Ibn Arabi Ascensão Alegórica

O Livro Noturno — Ibn Arabi
Excertos de “Escatologia Muçulmana na Divina Comédia, de Miguel Asín Palacios

6. Los modelos más interesantes de la leyenda, en esta última etapa de sus varias adaptaciones, son obra del príncipe de la mística hispano-musulmana, del murciano Muhyi ai-Din Ibn Arabi, que murió en la primera mitad del siglo XIII de nuestra era, veinticinco años antes de que viniese al mundo el poeta florentino. En una de ellas, toma como base el texto del miraj, y bajo su letra pretende descubrir un significado alegórico-moral, es decir, una enseñanza esotérica de las graduales intuiciones y revelaciones que el alma del místico recibe en su ascensión extática, en su rapto hacia Dios. Esta obra de Ibn Arabi, que desgraciadamente está aún inédita, se titula Libro del nocturno viaje hacia la Majestad del más Generoso. Por el solo fragmento poético que de él vamos a analizar pueden vislumbrarse las líneas generales de su adaptación alegórica:

Los sufies o místicos, herederos del Profeta, son los imitadores de su vida y doctrina; apartándose de todas las cosas de este mundo, consagrando su vida entera a la meditación y práctica de los misterios del Alcorán y a mantener vivo en la memoria el recuerdo de su Amado, llegan por el éxtasis a la presencia de Dios. Para este místico viaje, la veloz cabalgadura que los transporta es el amor divino, simbolizado por Buraq; la ciudad santa de Jerusalén, místico símbolo de luz y de certeza, es la primera etapa del viaje. Allí se detienen (como el Profeta se detuvo antes de su ascensión a los cielos) junto al muro que a los profanos niega el acceso, muro que simboliza la pureza del corazón; y después de nutrirse con la leche, símbolo de la dirección recta de la doctrina revelada, llaman a golpes a la puerta del cielo, alegoría de la mortificación corpórea, y franqueada la puerta, el paraíso y el infierno se revelan a sus dos ojos: con el derecho contemplan sonrientes la felicidad de los bienaventurados, y con el siniestro lloran a lágrima viva los ardores de la hoguera infernal. Llegados al Loto, símbolo de la fe y de la virtud, se sacian de sus frutos, y con ello todas las facultades humanas más sublimes se perfeccionan. Y ya entonces pueden arribar a la etapa final de su viaje, a la visión intuitiva de la divina esencia, que se les aparece tal y como ella es, sin que el velo de las criaturas la oculte a sus ojos, los cuales contemplan de cerca y con toda claridad lo que en secreto guarda el misterio de los misterios .

No puede escapar a la más superficial atención lo que este sutil poema del místico español debe entrañar de sugestivo interés para los exégetas de las alegorías dantescas. Porque en la Divina Comedia, como en el Convivio, Dante se propuso también ocultar, y así lo confesó bien claramente, tres sentidos esotéricos bajo el velo de la letra de sus poesías: uno alegórico-personal, otro alegórico-moral, y un tercero anagógico o espiritual y místico. Según este criterio — el más auténtico para la interpretación, pues que nos ha sido dado por el autor mismo — la Divina Comedia es una alegoría compleja de la vida personal de Dante y de la redención moral de la humanidad: Dante, o sea el hombre, extraviado, por la ignorancia y las pasiones, de la recta vía que ha de conducirle a su felicidad, consigue gradualmente, guiado por la razón natural y por la fe y la gracia, libertarse de la esclavitud del mal, mediante la expiación y purificación de sus pecados, simbolizadas en el viaje al infierno y al purgatorio; y obtenida ya la perfección moral, asciende por la vía contemplativa, impulsado por la caridad, a su felicidad eterna, que consiste en la visión y fruición de la divina esencia. Dante, pues, como los sufies musulmanes en general, y más concretamente como el murciano Ibn Arabi, aprovechó la acción, supuesta real e histórica, de la ascensión de un hombre a los cielos, para simbolizar con ella el místico drama de la regeneración moral de las almas por la fe y las virtudes teológicas.

A las múltiples analogías de fondo que entre sí guardan la Divina Comedia y el miraj mahometano, hay que agregar, sin duda, esta nueva y sorprendente coincidencia en cuanto a la intención alegórica en que ambas leyendas se inspiraron. Y como este carácter simbólico que el divino poeta quiso dar a su obra inmortal es para los críticos todos la más alta prueba de su original inspiración, será bueno que ahondemos algo más en el estudio de estas maravillosas coincidencias, examinando otra alegoría mística musulmana, obra también del murciano Ibn Arabi, en la cual las afinidades dantescas se denuncian por sí solas sin el menor esfuerzo.

7. Insértase esta nueva ascensión alegórico-mística en el magistral y voluminoso libro de Ibn Arabi, titulado al-Futuha al-Makkiyya, es decir, Las revelaciones de la Meca, y forma el asunto principal de todo un capítulo, cuyo título «La alquimia de la felicidad» sugiere ya el significado esotérico de la alegoría. Va ésta precedida de un breve prólogo, en el que se cifra la exégesis de toda la fábula. Seguidamente analizo su contenido:

Las almas humanas, al ser unidas por el Creador a sus cuerpos, tienden como a su fin último a conocer la esencia de su principio que es Dios. Buscando el camino que a dicho fin las conduzca, he aquí que un individuo de su misma naturaleza humana, después de haber vivido en este mundo, se les presenta como enviado de Dios y les ofrece su guía para llegar al conocimiento del Creador en el cual su felicidad estriba. Unas aceptan dóciles y agradecidas la guía de aquel enviado del cielo 2; otras, en cambio, desdeñan su ayuda, fundadas en que no aprecian en él superioridad alguna de facultades cognoscitivas. Las primeras siguen, por lo tanto, la guía de la doctrina revelada por Dios a su enviado, mientras las segundas se limitan a seguir las luces de su propia razón natural.

Y aquí empieza la alegoría mística, cuyos protagonistas son dos viajeros de cada una de estas dos categorías, es decir, un teólogo y un filósofo racionalista, que emprenden simultáneamente el camino que ha de llevarles a Dios. Las primeras etapas del viaje, antes de comenzar su ascensión a las esferas celestes, simbolizan la perfección y felicidad natural de las almas, que se obtiene mediante la disciplina y corrección de las pasiones y la mortificación física del cuerpo. En estas preliminares etapas, la filosofía y la teología coinciden casi por completo en sus enseñanzas, y así, uno y otro viajero, guiados por la razón y por la fe respectivamente, consiguen desligarse de los lazos que los sujetan a la tierra, libertándose del influjo nefasto de las pasiones.

Desde este punto arranca la ascensión celestial propiamente dicha, cuyas etapas están ya calcadas en la leyenda del miraj mahometano. Las siete primeras corresponden a los cielos astronómicos o esferas celestes: Luna, Mercurio, Venus, Sol, Marte, Júpiter y Saturno. Una tras otra son alcanzadas sucesivamente por los dos viajeros simbólicos, que ascienden con la misma velocidad, conducidos cada uno por su vehículo propio: Buraq, la bestia celestial del Profeta, alegoría de la razón, es la cabalgadura que monta el filósofo; el Rafraf o luminosa guirnalda que elevó a Mahoma hasta el trono divino, personifica la luz de la divina gracia, resorte y guía del teólogo en su ascensión. Pero si ambos llegan simultáneamente a las puertas de cada uno de los siete cielos astronómicos, no es una misma la acogida que se les dispensa ni el provecho que de su visita reportan: el teólogo es recibido y festejado por los profetas que en cada esfera habitan; en cambio, el filósofo se ve obligado a permanecer lejos de su compañero, y, en vez de conversar con los enviados de Dios, tiene que limitarse a tratar con las inteligencias que según la cosmología neoplatónica mueven las esferas celestes y que en esta alegoría desempeñan el humilde oficio de siervos y ministros de los profetas. Esta diferencia de trato que reciben los dos viajeros, llena de regocijo y satisfacción al teólogo y de tristeza y dolor al filósofo, que desde lejos vislumbra los agasajos de que es objeto su compañero y vagamente se entera de los sublimes misterios que le son revelados a aquél por los profetas. Sin embargo, no queda del todo defraudado el filósofo en las siete mansiones astronómicas de su ascensión: la inteligencia de cada esfera instruyele tambien en los problemas de física o cosmología, cuya solución depende del influjo natural que el respectivo planeta ejerce en los fenómenos de este bajo mundo; pero su satisfacción se amengua al advertir que de todos esos problemas de filosofía encuentra también la solución el teólogo en las enseñanzas de los profetas, y con una elevación, claridad y sencillez superior a la de la ciencia natural.

Este ingenioso artificio literario permite al autor de la alegoría, es decir, a Ibn Arabi, introducir en ella una gran parte de las cuestiones de su personal sistema teológico, verdadera enciclopedia de la filosofía, teología y ciencias ocultas, en forma de conferencias o discursos puestos en boca de cada uno de los profetas. Estos discursos aparecen, a veces, bosquejados tan sólo o aludidos en síntesis, y, a veces, desarrollados por extenso.

Así, en el cielo de la Luna, Adán instruye al teólogo acerca de la influencia creadora de los nombres divinos, los cuales, según Ibn Arabi, son los prototipos de los seres creados y equivalen a las causas eficientes de la filosofía: los fenómenos físicos del cosmos sublunar, las alteraciones de los elementos corpóreos y de sus compuestos, el crecimiento y la nutrición de los vivientes, la generación del cuerpo humano, etc., son para el filósofo, amaestrado por la inteligencia de la Luna, efectos que dependen de la inmediata acción de esta primera esfera astronómica; mas, para el teólogo, amaestrado por Adán, tienen su explicación última y trascendente en el influjo místico de los nombres divinos, arquetipos de la creación, verdaderas ideas-fuerzas dentro de la teosofía de Ibn Arabi.

En el cielo segundo, mientras el filósofo es recibido por la inteligencia de Mercurio, el teólogo encuentra a los profetas Jesús y Juan, los cuales comienzan por explicarle el valor sobrenatural del Alcorán como obra literaria inimitable, es decir, como milagro elocutivo que prueba la divina misión de Mahoma; esto les lleva a tratar de los milagros en general y, particularmente, de aquellos que se operan por la virtud cabalística de ciertas palabras, así como sobre el misterio generador de la voz fiat y del soplo con que los divinos labios sacan a los seres de la nada; después, y por natural transición, Jesús, espíritu de Dios, revela a su discípulo el mecanismo esotérico de los milagros que realizó en el pueblo de Israel, curando a los enfermos y resucitando a los muertos. Todos estos fenómenos, generación física, curación, vuelta a la vida, etc., derivan de esta esfera: si se realizan praeter ordinem naturae, son milagros debidos a esa sobrenatural alquimia de Jesús; si se producen naturalmente, dependen de la virtud eficiente que posee la inteligencia de Mercurio. Y esto último es lo único que aprende el filósofo durante su mansión en la segunda esfera.

Análoga diferencia se advierte siempre, en los restantes cielos, entre el provecho obtenido por cada uno de ambos viajeros; prescindo, pues, de señalarla y me limito a enumerar someramente los conocimientos adquiridos en cada esfera.

En la de Venus, el profeta José explica el misterio del orden, belleza y armonía del Cosmos, el arte de la poética y la ciencia oculta de la interpretación de sueños.

En la del Sol, el profeta Henoch explica la causa astronómica del día y de la noche y las múltiples aplicaciones místicas de este fenómeno.

En la de Marte, el profeta Aarón pronuncia un extenso discurso acerca del gobierno de los pueblos y sus normas fundamentales, insistiendo mucho en recomendar al teólogo la suavidad y benignidad del código revelado, como criterio supremo de la política divina aue se inspira más en la misericordia que en la ira.

En la esfera de Júpiter, Moisés desarrolla en una extensa conferencia el panteísmo místico de Ibn Arabi, partiendo, como tema, de la exé gesis del milagro bíblico de la vara, transformada por él en serpiente ante los sacerdotes de Faraón, para llegar a esta tesis: sólo las formas y accidentes cambian en el Cosmos; la sustancia es siempre una y la misma, es decir, Dios, bajo relaciones diferentes, las cuales dependen de la impresión subjetiva que en el espíritu que lo contempla produce.

Finalmente, en el cielo de Saturno, Abrahán, recostado sobre el muro de la Casa habitada, explica al teólogo, sentado ante él, el problema del fin último y de la vida futura. Entre tanto, el filósofo, triste y desolado dentro de la oscura mansión de la inteligencia de Saturno, espera a que acabe aquella conferencia. Y cuando acaban su plática, pretende, arrepentido ya de su conducta, acercarse a Abrahán, padre de los creyentes, para convertirse al islam y participar de la iluminación sobrenatural de la fe; pero Abrahán lo rechaza y, tomando al teólogo de la mano, lo introduce en la Casa habitada, dejando al filósofo a la puerta.

Desde este punto, comienza la segunda parte de la ascensión: el teólogo sale del templo y reanuda su viaje a las alturas; pero ya solo, sin su compañero, al cual se le ordena que permanezca allí, hasta que aquél descienda.

Las etapas de esta segunda parte de la ascensión, inaccesibles al filósofo, son todas, excepto dos astronómicas, de carácter teológico-místico. Sube, primero, al Loto del término, árbol que simboliza en sus frutos las acciones meritorias de los creyentes, y a cuyo pie corren cuatro místicos ríos: tres de ellos simbolizan el Pentateuco, el Psalterio y el Evangelio, y el cuarto, que es el mayor y fuente de los otros, es el Alcorán.

De allí asciende a la esfera, ya incorruptible, de las estrellas fijas y la ve poblada de miríadas de espíritus angélicos y de almas santas, cuyas mansiones, gradas o moradas, en número de mil, recorre una por una, observando y gustando todos los inefables deleites que Dios tiene allí preparados para sus elegidos.

Al penetrar en la última esfera astronómica, la del Zodíaco, le es revelada al viajero la causa de todos los fenómenos del paraíso celestial, los cuales dependen de la virtud de esta esfera. Y seguidamente llega hasta el escabel en que los pies de la Divinidad se asientan, símbolos de su misericordia y de su justicia, merced a los cuales el viajero es informado sobre el pavoroso problema de la eternidad de los premios y castigos en la vida futura.

La luz inefable que emana del Trono de Dios lo envuelve en sus resplandores, y la dulce armonía de las esferas conmueve las fibras de su corazón. Cae en profundo éxtasis, y al salir de su estupor, se ve elevado hasta el Trono de Dios, símbolo de su infinita misericordia, el cual se le aparece sostenido por cinco ángeles y tres profetas, Adán, Abrahan y Mahoma, de cuyos labios aprende en sublime síntesis el misterio del Cosmos o mundo material, que está inscrito dentro de la esfericidad del cuerpo universal, que es el Trono de Dios.

Desde esta etapa, todas las que restan pertenecen ya al mundo espiritual o de las ideas platónicas: la materia, la naturaleza, el alma y el intelecto universales, es decir, las cuatro sustancias de la jerarquía plotiniana, emanaciones del Uno, se le manifiestan gradualmente bajo símbolos alcoránicos. Un último rapto eleva al viajero hasta el seno de la niebla, que es la primitiva epifanía o manifestación de Dios ad extra y símbolo de la materia prima, común a criatura y Creador, dentro del sistema pseudo-empedócleo de Ibn Arabi. En el seno de esa niebla, extasiado el viajero, contempla progresivamente todos los inefables misterios de la esencia divina y de sus atributos y perfecciones, así los absolutos como los relativos a las criaturas; y acabada la sublime visión con esta apoteosis final, comienza a descender el teólogo en busca de su compañero, el filósofo, el cual, una vez de regreso en el mundo, conviértese a la fe musulmana para poder gozar de las altas contemplaciones místicas que le fueron vedadas en su frustrada ascensión.

Miguel Asín Palacios