René Guénon — FORMAS TRADICIONAIS E CICLOS CÓSMICOS
LUGAR DE LA TRADICIÓN ATLANTIANA EN EL MANVANTARA
Precedentemente hemos señalado, bajo el título Atlántida e Hiperbórea, la confusión que se hace muy frecuentemente entre la Tradición Primordial, originalmente «polar» en el sentido literal del término, y cuyo punto de partida es el mismo del presente Manvantara, y la Tradición derivada y secundaria que fue la Tradición atlantiana, que se refiere a un periodo mucho más restringido. Hemos dicho entonces, y en otras partes también en diversas ocasiones (Ver concretamente El Rey del Mundo. ), que esta confusión podía explicarse, en una cierta medida, por el hecho de que los centros espirituales subordinados están constituidos a la imagen del Centro supremo, y que las mismas denominaciones les habían sido aplicadas. Es así que la Tula atlante, cuyo nombre se ha conservado en América central donde fue llevado por los Toltecas, debió ser la sede de un poder espiritual que era como una emanación de la Tula hiperbórea; y, como este nombre de Tula designa la Balanza (libra), su doble aplicación está en relación estrecha con la transferencia de esta misma designación de la constelación polar de la Osa Mayor al signo zodiacal que, actualmente todavía, lleva este nombre de la Balanza (libra). Es también a la Tradición atlantiana a la que es menester atribuir la transferencia del sapta-riksha (la mansión simbólica de los siete Rishis), en una cierta época, de la misma Osa Mayor a las Pléyades, constelación igualmente formada de siete estrellas, pero de situación zodiacal; lo que no deja ninguna duda a este respecto, es que las Pléyades eran dichas hijas de Atlas y, como tales, llamadas también Atlántidas.
Todo esto está de acuerdo con la situación geográfica de los centros Tradicionales, ligada ella misma a sus caracteres propios, tanto como a su lugar respectivo en el periodo cíclico, ya que todo queda aquí mucho más estrechamente ligado de lo que podrían suponer los que ignoran las leyes de ciertas correspondencias. La Hiperbórea corresponde evidentemente al Norte, y la Atlántida al Occidente; y es destacable que las designaciones mismas de estas dos regiones, empero netamente distintas, pueden igualmente prestarse a confusión, habiendo sido aplicados a la una y a la otra nombres de la misma raíz. En efecto, se encuentra esta raíz, bajo formas diversas tales como hiber, iber o eber, y también ereb por transposición de las letras, designando a la vez la región del invierno, es decir, el Norte, y la región del sur o del sol poniente, es decir, el Occidente, y los pueblos que habitan la una y la otra; este hecho es manifiestamente del mismo orden todavía que él de los que acabamos de mencionar.
La posición misma del centro atlantiano sobre el eje Oriente-Occidente indica su subordinación en relación al centro hiperbóreo, situado sobre el eje polar Norte-Sur. En efecto, aunque el conjunto de estos dos ejes forma, en el sistema completo de las direcciones del espacio, lo que puede denominarse una cruz horizontal, el eje Norte-Sur por ello no debe ser mirado menos como relativamente vertical en relación al eje Oriente-Occidente, así como lo hemos explicado en otra parte (Ver nuestro estudio El Simbolismo de la Cruz. ). Todavía se puede, de conformidad con el simbolismo del ciclo anual, dar al primero de estos dos ejes el nombre de eje solsticial, y al segundo el de eje equinoccial; y esto permite comprender que el punto de partida dado al año no sea el mismo en todas las formas Tradicionales. El punto de partida que puede llamarse normal, como estando directamente en conformidad con la Tradición Primordial, es el solsticio de invierno; el hecho de comenzar el año en uno de los equinoccios indica el vinculamiento a una Tradición secundaria, tal como la Tradición atlantiana.
Esta última, por otra parte, situándose en una región que corresponde a la tarde en el ciclo diurno, debe ser mirada como perteneciendo a una de las últimas divisiones del ciclo de la humanidad terrestre actual, y pues, como relativamente reciente; y, de hecho, sin buscar dar precisiones que serían difícilmente justificables, puede decirse que la misma pertenece ciertamente a la segunda mitad del presente Manvantara (Pensamos que la duración de la civilización atlantiana debió ser igual a un «gran año» entendido en el sentido del semiperiodo de la precesión de los equinoccios; en cuanto al cataclismo que puso fin a la misma, ciertos datos concordantes parecen indicar que tuvo lugar siete mil doscientos años antes del año 720 del Kali-Yuga, año que es él mismo el punto de partida de una era conocida, pero de la cual aquellos que la emplean todavía actualmente no parecen ya saber el origen ni la significación.). Además, como el otoño en el año corresponde a la tarde en el día, se puede ver una alusión directa al mundo atlantiano en lo que indica la Tradición hebraica (cuyo nombre es por otra parte de los que marcan el origen occidental), de que el mundo fue creado en el equinoccio de otoño (en el primer día del mes de Thishri, según una cierta transposición de las letras del término Bereshith); y quizás es ésta también la razón más inmediata (hay otras de un orden más profundo) de la enunciación de la «tarde» (ereb) antes que la «mañana» (boqer) en el relato de los «días» del Génesis (Entre los árabes igualmente, el uso es el de contar las horas del día a partir del maghreb, es decir, de la puerta del sol.). Esto podría encontrar una confirmación en el hecho de que la significación literal del nombre de Adam es «rojo», habiendo sido precisamente la Tradición atlantiana la de la raza roja; y parece también que el diluvio bíblico corresponde directamente al cataclismo en que desapareció la Atlántida, y que, por consecuencia, no debe ser identificado al diluvio de Satyavrata quien, según la Tradición hindú, salido directamente de la Tradición Primordial, precedió inmediatamente al comienzo de nuestro Manvantara (Por el contrario, los diluvios de Decaulion y de Ogygès, entre los griegos, parecen reportarse a periodos todavía más restringidos y a cataclismos parciales posteriores al de la Atlántida. ). Bien entendido que este sentido que uno puede llamar histórico no excluye de ningún modo los demás sentidos; es menester por otra parte no perder jamás de vista que, siguiendo la analogía que existe entre un ciclo principal y los ciclos secundarios en los cuales se subdivide, todas las consideraciones de este orden son siempre susceptibles de aplicaciones a grados diversos; pero lo que queremos decir, es que parece en efecto que el ciclo atlantiano haya sido tomado como base en la Tradición hebraica, y que la transmisión se haya hecho por lo demás por la mediación de los Egipcios, lo que al menos nada tiene de inverosímil, o por todo otro medio.
Si hacemos esta última reserva, es porque parece particularmente difícil determinar como se hizo la juntura de la corriente venida del Occidente, luego de la desaparición de la Atlántida, con otra corriente descendida del Norte y procedente directamente de la Tradición Primordial, juntura de la cual debía resultar la constitución de las diferentes formas Tradicionales propias a la última parte del Manvantara. No se trata ahí, en todo caso, de una reabsorción pura y simple, en la Tradición Primordial, de lo que había salido de ella en una época anterior; se trata de una especie de fusión entre formas preliminarmente diferenciadas, para dar nacimiento a otras formas adaptadas a nuevas circunstancias de tiempo y de lugares; y el hecho de que las dos corrientes aparezcan entonces en cierto modo como autónomas puede todavía contribuir a mantener la ilusión de una independencia de la Tradición atlantiana. Sin duda sería menester, si se quisiera rebuscar en las condiciones en las cuales se operó esta juntura, dar una importancia particular a la Celtida y a la Caldea, cuyo nombre, que es el mismo, designaba en realidad no un pueblo particular, sino antes bien una casta sacerdotal; pero, ¿qué se sabe hoy día de lo que fueron las Tradiciones céltica y caldea, como por lo demás de lo que fuera la de los antiguos Egipcios? No se sabría ser demasiado prudente cuando se trata de civilizaciones enteramente desaparecidas, y no son ciertamente las tentativas de reconstitución a las cuales se libran los arqueólogos profanos las que son susceptibles de esclarecer la cuestión; pero por ello no es menos verdad que muchos vestigios de un pasado olvidado salen de la tierra en nuestra época, y ello no puede carecer de razón. Sin arriesgar la menor predicción sobre lo que podrá resultarse de estos descubrimientos, descubrimientos de los que aquellos que los hacen son incapaces de suponer el alcance posible, es menester ciertamente ver ahí un «signo de los tiempos»: ¿No debe reencontrarse todo al fin del Manvantara, para servir de punto de partida a la elaboración del ciclo futuro?