René Guénon — Escritos para Regnabit
VI: LOS ÁRBOLES DEL PARAÍSO>
Publicado en Regnabit, nº 10, marzo de 1926. No recopilado en ninguna otra compilación póstuma.
En su notable artículo de agosto-septiembre de 1925, Louis Charbonneau-Lassay ha mostrado que el árbol, de manera general, es, en el Cristianismo tanto como en la antigüedad precristiana, un emblema de resurrección. Por nuestra parte, hemos indicado (diciembre de 1925) que el árbol es también una figura del “Eje del Mundo”; y estas dos significaciones, que además no carecen de relaciones bastante estrechas entre ellas y que se completan admirablemente, son propias una y otra para hacer del árbol, como efectivamente ha ocurrido, un símbolo de Cristo.
A este respecto, hemos hecho alusión más particularmente al Arbol de Vida que estaba emplazado en el centro del Paraíso terrestre, y que une manifiestamente en él los dos sentidos de que se trata. Pensamos incluso que muchos árboles emblemáticos, de especies diversas según los países, o a veces no pertenecientes a alguna especie que se encuentre en la naturaleza, han sido tomados primero para representar el “Arbol de Vida” o “Arbol del Mundo”, bien que esta significación primera haya podido, en algunos casos, ser más o menos olvidada a continuación. ¿No es así como puede explicarse especialmente el nombre del árbol Paradision de la Edad Media, nombre que ha sido a veces extrañamente deformado en Peridexion, como si hubiera dejado de comprenderse en cierto momento?
Pero, en el Paraíso terrestre, no sólo estaba el Arbol de Vida; había otro que desempeña una función no menos importante, e incluso más generalmente conocida: es el Arbol de la Ciencia del bien y del mal. Las relaciones existentes entre estos dos árboles son muy misteriosas; y, según el texto del relato bíblico, estaban situados muy cerca el uno del otro. En efecto, el Génesis, inmediatamente después de haber designado al Arbol de Vida como estando en mitad del jardín, nombra al Arbol de la Ciencia del bien y del mal (II, 9), más adelante, se dice que este último estaba igualmente “en medio del jardín” (III, 3); y en fin Adán, tras haber comido el fruto del Arbol de la Ciencia, no habría tenido a continuación más que “alargar” su mano para tomar también del fruto del Arbol de Vida (III, 22). En el segundo de estos tres pasajes, la defensa hecha por Dios es relacionada únicamente con “el árbol que está en mitad del jardín”, y que no es más especificado; pero, remitiéndose al otro pasaje en el cual esta defensa ha sido ya enunciada (II, 17), se ve que es evidentemente del Arbol de la Ciencia del bien y del mal del que se trata en este caso. ¿Es en razón de esta proximidad de los dos árboles, que están tan estrechamente unidos en el simbolismo hasta tal punto que algunos árboles emblemáticos presentan rasgos que evocan a la vez a ambos? Sobre este punto querríamos ahora llamar la atención para completar lo que hemos dicho precedentemente, sin tener, por lo demás, en absoluto la pretensión de agotar una cuestión que nos aparece como extremadamente compleja.
La naturaleza del Arbol de la ciencia del bien y del mal puede, como su nombre mismo lo indica, estar caracterizada por la dualidad, no podría ser lo mismo para el Arbol de la Vida, cuya función de “Eje del Mundo” implica esencialmente la unidad. Luego, cuando encontramos en un árbol emblemático una imagen de la dualidad, parece que se necesite ver ahí una alusión al Arbol de la Ciencia, mientras que, en otros aspectos, el símbolo considerado sería incontestablemente una figura del Arbol de la Vida. Así, el “Arbol de los Vivos y de los Muertos”, por sus lados, cuyos frutos representan respectivamente las buenas y las malas obras, se emparenta claramente con el Arbol de la Ciencia del bien y del mal; y al mismo tiempo su tronco, que es Cristo mismo, lo identifica la Arbol de Vida. Hemos ya comparado este símbolo medieval con el árbol sefirótico de la Kábala hebrea, que es expresamente designado como el Árbol de Vida, y donde, sin embargo, la columna de la derecha” y la “columna de la izquierda” figuran una dualidad análoga; pero entre las dos es la “columna del medio” donde se equilibran las dos tendencias opuestas, y donde se reencuentra así la unidad verdadera del Árbol de Vida.
Esto nos lleva a una observación que nos parece bastante importante: cuando estamos en presencia de un árbol que presenta una forma ternaria, como el del ex-libris hermético del que L. Charbonneau-Lassay ha dado la reproducción (agosto-septiembre de 1925, p. 179), puede ocurrir que tal ternario, además de su sentido propio en tanto que ternario, tenga otro que resulta del hecho de ser descomponible en la unidad y la dualidad de la que acaba de tratarse. En el ejemplo que recordamos, la idea de la dualidad es además expresada claramente por las dos columnas o más bien los dos prismas triangulares remontados por el sol y por la luna (la correlación de estos dos astros corresponde también a uno de los aspectos de esta dualidad considerada en el orden cósmico). Tal árbol podría muy bien sintetizar en sí, en cierto modo, las naturalezas del Árbol de Vida y del Árbol de la Ciencia del bien y del mal, como si éstos se encontraran reunidos en uno solo1. En lugar de un árbol único, se podría tener también con la misma significación, tres árboles unidos por sus raíces y dispuestos como las tres columnas del árbol sefirótico (o como los tres portales y las tres naves de una catedral, y a esta disposición aludimos al final de nuestro último artículo); sería interesante investigar si existe efectivamente en el simbolismo cristiano ejemplos iconográficos de tal figuración.
La naturaleza dual del Árbol de la Ciencia sólo aparece a Adán en el momento de la caída, puesto que es entonces cuando deviene “conocedor del bien y del mal” (III, 22)2. Es entonces también cuando es alejado del centro que es el lugar de la unidad primera a la cual corresponde el Arbol de Vida; y es precisamente “para guardar el camino del “Árbol de Vida”, que los querubines, armados con la espada flamígera, están emplazados a la entrada del Edén (III, 24). Este centro ha devenido inaccesible para el hombre caído, habiendo, como hemos dicho precedentemente (agosto-septiembre de 1925), perdido el sentido de la eternidad, que es también el “sentido de la unidad”.
Lo que acabamos de indicar reaparece, por otro lado, en el simbolismo de Janus; el tercer rostro de éste, que es el verdadero3, es invisible, lo mismo que el Árbol de Vida es inaccesible en el estado de decadencia de la humanidad; ver este tercer rostro de Janus, o alcanzar el Árbol de Vida, es recobrar el “sentido de eternidad”. Las dos caras visibles, son la misma dualidad que constituye el Árbol de la Ciencia; y hemos ya explicado que la condición temporal, en la cual el hombre se encuentra encerrado por la caída, responde precisamente a uno de los aspectos de Janus, aquel donde los dos rostros son considerados como mirando respectivamente al pasado y al porvenir (véase nuestro artículo de diciembre de 1925). Estas observaciones acaban de justificar la aproximación que hacíamos entonces entre símbolos que, a primera vista, pueden parecer enteramente diferentes, pero entre las cuales existen sin embargo lazos muy estrechos, que se hacen manifiestos desde que uno se aplica un poco a profundizar su sentido.
Hay todavía otra cosa que es muy digna de destacarse: hemos recordado, lo que todo el mundo sabe además y que se comprende por sí mismo, que la cruz del Salvador es identificada simbólicamente al Árbol de Vida; pero, por otra parte, una “leyenda de la Cruz” que corría en la Edad Media, la cruz habría sido hecha con la madera del Árbol de la Ciencia, de suerte que éste, tras haber sido el instrumento de la caída, se habría así convertido en el de la Redención; hay ahí como una alusión al restablecimiento del orden primordial por la Redención; y tal simbolismo hay que parangonarlo con lo que dice San Pablo de los dos Adán (I, Corintios, XV); pero, en esta nueva función, que es inversa de la primera, el Arbol de la Ciencia se asimila en cierto modo al árbol de Vida, que vuelve a estar entonces accesible para la humanidad: la Eucaristía ¿no es realmente comparable al fruto del Arbol de Vida?
Esto nos hace pensar, por otro lado, en la serpiente de bronce levantada por Moisés en el desierto (Números XXI), que se sabe es una figura del Cristo Redentor, lo mismo que la pértiga sobre la cual está colocada recuerda también el Árbol de Vida. Sin embargo, la serpiente está más habitualmente asociada al Árbol de la Ciencia; pero entonces es considerada bajo su aspecto maléfico, y hemos ya hecho observar que, como muchos otros símbolos, hay dos significaciones opuestas (agosto-septiembre de 1925, p. 191). No hay que confundir la serpiente que representa la vida y la que representa la muerte, la serpiente que es un símbolo de Cristo y la que es un símbolo de Satán (y ello incluso cuando se encuentran estrechamente reunidos en la curiosa figuración de la “anfisbena” o serpiente de dos cabezas); y ¿no podría decirse que la relación de esos dos aspectos contrarios no deja de tener alguna analogía con la de los papeles que desempeñan respectivamente el Árbol de Vida y el Árbol de la Ciencia?
Hablábamos más delante de una figuración posible de tres árboles de los cuales el central representaría el Árbol de Vida, mientras que los otros dos evocarían la doble naturaleza del Árbol de la ciencia del bien y del mal. He aquí precisamente que, a propósito de la cruz, encontramos algo de éste género: ¿no es ésa, en efecto, la idea que debe venirnos al espíritu viendo la cruz de Cristo entre las del buen y del mal ladrón? Estos están colocados respectivamente a derecha y a izquierda del Cristo crucificado, como los elegidos y los condenados lo serán a la derecha y a la izquierda de Cristo en el Juicio final; y, al mismo tiempo, que representan evidentemente el bien y el mal, corresponden también con relación a Cristo, a la Misericordia y al Rigor, los atributos característicos de las dos columnas del árbol sefirótico. La cruz de Cristo ocupa siempre el lugar central que pertenece propiamente al Árbol de Vida; y, cuando es figurada entre el sol y la luna, es también lo mismo: ella es entonces verdaderamente el “Eje del Mundo”.
Estas últimas reflexiones nos obligan a recordar lo siguiente, que se pierde de vista demasiado frecuentemente: los hechos históricos, hemos dicho, tienen, además de su realidad propia, un valor simbólico, porque expresan y traducen en su orden los principios de los que dependen, y de la misma manera que la naturaleza toda entera, de la que forman parte, es como un símbolo de lo sobrenatural (diciembre de 1925, p. 28 y enero de 1926, PP. 113-114). Si es así, la crucifixión de Cristo entre los dos ladrones no es solamente un símbolo, como podrían suponer los que comprenden mal tal punto de vista; ella es también y primero un hecho; pero es precisamente este hecho mismo el que, como todos los de la vida de Cristo, es al mismo tiempo un símbolo, y eso le confiere un valor universal. Nos parece que, si se consideraran las cosas de esta manera, el cumplimiento de las profecías aparecería con un sentido mucho más profundo que aquel al que se limita ordinariamente; y, hablando aquí de profecías, comprendemos en ellas igualmente todas las “prefiguraciones”, que tienen, también ellas, un carácter verdaderamente profético.
A propósito de esta cuestión de las “prefiguraciones”, se nos ha señalado un hecho notable: la cruz, en su forma habitual, la de la cruz misma de Cristo, se encuentra en los jeroglíficos egipcios con el sentido de “salvación” (por ejemplo en el nombre de Ptolomeo Soter). Este signo es claramente distinto de la “cruz ansada”, que, por su lado, expresa la idea de “vida”, y que fue por lo demás empleada como símbolo por los Cristianos de los primeros siglos. Se puede preguntar, además, si el primero de los dos jeroglíficos no tendría cierta relación con la figuración del Árbol de la Vida, lo que religaría una a la otra ambas formas diferentes de la cruz, puesto que su significación sería así en parte idéntica, y, en todo caso, hay entre las ideas de “vida” y de “salvación” una conexión evidente.
Tras estas consideraciones, debemos añadir que, si el árbol es uno de los símbolos principales del “Eje del Mundo”, no es el único; la montaña lo es igualmente, y es común a muchas tradiciones diferentes; el árbol y la montaña son también asociados a veces uno al otro. La piedra misma (que puede además tomarse como una representación reducida de la montaña, bien que no sea únicamente eso) desempeña también la misma función en ciertos casos; y este símbolo de la piedra, como el del árbol, está muy frecuentemente en relación con la serpiente. Tendremos sin duda ocasión de hablar nuevamente de estas diversas figuras en otros estudios; pero tenemos que señalar desde ahora que, por lo mismo que se relacionan todas con el “Centro del Mundo”, no carecen de un ligamen más o menos directo con el símbolo del corazón, de suerte que, en todo esto, no nos alejamos tanto del objeto propio de esta Revista como algunos podrían creer; y volvemos a ello de una manera más inmediata, para una última observación.
Decimos que, en cierto sentido, el Árbol de Vida se ha tornado accesible al hombre por la Redención; en otros términos, se podría decir también que el verdadero Cristiano es aquel que, virtualmente al menos, está reintegrado en los derechos y en la dignidad de la humanidad primordial, y que tiene, consecuentemente, la posibilidad de reentrar al Paraíso, en la “morada de inmortalidad”. Sin duda, esta reintegración no se efectuará plenamente, para la humanidad colectiva, sino cuando “la Jerusalén nueva descenderá del cielo a la tierra” (Apocalipsis XXI), puesto que ello será la consumación perfecta del Cristianismo, coincidiendo con la restauración no menos perfecta del orden anterior a la caída. No es menos cierto que actualmente ya, la reintegración puede ser considerada individualmente, si no de una manera general; y tal es, pensamos nosotros, la significación más completa del “hábitat espiritual” en el Corazón de Cristo”, del que hablaba recientemente L. Charbonneau-Lassay (enero de 1926), puesto que, como el Paraíso Terrestre, el Corazón de Cristo es verdaderamente el “Centro del Mundo” y la “morada de inmortalidad”.
En un pasaje de la Astrea de Honoré d’Irfe, de cual no hemos podido desgraciadamente encontrar la referencia exacta, se trata de un árbol de tres surtidores, según una tradición que parece ser de origen druídico. ↩
Cuando “sus ojos fueron abiertos”, Adán y Eva se cubrieron con hojas de higuera (III, 7), esto hay que relacionarlo con el hecho de que, en la tradición hindú, el “Árbol del mundo” es representado por la higuera; y el papel que juega el mismo árbol en el Evangelio merecería también ser estudiado particularmente. ↩
Janus es triple como Hécate, la cual no es otra que Jana o Diana. ↩