René Guénon — O TEOSOFISMO
PRÓLOGO — TEOSOFIA E TEOSOFISMO
Ante todo, debemos justificar la palabra poco utilizada que sirve de título a nuestro estudio: ¿por qué «teosofismo» y no «teosofía»? Es que para nosotros, estas dos palabras designan dos cosas muy diferentes, y porque importa disipar, incluso al precio de un neologismo o de lo que puede parecer tal, la confusión que debe producir naturalmente la similitud de expresión. Y eso importa tanto más, desde nuestro punto de vista, por cuanto algunas gentes tienen al contrario mucho interés en mantener esta confusión, a fin de hacer creer que se vinculan a una tradición a la que, en realidad, no pueden vincularse legítimamente, como tampoco, por lo demás, a ninguna otra.
En efecto, muy anteriormente a la creación de la Sociedad Teosófica, el vocablo teosofía servía de denominación común a doctrinas bastante diversas, pero que, no obstante, pertenecían todas a un mismo tipo, o al menos, procedían todas de un mismo conjunto de tendencias; así pues, conviene conservarle la significación que tiene históricamente.
Sin buscar profundizar aquí la naturaleza de esas doctrinas, podemos decir que tienen como rasgos comunes y fundamentales ser concepciones más o menos estrictamente esotéricas, de inspiración religiosa o incluso mística, aunque de un misticismo un poco especial sin duda, y que se proclaman de una tradición completamente occidental, cuya base es siempre, bajo una forma u otra, el cristianismo. Tales son, por ejemplo, doctrinas como las de Jacob Boehme, de Gichtel, de William Law, de Jane Lead, de Swedenborg, de Louis-Claude de Saint-Martin, de Eckartshausen; no pretendemos ofrecer aquí una lista completa, limitándonos a citar algunos nombres entre los más conocidos.
Ahora bien, la organización que se intitula actualmente «Sociedad Teosófica», de la que entendemos ocuparnos aquí exclusivamente, no depende de ninguna escuela que se vincule, ni siquiera indirectamente, a alguna doctrina de este género; su fundadora, Mme Blavatsky, pudo tener un conocimiento más o menos completo de los escritos de algunos teósofos, especialmente de Jacob Boehme, y pudo sacar de ellos ideas que incorporó a sus propias obras, junto con una multitud de otros elementos de las procedencias más diversas, pero eso es todo lo que es posible admitir a este respecto. De una manera general, las teorías más o menos coherentes que han sido emitidas o sostenidas por los jefes de la Sociedad Teosófica, no tienen ninguno de los caracteres que acabamos de indicar, excepto la pretensión al esoterismo; se presentan, falsamente, por lo demás, como teniendo un origen oriental, y si se ha juzgado bueno agregarles desde hace un cierto tiempo un seudocristianismo de una naturaleza muy peculiar, por eso no es menos cierto que su tendencia primitiva era, al contrario, francamente anticristiana. «Nuestra meta, decía entonces Mme Blavatsky, no es restaurar el hinduismo, sino barrer al cristianismo de la faz de la tierra»1. ¿Han cambiado las cosas tanto desde entonces como podrían hacerlo creer las apariencias? Al menos es lícito desconfiar, al ver que la gran propagandista del nuevo «Cristianismo esotérico» es Mme Besant, la misma que exclamaba antaño que era necesario «ante todo combatir a Roma y a sus sacerdotes, luchar por todas partes contra el cristianismo y arrojar a Dios de los Cielos» {NOTA: Discurso de clausura del Congreso de los librepensadores, realizado en Bruselas en septiembre de 1880/}. Sin duda, es posible que la doctrina de la Sociedad Teosófica y las opiniones de su presidenta actual hayan «evolucionado», pero es posible también que su neocristianismo no sea más que una máscara, ya que, cuando se trata de semejantes medios, es menester esperarse todo; pensamos que nuestra exposición mostrará suficientemente cuan erróneo sería atenerse a la buena fe de las gentes que dirigen o inspiran movimientos como éste que tratamos.
Sea lo que sea de este último punto, desde ahora podemos declarar claramente que entre la doctrina de la Sociedad Teosófica, o al menos lo que hace las veces de doctrina en ella, y la teosofía en el verdadero sentido de esta palabra, no hay absolutamente ninguna filiación, ni siquiera simplemente ideal. Así pues, se deben rechazar como quiméricas las afirmaciones que tienden a presentar a esta Sociedad como la continuadora de otras asociaciones tales como la «Sociedad Filadelfiana», que existió en Londres hacia fines del siglo XVII2, y a la que se pretende que perteneció Isaac Newton, o de la «Confraternidad de los Amigos de Dios», de la que se dice que fue instituida en Alemania, en el siglo XIV, por el místico Jean Tauler, en quien algunos han querido ver, no sabemos muy bien por qué, a un precursor de Lutero3. Estas afirmaciones están quizás menos fundamentadas, y esto no es decir poco, que aquellas por las que los teósofos intentan vincularse a los neoplatónicos4, bajo pretexto de que Mme Blavatsky adoptó efectivamente algunas teorías fragmentarias de estos filósofos, por lo demás, sin haberlos asimilado verdaderamente.
Las doctrinas, en realidad completamente modernas, que profesa la Sociedad Teosófica, son tan diferentes, bajo casi todos los aspectos, de aquellas a las que se aplica legítimamente el nombre de teosofía, que no se podrían confundir las unas con las otras más que por mala fe o por ignorancia: mala fe en los jefes de la Sociedad; ignorancia en la mayoría de los que los siguen, y también, es menester decirlo, en algunos de sus adversarios, que, insuficientemente informados, cometen el grave error de tomar en serio sus aserciones, y de creer, por ejemplo, que representan a una tradición oriental auténtica, mientras que no hay nada de eso. La Sociedad Teosófica, como se verá, no debe su nombre más que a circunstancias completamente accidentales, sin las cuales habría recibido una denominación completamente distinta: sus miembros igualmente, no son en modo alguno teósofos, sino que son, si se quiere, «teosofistas». Por lo demás, la distinción entre estos dos términos, «theosophers» y «theosophits», se hace casi siempre en inglés, idioma en el que la palabra «theosophism», para designar la doctrina de esta Sociedad, es de uso corriente; ella nos parece suficientemente importante como para que sea necesario mantenerla igualmente en francés, a pesar de lo que pueda tener de inusitado, y es por eso por lo que hemos tenido que dar ante todo las razones por las que hay en eso algo más que una simple cuestión de palabras.
Hemos hablado como si hubiera verdaderamente una doctrina teosofista; pero, a decir verdad, si se toma la palabra doctrina en su sentido más estricto, o incluso si se quiere designar simplemente con eso algo sólido y bien definido, es menester convenir que no la hay. Lo que los teosofistas presentan como su doctrina aparece, según un examen un poco serio, como lleno de contradicciones; además, de un autor a otro, y a veces en un mismo autor, hay variaciones considerables, incluso sobre puntos que son considerados como los más importantes. Bajo este aspecto se pueden distinguir sobre todo dos períodos principales, que corresponden a la dirección de Mme Blavatsky y a la de Mme Besant. Es cierto que los teosofistas actuales intentan frecuentemente disimular las contradicciones interpretando a su manera el pensamiento de su fundadora y pretendiendo que al comienzo se la había entendido mal, pero el desacuerdo no es por eso menos real. Se comprende entonces sin dificultad que el estudio de teorías tan inconsistentes no pueda ser separado apenas de la historia misma de la Sociedad Teosófica; es por eso por lo que no hemos juzgado oportuno hacer en esta obra dos partes distintas, una histórica y otra doctrinal, como habría sido natural hacerlo en cualquier otra circunstancia.
Declaración hecha a M. Alfred Alexander, y publicada en The Medium and Daybreak, Londres, enero de 1893, p. 23. ↩
La Clef de la Théosofia, por H. P. Blavatsky, p. 25 de la traducción francesa de Mme H. de Neufville. Nos remitiremos siempre a esta traducción para las citas que tendremos que hacer de esta obra. ↩
Modern World Movements, por el Dr J. D. Buck: Life and Action, de Chicago, mayo-junio de 1913. ↩
La Clef de la Théosofia, pp. 4-13. ↩