Pero hay algo mejor: no es solamente la liturgia, es ahora el Evangelio mismo el que es alterado, y ello so pretexto de retorno al “Cristianismo primitivo”. Se pone en circulación, a este efecto, un pretendido Evangelio de los Doce Santos; este título nos había hecho suponer primero que se trataba de algún Evangelio apócrifo, como existen bastantes; pero no hemos tardado mucho en darnos cuenta de que se trataba de una simple mistificación. Ese pretendido Evangelio, escrito en arameo, habría sido conservado en un monasterio búdico del Tíbet, y su traducción inglesa habría sido transmitida “mentalmente” a un sacerdote anglicano, M. Ouseley, que la publicó seguidamente. Se nos dice además que el pobre hombre estaba por entonces: “anciano, sordo, físicamente debilitado; su vista era de las peores y su mentalidad estaba disminuida; estaba más o menos roto por la edad”; ¿no es eso confesar que su estado le predisponía a jugar en este asunto un papel de engañado? Pasamos sobre la historia fantástica que se cuenta para explicar el origen de esta traducción, que sería obra de un “Maestro” que fue antaño el célebre filósofo Francis BACON, después conocido en el siglo XVIII como el enigmático conde de Saint-Germain. Lo que es más interesante es saber cuáles son las enseñanzas especiales contenidas en el Evangelio en cuestión y que se dice ser: “una parte esencial del Cristianismo original, cuya ausencia ha tristemente empobrecido y empobrecido esta religión”. Ahora bien, tales enseñanzas se remiten a dos: la doctrina teosofista de la reencarnación y la prescripción del régimen vegetariano y antialcohólico caro a cierto “moralismo” anglosajón; he aquí que se quieren introducir en el Cristianismo, incluso pretendiendo que esas mismas enseñanzas se encontraban también antaño en los Evangelios canónicos, que han sido suprimidos hacia el siglo IV, y que el Evangelio de los Doce Santos es el único que ha escapado a la corrupción general”. A decir verdad, la superchería es bastante grosera, pero desgraciadamente hay todavía demasiados que se dejarán atrapar en ella; haría falta conocer mal la mentalidad de nuestra época para persuadirse de que una cosa de este género no tendrá ningún éxito. 2522 EMS XVIII: UNA FALSIFICACIÓN DEL CATOLICISMO
En el comienzo de la filosofía moderna, BACON considera todavía los tres términos Deus, Homo, Natura como constituyendo tres objetos de conocimiento distintos, a los que hace corresponder respectivamente las tres grandes divisiones de la «filosofía»; solamente, atribuye una importancia preponderante a la «filosofía natural» o ciencia de la Naturaleza, de conformidad con la tendencia «experimentalista» de la mentalidad moderna, que él representa en aquella época, como Descartes, por su lado, representa sobre todo su tendencia «racionalista» (NA: Por lo demás, Descartes también se dedica sobre todo a la «física»; pero pretende construirla por razonamiento deductivo, sobre el modelo de las matemáticas, mientras que BACON quiere al contrario establecerla sobre una base enteramente experimental.). De alguna manera, no es todavía más que una simple cuestión de «proporciones» (NA: Aparte, bien entendido, de las reservas que habría lugar a hacer sobre la manera completamente profana en que las ciencias se concebían ya entonces; pero aquí hablamos solo de lo que se reconoce como objeto de conocimiento, independientemente del punto de vista bajo el que se considera.); estaba reservado al siglo XIX ver aparecer, en lo que concierne a este mismo ternario, una deformación bastante extraordinaria e inaudita: queremos hablar de la pretendida «ley de los tres estados» de Augusto Comte; pero, como la relación de ésta con aquello de lo que se trata puede no aparecer evidente a primera vista, quizás no serán inútiles algunas explicaciones a este respecto, ya que hay en esto un ejemplo bastante curioso de la manera en que el espíritu moderno puede desnaturalizar un dato de origen tradicional, cuando se atreve a apoderarse de él en lugar de rechazarle pura y simplemente. 3192 RGGT DEFORMACIONES FILOSÓFICAS MODERNAS
La civilización occidental moderna aparece en la historia como una verdadera anomalía: entre todas aquellas que nos son conocidas más o menos completamente, esta civilización es la única que se ha desarrollado en un aspecto puramente material, y este desarrollo monstruoso, cuyo comienzo coincide con lo que se ha convenido llamar el Renacimiento, ha sido acompañado, como debía de serlo fatalmente, de una regresión intelectual correspondiente; no decimos equivalente, ya que se trata de dos órdenes de cosas entre las cuales no podría haber ninguna medida común. Esa regresión ha llegado a tal punto que los occidentales de hoy día ya no saben lo que puede ser la intelectualidad pura, y ya no sospechan siquiera que nada de tal pueda existir; de ahí su desdén, no solo por las civilizaciones orientales, sino inclusive por la edad media europea, cuyo espíritu no se les escapa apenas menos completamente. ¿Cómo hacer comprender el interés de un conocimiento completamente especulativo a gentes para quienes la inteligencia no es más que un medio de actuar sobre la materia y de plegarla a fines prácticos, y para quienes la ciencia, en el sentido restringido en que la entienden, vale sobre todo en la medida en que es susceptible de concluir en aplicaciones industriales? No exageramos nada; no hay más que mirar alrededor de uno para darse cuenta de que tal es enteramente la mentalidad de la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos; y el examen de la filosofía, a partir de BACON y de Descartes, no podría sino confirmar también estas constataciones. Recordaremos sólo que Descartes ha limitado la inteligencia a la razón, que ha asignado como único papel, a lo que él creía poder llamar metafísica, servir de fundamento a la física, y que esa física misma estaba esencialmente destinada, en su pensamiento, a preparar la constitución de las ciencias aplicadas, a saber, la mecánica, la medicina y la moral, último término del saber humano tal como él lo concebía; las tendencias que Descartes afirmaba así ¿no son ya esas mismas que caracterizan a primera vista todo el desarrollo del mundo moderno? Negar o ignorar todo conocimiento puro y suprarracional, era abrir la vía que debía conducir lógicamente, por una parte, al positivismo y al agnosticismo, que sacan su provecho de las más estrechas limitaciones de la inteligencia y de su objeto, y, por otra, a todas las teorías sentimentalistas y voluntaristas, que se esfuerzan en buscar en lo infrarracional lo que la razón no puede darles. En efecto, aquellos que, en nuestros días, quieren reaccionar contra el racionalismo, por ello no aceptan menos la identificación de la inteligencia entera únicamente con la razón, y creen que ésta no es más que una facultad completamente práctica, incapaz de salir del dominio de la materia; Bergson ha escrito textualmente esto: «La inteligencia, considerada en lo que parece ser su medio original, es la facultad de fabricar objetos artificiales, en particular útiles para hacer útiles (sic), y de variar indefinidamente su fabricación» (L’Evolution créatrice, p. 151.). Y también: «La inteligencia, incluso cuando ya no opera sobre la materia bruta, sigue los hábitos que ha contraído en esa operación: aplica formas que son las mismas de la materia inorganizada. La inteligencia está hecha para ese género de trabajo. Solo este género de trabajo la satisface plenamente. Y es eso lo que expresa al decir que sólo así llega a la distinción y a la claridad» (Ibid., p. 174.). En estos últimos rasgos, se reconoce sin esfuerzo que no es la inteligencia misma la que está en causa, sino simplemente la concepción cartesiana de la inteligencia, lo que es muy diferente; y, a la superstición de la razón, es decir, la «filosofía nueva», como dicen sus adherentes, la ha sustituido otra, más grosera todavía por algunos lados, a saber, la superstición de la vida. El racionalismo, impotente para elevarse hasta la verdad absoluta, dejaba subsistir al menos la verdad relativa; pero el intuicionismo contemporáneo rebaja esta verdad a no ser más que una representación de la realidad sensible, con todo lo que tiene de inconsistente y de incesantemente cambiante; finalmente, el pragmatismo acaba de hacer desvanecerse la noción misma de verdad al identificarla a la de utilidad, lo que equivale a suprimirla pura y simplemente. Si bien hemos esquematizado un poco las cosas, sin embargo no las hemos desfigurado de ninguna manera, y, cualesquiera que hayan podido ser las fases intermediarias, las tendencias fundamentales son efectivamente las que acabamos de decir; puesto que van hasta el final, los pragmatistas se muestran como los más auténticos representantes del pensamiento occidental moderno: ¿qué importa la verdad en un mundo cuyas aspiraciones, que son únicamente materiales y sentimentales, y no intelectuales, encuentran toda satisfacción en la industria y en la moral, dos dominios en los que se prescinde muy bien, en efecto, de concebir la verdad? Sin duda, no se ha llegado de un solo golpe a esta extremidad, y muchos europeos protestarán de que no están todavía ahí; pero aquí pensamos sobre todo en los americanos, que están en una fase más «avanzada», si se puede decir, de la misma civilización: tanto mentalmente como geográficamente, la América actual es el «Extremo Occidente»; y, sin duda ninguna, si nada viene a detener el desarrollo de las consecuencias implicadas en el presente estado de cosas, Europa seguirá en la misma dirección. 5706 Oriente y Occidente CIVILIZACIÓN Y PROGRESO
Nos es menester volver aún sobre la génesis de la idea de progreso; si se quiere, diremos la idea de progreso indefinido, para dejar fuera de causa esos progresos especiales y limitados cuya existencia no entendemos contestar de ninguna manera. Es probablemente en Pascal donde se puede encontrar el primer rastro de esta idea, aplicada por lo demás a un solo punto de vista: es conocido el pasaje (Fragmento de un Traité du Vide. ) donde compara la humanidad a «un mismo hombre que subsiste siempre y que aprende continuamente durante el curso de los siglos», y donde hace prueba de ese espíritu antitradicional que es una de las particularidades del Occidente moderno, al declarar que «aquellos a los que llamamos antiguos eran verdaderamente nuevos en todas las cosas», y que así sus opiniones tienen en realidad muy poco peso; y, bajo este aspecto, Pascal había tenido al menos un precursor, puesto que BACON había dicho ya con la misma intención: Antiquitas saeculi, juventus mundi. Es fácil ver el sofisma inconsciente sobre el que se basa una tal concepción: este sofisma consiste en suponer que la humanidad, en su conjunto, sigue un desarrollo continuo y unilineal; ese es un punto de vista eminentemente «simplista», que está en contradicción con todos los hechos conocidos. La historia nos muestra en efecto, en todas las épocas, civilizaciones independientes las unas de las otras, frecuentemente incluso divergentes, de las que algunas nacen y se desarrollan mientras que otras caen en decadencia y mueren, o son aniquiladas bruscamente en algún cataclismo; y las civilizaciones nuevas no siempre recogen la herencia de las antiguas. ¿Quién se atreverá a sostener seriamente, por ejemplo, que los occidentales modernos han aprovechado, por indirectamente que sea, la mayor parte de los conocimientos que habían acumulado los caldeos o los egipcios, sin hablar de las civilizaciones cuyo nombre mismo ni siquiera ha llegado hasta nosotros? Por lo demás, no hay necesidad de remontar tan lejos en el pasado, puesto que hay ciencias que eran cultivadas en la edad media europea, y de las que en nuestros días ya no se tiene la menor idea. Así pues, si se quiere conservar la representación del «hombre colectivo» que considera Pascal (que le llama muy impropiamente «hombre universal»), será menester decir que, si hay periodos donde aprende, hay otros donde olvida, o bien que, mientras que aprende algunas cosas, olvida otras; pero la realidad es aún más compleja, puesto que hay simultáneamente, como las ha habido siempre, civilizaciones que no se penetran, que se ignoran mutuamente: tal es efectivamente, hoy más que nunca, la situación de la civilización occidental en relación a las civilizaciones orientales. En el fondo, el origen de la ilusión que se expresa en Pascal es simplemente éste: los occidentales, a partir del Renacimiento, han tomado el hábito de considerarse exclusivamente como los herederos y los continuadores de la antigüedad grecorromana, y de desconocer o de ignorar sistemáticamente todo el resto; es lo que denominamos el «prejuicio clásico». La humanidad de la que habla Pascal comienza en los griegos, continúa con los romanos, después hay en su existencia una discontinuidad que corresponde a la edad media, en la que no puede ver, como todas las gentes del siglo XVII, más que un periodo de sueño; finalmente viene el Renacimiento, es decir, el despertar de esa humanidad, que, a partir de ese momento, estará compuesta del conjunto de los pueblos europeos. Es un error singular, y que denota un horizonte mental singularmente limitado, el que consiste en tomar así la parte por el todo; se podría descubrir su influencia en más de un dominio: los psicólogos, por ejemplo, limitan ordinariamente sus observaciones a un solo tipo de humanidad, la occidental moderna, y extienden abusivamente los resultados así obtenidos hasta pretender hacer de ellos, sin excepción, caracteres del hombre en general. 5709 Oriente y Occidente CIVILIZACIÓN Y PROGRESO
Es esencial observar que Pascal no consideraba aún más que un progreso intelectual, en los límites en los que él mismo y su época concebían la intelectualidad; es hacia finales del siglo XVIII cuando apareció, con Turgot y Condorcet, la idea de progreso extendida a todos los órdenes de actividad; y esa idea estaba entonces tan lejos de ser aceptada generalmente que Voltaire mismo se apresuró a ridiculizarla. No podemos pensar en hacer aquí la historia de las diversas modificaciones que esa misma idea sufrió en el curso del siglo XIX, ni de las complicaciones pseudocientíficas que le fueron aportadas cuando, bajo el nombre de «evolución», se la quiso aplicar, no sólo a la humanidad, sino a todo el conjunto de los seres vivos. El evolucionismo, a pesar de múltiples divergencias más o menos importantes, ha devenido un verdadero dogma oficial: se enseña como una ley, que está prohibido discutir, lo que no es en realidad más que la más gratuita y la peor fundada de todas las hipótesis; con mayor razón ocurre lo mismo con la concepción del progreso humano, que no aparece ahí dentro más que como un simple caso particular. Pero antes de llegar a eso, hubo muchas vicisitudes, y, entre los partidarios mismos del progreso, hay quienes no han podido impedirse formular reservas bastante graves: Auguste Comte, que había comenzado siendo discípulo de Saint-Simon, admitía un progreso indefinido en duración, pero no en extensión; para él, la marcha de la humanidad podía ser representada por una curva que tiene una asíntota, a la que se acerca indefinidamente sin alcanzarla nunca, de tal manera que la amplitud del progreso posible, es decir, la distancia del estado actual al estado ideal, representada por la distancia de la curva a la asíntota, va decreciendo sin cesar. Nada más fácil que demostrar las confusiones sobre las que se apoya la teoría fantasiosa a la que Comte ha dado el nombre de la «ley de los tres estados», y de las que la principal consiste en suponer que el único objeto de todo conocimiento posible es la explicación de los fenómenos naturales; como BACON y Pascal, Comte comparaba los antiguos a niños, mientras que otros, en una época más reciente, han creído hacerlo mejor asimilándolos a los salvajes, a quienes llaman «primitivos», mientras que, por nuestra parte, los consideramos al contrario como degenerados (A pesar de la influencia de la «escuela sociológica», hay, incluso en los medios «oficiales», algunos sabios que piensan como nós sobre este punto, concretamente M. Georges Foucart, que, en la introducción de su obra titulada Histoire des religions et Methode comparative, defiende la tesis de la «degeneración» y menciona a varios de aquellos que se han sumado a ella. M. Foucart hace a ese propósito una excelente crítica de la «escuela sociológica» y de sus métodos, y declara en propios términos que «es menester no confundir el totemismo o la sociología con la etnología seria».). Por otro lado, algunos, al no poder hacer otra cosa que constatar que hay altibajos en lo que conocen de la historia de la humanidad, han llegado a hablar de un «ritmo del progreso»; sería quizás más simple y más lógico, en estas condiciones, no hablar más de progreso en absoluto, pero, como es menester salvaguardar a toda costa el dogma moderno, se supone que el «progreso» existe no obstante como resultante final de todos los progresos parciales y de todas las regresiones. Estas restricciones y estas discordancias deberían hacer reflexionar, pero bien pocos parecen darse cuenta de ellas; las diferentes escuelas no pueden ponerse de acuerdo entre sí, pero sigue entendiéndose que se debe admitir el progreso y la evolución, sin lo cual no se podría tener probablemente derecho a la cualidad de «civilizado». 5710 Oriente y Occidente CIVILIZACIÓN Y PROGRESO
He aquí bastante como para comprender por qué se ha insistido en el valor de esta aserción tan frecuentemente repetida por los jefes de la Sociedad Teosófica, y según la cual los adherentes de todas las religiones no encontrarían en las enseñanzas de esta Sociedad nada que pudiera ofender a sus creencias: «Ella no busca alejar a los hombres de su propia religión, dice Mme Besant, sino que los empuja más bien a buscar el alimento espiritual que necesitan en las profundidades de su fe… La Sociedad no sólo ataca a los dos grandes enemigos del hombre, la superstición y el materialismo, sino que, por dondequiera que se extiende, propaga la paz y la benevolencia, estableciendo una fuerza pacificadora en los conflictos de la civilización moderna». Más adelante se verá lo que es el «Cristianismo esotérico» de los teosofistas actuales; pero, después de las citas que acabamos de hacer, es bueno leer esta página tomada de una obra de M. Leadbeater: «Para facilitar la vigilancia y la dirección del mundo, los Adeptos lo han dividido en distritos, de un modo parecido a como la Iglesia ha dividido su territorio en parroquias, con la diferencia de que los distritos tienen a veces las dimensiones de un continente. En cada distrito preside un Adepto, como un sacerdote dirige una parroquia. Cada cierto tiempo, la Iglesia realiza un esfuerzo especial que no está destinado al bien de una sola parroquia, sino al bien general; envía lo que se llama una “misión al interior”, con el objetivo de reanimar la fe y de despertar el entusiasmo en un país entero. Los resultados obtenidos no reportan ningún beneficio a los misioneros, pero contribuyen a aumentar la eficacia del trabajo en cada parroquia. Desde ciertos puntos de vista, la Sociedad Teosófica se parece a dicha misión, y las divisiones naturales hechas en la tierra por las diversas religiones, corresponden a las diferentes parroquias. Nuestra Sociedad aparece en medio de cada una de ellas, sin hacer ningún esfuerzo para apartar a los pueblos de la religión que practican, sino, antes al contrario, procurando hacerles comprender mejor y, sobre todo, vivir mejor, dicha religión, y, frecuentemente, reconduciéndolos a una religión que habían abandonado, presentándoles una concepción más elevada de ella. Otras veces sucede que, hombres poseedores de un temperamento religioso, pero que no pertenecen a ninguna religión, porque no pudieron contentarse con las vagas explicaciones de la doctrina ortodoxa, han encontrado en las enseñanzas teosóficas una exposición de la verdad que ha satisfecho a su razonamiento y a la que han podido suscribirse gracias a su amplia tolerancia. Entre nuestros miembros tenemos a jainas, parsis, israelitas, mahometanos, cristianos, y nunca ninguno de ellos ha oído salir de la boca de uno de nuestros instructores una palabra de condena contra su religión; al contrario, en muchos casos, el trabajo de nuestra Sociedad ha producido un verdadero despertar religioso allí donde se ha establecido. Se comprenderá fácilmente la razón de esta actitud si se piensa que todas las religiones han tenido su origen en la Confraternidad de la Logia Blanca. Ignorado por la masa, en su seno existe el verdadero gobierno del mundo, y en este gobierno se encuentra el departamento de la Instrucción religiosa. El Jefe de este departamento (es decir, el «Bodhisattva») «ha fundado todas las religiones, ya sea por sí mismo, ya sea por la intermediación de un discípulo, adaptando su enseñanza a la vez a la época y al pueblo al que la destinaba». Lo que hay aquí de nuevo, en relación a las teorías de Mme Blavatsky sobre el origen de las religiones, es tan sólo la intervención del «Bodhisattva»; pero se puede constatar que las pretensiones extravagantes de la Sociedad Teosófica no han hecho más que ir en aumento a este propósito; mencionaremos también a título de curiosidad, siguiendo al mismo autor, las múltiples iniciativas de todo género que los teosofistas achacan indistintamente a sus «Adeptos»: «Se nos dice que hace algunos centenares de años, los jefes de la Logia Blanca decidieron que una vez cada cien años, durante el último cuarto de cada siglo, se haría un esfuerzo especial para acudir en ayuda del mundo de una u otra manera. Algunas de estas tentativas se pueden reconocer fácilmente. Tal es, por ejemplo, el movimiento causado por Christian Rosenkreutz durante el siglo XIV, al mismo tiempo que Tson-Khapa reformaba al budismo del Norte; tales son también, en Europa, el Renacimiento en las artes y en las letras, en el siglo XV, y la invención de la imprenta. En el siglo XVI, tenemos las reformas de Akbar en la India; en Inglaterra y en otras partes, la publicación de las obras de Lord BACON, junto con la floración espléndida del reinado de Isabel; en el siglo XVII, la fundación de la Sociedad Real de Ciencias en Inglaterra y las obras científicas de Robert Boyle y de otros, después de la Restauración. En el siglo XVIII se intentó ejecutar un movimiento muy importante (cuya historia oculta en los planos superiores no es conocida más que por un pequeño número), que desgraciadamente escapó al control de sus jefes y desembocó en la Revolución francesa. Finalmente, llegamos, en el siglo XIX, a la fundación de la Sociedad Teosófica». He ahí, ciertamente, un hermoso «espécimen» de la historia acomodada a los conceptos especiales de los teosofistas. ¡Cuántas personas, sin percatarse lo más mínimo de ello, han debido ser agentes de la «Gran Logia Blanca»! Si no se tratara más que de fantasías como éstas, bastaría contentarse con sonreír, pues están destinadas, a ojos vistas, a ser impuestas a los ingenuos, y, en definitiva, no tienen una gran importancia. Lo que importa mucho más, como lo veremos en lo que sigue, es la manera en que los teosofistas entienden dedicarse a su papel de «misioneros», especialmente en el «distrito» correspondiente al dominio del cristianismo. 7875 El Teosofismo: XIII – El Teosofismo Y LAS RELIGIONES