Guénon Tradicionalismo

René Guénon — O reino da quantidade e sinal dos tempos

Tradición y tradicionalismo
Hablando propiamente, la falsificación de todas las cosas, que es, como lo hemos dicho, uno de los rasgos característicos de nuestra época, no es todavía la subversión, pero contribuye bastante directamente a prepararla; lo que lo muestra quizás mejor, es lo que se puede llamar la falsificación del lenguaje, es decir, el empleo abusivo de algunas palabras desviadas de su verdadero sentido, empleo que, en cierto modo, es impuesto por una sugestión constante por parte de todos aquellos que, a un título o a otro, ejercen una influencia cualquiera sobre la mentalidad pública. En eso ya no se trata solo de esa degeneración a la que hemos hecho alusión más atrás, y por la que muchas palabras han llegado ha perder el sentido cualitativo que tenían en el origen, para no guardar ya más que un sentido completamente cuantitativo; se trata más bien de un «vuelco» por el que algunas palabras son aplicadas a cosas a las que no convienen de ninguna manera, y que a veces son incluso opuestas a lo que significan normalmente. Ante todo, en eso hay un síntoma evidente de la confusión intelectual que reina por todas partes en el mundo actual; pero es menester no olvidar que esta confusión misma es querida por lo que se oculta detrás de toda la desviación moderna; esta reflexión se impone concretamente cuando se ven surgir, desde diversos lados a la vez, tentativas de utilización ilegítima de la idea misma de «tradición» por gentes que querrían asimilar indebidamente lo que ésta implica a sus propias concepciones en un dominio cualquiera. Bien entendido, no se trata de sospechar de la buena fe de los unos o de los otros, ya que, en muchos casos, puede muy bien que no haya otra cosa que incomprehensión pura y simple; la ignorancia de la mayoría de nuestros contemporáneos al respecto de todo lo que posee un carácter realmente tradicional es tan completa que ni siquiera hay lugar a sorprenderse de ello; pero, al mismo tiempo, uno está forzado a reconocer también que esos errores de interpretación y esas equivocaciones involuntarias sirven demasiado bien a ciertos «planes» para que no esté permitido preguntarse si su difusión creciente no será debida a alguna de esas «sugestiones» que dominan la mentalidad moderna y que, precisamente, tienden siempre en el fondo a la destrucción de todo lo que es tradición en el verdadero sentido de esta palabra.

La mentalidad moderna misma, en todo lo que la caracteriza específicamente como tal, no es en suma, lo repetimos todavía una vez más (ya que son cosas sobre las que nunca se podría insistir demasiado), más que el producto de una vasta sugestión colectiva, que, al ejercerse continuamente en el curso de varios siglos, ha determinado la formación y el desarrollo progresivo del espíritu antitradicional, en el que se resume en definitiva todo el conjunto de los rasgos distintivos de esta mentalidad. Pero, por poderosa y por hábil que sea esta sugestión, puede llegar no obstante un momento donde el estado de desorden y de desequilibrio que resulta de ella devenga tan manifiesto que algunos ya no puedan dejar de apercibirse de él, y entonces existe el riesgo de que produzca una «reacción» que comprometa ese resultado mismo; parece efectivamente que hoy día las cosas estén justamente en ese punto, y es destacable que este momento coincide precisamente, por una suerte de «lógica inmanente», con aquel donde se termina la fase pura y simplemente negativa de la desviación moderna, representada por la dominación completa e incontestada de la mentalidad materialista. Es aquí donde interviene eficazmente, para desviar esta «reacción» de la meta hacia la que tiende, la falsificación de la idea tradicional, hecha posible por la ignorancia de la que hemos hablado hace un momento, y que no es, ella misma, más que uno de los efectos de la fase negativa: la idea misma de la tradición ha sido destruida hasta tal punto que aquellos que aspiran a recuperarla no saben ya de qué lado inclinarse, y no están sino enormemente dispuestos a aceptar todas las falsas ideas que se les presentan en su lugar y bajo su nombre. Esos se han dado cuenta, al menos hasta un cierto punto, de que habían sido engañados por las sugestiones abiertamente antitradicionales, y de que las creencias que se les habían impuesto así no representaban más que error y decepción; ciertamente, se trata de algo en el sentido de la «reacción» que acabamos de decir, pero, a pesar de todo, si las cosas se quedan en eso, ningún resultado efectivo puede seguirse de ello. Uno se apercibe bien de ello al leer los escritos, cada vez menos raros, donde se encuentran las críticas más justas con respecto a la «civilización» actual, pero donde, como ya lo decíamos precedentemente, los medios considerados para remediar los males así denunciados tienen un carácter extrañamente desproporcionado e insignificante, infantil incluso en cierto modo: proyectos «escolares» o «académicos», se podría decir, pero nada más, y, sobre todo, nada que dé testimonio del menor conocimiento de orden profundo. Es en esta etapa donde el esfuerzo, por loable y por meritorio que sea, puede dejarse desviar fácilmente hacia actividades que, a su manera y a pesar de algunas apariencias, no harán más que contribuir finalmente a acrecentar todavía el desorden y la confusión de esta «civilización» cuyo enderezamiento se considera que deben operar.

Aquellos de los que acabamos de hablar son los que se pueden calificar propiamente de «tradicionalistas», es decir, aquellos que tienen solo una suerte de tendencia o de aspiración hacia la tradición, sin ningún conocimiento real de ésta; se puede medir por eso toda la distancia que separa el espíritu «tradicionalista» del verdadero espíritu tradicional, que implica al contrario esencialmente un tal conocimiento, y que no forma en cierto modo más que uno con este conocimiento mismo. En suma, el «tradicionalista» no es y no puede ser mas que un simple «buscador», y es por eso por lo que está siempre en peligro de extraviarse, puesto que no está en posesión de los principios que son los únicos que le darían una dirección infalible; y ese peligro será naturalmente tanto mayor cuanto que encontrará en su camino, como otras tantas emboscadas, todas esas falsas ideas suscitadas por el poder de ilusión que tiene un interés capital en impedirle llegar al verdadero término de su búsqueda. Es evidente, en efecto, que ese poder no puede mantenerse y continuar ejerciendo su acción sino a condición de que toda restauración de la idea tradicional sea hecha imposible, y eso más que nunca en el momento donde se apresta a ir más lejos en el sentido de la subversión, lo que constituye, como lo hemos explicado, la segunda fase de esta acción. Así pues, es tanto más importante para él desviar las investigaciones que tienden hacia el conocimiento tradicional cuanto que, por otra parte, estas investigaciones, al recaer sobre los orígenes y las causas reales de la desviación moderna, serían susceptibles de desvelar algo de su propia naturaleza y de sus medios de influencia; hay en eso, para él, dos necesidades en cierto modo complementarias la una de la otra, y que, en el fondo, se podrían considerar incluso como los dos aspectos positivo y negativo de una misma exigencia fundamental de su dominación.

A un grado o a otro, todos los empleos abusivos de la palabra «tradición» pueden servir a este fin, comenzando por el más vulgar de todos, el que la hace sinónimo de «costumbre» o de «uso», provocando con eso una confusión de la tradición con las cosas más bajamente humanas y más completamente desprovistas de todo sentido profundo. Pero hay otras deformaciones más sutiles, y por eso mismo más peligrosas; por lo demás, todas tienen como carácter común hacer descender la idea de tradición a un nivel puramente humano, mientras que, antes al contrario, no hay y no puede haber nada verdaderamente tradicional que no implique un elemento de orden suprahumano. Ese es en efecto el punto esencial, el que constituye en cierto modo la definición misma de la tradición y de todo lo que se vincula a ella; y eso es también, bien entendido, lo que es menester impedir reconocer a toda costa para mantener la mentalidad moderna en sus ilusiones, y con mayor razón para darle todavía otras nuevas, que, muy lejos de concordar con una restauración de lo suprahumano, deberán dirigir, al contrario, más efectivamente esta mentalidad hacia las peores modalidades de lo infrahumano. Por lo demás, para convencerse de la importancia que es dada a la negación de lo suprahumano por los agentes conscientes e inconscientes de la desviación moderna, no hay más que ver de qué modo todos los que pretenden hacerse los «historiadores» de las religiones y de las otras formas de la tradición (que confunden generalmente bajo el mismo nombre de «religiones») se obstinan en explicarlas ante todo por factores exclusivamente humanos; poco importa que, según las escuelas, esos factores sean psicológicos, sociales u otros, e incluso la multiplicidad de las explicaciones así presentadas permite seducir más fácilmente a un mayor número; lo que es constante, es la voluntad bien decidida de reducirlo todo a lo humano y de no dejar subsistir nada que lo rebase; y aquellos que creen en el valor de esta «crítica» destructiva están desde entonces completamente dispuestos a confundir la tradición con no importa qué, puesto que ya no hay en efecto, en la idea de ella que se les ha inculcado, nada que pueda distinguirla realmente de lo que está desprovisto de todo carácter tradicional.

Desde que todo lo que es de orden puramente humano, por esta razón misma, no podría ser calificado legítimamente de tradicional, no puede haber, por ejemplo, «tradición filosófica», ni «tradición científica» en el sentido moderno y profano de esta palabra; y, bien entendido, no puede haber tampoco «tradición política», al menos allí donde falta toda organización social tradicional, lo que es el caso del mundo occidental actual. No obstante, esas son algunas de las expresiones que se emplean corrientemente hoy, y que constituyen otras tantas desnaturalizaciones de la idea de la tradición; no hay que decir que, si los espíritus «tradicionalistas» de que hablábamos precedentemente pueden ser llevados a dejarse desviar de su actividad hacia uno u otro de estos dominios y a limitar a ellos todos sus esfuerzos, sus aspiraciones se encontraran así «neutralizadas» y hechas perfectamente inofensivas, ello, si es que no son utilizadas a veces, sin su conocimiento, en un sentido completamente opuesto a sus intenciones. Ocurre en efecto que se llega hasta aplicar el nombre de «tradición» a cosas que por su naturaleza misma, son tan claramente antitradicionales como es posible: es así como se habla de «tradición humanista», o también, de «tradición nacional», cuando el «humanismo» no es otra cosa que la negación misma de lo suprahumano, y cuando la constitución de las «nacionalidades» ha sido el medio empleado para destruir la organización social tradicional de la Edad Media. ¡No habría que sorprenderse, en estas condiciones, si se llegara algún día a hablar también de «tradición protestante», e incluso de «tradición laica» o de «tradición revolucionaria», o, también, que los materialistas mismos acabaran por proclamarse los defensores de una «tradición», aunque no fuera más que en calidad de algo que pertenece ya en gran parte al pasado! Al grado de confusión mental al que han llegado la gran mayoría de nuestros contemporáneos, las asociaciones de palabras más manifiestamente contradictorias ya no tienen nada que pueda hacerles retroceder, y ni siquiera darles simplemente que reflexionar.

Esto nos conduce directamente también a otra precisión importante: cuando algunos, habiéndose apercibido del desorden moderno al constatar el grado demasiado visible en el que está actualmente (sobre todo después de que el punto correspondiente al máximo de «solidificación» ha sido rebasado), quieren «reaccionar» de una manera o de otra, ¿no es el mejor medio de hacer ineficaz esta necesidad de reacción orientarles hacia alguna de las etapas anteriores y menos «avanzadas» de la misma desviación, donde este desorden no había devenido todavía tan manifiesto y se presentaba, si se puede decir, bajo exteriores más aceptables para quien no ha sido completamente cegado por ciertas sugestiones? Todo «tradicionalista» de intención debe afirmarse normalmente «antimoderno», pero puede no estar por ello menos afectado, sin sospecharlo, por las ideas modernas bajo alguna forma más o menos atenuada, y por eso mismo más difícilmente discernible, pero que, no obstante, corresponden siempre de hecho a una u otra de las etapas que estas ideas han recorrido en el curso de su desarrollo; ninguna concesión, ni siquiera involuntaria o inconsciente, es posible aquí, ya que, desde su punto de partida a su conclusión actual, e incluso todavía más allá de ésta, todo se encadena inexorablemente. A este propósito, agregaremos también esto: el trabajo que tiene como meta impedir toda «reacción» que apunte más lejos de un retorno a un desorden menor, disimulando el carácter de éste y haciéndole pasar por el «orden», se junta muy exactamente con el que se lleva a cabo, por otra parte, para hacer penetrar el espíritu moderno en el interior mismo de lo que todavía puede subsistir, en Occidente, de las organizaciones tradicionales de todo orden; el mismo efecto de «neutralización» de las fuerzas cuya oposición se podría temer se obtiene igualmente en los dos casos. Ni siquiera es ya suficiente hablar de «neutralización», ya que, de la lucha que debe tener lugar inevitablemente entre elementos que se encuentran así reducidos, por así decir, al mismo nivel y sobre el mismo terreno, y cuya hostilidad recíproca ya no representa por eso mismo, en el fondo, más que la que puede existir entre producciones diversas y aparentemente contrarias de la misma desviación moderna, no podrá salir finalmente más que un nuevo acrecentamiento del desorden y de la confusión, y eso no será todavía más que un paso más hacia la disolución final.

Desde el punto de vista tradicional o incluso simplemente «tradicionalista», entre todas las cosas más o menos incoherentes que se agitan y entrechocan al presente, entre todos los «movimientos» exteriores de cualquier género que sean, no hay pues que «tomar partido» de ninguna manera, según la expresión empleada comúnmente, ya que sería ser engañado, y, puesto que detrás de todo eso se ejercen en realidad las mismas influencias, mezclarse a las luchas queridas y dirigidas invisiblemente por ellas sería propiamente hacerles el juego; así pues, el solo hecho de «tomar partido» en estas condiciones constituiría ya en definitiva, por inconscientemente que fuera, una actitud verdaderamente antitradicional. No queremos hacer aquí ninguna aplicación particular, pero debemos constatar al menos, de una manera completamente general, que, en todo eso, los principios faltan igualmente por todas partes, aunque, ciertamente, no se haya hablado nunca tanto de «principios» como se habla hoy día desde todos los lados, aplicando casi indistintamente esta designación a todo lo que menos la merece, y a veces incluso a lo que implica al contrario la negación de todo verdadero principio; y este otro abuso de una palabra es también muy significativo en cuanto a las tendencias reales de esta falsificación del lenguaje de la que la desviación de la palabra «tradición» nos ha proporcionado un ejemplo típico, ejemplo sobre el que debíamos insistir más particularmente porque es el que está ligado más directamente al tema de nuestro estudio, en tanto que la tradición debe dar una visión de conjunto de las últimas fases del «descenso» cíclico. En efecto, no podemos detenernos en el punto que representa propiamente el apogeo del «reino de la cantidad», ya que lo que le sigue se vincula muy estrechamente a lo que le precede como para poder ser separado de ello de otro modo que de una manera completamente artificial; no hacemos «abstracciones», lo que no es en suma más que otra forma de la «simplificación» tan querida por la mentalidad moderna, sino que queremos considerar al contrario, tanto como sea posible, la realidad tal cual es, sin recortar de ella nada esencial para la comprehensión de las condiciones de la época actual.


René Guénon