René Guénon — Iniciação e Realização Espiritual
VERDADEROS Y FALSOS INSTRUCTORES ESPIRITUALES
Hemos insistido frecuentemente sobre la distinción que hay que hacer entre la iniciación propiamente dicha, que es el vinculamiento puro y simple a una organización iniciática, vinculamiento que implica esencialmente la transmisión de una influencia espiritual, y los medios que podrán ponerse en operación después para contribuir a hacer efectiva una iniciación que primero no era más que virtual, medios cuya eficacia está subordinada naturalmente, en todos los casos, a la condición indispensable de un vinculamiento previo. Estos medios, en tanto que constituyen la ayuda aportada desde afuera al trabajo interior del que debe resultar el desarrollo espiritual del ser (y entiéndase bien que jamás pueden suplir de ninguna manera a ese trabajo mismo), pueden ser designados, en su conjunto, por el término de instrucción iniciática, tomando éste en su sentido más extenso, y no limitándole a la comunicación de algunos datos de orden doctrinal, sino comprendiendo en él igualmente todo lo que, a un título cualquiera, es de la naturaleza de guiar al iniciado en el trabajo que cumple para llegar a una realización espiritual a cualquier grado que sea.
Lo que es más difícil, y sobre todo en nuestra época, no es ciertamente obtener un vinculamiento iniciático, lo que es quizás a veces muy fácil1; lo que es difícil es encontrar un instructor verdaderamente calificado, es decir, capaz de desempeñar realmente la función de guía espiritual, así como acabamos de decirlo, aplicando todos los medios convenientes a sus propias posibilidades particulares, fuera de las cuales es evidentemente imposible, incluso al Maestro más perfecto, obtener ningún resultado efectivo. Sin un tal instructor, como lo hemos explicado ya precedentemente, la iniciación, aunque ciertamente válida en sí misma, desde que la influencia espiritual ha sido realmente transmitida por medio del rito apropiado2, permanecería siempre simplemente virtual, salvo en casos de excepción muy raros. Lo que agrava todavía la dificultad, es que aquellos que tienen la pretensión de ser guías espirituales, sin estar calificados de ninguna manera para desempeñar este papel, probablemente jamás han sido tan numerosos como en nuestros días; y el peligro que resulta de eso es tanto mayor cuanto que, de hecho, esas gentes tienen generalmente facultades psíquicas muy poderosas y más o menos anormales, lo que no prueba evidentemente nada desde el punto de vista del desarrollo espiritual y lo que, incluso, ordinariamente es un indicio más bien desfavorable a este respecto, pero que por eso no es menos susceptible de provocar la ilusión y de imponerla a todos aquellos que están insuficientemente prevenidos, y que, por consiguiente, no saben hacer las distinciones esenciales. Por consiguiente, no se podría tener la suficiente precaución contra esos falsos instructores, que, no pueden sino extraviar a aquellos que se dejan seducir por ellos y que todavía deberán estimarse afortunados si no les ocurre nada más penoso que perder su tiempo; por lo demás, que no sean más que simples charlatanes, como hay muchos actualmente, o que se ilusionen ellos mismos antes de ilusionar a los demás, no hay que decir que eso no cambia en nada las consecuencias, e incluso en un cierto sentido, aquellos que son más o menos completamente sinceros (ya que puede haber en eso muchos grados) son quizás todavía más peligrosos en razón de su inconsciencia misma. Apenas hay necesidad de agregar que la confusión de lo psíquico y de lo espiritual, que desgraciadamente está tan extendida en nuestros contemporáneos y que hemos denunciado en muchas ocasiones, contribuye en una amplia medida a hacer posibles las peores equivocaciones a este respecto; si se junta a eso el atractivo de los pretendidos «poderes» y el gusto por los «fenómenos» más o menos extraordinarios, que por lo demás se les asocian casi inevitablemente, se tendrá una explicación bastante completa del éxito de algunos falsos instructores.
Sin embargo, hay un carácter por el que muchos de éstos, si no todos, pueden ser reconocidos bastante fácilmente, y, aunque no es en suma más que una consecuencia directa y necesaria de todo lo que hemos expuesto constantemente sobre el tema de la iniciación, no creemos inútil, en presencia de las preguntas que se nos han formulado en estos últimos tiempos a propósito de diversos personajes más o menos sospechosos, precisarlo todavía una vez más de una manera más explícita. Quienquiera que se presenta como un instructor espiritual sin vincularse a una forma tradicional determinada o sin conformarse a las reglas establecidas por éstas no puede tener verdaderamente la cualidad que se atribuye; según los casos, puede ser un vulgar impostor o un «ilusionado» ignorante de las condiciones reales de la iniciación; y en este último caso más todavía que en el otro, es de temer que, muy frecuentemente, no sea, en definitiva, nada más que un instrumento al servicio de algo que quizás ni siquiera sospecha él mismo. Diremos otro tanto de lo mismo (y por lo demás este carácter se confunde forzosamente hasta un cierto punto con el precedente) de quienquiera que tiene la pretensión de dispensar indistintamente una enseñanza de naturaleza iniciática a no importa quién e incluso a simples profanos, desdeñando la necesidad, como condición primera de su eficacia, del vinculamiento a una organización regular, o también de quienquiera que procede siguiendo métodos que no son conformes con los de ninguna iniciación reconocida tradicionalmente. Si se supieran aplicar estas pocas indicaciones y atenerse siempre a ellas estrictamente, los promotores de «pseudo-iniciaciones», de cualquier forma que estén revestidos, se encontrarían casi inmediatamente desenmascarados3; ya solo quedaría el peligro que puede venir de representantes de iniciaciones desviadas, aunque reales, y que han dejado de estar en la línea de la ortodoxia tradicional; pero ese caso está ciertamente mucho menos extendido, al menos en el mundo occidental, y, por consiguiente, es evidentemente mucho menos urgente preocuparse de él en las circunstancias presentes. Por lo demás, podemos decir al menos que los «instructores» que se vinculan a tales iniciaciones tienen generalmente, en común con los otros de los que acabamos de hablar, el hábito de manifestar sus «poderes» psíquicos a todo propósito y sin ninguna razón válida (pues no podemos considerar como tal la de atraerse discípulos o retenerlos por este medio, lo que es la meta a la que apuntan más ordinariamente), y de atribuir la preponderancia a un desarrollo excesivo y más o menos desordenado de las posibilidades de ese orden, lo que es siempre en detrimento de todo verdadero desarrollo espiritual.
Por otra parte, en lo que concierne a los verdaderos instructores espirituales, el contraste que presentan con los falsos instructores, bajo los diversos aspectos que acabamos de indicar, puede, si no hacerles reconocer con una entera seguridad (en el sentido de que estas condiciones, aunque son necesarias, pueden sin embargo no ser suficientes), al menos ayudar a ello enormemente; pero aquí conviene hacer todavía otra precisión para disipar algunas ideas falsas. Contrariamente a lo que muchos parecen imaginarse, no es siempre necesario, para que alguien sea apto para desempeñar este papel en ciertos límites, que haya llegado él mismo a una realización espiritual completa; debería ser bien evidente, en efecto, que es menester mucho menos que eso para ser capaz de guiar válidamente a un discípulo en los primeros estadios de su carrera iniciática. Bien entendido, cuando éste haya alcanzado el punto más allá del cual no puede conducirle, el instructor que se encuentra en este caso, pero que sin embargo es verdaderamente digno de este nombre, jamás vacilará en hacerle saber que en adelante ya no puede hacer nada por él, y en dirigirle entonces, para seguir su trabajo en las condiciones más favorables, ya sea a su propio Maestro si la cosa es posible, ya sea a cualquier otro instructor que reconoce como más completamente calificado que él mismo; y, cuando la cosa es así, en suma no hay nada de sorprendente y ni siquiera de anormal en que el discípulo pueda finalmente rebasar el nivel espiritual de su primer instructor, quien por lo demás, si es verdaderamente lo que debe ser, no podrá sino felicitarse de haber contribuido por su parte, por modesta que sea, a conducirle a ese resultado. En efecto, los celos y las rivalidades individuales, no podrían tener ningún lugar en el verdadero dominio iniciático, mientras que, por el contrario, tienen casi siempre un lugar muy grande en la manera de actuar de los falsos instructores; y son únicamente a éstos a quienes deben denunciar y combatir, cada vez que las circunstancias lo exijan, no solamente los Maestros espirituales auténticos, sino también todos aquellos que tienen consciencia a algún grado de lo que es realmente la iniciación.
Con esto queremos hacer alusión al hecho de que algunas organizaciones iniciáticas han devenido demasiado «abiertas» lo que por lo demás es siempre para ellas una causa de degeneración. ↩
Debemos recordar aquí que el iniciador que actúa como «transmisor» de la influencia vinculada al rito no es forzosamente apto para desempeñar el papel de instructor; si las dos funciones están normalmente reunidas allí donde las instituciones tradicionales no han sufrido ninguna disminución, ellas están bien lejos de estarlo siempre de hecho en las condiciones actuales. ↩
Es menester no olvidar, naturalmente, contar también en el número de las «pseudo-iniciaciones», así como lo hemos explicado en otras ocasiones, todas las que pretenden basarse sobre formas tradicionales que ya no tienen actualmente ninguna existencia efectiva; pero esas al menos son manifiestamente reconocibles a primera vista y sin que haya necesidad de examinar las cosas más de cerca, mientras que puede no ser siempre así para las otras. ↩