Ibn Arabi Encontros com Al-Jadir

Ibn Arabi — Encontros com Al-Jadir
(El texto encuadrado es del Shaij al-Akbar y el restante es de Miguel Asín Palacios).

PRIMERA APARICIÓN DE AL-JÁDIR

El temperamento indómito de Ibn Arabi se sometía difícilmente a esta disciplina; pero un prodigio estupendo acabó por dulcificar su carácter: un día, tras una polémica en que Ibn Arabi contradijo abiertamente a su maestro, salió de la escuela para dirigirse a su casa, y al pasar por el mercado de los granos tropezóse con una persona para él desconocida que, dirigiéndole la palabra y llamándole por su nombre, le dijo: “¡Muhámmad, acepta de tu maestro la solución!” Volvió Ibn Arabi sobre sus pasos y, entrando de nuevo a la escuela, dispuesto a pedir perdón a su maestro, vió lleno de estupor que éste, sin dejarle pronunciar una palabra, exclamó:

“¡ Muhámmad!, ¿será preciso, para que te sometas a mí, que en todos los casos venga a recomendarte esta sumisión el Jádir en persona?” (Fotuhat, I, 241).

“Es al-Jádir el compañero de Moisés (cfr. Alcorán, XVIII, 62 sig.), a quien Dios prolongó la vida hasta ahora (contra lo que afirman los teólogos exotéricos que interpretan en sentido alegórico las tradiciones auténticas de Muhammad), y yo le he visto varias veces. Con él nos ocurrió un suceso maravilloso, y fué que nuestro maestro Abulabás el Oryaní discutía en cierta ocasión conmigo acerca de quién era una persona a la cual el Profeta había regocijado con su aparición: él me dijo: “Es fulano, hijo de fulano”, y me nombró a un individuo a quien yo conocía de nombre, pero no de vista, aunque sí conocía personalmente a un primo suyo. Yo me quedé vacilando y sin decidirme a aceptar lo que el maestro me aseguraba de aquel individuo, porque yo creia tener motivos bastantes para saber a qué atenerme respecto del asunto. lndudablemente, mi maestro se sintió defraudado por mi actitud y se molestó, pero interiormente, pues yo entonces no me di cuenta de ello, porque esto ocurría en los principios de mi vida religiosa. Me marché, pues, a mi casa, y cuando iba andando por la calle, topé con una persona, a la cual no conocía, que se adelantó a saludarme con el afecto de un amigo cariñoso, diciéndome: “¡Oh, Muhámmad! Da crédito a lo que te ha dicho el maestro Abulabás acerca de fulano”, y me nombró a aquella misma persona mencionada por Abulabás el Oryaní. Yo le contesté: “Así lo haré.” Entendiendo, pues, lo que me había querido decir, regresé inmediatamente a casa del maestro para contarle lo que me acababa de ocurrir. Mas así que hube entrado, exclamó: “¡Oh, Abuabdalá!, pero ¿es que voy a necesitar que al-Jádir se te presente y te diga: “¡Da crédito a fulano en lo que te ha dicho!’; siempre que tu espíritu vacile en aceptar la solución que a un problema cualquiera te proponga? ¿De dónde te vienen esas dudas acerca de toda cuestión que me oyes resolver?” Yo entonces le dije: “En verdad que la puerta del arrepentimiento está abierta!” Y él me respondió: “¡Y de esperar es que Dios te lo acepte!” Entendí entonces que aquel hombre era al-Jádir, e indudablemente lo era, pues le pregunté al maestro:

“¿Era él, en efecto?” Y me respondió: “Efectivamente, era al-Jádir”

Al-Jádir (Fotuhat, III, 442) tiene por nombre Beliá b. Malcán b. Fálig b. Abir b. Xálij b. Arfajxad b. Sem b. Nuh [Noé]. Estaba en un ejército cuyo jefe le envió a buscar agua que hacía mucha falta a los soldados. El topó con la fuente de la vida, de la cual bebió y por ello ha seguido viviendo hasta ahora. Nadie de los que de esa agua habían bebido fué distinguido por Dios con la gracia que a él le otorgó.”

“Yo me lo encontré en Sevilla y me enseñó a someterme a los maestros de espíritu y a no contradecirlos: Había yo contradicho aquel día sobre cierta cuestión a un maestro mío, y salí de su casa y me encontré con al-Jádir en el mercado de los granos. Díjome:”‘¡Acepta lo que te dice el maestro!” Regresé inmediatamente a casa del maestro y, tan pronto como entré a su habitación, exclamó antes de que yo le dirigiese la palabra: “¡Oh, Muhámmad, pero ¿es que voy a necesitar, para cada cuestión en que me contradigas, que al-Jádir te recomiende la sumisión a los maestros?” Yo le dije: “¡Oh, señor!, pero ¿era al-Jádir ese que me la ha recomendado?” Respondió: “Sí.” Dije yo: “¡Loado sea Dios que me ha enseñado esta útil verdad!” Sin embargo, la cosa no era sino como yo la había dicho. Por eso, pasado algún tiempo, entré a casa del maestro y lo vi que volvía a tratar de aquella misma cuestión, pero resolviéndola conforme a mi opinión. Díjome entonces: “Yo estaba en un error y en cambio fuiste tú el que acertaste.” Yo le respondí: “¡Oh, señor mío! Ahora comprendo por qué al-Jádir me recomendó únicamente la sumisión; pero sin que me diese a conocer que tú eras el que habías acertado en la solución del problema…”

Desde aquel día, Ibn Arabi fué sumiso a su maestro, y profesó además una devoción especial a al-Jádir…

SEGUNDA APARICIÓN

Durante su permanencia en Túnez, una nueva aparición de al-Jádir vino a fortalecer su devoción a este mitico profeta. Era una noche de plenilunio e Ibn Arabi descansaba de sus estudios y ejercicios devotos en el camarote de un barco anclado en el puerto. Un dolor agudo en el vientre le obligó a subir a cubierta. La tripulación dormia. Aproximóse a las bordas y al extender la mirada por el mar, divisó a lo lejos un ser humano que caminaba sobre las olas en dirección al barco. Una vez cerca de éste, levantó uno de sus pies apoyándose sobre el otro y se lo mostró completamente seco a Ibn Arabi. Hizo después lo propio con el otro pie, dirigióle contadas frases y emprendió de nuevo su marcha sobre el agua, dirigiéndose a una cueva situada en un monte de la costa, a dos millas del puerto. En dos o tres pasos salvó esta distancia, e Ibn Arabi, lleno de estupor, comenzó entonces a oir su voz, que entonaba las alabanzas divinas desde el fondo de aquella cueva. A la mañana siguiente, al entrar Ibn Arabi a la ciudad, tropezóse con un desconocido que le abordó diciéndole:

“¿Qué tal pasaste la noche con al-Jádir en el barco?” (Fotuhat, 1, 241).

“En otra ocasión me sucedió que, estando en la cámara de un barco en el mar, dentro del puerto de Túnez, me entró de repente un dolor de vientre. La tripulación dormía. Me levanté y me acerqué a las bordas del barco; pero al dirigir mi vista hacia el mar distinguí a lo lejos, a la luz de la luna (pues era noche de plenilunio), a una persona que venía andando sobre las aguas del mar, hasta que llegó a mí y, deteniéndose entonces a mi lado, levantó uno de sus pies, apoyándose en el otro. Vi perfectamente la planta de su pie y no había en ella ni señal de mojadura. Apoyóse después sobre aquel pie y levantó el otro, que estaba igualmente seco. Luego conversó conmigo en el lenguaje propio de él y saludándorne se marchó para dirigirse a la cueva que estaba en un monte a la orilla del mar, distante del barco más de dos millas.
Esta distancia la salvó en dos o tres pasos. Yo oí su voz que cantaba las ala’banzas del Señor desde el interior de la cueva. Quizá se marchó luego a visitar a nuestro maestro de espíritu Charrah b. Jamís el Cataní, que era uno de los más grandes sufíes, que vivía solitario y consagrado al servicio de Dios en Marsa Abdún, adonde yo había estado visitándole el día anterior a aquella noche misma. Cuando al día siguiente me fui a la ciudad de Túnez, encontréme con un hombre santo que me preguntó: “¿Cómo te fué, la noche pasada, en el barco con al-Jádir? ¿Qué es lo que te dijo y qué le dijiste tú?”

TERCERA APARICIÓN

Aquel mismo año 594 de la Héjira, salía (Ibn Arabi) de Fez en dirección a Murcia, como si quisiese dar el último adiós a la tierra que le vió nacer.

En este viaje debió pasar por Sálé, puerto en el Atlántico (vide NOTA abaixo) y por Ceuta, para atravesar el Estrecho de Gibraltar, desembarcando en la ciudad, hoy desaparecida, de Beca (entre Veger de la Frontera y Conil). En una mezquita medio arruinada en las afueras de esta ciudad, a la orilla misma del Océano Atlántico, volvió a aparecérsele por tercera vez al-Jádir andando sobre el aire, a presencia de otros peregrinos que, como Ibn-Arabi, se dirigían por la costa a visitar la Rápita de Ruta (hoy Rota, cerca de Cádiz), lugar de gran veneración para los sufies.

“Algún tiempo después de esta fecha (590 = 1193) salí de peregrinacion por la costa del Océano Atlántico, en compañía de un hombre que negaba los prodigios de los santos. Penetré con mi compañero en una mezquita ruinosa y solitaria para hacer la oración del mediodía, cuando he aquí que una turba de peregrinos y eremitas penetraron a la vez que nosotros para hacer también la oración en aquella mezquita. Entre ellos se encontraba aquel mismo hombre que me dirigió la palabra en el mar, y del cual entonces se me dijo que era al-Jádir. Estaba también entre ellos un individuo de gran prestigio religioso y de mayor dignidad que los otros, con quien me unían desde tiempo anterior relaciones de afecto. Me levanté para saludarle, de lo cual él se alegró mucho. Adelantóse, pues, para dirigir la oración ritual como imam con nosotros. Cuando acabamos la oración, salió el imam de la mezquita, y tras él salí yo en dirección a la puerta, que estaba situada a la parte occidental dominando el Océano, en un lugar que se llama Beca. Púseme a conversar con el imam a la puerta de la mezquita, cuando he aquí que el hombre aquel, de quien se me dijo que era al-Jádir, había tomado una pequeña esterilla que había en el mihrab de la mezquita y, extendiéndola en el aire a la altura de siete pies sobre el suelo, se mantuvo en el aire de pie sobre la esterilla mientras rezaba las preces de devoción supererogatorias que se acostumbran a recitar después de la oración ritual del mediodía. Yo entonces le dije a mi compañero de viaje: “¿No ves acaso a ese individuo y lo que está haciendo?” El me contestó:

“Anda, vete a él e interrógale.” Dejé, pues, a mi compañero donde estaba y me fui a él; y así que hubo acabado sus preces, le saludé y le recité unos versos míos [alusivos al prodigio]. El me dijo: “¡Oh, fulano!, no he hecho lo que has visto, sino para ese incrédulo”, y señaló con el dedo a mi compañero de viaje, que negaba los prodigios de los santos, el cual estaba sentado en el patio de la mezquita mirándole. Y añadió: “Para que sepa que Dios hace lo que quiere con quien quiere.” Volví mi rostro hacia el incrédulo y le dije:

“¿Qué dices?” El respondió: “¡Después de verlo, no hay nada que decir!” Volví en seguida adonde se había quedado mi amigo, que estaba mirándome desde la puerta de la mezquita, y conversé con él un rato. Le dije: “¿Quién es ese hombré que ha hecho oración en el aire?” (Yo no le dije lo que me había ocurrido con él en otras ocasiones anteriores.) El me contestó: “Es al-Jádir.” Calló después y la muchedumbre se marchó. Nosotros nos fuimos también en dirección a Rota, lugar al cual acostumbran a ir en peregrinación los santos que hacen vida eremítica. Está en una aldea de Ocsónoba, en la costa del Atlántico”.

(NOTA) Fotuhat, III, 90: “Uno de los más grandes santos, del vulgo iletrado, refirióme en la ciudad de Salé, ciudad en el Mogreb, sobre la costa del mar Océano, que es también llamada Finis terrae porque tras ella ya no hay más tierra…” Cfr. Fotuhat, II, 460.

CUARTA APARICIÓN

Un nuevo período de movilidad se inicia en su vida aquel mismo año, pues al siguiente, 601(1204), vémosle pasar por Bagdad, donde sólo permanece doce días, reanudando sus peregrinaciones en dirección a Mosul. Un maestro sufí, Alí Benchamí, gran devoto de al-Jádir, debió atraer a Ibn Arabi hacia esta ciudad, con el fin de aprovecharse de sus lecciones. En un huerto que poseía dicho maestro en las afueras de Mosul, Ibn Arabi tuvo el honor de recibir por tercera vez la investidura del hábito de al-Jádir, de manos de Benchamí, que la había recibido directamente de este mítico profeta. Desde esta fecha, confiesa Ibn Arabi que resolvió dar gran irnportancia a esta ceremonia sufí, recomendándola a los novicios, no sólo como fórmula ritual y símbolo de la hermandad espiritual entre los místicos, sino como medicina eficaz para curar las imperfecciones morales (vide NOTA abaixo).

“juntóse con él [con al-Jádir] uno de mis maestros, a saber, Alí b. Abdalá Benchami, que había sido discípulo de Alí al Motawáquil y de Abuabdala Cadib albán. Habitaba en un huerto que poseía en las afueras de Mosul. Al-Jádir le había impuesto el hábito en presencia de Cadib albán. Y en el mismo lugar de su huerto en que al-Jádir le había dado la investidura, me la dió luego él a mí, y con idénticos ritos con que aquél se la dió… Desde aquella fecha comencé ya a tratar de la investidura del hábito y a darla a las gentes, al ver el aprecio que al-Jádir hacía de este rito. Antes de esa época, yo no hablaba del hábito que ahora es tan conocido. El hábito es, en efecto, para nosotros únicamente un símbolo de la hermandad o confraternidad, de educación espiritual, de adquisición (por imitación) de unas mismas cualidades o hábitos morales… Cuando los maestros de espíritu ven que uno de sus discípulos es imperfecto en una determinada virtud y desean perfeccionarle transmitiéndole el estado de perfección que ellos ya poseen, el maestro procura identificar con él a su discípulo, y para ello toma su propio hábito, es decir, el que lleva puesto en aquel momento en que posee aquel estado espiritual, y, despojándose de él, se lo pone al discípulo y le da un abrazo, con lo cual le comunica el grado de perfección espiritual que le faltaba. Este es el rito de la investidura, conocido entre nosotros por tradición de nuestros más verídicos maestros de espíritu.”

NOTA Fotuhat, I, 242. Cfr. Ms. 2983 de Berlín, fol. 133 r.. “Vestí el hábito en Meca, frente al templo de la Kaaba, el año 599, de manos de Yunus b. Yahya b. Abulbaracat el Haximí, ‘el Abasí.” Ibid., fol. 133 v.: “Lo vestí también otra vez en Mosul, el año 601. También en Sevilla, de manos de Abulcásen’ Abderrahman b. Alí.”

Miguel Asín Palacios