René Guénon — FORMAS TRADICIONAIS E CICLOS CÓSMICOS
ALGUNAS PRECISIONES SOBRE EL NOMBRE DE ADAM>
En nuestro estudio sobre el «lugar de la Tradición atlantiana en el Manvantara», hemos dicho que la significación literal del nombre de Adam es «rojo», y que puede verse ahí uno de los indicios del vinculamiento de la Tradición hebraica a la Tradición atlantiana, que fue la de la raza roja. Por otra parte, nuestro confrere Argos, en su interesante crónico sobre «la sangre y algunos de sus misterios», considera para este mismo nombre de Adam una derivación que puede parecer diferente: Luego de haber recordado la interpretación habitual siguiendo la cual el mismo significaría «sacado de la tierra» (adamah), se pregunta si no vendría antes del término dam «sangre»; pero la diferencia no es apenas más que aparente, no teniendo en realidad todos estos términos más que una sola y misma raíz.
Conviene destacar primero que, bajo el punto de vista lingüístico, la etimología vulgar, que viene a hacer derivar Adam de Adamah, que se traduce por «tierra», es imposible; la derivación inversa sería más plausible; pero, de hecho, los dos sustantivos provienen uno y otro de una misma raíz verbal adam, que significa «ser rojo». Adamah no es, originalmente al menos, la tierra en general (erets), ni el elemento tierra (iabashah, término cuyo sentido primitivo indica la «sequedad» como cualidad característica de este elemento); es propiamente la arcilla roja, que por sus propiedades plásticas, es particularmente apta para representar una cierta potencialidad, una capacidad de recibir formas; y el trabajo del alfarero frecuentemente ha sido tomado para símbolo de la producción de los seres manifestados a partir de la substancia primordial indiferenciada. Es por la misma razón que la «tierra roja» parece tener una importancia especial en el simbolismo hermético, en el que la misma puede ser tomada para una de las figuras de la «materia primera», si bien que, si se la ha de entender en el sentido literal, no puede jugar la función de aquella más que de una manera muy relativa dado que está ya dotada de propiedades definidas. Agregamos que el parentesco entre una designación de la tierra y el nombre de Adam, tomado como tipo de la humanidad, se reencuentra bajo otra forma en la lengua latina, en la que el término humus, «tierra», queda también singularmente próximo de homo y de humanus. Por otra parte, si se atribuye más especialmente este mismo nombre de Adam a la Tradición de la raza roja, ésta está en correspondencia con la tierra entre los elementos, de igual modo que con el Occidente entre los puntos cardinales, y esta última concordancia viene todavía a justificar lo que habíamos dicho precedentemente.
En cuanto al término dam «sangre» (que es común al hebreo y al árabe), es, él también, un derivado de la misma raíz adam (El aleph inicial, que existe en la raíz, desaparece en el derivado, lo que no es un hecho excepcional; este aleph no constituye de ningún modo un prefijo teniendo una significación independiente como lo querría Latonche, cuyas concepciones lingüísticas son muy frecuentemente fantásticas. ): La sangre es propiamente el líquido rojo, lo que es, en efecto, su carácter más inmediatamente visible. El parentesco entre esta designación de la sangre y el nombre de Adam es pues incontestable y se explica por ella misma por la derivación de una raíz común; pero esta derivación aparece como directa para la una y para el otro, y no es posible, a partir de la raíz verbal adam, pasar por la mediación de dam para llegar al nombre de Adam. Verdad es que se podrían considerar las cosas de otra manera, menos estrictamente lingüística, y decir que es a causa de su sangre que el hombre es llamado «rojo»; pero una tal explicación es poco satisfactoria, porque el hecho de tener sangre no es propio del hombre solamente, sino que le es común con las especies animales, de suerte que no puede servir para caracterizarle realmente. De hecho, el color rojo es, en el simbolismo hermético, el del reino animal, como el color verde es el del reino vegetal, y el color blanco el del reino mineral1; y esto, en lo que concierne al color rojo, puede ser relacionado precisamente con la sangre considerada como la sede o antes como el soporte de la vitalidad animal propiamente dicha. Por otro lado si uno vuelve a la relación más particular del nombre de Adam con la raza roja, ésta no parece, a despecho de su color, poder ser puesta en relación con una predominancia de la sangre en la constitución orgánica, ya que el temperamento sanguíneo corresponde al fuego entre los elementos, y no a la tierra; y es la raza negra la que está en correspondencia con el elemento fuego, como lo está con el Sur entre los puntos cardinales.
Señalamos todavía, entre los derivados de la raíz adam, el término edom, que significa «rojizo», y que no difiere por lo demás del nombre de Adam más que por la puntuación de las vocales; en la Biblia, Edom es un sobrenombre de Esán, de donde el nombre de Edomitas dado a sus descendientes, y el de Idumea al país que los mismos habitaban (y que, en hebreo, es también Edom, pero en femenino). Esto nos recuerda los «siete reyes de Edom» que son cuestión en el «Zohar», y la estrecha semejanza de Edom con Adam puede ser una de las razones por las cuales este nombre es tomado para designar las humanidades desaparecidas, es decir, las de los precedentes Manvantaras2. Se ve también la relación que este último punto presenta con la cuestión de lo que se denomina los «preadamitas»: Es así que si se toma a Adam como siendo el origen de la raza roja y de su Tradición particular, puede tratarse simplemente de otras razas que han precedido a ésta en el curso del ciclo humano actual; si se le toma, en un sentido más extenso, como el prototipo de toda la presente humanidad, se tratará entonces de esas humanidades anteriores a las cuales hacen precisamente alusión los «siete reyes de Edom». En todo caso, las discusiones a las cuales esta cuestión ha dado lugar aparecen como bastante vanas, ya que no debería haber ahí ninguna dificultad; de hecho, no la hay, al menos, para la Tradición islámica, en la cual existe un hadîth (dicho del Profeta) que dice que, «antes del Adam que conocemos, Dios creó cien mil Adam» (es decir, un número indeterminado); lo que es una afirmación tan clara como es posible de la multiplicidad de los periodos cíclicos y de las humanidades correspondientes.
Dado que hemos hecho alusión a la sangre como soporte de la vitalidad, recordaremos que, como hemos tenido ya la ocasión de explicarlo en una de nuestras obras3, la sangre constituye efectivamente uno de los lazos del organismo corpóreo con el estado sutil del ser viviente, el cual es propiamente el «alma» (nephesh haiah del Génesis), es decir, en el sentido etimológico (anima), el principio animador o vivificador del ser. El estado sutil es denominado por la Tradición hindú Taijasa, por analogía con Têjas o el elemento ígneo; y, como el fuego está, en cuanto a sus cualidades propias, polarizado en luz y calor, el estado sutil está ligado al estado corpóreo de dos maneras diferentes y complementarias, por la sangre en cuanto a la cualidad calórica, y por el sistema nervioso en cuanto a la cualidad luminosa. De hecho, la sangre es, incluso bajo el simple punto de vista fisiológico, el vehículo del calor animatriz; y esto explica la correspondencia, que indicábamos más atrás, del temperamento sanguíneo con el elemento fuego. Por otra parte, puede decirse que, en el fuego, la luz representa el aspecto superior, y el calor el aspecto inferior: La Tradición islámica enseña que los ángeles fueron creados del «fuego divino» (o de la «luz divina»), y que los que se rebelaron en seguimiento de Iblis perdieron la luminosidad de su naturaleza para no guardar de la misma más que un calor obscuro4. Por consecuencia, puede decirse que la sangre está en relación directa con el lado inferior del estado sutil; y de ahí viene la prohibición de la sangre como alimento, conllevando su absorción la de lo que hay de más grosero en la vitalidad animal, y que, asimilándose y mezclándose íntimamente a los elementos psíquicos del hombre, puede efectivamente conducir a graves consecuencias. De ahí también el empleo frecuente de la sangre en las prácticas de magia, e inclusive en las de brujería (como para atraer a las entidades «infernales» por conformidad de naturaleza); pero, por otra parte, esto es también susceptible, en ciertas condiciones, de una transposición a un orden superior, de donde los ritos, sean religiosos, sean inclusive iniciáticos (como el «tauróbolo» mithaico), que implican sacrificios de animales; como se ha hecho alusión, a este respecto al sacrificio de Abel opuesto al sacrificio no sangriento de Caín, volveremos quizás sobre este último punto en una próxima ocasión.
Ver sobre el simbolismo de estos tres colores nuestro estudio sobre EL ESOTERISMO DE DANTE. ↩
Ver EL REY DEL MUNDO, cap. VI, al final. ↩
EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, XIV. También EL ERROR ESPIRITA, final de la primera parte. ↩
Esto se encuentra indicado en la relación que existe, en árabe, entre los términos mûr, «luz», y nâr, «fuego» (en el sentido de calor). ↩