Hossein Nasr Estados Espirituais

Hossein Nasr — Estados Espirituais

En todas las épocas una parte importante de tratados de sufismo ha versado sobre los estados espirituales que el adepto experimenta y atraviesa en su viaje por el camino (tarîqah) hacia Al-lâh. La insistencia de los maestros sufíes en este tema, ya sea en la forma de la enumeración de las estaciones y estados del Sendero o en el inventario de las virtudes espirituales que debe ganar el discípulo, es debida a la importancia del conocimiento de los estados espirituales para todo aquel que aspire a pasar por ellos y más allá de ellos hacia la Presencia divina. Si hacemos a un lado el concepto erróneo y truncado del hombre como criatura formada sólo por cuerpo y mente, concepto que se debe más que a cualquier otra cosa al dualismo cartesiano y a una mala comprensión de ciertos dogmas del escolasticismo, y retornamos a la concepción tradicional del hombre compuesto de cuerpo, alma y espíritu (el corpus, anima y spiritus del hermetismo y otras doctrinas sapienciales) la pertinencia de los estados espirituales se hace más clara. El Espíritu es como el cielo, resplandeciente e inmutable sobre los horizontes del alma. Es un mundo que, aunque todavía no es Al-lâh, es inseparable de Él, de modo que alcanzarlo es ya estar en el atrio del Yanna y en la proximidad de lo divino. También el cuerpo lleva en su existencia objetiva y natural, aunque no necesariamente en su prolongación subjetiva en la psique, los «vestigios del Creador» (vestigia Dei), de modo que puede ser considerado como el templo del Espíritu y puede desempeñar un papel completamente positivo en el proceso mismo de realización espiritual.

Lo que resta del hombre, a saber, el alma o anima, es precisamente la materia del trabajo espiritual. Es el plomo que debe ser transformado en oro, la luna que debe desposarse con el sol y al mismo tiempo el dragón que debe ser muerto para que el héroe pueda alcanzar el tesoro. El hombre en su estado impenitente y «caído», por usar la terminología cristiana, es el sujeto al que se dirigen los tratados sobre disciplina espiritual. El hombre en tal estado es precisamente aquel que únicamente se identifica con su mente o substancia psíquica, sin darse cuenta de que ésta no es sino un reflejo, en el plano psíquico, del Intelecto. Se identifica a sí mismo con el alma que todavía no ha experimentado el contacto liberador con el Espíritu y vive encarcelado en un mundo de impresiones sensibles derivadas del cuerpo, junto con las inferencias lógicas extraídas de dicho mundo y en un laberinto subjetivo y oscuro que está lleno de impulsos apasionados. El sendero espiritual no es otra cosa que el proceso de desenredar las raíces del alma del mundo psicofísico al que están atadas y sumergirlas en lo divino. Significa, pues, una transformación radical del alma, hecha posible por la gracia de la revelación y la iniciación, hasta que el alma se hace merecedora de convertirse en novia del Espíritu y celebrar la unión con él. Para alcanzar a Al-lâh, el alma debe llegar a parecerse a Al-lâh. De aquí la importancia de las estaciones y estados espirituales que el alma debe experimentar y de las virtudes espirituales que debe adquirir, las cuales señalan los grados de ascensión del alma hacia Al-lâh. De hecho, cada virtud es una estación a través de la cual debe pasar el alma y experimentarla de forma permanente.

Si recordamos la bien conocida definición de sufismo dada por Junayd — «el sufismo es que Al-lâh te haga morir a ti mismo y resucitar en Él» — comprenderemos que el logro de las virtudes espirituales y sus estados y estaciones correspondientes son otras tantas etapas en la muerte del alma respecto a su naturaleza vil y accidental y en su resurrección in divinis. Ésta es la razón por la que la más alta de las virtudes es la veracidad, que se opone a todas las tendencias obscuras del alma, y la estación más elevada es la subsistencia en Al-lâh, que no es otra cosa que la resurrección en Él. La meta del sufismo es por supuesto llegar a Al-lâh, la Realidad (al-haqq), y no el conseguir una estación en particular. Pero dado que el hombre no es sólo una inteligencia que puede discernir la Verdad y conocer el Absoluto, sino que también es una voluntad, las virtudes son una concomitancia necesaria de la adhesión total del hombre a la Realidad. Pues, «la realidad, cuando aparece en el nivel de la voluntad, se convierte en virtud, y es entonces veracidad y sinceridad». Del mismo modo, dado que la meta del sufismo es Al-lâh y no el mundo de la acción ni ningún beneficio terrenal, las virtudes no son sólo actos morales, sino también estados internos que nunca están separados de la significación intelectual y espiritual que acompaña al mundo del espíritu. «Las verdades nos hacen comprender las virtudes y les dan toda su plenitud cósmica y toda su eficacia espiritual. Las virtudes, por su parte, nos introducen en las verdades y las transforman para nosotros en realidades concretas, vistas y vividas».

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