólogos, o simplemente un modo de proporcionar al hombre un tipo de placer especial, calificado de “superior” sin que se sepa muy bien el porqué, pues, tratándose sólo de placer, todo se reduce a puras preferencias individuales entre las cuales no se puede establecer lógicamente ninguna jerarquía; y tampoco es una vana declamación sentimental, para la cual el lenguaje ordinario, desde luego, es más que suficiente, sin que exista ninguna necesidad de recurrir a formas más o menos misteriosas o enigmáticas, y, en todo caso, mucho más complicadas de lo que tendrían que expresar. Esto nos da ocasión para recordar de pasada, pues son cosas sobre las que nunca se insistirá demasiado, la perfecta nulidad de las interpretaciones “morales” que algunos pretenden dar a todo simbolismo, incluso al simbolismo iniciático propiamente dicho: si verdaderamente sólo se tratara de semejantes banalidades, no se entiende porqué ni cómo se habría pensado jamás en “velarlas” de cualquier forma, acción de la que prescinden muy bien cuando son enunciadas por la filosofía profana, y más valdría decir entonces, muy sencillamente, que no hay en realidad ni simbolismo ni iniciación.
Dicho esto, se puede preguntar cuáles son, entre las diversas ciencias tradicionales, las artes que de éstas dependen de forma más directa, lo cual, por supuesto, no excluye que también tengan relaciones más o menos constantes con las demás, pues aquí todo está íntimamente relacionado y se enlaza necesariamente en la unidad fundamental de la doctrina que la multiplicidad de sus aplicaciones no podría destruir ni tampoco afectar; la concepción de ciencias estrictamente “especializadas” y enteramente separadas unas de otras es claramente antitradicional pues manifiesta un defecto de principio, y es característica del espíritu “analítico” que inspira y rige las ciencias profanas, mientras que todo punto de vista tradicional no puede ser más que esencialmente “sintético”. Con esta reserva, se puede decir que lo que constituye el fondo mismo de todas las artes es principalmente una aplicación de la ciencia del ritmo en sus diferentes formas, ciencia que se relaciona ella misma directamente con la del número; y, por otro lado, debe entenderse bien que, cuando hablamos de ciencia del número, no se trata de la aritmética profana tal como la entienden los modernos, sino de aquello cuyos ejemplos más conocidos se encuentran en la Kábala y en el Pitagorismo, y cuyo equivalente existe también en todas las doctrinas tradicionales, con expresiones variadas y con desarrollos más o menos extensos.
Lo que acabamos de decir puede resultar evidente sobre todo en las artes fonéticas, cuyas producciones están todas constituidas por conjuntos de ritmos que se despliegan en el tiempo; y la poesía debe a su carácter rítmico el haber sido primitivamente el modo de expresión ritual de la “lengua de los Dioses”, o de la “lengua sagrada” por excelencia4, función de la cual conservó algo incluso hasta una época relativamente cercana a nosotros, cuando aún no se había inventado la “literatura”5.
En cuanto a la música, sería sin duda inútil insistir en ello, y su base numérica está todavía reconocida por los mismos modernos, aunque falseada por la pérdida de los datos tradicionales; en la antigüedad, como se ve de forma particularmente clara en el Extremo Oriente, sólo se podían aportar a la música las modificaciones que estuvieran acordes con ciertos cambios que ocurrían en el mismo estado del mundo, de acuerdo con los periodos cíclicos, pues los ritmos musicales estaban íntimamente ligados con el orden humano y social y con el orden cósmico a la vez, e incluso expresaban de cierta manera las relaciones existentes entre uno y otro; la concepción pitagórica de la “armonía de las esferas” por otra parte se relaciona exactamente con este mismo orden de consideraciones.
Para las artes plásticas, cuyas producciones se desarrollan por extensión en el espacio, puede ser que lo anterior no resulte evidente de forma tan inmediata, y, sin embargo, no es menos rigurosamente verdadero; sólo que el ritmo está, entonces, por así decirlo, fijado simultáneamente, en lugar de desarrollarse en sucesión como en el caso anterior. Esto lo podemos comprender sobre todo advirtiendo que, en este segundo grupo, el arte típico y fundamental es la arquitectura, de la cual las demás, como la escultura y la pintura, en el fondo, sólo son simples dependencias, al menos en lo que corresponde a su destino original; pues bien, en la arquitectura, el ritmo se expresa directamente por medio de las proporciones que existen entre las diversas partes del conjunto y también por medio de las formas geométricas que, en definitiva, desde el punto de vista que consideramos, no son más que la traducción espacial de los números y de sus relaciones6. Evidentemente, aquí una vez más, la geometría debe ser considerada de una forma muy diferente de como la consideran los matemáticos profanos, y cuya anterioridad en relación con esta última constituye el desmentido más completo a aquellos que quieren atribuir a esta ciencia un origen “empírico” y utilitario; y, por otra parte, como decíamos anteriormente, tenemos en ello un ejemplo de como las ciencias están ligadas entre sí desde el punto de vista tradicional, a tal punto que se las podría incluso considerar a veces como sólo siendo de alguna manera las expresiones de las mismas verdades en lenguas diferentes, lo cual es además sólo una consecuencia muy natural de la “ley de las correspondencias” que es el fundamento propio de todo simbolismo.
Estas pocas nociones, por sumarias e incompletas que sean, bastarán al menos para hacer comprender lo que hay de esencial en la concepción tradicional de las artes y lo que diferencia más profundamente ésta última de la concepción profana, al mismo tiempo en cuanto a su base, como aplicaciones de algunas ciencias, en cuanto a su significado, como modalidades diversas del lenguaje simbólico, y, en cuanto a su destino, como medios para ayudar al hombre a acercarse al conocimiento verdadero.
Véase Caín y Abel” en El Reino de la Cantidad y los Signos de los tiempos, cap. XXI, y además “El rito y el símbolo” en Apreciaciones sobre la Iniciación, cap. XVI. ↩
Es la noción hindú de pratika, que no es ni un “ídolo” ni una obra de imaginación y de fantasía individual; estas dos interpretaciones occidentales, de alguna forma opuestas, son una y otra igualmente falsas.); y todo, en ellas, hasta en los mínimos detalles, debe estar determinado por esta consideración y subordinado a este fin, sin ninguna añadidura inútil desprovista de significado o destinada a jugar un papel simplemente “decorativo” u “ornamental” (La degeneración de algunos símbolos en motivos ornamentales, porque se ha dejado de comprender su sentido, es uno de los rasgos característicos de la desviación profana. ↩
Véase “La Lengua de los Pájaros” en Símbolos de la Ciencia Sagrada. ↩
Es bastante curioso observar que los “eruditos” modernos han llegado a aplicar esta palabra “literatura” a todo indistintamente, incluso a las sagradas Escrituras que tienen la pretensión de estudiar exactamente como lo demás y con los mismos métodos; y, cuando hablan de “poemas bíblicos” o de “poemas védicos” desconociendo por completo lo que era la poesía para los antiguos, su intención es todavía la de reducir todo a algo puramente humano. ↩
Es oportuno señalar, a este respecto, que el “Dios geómetra” de Platón se identifica propiamente con Apolo, quien preside todas las artes; esto, que por otra parte ha derivado directamente del pitagorismo, tiene una importancia particular en lo que concierne a la filiación de algunas doctrinas tradicionales helénicas y su conexión con un origen primitivo “hiperbóreo”. ↩