Guénon Berkeley

René Guénon — George Berkeley

Es bastante significativo que la palabra «materialismo» misma no data más que del siglo XVIII; fue inventada por el filósofo Berkeley, que se sirvió de ella para designar toda teoría que admite la existencia real de la materia; apenas hay necesidad de decir que no es de eso de lo que se trata aquí, donde esta existencia no está de ninguna manera en causa. Un poco más tarde, la misma palabra tomó un sentido más restringido, el que ha guardado desde entonces: caracterizó a una concepción según la cual no existe nada más que la materia y lo que procede de ella; y hay lugar a notar la novedad de una tal concepción, el hecho de que ella es esencialmente un producto del espíritu moderno, y de que, por consiguiente, corresponde al menos a una parte de las tendencias que son propias de éste (Anteriormente al siglo XVIII, hubo teorías «mecanicistas», desde el atomismo griego a la física cartesiana; pero es menester no confundir «mecanicismo» y «materialismo», a pesar de algunas afinidades que han podido crear una suerte de solidaridad de hecho entre uno y otro desde la aparición del «materialismo» propiamente dicho.). Pero es sobre todo en una acepción diferente, mucho más amplia y no obstante muy clara, como entendemos hablar aquí de «materialismo»: lo que esta palabra representa entonces, es todo un estado de espíritu, del que la concepción que acabamos de definir no es más que una manifestación entre muchas otras, y que es, en sí mismo, independiente de toda teoría filosófica. Este estado de espíritu, es el que consiste en dar más o menos conscientemente la preponderancia a las cosas del orden material y a las preocupaciones que se refieren a él, ya sea que estas preocupaciones guarden todavía una cierta apariencia especulativa o que sean puramente prácticas; y nadie puede contestar seriamente que efectivamente esa es la mentalidad de la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos. 1196 La Crisis del mundo moderno: CAPÍTULO VII

No sin razón el R. P. Anizán, al principio de cuyo artículo nos referimos en todo momento, recordaba las primeras palabras del Evangelio de San Juan: “En el principio era el Verbo”. El Verbo, el Logos, es a la vez Pensamiento y Palabra: en sí, es el Intelecto divino, que es el “lugar de los posibles”; con relación a nosotros, se manifiesta y se expresa por la Creación, en la cual se realizan en existencia actual algunos de esos mismos posibles que, en cuanto esencias, están contenidos en Él desde toda la eternidad. La Creación es obra del Verbo; es también, por eso mismo, su manifestación, su afirmación exterior; y por eso el mundo es como un lenguaje divino para aquellos que saben comprenderlo: Caeli enarrant gloriam Dei (Ps. XIX, 2). El filósofo Berkeley no se equivocaba, pues, cuando decía que el mundo es “el lenguaje que el Espíritu infinito habla a los espíritus finitos”; pero erraba al creer que ese lenguaje no es sino un conjunto de signos arbitrarios, cuando en realidad nada hay de arbitrario ni aun en el lenguaje humano, pues toda significación debe tener en el origen su fundamento en alguna conveniencia o armonía natural entre el signo y la cosa significada. Porque Adán había recibido de Dios el conocimiento de la naturaleza de todos los seres vivientes, pudo darles sus nombres (Génesis, II, 19-20); y todas las tradiciones antiguas concuerdan en enseñar que el verdadero nombre de un ser es uno con su naturaleza o esencia misma. 2327 EMS IV: EL VERBO Y EL SÍMBOLO

Así, estas dos ideas de «civilización» y de «progreso», que están asociadas muy estrechamente, no datan una y otra más que de la segunda mitad del siglo XVIII, es decir, de la época que, entre otras cosas, vio nacer también el materialismo (La palabra «materialismo» ha sido imaginada por Berkeley, quién se servía de ella solamente para designar la creencia en la realidad de la materia; el materialismo en el sentido actual, es decir, la teoría según la cual no existe nada más que la materia, no se remonta más que a La Mettrie y a Holbach; no debe ser confundido con el mecanicismo, del que se encuentran algunos ejemplos desde la antigüedad.); y fueron propagadas y popularizadas sobre todo por los soñadores socialistas de comienzos del siglo XIX. Es menester convenir que la historia de las ideas permite hacer a veces constataciones bastantes sorprendentes, y reducir algunas imaginaciones a su justo valor; y lo permitiría sobre todo si fuera hecha y estudiada como debe serlo, es decir, si no fuera, como sucede por lo demás con la historia ordinaria, falsificada por interpretaciones tendenciosas, o limitada a trabajos de simple erudición, a investigaciones insignificantes sobre puntos de detalle. La historia verdadera puede ser peligrosa para algunos intereses políticos; y uno está en su derecho de preguntarse si no es por esta razón por lo que, en este dominio, algunos métodos son impuestos oficialmente con la exclusión de todos los demás: conscientemente o no, se descarta a priori todo lo que permitiría ver claro muchas cosas, y es así como se forma la «opinión pública». Pero volvamos a las dos ideas de las que acabamos de hablar, y precisemos que, al asignarlas un origen tan reciente, tenemos únicamente en vista esa acepción absoluta, e ilusoria según nosotros, que es la que se les da más comúnmente hoy día. En cuanto al sentido relativo del que las mismas palabras son susceptibles, es otra cosa, y, como ese sentido es muy legítimo, no se puede decir que se trate en ese caso de ideas que hayan tomado nacimiento en un momento determinado; poco importa que hayan sido expresadas de una manera o de otra, y, si un término es cómodo, no es porque sea de creación reciente por lo que vemos inconvenientes para su empleo. Así, nós mismo decimos gustosamente que existen «civilizaciones» múltiples y diversas; sería bastante difícil definir exactamente ese conjunto complejo de elementos de diferentes órdenes que constituye lo que se llama una civilización, pero no obstante cada uno sabe bastante bien qué se debe entender por eso. No pensamos siquiera que sea necesario intentar encerrar en una fórmula rígida los caracteres generales de toda civilización, o los caracteres particulares de tal civilización determinada; eso es un procedimiento un poco artificial, y desconfiamos mucho de esos cuadros estrechos en los que se complace el espíritu sistemático. De igual modo que hay «civilizaciones», hay también, en el curso del desarrollo de cada una de ellas, o de algunos periodos más o menos restringidos de ese desarrollo, «progresos» que afectan, no a todo indistintamente, sino a tal o a cual dominio definido; eso no es, en suma, sino otra manera de decir que una civilización se desarrolla en un cierto sentido, en una cierta dirección; pero, lo mismo que hay progresos, también hay regresiones, y a veces incluso las dos cosas se producen simultáneamente en dominios diferentes. Por consiguiente, insistimos en ello, todo eso es eminentemente relativo; si se quieren tomar las mismas palabras en sentido absoluto, ya no corresponden a ninguna realidad, y es justamente entonces cuando representan esas ideas nuevas que no tienen curso sino desde hace menos de dos siglos, y únicamente en Occidente. Ciertamente, «el Progreso» y «la Civilización», con mayúsculas pueden hacer un excelente efecto en algunas frases tan huecas como declamatorias, muy propias para impresionar a las masas para quienes la palabra sirve menos para expresar el pensamiento que para suplir su ausencia; a este título, eso juega un papel de los más importantes en el arsenal de fórmulas de las que los «dirigentes» contemporáneos se sirven para llevar a cabo la singular obra de sugestión colectiva sin la que la mentalidad específicamente moderna no podría subsistir mucho tiempo. A este respecto, no creemos que se haya destacado nunca suficientemente la analogía, no obstante evidente, que la acción del orador presenta con la del hipnotizador (y con la del domador que es igualmente del mismo género); señalamos de pasada este tema de estudios a la atención de los psicólogos. Sin duda, el poder de las palabras ya ha sido ejercido más o menos en otros tiempos que el nuestro; pero de lo que no hay ejemplo, es de esta gigantesca alucinación colectiva por la que toda una parte de la humanidad ha llegado a tomar las más vanas quimeras por incontestables realidades; y, entre esos ídolos del espíritu moderno, los que denunciamos al presente son quizás los más perniciosos de todos. 5708 Oriente y Occidente CIVILIZACIÓN Y PROGRESO

No sin razón han podido recordarse ( (Cf. R. P. Anizan, al comienzo del artículo de Reg., noviembre de 1925)) a propósito del simbolismo las primeras palabras del Evangelio de San Juan: “En el principio era el Verbo”. El Verbo, el Logos, es a la vez Pensamiento y Palabra: en sí, es el Intelecto divino, que es el “lugar de los posibles”; con relación a nosotros, se manifiesta y se expresa por la Creación, en la cual se realizan en existencia actual algunos de esos mismos posibles que, en cuanto esencias, están contenidos en Él de toda eternidad. La Creación es obra del Verbo; es también, por eso mismo, su manifestación, su afirmación exterior; y por eso el mundo es como un lenguaje divino para aquellos que saben comprenderlo: Caeli enarrant gloriam Dei (Ps. XIX, 2). El filósofo Berkeley no se equivocaba, pues, cuando decía que el mundo es “el lenguaje que el Espíritu infinito habla a los espíritus finitos”; pero erraba al creer que ese lenguaje no es sino un conjunto de signos arbitrarios, cuando en realidad nada hay de arbitrario ni aun en el lenguaje humano, pues toda significación debe tener en el origen su fundamento en alguna conveniencia o armonía natural entre el signo y la cosa significada. Porque Adán había recibido de Dios el conocimiento de la naturaleza de todos los seres vivientes, pudo darles sus nombres (Génesis, II, 19-20); y todas las tradiciones antiguas concuerdan en enseñar que el verdadero nombre de un ser es uno con su naturaleza o esencia misma. 6956 SFCS: EL VERBO Y EL SIMBOLO


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