Guénon Civilização e Progresso

René Guénon — ORIENTE E OCIDENTE

CIVILIZAÇÃO E PROGRESSO
Pero lo que es quizás más extraordinario, es la pretensión de hacer de esta civilización anormal el tipo mismo de toda civilización, de considerarla como la «civilización» por excelencia, e incluso como la única que merece este nombre. Como complemento de esa ilusión, está también la creencia en el «progreso», considerado de una manera no menos absoluta, e identificado naturalmente, en su esencia, con ese desarrollo material que absorbe toda la actividad del occidental moderno. Es curioso constatar cuán rápidamente llegan a extenderse y a imponerse algunas ideas, por poco que respondan, evidentemente, a las tendencias generales de un medio y de una época; ese es el caso de estas ideas de «civilización» y de «progreso», que tantas gentes creen gustosamente universales y necesarias, aunque, en realidad, son de invención completamente reciente, y aunque, hoy día todavía, las tres cuartas partes de la humanidad al menos persisten en ignorarlas o en no tenerlas en cuenta para nada. Jacques Bainville ha hecho observar que, «si el verbo civilizar se encuentra ya con la significación que nosotros le prestamos en los buenos autores del siglo XVIII, el sustantivo civilización no se encuentra más que en los economistas de la época que precedió inmediatamente a la Revolución. Litreé cita un ejemplo tomado de Turgot. Litreé, que había devorado toda nuestra literatura, no ha podido remontarse más atrás. Así pues, la palabra civilización no tiene más de un siglo y medio de existencia. No ha acabado por entrar en el diccionario de la Academia más que en 1835, hace un poco menos de cien años… La antigüedad, de la que vivimos todavía, no tenía tampoco ningún término para llamar a lo que nosotros entendemos por civilización. Si se diera a traducir esta palabra en un tema latino, el joven alumno estaría bien apurado… La vida de las palabras no es independiente de la vida de las ideas. La palabra civilización, sin la que nuestros antepasados se entendían muy bien, quizás porque la tenían, se ha extendido en el siglo XIX bajo la influencia de ideas nuevas. Los descubrimientos científicos, el desarrollo de la industria, del comercio, de la prosperidad y del bienestar, habían creado una suerte de entusiasmo e incluso de profetismo. La concepción del progreso indefinido, aparecida en la segunda mitad del siglo XVIII, concurrió a convencer a la especie humana de que había entrado en una era nueva, la de la civilización absoluta. Es a un prodigioso utopista, muy olvidado hoy día, Fourier, a quien se debe el haber llamado al periodo contemporáneo el de la civilización y el haber confundido la civilización con la edad moderna… Así pues, la civilización era el grado de desarrollo y de perfeccionamiento al que las naciones europeas habían llegado en el siglo XIX. Este término, comprendido por todos, aunque no fue definido nunca por nadie, abarcaba a la vez el progreso material y el progreso moral, pues uno conlleva el otro, uno va unido al otro, inseparables los dos. La civilización, que era en suma la Europa misma, era un título que se otorgaba a sí mismo el mundo europeo»1. Eso es exactamente lo que pensamos también nós mismo; y hemos tenido que hacer esa cita, aunque sea un poco larga, para mostrar que no somos el único en pensarlo.

Así, estas dos ideas de «civilización» y de «progreso», que están asociadas muy estrechamente, no datan una y otra más que de la segunda mitad del siglo XVIII, es decir, de la época que, entre otras cosas, vio nacer también el materialismo; y fueron propagadas y popularizadas sobre todo por los soñadores socialistas de comienzos del siglo XIX. Es menester convenir que la historia de las ideas permite hacer a veces constataciones bastantes sorprendentes, y reducir algunas imaginaciones a su justo valor; y lo permitiría sobre todo si fuera hecha y estudiada como debe serlo, es decir, si no fuera, como sucede por lo demás con la historia ordinaria, falsificada por interpretaciones tendenciosas, o limitada a trabajos de simple erudición, a investigaciones insignificantes sobre puntos de detalle. La historia verdadera puede ser peligrosa para algunos intereses políticos; y uno está en su derecho de preguntarse si no es por esta razón por lo que, en este dominio, algunos métodos son impuestos oficialmente con la exclusión de todos los demás: conscientemente o no, se descarta a priori todo lo que permitiría ver claro muchas cosas, y es así como se forma la «opinión pública». Pero volvamos a las dos ideas de las que acabamos de hablar, y precisemos que, al asignarlas un origen tan reciente, tenemos únicamente en vista esa acepción absoluta, e ilusoria según nosotros, que es la que se les da más comúnmente hoy día. En cuanto al sentido relativo del que las mismas palabras son susceptibles, es otra cosa, y, como ese sentido es muy legítimo, no se puede decir que se trate en ese caso de ideas que hayan tomado nacimiento en un momento determinado; poco importa que hayan sido expresadas de una manera o de otra, y, si un término es cómodo, no es porque sea de creación reciente por lo que vemos inconvenientes para su empleo. Así, nós mismo decimos gustosamente que existen «civilizaciones» múltiples y diversas; sería bastante difícil definir exactamente ese conjunto complejo de elementos de diferentes órdenes que constituye lo que se llama una civilización, pero no obstante cada uno sabe bastante bien qué se debe entender por eso. No pensamos siquiera que sea necesario intentar encerrar en una fórmula rígida los caracteres generales de toda civilización, o los caracteres particulares de tal civilización determinada; eso es un procedimiento un poco artificial, y desconfiamos mucho de esos cuadros estrechos en los que se complace el espíritu sistemático. De igual modo que hay «civilizaciones», hay también, en el curso del desarrollo de cada una de ellas, o de algunos periodos más o menos restringidos de ese desarrollo, «progresos» que afectan, no a todo indistintamente, sino a tal o a cual dominio definido; eso no es, en suma, sino otra manera de decir que una civilización se desarrolla en un cierto sentido, en una cierta dirección; pero, lo mismo que hay progresos, también hay regresiones, y a veces incluso las dos cosas se producen simultáneamente en dominios diferentes. Por consiguiente, insistimos en ello, todo eso es eminentemente relativo; si se quieren tomar las mismas palabras en sentido absoluto, ya no corresponden a ninguna realidad, y es justamente entonces cuando representan esas ideas nuevas que no tienen curso sino desde hace menos de dos siglos, y únicamente en Occidente. Ciertamente, «el Progreso» y «la Civilización», con mayúsculas pueden hacer un excelente efecto en algunas frases tan huecas como declamatorias, muy propias para impresionar a las masas para quienes la palabra sirve menos para expresar el pensamiento que para suplir su ausencia; a este título, eso juega un papel de los más importantes en el arsenal de fórmulas de las que los «dirigentes» contemporáneos se sirven para llevar a cabo la singular obra de sugestión colectiva sin la que la mentalidad específicamente moderna no podría subsistir mucho tiempo. A este respecto, no creemos que se haya destacado nunca suficientemente la analogía, no obstante evidente, que la acción del orador presenta con la del hipnotizador (y con la del domador que es igualmente del mismo género); señalamos de pasada este tema de estudios a la atención de los psicólogos. Sin duda, el poder de las palabras ya ha sido ejercido más o menos en otros tiempos que el nuestro; pero de lo que no hay ejemplo, es de esta gigantesca alucinación colectiva por la que toda una parte de la humanidad ha llegado a tomar las más vanas quimeras por incontestables realidades; y, entre esos ídolos del espíritu moderno, los que denunciamos al presente son quizás los más perniciosos de todos.




  1. L’Avenir de la Civilisation: Revue Universelle. 1 de marzo de 1922, pp. 586-587. 

René Guénon