C.S. Lewis — A Imagem do Mundo — Comentários ao Sonho de Cipião
VIDE Sonho de Cipião
EL SOMNIUM SCIPIONIS
(Cicero, De República, De Legibus, texto y trad. de C. W. Keyes, Loeb Library, 1928)
La República de Platón, como todo el mundo sabe, acaba con una descripción de la otra vida, puesta en boca de un tal Er el Armenio, que había regresado del mundo de los muertos. Cuando Cicerón, hacia el año 50 a. de C, escribió su propia República, para no ser menos, acabó con una visión similar. Escipión el Africano Menor, uno de los interlocutores en el diálogo de Cicerón, relata en el sexto y último libro un sueño extraordinario. La mayor parte de la República de Cicerón ha llegado hasta nosotros en condición fragmentaria. Por una razón que revelaremos más adelante, esta parte, el Somnium Scipionis, se ha conservado intacta.
Escipión comienza diciéndonos que durante la tarde que precedió a su sueño había estado hablando con su abuelo (adoptivo), Escipión el Africano Mayor. Ésa es indudablemente, dice, la razón por la que se me apareció en mi sueño, pues nuestros sueños suelen nacer de los pensamientos que teníamos inmediatamente antes de quedarnos dormidos (VI, X). Ese pequeño intento de dar credibilidad a un sueño fabuloso mediante la presentación de causas sicológicas se imitó en la poesía de los sueños de la Edad Media. Así, Chaucer en el proemio del Book of the Duchesse lee algo sobre amantes separados por la muerte, antes de soñar con ellos; en el Parlement lee el propio Somnium Scipionis y sugiere que ésa puede ser la razón por la que soñó con Escipión (106-8).
El Africano Mayor lleva al Africano Menor a una altura desde donde contempla Cartago: «desde un lugar elevado, brillante y resplandeciente, lleno de estrellas» (xi). De hecho, están en la esfera celestial más elevada, el Steliatum. Esta descripción es el prototipo de muchas subidas al cielo de la literatura posterior: la de Dante, la de Chaucer (en Hous of Parné), la del espíritu de Troilo, la del amante de King’s Quair. En una ocasión, Don Quijote y Sancho (II, xli) se dejaron convencer de que estaban realizando la misma subida.
Después de predecir la futura carrera política de su nieto (de igual forma que Cacciaguida predice la de Dante en Paradiso, XVII), el Africano le explica que «todos los que han sido salvadores o héroes de su tierra natal o han acrecentado sus dominios tienen reservado un lugar en el cielo» (xiii). Esto constituye un buen ejemplo del reacio material con que se enfrentó el sincretismo posterior. Cicerón estaba fabricando un cielo para los hombres públicos, para los políticos y generales. Ni los sabios paganos (como Pitágoras), ni los santos cristianos podían entrar en él. Aquello era completamente incompatible con algunas autoridades paganas y con todas las cristianas. Pero, como veremos más adelante, en este caso se había conseguido una interpretación armonizadora antes de que se iniciase la Edad Media.
El Escipión más joven, enardecido con aquella perspectiva, preguntó entonces por qué no habría de correr a reunirse al instante con aquella feliz compañía. «No», respondió el Mayor (xv), «a menos que ese Dios, cuyo templo constituye la totalidad de este universo que estás contemplando, te haya liberado de las cadenas del cuerpo, el camino hacia aquí no está abierto para ti. Pues los hombres han nacido sometidos a la ley de que deben ocupar (tuerentur) el globo que ves ahí abajo en medio del templo, llamado Tierra… En consecuencia, tú, Publio, y todos los hombres buenos, debéis conservar el alma entre las cadenas del cuerpo y no abandonar la vida humana hasta que os lo ordene Aquél que os dio el alma; si no, se considerará que no habéis cumplido el deber asignado por Dios al hombre». Esa prohibición del suicidio es platónica. Creo que en este caso Cicerón sigue un pasaje del Fedón de Platón, en el que Sócrates observa con respecto al suicidio: «Dicen que es ilícito» (61a), que es incluso uno de esos pocos actos que son ilícitos en cualquier circunstancia (62a). Sigue una explicación. Tanto si aceptamos la doctrina que enseñan los misterios (la de que el cuerpo es una prisión y no debemos romperla), como si no, de lo que no hay duda es de que nosotros, los hombres, somos propiedad (ktemata) de los dioses, y la propiedad no puede disponer de sí misma (62bc). Que esa prohibición forma parte de la ética cristiana es algo irrebatible; pero ha habido muchas personas cultas que no han sabido decirme cuándo o cómo llegó a serlo. El pasaje que estamos considerando puede haber ejercido alguna influencia. Verdaderamente las referencias de escritores posteriores al suicidio o al hecho ilícito de poner en riesgo la propia vida parecen escritas teniendo presente el parlamento del Africano, pues desarrollan la metáfora militar que va implícita en él. El Caballero de la Cruz Roja de Spenser responde a la tentación del suicidio por parte de la Desesperación con las palabras:
The souldier may not move from watchfull sted Ñor leave his stand untill his Captaine bed. (stand: en el sentido del latín statio, es decir, puesto) («El soldado no debe moverse de su puesto de vigilancia ni abandonarlo hasta que su capitán se lo ordene.»)
y la Desesperación, intentando dar la vuelta al argumenta replica:
He that poinst the Centonen his roome, Doth license him depart at sound of morning droorne. (F. Q., I, IX, 41.) («Quien señala al centinela su puesto le da permiso para abandonarlo al oír el toque de diana.»)
De igual forma, Donne (Satyre III, 29) reprueba el duelo con las siguientes palabras:
O desperate coward, wilt thou seeme bold, and To thy foes and his (who made thee to stand Sentinell in his worlds garrison) thus yeeld… («Oh, cobarde desesperado, vas a parecer valiente, y ceder así ante tus enemigos y los de quien te puso de centinela en la guarnición de su mundo…»)
Entonces Escipión advirtió que las estrellas eran globos que superaban en tamaño a la Tierra. Realmente, la Tierra aparecía ahora tan pequeña en comparación, que el Imperio romano, que constituía apenas un poco más de un punto en aquella minúscula superficie, le inspiró desprecio (xvi). Escritores posteriores tuvieron presente constantemente este pasaje. La insignificancia (de acuerdo con patrones cósmicos) de la Tierra se convirtió en un lugar tan común para el pensador medieval como para el moderno; era parte del bagaje de los moralistas, usado, como lo usa Cicerón (xix), para mortificar la ambición humana.
En la literatura posterior vamos a encontrar otros detalles procedentes del Somnium, aunque indudablemente no fue el único conducto por el que se transmitieron todos ellos. En el apartado xviii tenemos la música de las esferas; en el xvi, la doctrina del espíritu condenado a vagar por la Tierra. En el xvii (siempre que no se lo considere demasiado insignificante) podemos ver que el Sol es la mente del mundo, mens mundi. Ovidio (Met. IV, 228) lo convirtió en mundi oculos, el ojo del mundo. Plinio el Viejo (Hist. Nat,, II, iv) hizo un ligero cambio: mundi animus. Bernardo Silvestre usó ambas fórmulas respetuosas: mens mundi… mundanusque ocultis. (De Mundi Universitate, II, Pros. V, p. 44, ed. Barach y Wrobel, Innsbruck, 1876) Milton, quien es de suponer que no hubiese leído a Bernardo, pero sin lugar a dudas había leído el Somnium y a Ovidio y probablemente a Plinio, hace lo mismo: «Tú, Sol, a la vez ojo y alma de este gran mundo» (P. L., V, 171). Shelley, quien quizá solamente tenía presente a Milton, eleva la imagen del ojo a un nivel superior: «el ojo con el cual el universo / Se contempla a sí mismo y se sabe divino» (Hymn of Apollo, 31).
Sin embargo, más importante que curiosidades como éstas es el carácter general del texto citado, que es típico de muchos materiales que la Edad Media heredó de la antigüedad. Superficialmente, parece necesitar unos pocos retoques para poder alinearlo con el cristianismo; fundamentalmente, supone una ética y una metafísica completamente paganas. Como hemos visto, hay un cielo, pero es un cielo para estadistas. Se exhorta a Escipión (xxiii) a que mire hacia arriba y desprecie el mundo; pero, más que nada, debe despreciar «la charla de la plebe» y lo que debe buscar en las alturas es el premio «a sus hazañas» (rerum). Éste será decus, fama o «gloria» en un sentido muy diferente al cristiano. El apartado más decepcionante es el xxiv, en el que se le exhorta a recordar que no él, sino solamente su cuerpo, es mortal. Pero, inmediatamente después siguen estas palabras: «Así, pues, date cuenta de que eres un dios.» Para Cicerón, eso es algo evidente; «entre los griegos», dice Von Hugel — y podría haber dicho «en todo el pensamiento clásico» — «quien dice inmortal dice dios. Esas ideas son intercambiables». (Eternal Life, I, III) Sí los hombres pueden ir al cielo es porque proceden de él; su ascenso es un regreso (revertuntur, xxvi). Ésa es la razón por la que el cuerpo es «cadenas»: llegamos a él por una especie de caída. No tiene nada que ver con nuestra naturaleza: «el hombre es su mente» (xxiv). Todo eso pertenece a un ciclo de ideas completamente diferente de las doctrinas cristianas de la creación, caída, redención y resurrección del hombre. La actitud con respecto al cuerpo que implica iba a ser una desgraciada herencia para la cristiandad medieval.
Cicerón transmitió también una doctrina que durante sig!os puede haber puesto trabas a la exploración geográfica. La Tierra es (por supuesto) esférica. Está dividida en cinco zonas, dos de las cuales, la ártica y la antartica, son inhabitables a causa del frío. Entre las dos zonas habitables y templadas se extiende la zona tórrida, inhabitable a causa del calor. Ésa es la razón por la que los antípodas, los hombres que «colocan los pies en la dirección opuesta a la vuestra» (adversa vobis urgent vestigio) y viven en la zona templada del sur, no tienen nada que ver con nosotros. Nunca podemos entrar en contacto con ellos; un cinturón de calor mortífero está situado entre ellos y nosotros (xx). Contra esa teoría fue contra la que George Best escribió su capítulo Experiences and reasons of the Sphere, to proove all parts of the worlde habitable, and thereby to confute the position of the five zones (A True Discourse, 1578) (Experiencias y razones de la Esfera para demostrar que todas las partes del mundo son habitables y de esa forma refutar la teoría de las cinco zonas).
Como todos sus sucesores, Cicerón considera la Luna como la frontera entre las cosas eternas y las perecederas y también afirma la influencia de los planetas sobre nuestro destino de forma bastante vaga e incompleta, pero también sin las salvedades que habría añadido un teólogo medieval (xvii).