Guénon Quietismo

René Guénon — INICIAÇÃO E REALIZAÇÃO ESPIRITUAL

CONTRA O «QUIETISMO»
Aunque hayamos hablado ya frecuentemente de las diferencias profundas que separan al misticismo de todo lo que es de orden esotérico e iniciático, no creemos inútil volver de nuevo sobre un punto particular que se vincula a esta cuestión, dado que hemos tenido la ocasión de constatar que en eso hay todavía un error bastante extendido: se trata de la calificación de «quietismo» aplicada a algunas doctrinas orientales. Que eso es un error, resulta ya del hecho de que esas doctrinas no tienen nada de místico, mientras que el término mismo de «quietismo» ha sido creado especialmente para designar una forma de misticismo, que, por lo demás, es de las que se pueden llamar «aberrantes», y cuyo carácter principal es llevar al extremo la pasividad que, a un grado o a otro, es inherente al misticismo como tal. Ahora bien, por una parte, conviene no extender términos de este género a lo que no depende del dominio místico, pues entonces devienen tan impropios como las etiquetas filosóficas cuando se pretende aplicarlas fuera de la filosofía; y, por otra parte, la pasividad, incluso en los límites en los que puede considerarse en cierto modo como «normal» desde el punto de vista místico, y con mayor razón en su exageración «quietista», es completamente extraña a las doctrinas de que se trata. A decir verdad, sospechamos que la imputación de «quietismo», tanto como la de «panteísmo», no es muy frecuentemente, entre algunos, más que un pretexto para descartar o menospreciar una doctrina sin tomarse el esfuerzo de estudiarla más profundamente y de buscar comprenderla verdaderamente; más generalmente, ello es así para todos los epítetos «peyorativos» que se emplean a troche y moche para calificar doctrinas muy diversas, y que reprochan a éstas «caer» en esto o aquello, expresión habitual, en parecido caso y que es muy significativa a este respecto; pero, como lo hemos hecho destacar en otras ocasiones, todo error tiene necesariamente alguna razón para producirse, de suerte que es bueno a pesar de todo, examinar las cosas desde un poco más cerca.

No es dudoso que el quietismo, en el sentido propio de esta palabra, goza de una mala reputación en occidente, y en primer lugar en los medios religiosos, lo que es natural en suma, puesto que la variedad de misticismo que se designa así ha sido declarada expresamente heterodoxa, y a justo título, en razón de los numerosos y graves peligros que la misma presenta bajo diversos puntos de vista, y que, en el fondo no son otros que los de la pasividad misma llevada a su grado más alto y puesta en práctica «integralmente», queremos decir, sin que se aporte ninguna atenuación a las consecuencias que entraña en todos los órdenes. Por ese lado, no hay pues lugar a sorprenderse si aquellos en quienes las injurias ocupan el lugar de los argumentos, y que desafortunadamente son muy numerosos, se sirven del quietismo, así como también del panteísmo, como una especie de «metemiedos», si se puede expresar así, para desviar a aquellos que se dejan impresionar por todo aquello ante lo que ellos mismos sienten un temor que, de hecho, no se debe más que a su incapacidad de comprenderlo. Pero hay algo más curioso; es que la mentalidad «laica» de los modernos retorna de buena gana a esta misma acusación de quietismo contra la religión misma, extendiéndola indebidamente, no solo a todos los místicos, comprendidos los más ortodoxos de entre ellos, sino también a los religiosos pertenecientes a las órdenes contemplativas, que por lo demás son todos indistintamente «místicos» a sus ojos, aunque no lo sean necesariamente en realidad; los hay incluso que llevan la confusión todavía más lejos, yendo hasta identificar pura y simplemente misticismo y religión.

Esto se explica bastante fácilmente por los prejuicios que son, de una manera general, inherentes a la mentalidad occidental moderna: ésta, vuelta exclusivamente hacia la acción exterior, ha llegado poco a poco, no solo a ignorar por su propia cuenta todo lo que se refiere a la contemplación, sino incluso a sentir a su respecto un verdadero odio por todas partes donde la encuentra. Estos prejuicios están tan extendidos que muchas gentes que se consideran religiosas, pero que por eso no están menos fuertemente afectadas por esa mentalidad antitradicional, declaran de buena gana que no hacen una gran diferencia entre las órdenes contemplativas y aquellas que se ocupan de actividades sociales: ¡naturalmente, no tienen más que elogios para estas últimas, pero, en revancha, están muy dispuestos a estar de acuerdo con sus adversarios para pedir la supresión de las primeras, bajo pretexto de que ya no están adaptadas a las condiciones de una época de «progreso» como la nuestra! Conviene destacar de pasada que, actualmente todavía, una tal distinción sería imposible en las Iglesias cristianas de oriente, donde no se concibe que alguien pueda hacerse monje para otra cosa que para librarse a la contemplación, y donde, por lo demás, la vida contemplativa, bien lejos de ser tachada neciamente de «inutilidad» y de «ociosidad», se considera, al contrario, unánimemente, como la forma superior de actividad que ella es verdaderamente.


René Guénon