Si consideramos ahora Oriente, no es posible hablar de una raza oriental, o de una raza asiática, incluso con todas las restricciones que hemos aportado a la consideración de una raza europea. Aquí se trata de un conjunto mucho más extenso, que comprende poblaciones mucho más numerosas y con diferencias étnicas mucho más grandes; en este conjunto pueden distinguirse varias razas más o menos puras, pero que ofrecen características muy claras, y de las cuales cada una tiene una civilización propia, muy diferente de las otras: no hay una civilización oriental como hay una CIVILIZACIÓN OCCIDENTAL, hay en realidad civilizaciones orientales. Por consiguiente, habrá lugar a decir cosas especiales para cada una de estas civilizaciones, e indicaremos también cuáles son las grandes divisiones generales que se pueden establecer bajo este aspecto; pero, a pesar de todo, encontraremos, si nos atenemos menos a la forma que al fondo, bastantes elementos o más bien principios comunes para que sea posible hablar de una mentalidad oriental, por oposición a la mentalidad occidental. IGEDH: Oriente y Occidente
Si se considera lo que se ha convenido llamar la antigüedad clásica, y si se compara a las civilizaciones orientales, se constata fácilmente que está menos alejada de ellas, en algunos aspectos al menos, que la Europa moderna. La diferencia entre Oriente y Occidente parece que ha ido aumentando siempre, pero esta divergencia es en cierto modo unilateral, en el sentido de que es únicamente Occidente el que ha cambiado, mientras que Oriente, de una manera general, permanecía sensiblemente tal como era en aquella época que se ha tomado el hábito de considerar como antigua, y que, no obstante, todavía es relativamente reciente. La estabilidad, se podría decir incluso la inmutabilidad, es un carácter que se le reconoce gustosamente a las civilizaciones orientales, a la de China concretamente, pero sobre cuya interpretación es quizás menos fácil entenderse: los europeos, desde que se han puesto a creer en el «progreso» y en la «evolución», es decir, desde hace un poco más de un siglo, quieren ver en eso una marca de inferioridad, mientras que, al contrario, por nuestra parte, vemos en ello un estado de equilibrio que la CIVILIZACIÓN OCCIDENTAL se ha mostrado incapaz de alcanzar. Por lo demás, esta estabilidad se afirma tanto en las cosas pequeñas como en las grandes, y se puede encontrar un ejemplo sorprendente de ello en el hecho de que la «moda», con sus variaciones continuas, no existe más que en los países occidentales. En suma, el occidental, y sobre todo el occidental moderno, aparece como esencialmente cambiante e inconstante, no aspirando más que al movimiento y a la agitación, mientras que el oriental presenta exactamente el carácter opuesto. IGEDH: La divergencia
Ya hemos indicado lo que entendemos por «prejuicio clásico»: es propiamente el partidismo expreso de atribuir a los griegos y a los romanos el origen de toda civilización. En el fondo, apenas se puede encontrar para ello otra razón que está: los occidentales, porque su propia civilización no se remonta en efecto apenas más allá de la época grecorromana y porque deriva casi enteramente de ella, son llevados a imaginarse que eso ha debido ser igual por todas partes, y les cuesta trabajo concebir la existencia de civilizaciones muy diferentes y de origen mucho más antiguo; se podría decir que son, intelectualmente, incapaces de rebasar el Mediterráneo. Por lo demás, el hábito de hablar de «la civilización», de una manera absoluta, contribuye también en una amplia medida a mantener este prejuicio: «La civilización», entendida así y supuesta única, es algo que no ha existido nunca; en realidad, siempre ha habido y hay todavía «civilizaciones». La CIVILIZACIÓN OCCIDENTAL, con sus caracteres especiales, es simplemente una civilización entre otras, y lo que se llama pomposamente «la evolución de la civilización» no es nada más que el desarrollo de esta civilización particular desde sus orígenes relativamente recientes, desarrollo que, por lo demás. está muy lejos de haber sido siempre «progresivo» regularmente y sobre todos los puntos: lo que hemos dicho más atrás del pretendido Renacimiento y de sus consecuencias podría servir aquí como ejemplo muy claro de una regresión intelectual, que no ha hecho todavía más que agravarse hasta nuestros días. IGEDH: El prejuicio clásico
El supuesto «milagro griego», como lo llaman sus admiradores entusiastas, se reduce en suma a muy poca cosa, o al menos, allí donde implica un cambio profundo, este cambio es una decadencia: es la individualización de las concepciones, la sustitución de lo intelectual puro por lo racional, del punto de vista metafísico por el punto de vista científico y filosófico. Importa poco, por lo demás, que los griegos hayan sabido dar mejor que otros un carácter práctico a algunos conocimientos, o que hayan sacado de ellos consecuencias que tienen un tal carácter, mientras que aquellos que les habían precedido no lo habían hecho; es permisible encontrar incluso que han dado así al conocimiento un fin menos puro y menos desinteresado, porque su manera de ver las cosas no les permitía quedarse sino difícilmente y como excepcionalmente en el dominio de los principios. Esta tendencia «práctica», en el sentido más ordinario de la palabra, es una de las que debían ir acentuándose en el desarrollo de la CIVILIZACIÓN OCCIDENTAL, y es visiblemente predominante en la época moderna; no se puede hacer excepción a este respecto más que en favor de la edad media, mucho más inclinada hacia la especulación pura. IGEDH: El prejuicio clásico
Una tendencia muy general entre estos mismos orientalistas es la que les lleva a reducir lo más posible, e incluso frecuentemente más allá de toda medida razonable, la antigüedad de las civilizaciones que tratan, como si estuvieran molestos por el hecho que estas civilizaciones hayan podido existir y estar ya en pleno desarrollo en épocas tan lejanas, tan anteriores a los orígenes más remotos que se puedan asignar a la CIVILIZACIÓN OCCIDENTAL actual, o más bien a aquellas de las que procede directamente; su partidismo a este respecto no parece tener otra excusa que esa, que es verdaderamente muy insuficiente. Por lo demás, este mismo partidismo se ha ejercido también sobre cosas mucho más vecinas de Occidente, bajo todos los aspectos, de lo que lo son las civilizaciones de la China y de la India, e incluso de las de Egipto, de Persia y de Caldea; es así como se esfuerzan, por ejemplo, en «rejuvenecer» la Qabbalah hebraica de manera que pueda suponérsele una influencia alejandrina y neoplatónica, mientras que es muy ciertamente la inversa lo que se ha producido en realidad; y eso siempre por la misma razón, es decir, únicamente porque se ha convenido a priori que todo debe venir de los griegos, que éstos han tenido el monopolio de los conocimientos en la antigüedad, como los europeos se imaginan que le tienen ahora, y que han sido, siempre como estos mismos europeos pretenden serlo actualmente, los educadores y los inspiradores del género humano. Y sin embargo Platón, cuyo testimonio no debería ser sospechoso en la circunstancia, no ha temido contar en el Timeo que los egipcios trataban a los griegos de «niños»; los orientales tendrían, también hoy, muchas razones para decir otro tanto de los occidentales, si los escrúpulos de una cortesía quizás excesiva no les impidieran frecuentemente llegar hasta ahí. No obstante, recordamos que esta misma apreciación fue formulada justamente por un hindú que, al oír por primera vez exponer las concepciones de algunos filósofos europeos, estuvo tan lejos de mostrarse maravillado por ellas que declaró que eran ideas buenas todo lo más para un niño de ocho años. IGEDH: Cuestiones de cronología
Ya hemos dicho que, aunque se pueda oponer la mentalidad oriental en su conjunto a la mentalidad occidental, no obstante no se puede hablar de una civilización oriental como se habla de una CIVILIZACIÓN OCCIDENTAL. Hay varias civilizaciones orientales claramente distintas, y de las cuales cada una posee, como lo veremos después, un principio de unidad que le es propio, y que difiere esencialmente de una a otra de estas civilizaciones; pero, por diversas que sean, todas tienen no obstante algunos rasgos comunes, principalmente bajo el aspecto de los modos del pensamiento, y eso es lo que permite decir precisamente que existe, de una manera general, una mentalidad específicamente oriental. IGEDH: Las grandes divisiones de Oriente
Es muy difícil encontrar actualmente un principio de unidad en la CIVILIZACIÓN OCCIDENTAL; se podría decir incluso que su unidad, que reposa siempre naturalmente sobre un conjunto de tendencias que constituyen una cierta conformidad mental, ya no es verdaderamente más que una simple unidad de hecho, que carece de principio como carece de principio esta civilización misma, desde que se ha roto, en la época del Renacimiento y de la Reforma, el lazo tradicional de orden religioso que era precisamente para ella el principio esencial, y que hacía de ella, en la edad media, lo que se llamaba la «Cristiandad». La intelectualidad occidental no podía tener a su disposición, en los límites donde se ejerce su actividad específicamente restringida, ningún elemento tradicional de un orden diferente que fuera susceptible de sustituir a ese; entendemos que un tal elemento, fuera de las excepciones incapaces de generalizarse en este medio, no podía ser concebido de otra manera que en modo religioso. En cuanto a la unidad de la raza europea, en tanto que raza, es, como lo hemos indicado, demasiado relativa y demasiado débil para poder servir de base a la unidad de una civilización. Así pues, desde entonces, se corría el riesgo de que hubiera civilizaciones europeas múltiples, sin ningún lazo efectivo y consciente; y, de hecho, es a partir del momento en que se quebró la unidad fundamental de la «Cristiandad» cuando se vieron constituirse en su lugar, a través de muchas vicisitudes y de esfuerzos inciertos, las unidades secundarias, fragmentarias y empequeñecidas de las «nacionalidades». Pero, no obstante, hasta su desviación mental, y como a pesar suyo, Europa conservaba la huella de la formación única que había recibido en el curso de los siglos precedentes; las influencias mismas que habían acarreado la desviación se habían ejercido por todas partes de modo semejantemente, aunque a grados diversos; el resultado fue también una mentalidad común, de donde una civilización que seguía siendo común a pesar de todas las divisiones, pero que, en lugar de depender legítimamente de un principio, cualquiera que fuera, por lo demás, iba a estar en adelante, si se puede decir, al servicio de una «ausencia de principio» que la condenaba a una decadencia intelectual irremediable. Se puede sostener, ciertamente, que ese era el precio del progreso material hacía el que el mundo occidental ha tendido exclusivamente desde entonces, ya que hay vías de desarrollo que son inconciliables; pero, sea como sea, era verdaderamente, a nuestro juicio, pagar muy caro ese progreso tan ensalzado. IGEDH: Principios de unidad de las civilizaciones orientales
Por otra parte, lo que hemos dicho de la unidad antigua de la «Cristiandad», unidad de naturaleza esencialmente tradicional, y concebida según un modo especial que es el modo religioso, puede aplicarse aproximadamente a la concepción de la unidad del mundo musulmán. En efecto, entre las civilizaciones orientales, la civilización islámica es la que está más cerca de Occidente, y se podría decir inclusive que, tanto por sus caracteres como por su situación geográfica, es, en diversos aspectos, intermediaria entre Oriente y Occidente; así pues, la tradición puede ser considerada bajo dos modos profundamente distintos, de los que uno es puramente oriental, pero el otro, que es el modo propiamente religioso, es común con la CIVILIZACIÓN OCCIDENTAL. Por lo demás, judaísmo, cristianismo e islamismo se presentan como los tres elementos de un mismo conjunto, fuera del cual, lo decimos desde ahora, a menudo es muy difícil aplicar propiamente el término mismo de «religión», por poco que se le conserve un sentido preciso y claramente definido; pero, en el islamismo, este lado estrictamente religioso no es en realidad más que el aspecto más exterior; éstos son puntos sobre los cuales tendremos que volver después. Sea como sea, para no considerar de momento más que el lado exterior, es sobre una tradición que se puede calificar de religiosa donde reposa toda la organización del mundo musulmán: no es, como en la Europa actual, la religión la que es un elemento del orden social, sino que, al contrario, es el orden social todo entero el que se integra en la religión, de cuya legislación es inseparable, al encontrar en ella su principio y su razón de ser. Eso es lo que, desgraciadamente para ellos, no han comprendido nunca bien los europeos que han tenido que tratar con pueblos musulmanes, y este desconocimiento ha entrañado los errores políticos más groseros y más inextricables; pero no queremos detenernos aquí sobre estas consideraciones, que no hacemos más que indicarlas de pasada. A este propósito, agregaremos sólo dos precisiones que tienen su interés: la primera es que la concepción del «califato», única base posible de todo «panislamismo» verdaderamente serio, no es asimilable a ningún grado a la de una forma cualquiera de gobierno nacional, y que, por lo demás, tiene todo lo que es menester para desorientar a los europeos, habituados a considerar una separación absoluta, e incluso una oposición, entre el «poder espiritual» y el «poder temporal»; la segunda, es que para pretender instaurar en el islam «nacionalidades» diversas, es menester toda la ignorante suficiencia de algunos «jóvenes» musulmanes, como se califican ellos mismos para proclamar su «modernismo», y en quienes la enseñanza de las universidades occidentales ha obliterado completamente el sentido tradicional. IGEDH: Principios de unidad de las civilizaciones orientales
Hemos dicho suficiente para mostrar que la unidad de cada una de las grandes civilizaciones orientales es de un orden completamente diferente que la de la CIVILIZACIÓN OCCIDENTAL actual, que esta unidad se apoya sobre unos principios mucho más profundos e independientes de las contingencias históricas, y, por consiguiente, eminentemente aptos para asegurar su duración y su continuidad. Las consideraciones precedentes se completarán por sí mismas, en lo que va a seguir, cuando tengamos la ocasión de tomar a una o a otra de las civilizaciones en cuestión los ejemplos que serán necesarios para la comprehensión de nuestra exposición. IGEDH: Principios de unidad de las civilizaciones orientales
Sea como sea, por eso no es menos verdad que, en lo que concierne a Oriente, la identificación de la tradición y de la civilización toda entera está justificada en el fondo: toda civilización oriental, tomada en su conjunto, se nos aparece como esencialmente tradicional, y esto resulta inmediatamente de las explicaciones que hemos dado en el capítulo precedente. En cuanto a la CIVILIZACIÓN OCCIDENTAL, hemos dicho que está al contrario desprovista de todo carácter tradicional, a excepción de su elemento religioso, que es el único que ha conservado este carácter. Las instituciones sociales, para que se puedan llamar tradicionales, deben estar vinculadas efectivamente, como a su principio, a una doctrina que lo sea ella misma, ya sea esa doctrina metafísica, o religiosa, o de cualquier otro tipo conveniente. En otros términos, las instituciones tradicionales, que comunican este carácter a todo el conjunto de una civilización, son aquellas que tienen su razón de ser profunda en su dependencia más o menos directa, pero siempre expresa y consciente, en relación a una doctrina cuya naturaleza fundamental es, en todos los casos, de orden intelectual; pero la intelectualidad puede estar en ella en el estado puro, y entonces se trata de una doctrina propiamente metafísica, o bien puede encontrarse mezclada con diversos elementos heterogéneos, lo que da nacimiento al modo religioso y a los demás modos de los que puede ser susceptible una doctrina tradicional. IGEDH: ¿Qué hay que entender por tradición?
Con esta exposición, no hemos tenido simplemente como meta mostrar lo que era la concepción de la religión en la civilización grecorromana, lo que podría parecer un poco fuera de propósito; hemos querido hacer comprender sobre todo cuan profundamente difiere esta concepción de la de la religión en la CIVILIZACIÓN OCCIDENTAL actual, a pesar de la identidad del término que sirve para designar a una y otra. Se podría decir que el cristianismo, o, si se prefiere la tradición judeocristiana, al adoptar con la lengua latina esta palabra «religión» que le ha tomado, le ha impuesto una significación casi enteramente nueva; por lo demás, hay otros ejemplos en este hecho, y uno de los más destacables es el que ofrece la palabra «creación», de la que hablaremos más adelante. Lo que dominará en adelante, es la idea de lazo con un principio superior, y no ya la de lazo social, que subsiste todavía hasta un cierto punto, pero empequeñecida y pasada al rango de elemento secundario. Esto no es todavía, a decir verdad, más que una primera aproximación; para determinar más exactamente el sentido de la religión en su concepción actual, que es la única que consideraremos ahora bajo este nombre, sería evidentemente inútil referirse más a la etimología, de la que el uso se ha apartado enormemente, y no es más que por el examen directo de lo que existe efectivamente como es posible obtener una información precisa. IGEDH: Tradición y Religión
Únicamente el punto de vista metafísico, hemos dicho, es verdaderamente universal, y por lo tanto ilimitado; todo otro punto de vista es, por consiguiente, más o menos especializado y está más o menos sujeto, por su naturaleza propia, a algunas limitaciones. Ya hemos mostrado que ello es así, concretamente, para el punto de vista científico, y mostraremos que ello es así igualmente para otros diversos puntos de vista que se reúnen ordinariamente bajo la denominación común y bastante vaga de «filosóficos», y que, por lo demás, no difieren demasiado profundamente del punto de vista científico propiamente dicho, aunque se presenten con pretensiones más grandes y completamente injustificadas. Ahora bien, esta limitación esencial, que, por lo demás, es evidentemente susceptible de ser más o menos estrecha, existe incluso para el punto de vista teológico; en otros términos, éste es también un punto de vista especial, aunque, naturalmente no lo sea de la misma manera que el de las ciencias, ni en límites que le asignen un alcance tan restringido; pero, precisamente porque la teología está, en un sentido, más cerca de la metafísica que las ciencias, es más delicado distinguirla de ella claramente, y pueden introducirse confusiones aún más fácilmente aquí que en cualquier otra parte. Estas confusiones no han dejado de producirse de hecho, y han podido llegar hasta una inversión de las relaciones que deberían existir normalmente entre la metafísica y la teología, puesto que, incluso en la edad media que fue no obstante la única época donde la CIVILIZACIÓN OCCIDENTAL recibió un desarrollo verdaderamente intelectual, ocurrió que la metafísica, por lo demás insuficientemente desprendida de diversas consideraciones de orden simplemente filosófico, fue concebida como dependiente respecto a la teología; y, si pudo ser así, no fue sino porque la metafísica, tal como la consideraba la doctrina escolástica, había permanecido incompleta, de suerte que nadie podía darse cuenta plenamente de su carácter de universalidad, que implica la ausencia de toda limitación, puesto que no se la concebía efectivamente más que en algunos límites, y puesto que no se sospechaba siquiera que hubiera todavía más allá de esos límites una posibilidad de concepción. Esta precisión proporciona una excusa suficiente al error que se cometió entonces, y es cierto que los griegos, incluso en la medida en que hicieron metafísica verdadera, habrían podido equivocarse exactamente de la misma manera, si, no obstante, hubiera habido en ellos algo que correspondiera a lo que es la teología en las religiones judeocristianas; eso equivale en suma a lo que ya hemos dicho, a saber, que los occidentales, incluso aquellos que fueron verdaderamente metafísicos hasta un cierto punto, no han conocido nunca la metafísica total. Quizás hubo, no obstante, excepciones individuales, ya que, así como lo hemos indicado precedentemente, nada se opone en principio a que haya, en todos los tiempos y en todos los países, hombres que puedan alcanzar el conocimiento metafísico completo; y eso sería también posible incluso en el mundo occidental actual, aunque más difícilmente sin duda, en razón de las tendencias generales de la mentalidad que determinan un medio tan desfavorable como es posible bajo este aspecto. En todo caso, conviene agregar que, si hubo tales excepciones, no existe al respecto ningún testimonio escrito, y que no han dejado ningún rastro en lo que se conoce habitualmente, lo que, por lo demás, no prueba nada en el sentido negativo, y lo que no tiene incluso nada de sorprendente, dado que, si se han producido efectivamente casos de este género, eso no ha podido ser nunca sino gracias a circunstancias muy particulares, sobre cuya naturaleza no nos es posible insistir aquí. IGEDH: Relaciones de la metafísica y la teología
Al hablar de la divergencia de Occidente con relación a Oriente, que se ha ido acentuando más que nunca en la época moderna, hemos dicho que no pensábamos, a pesar de las apariencias, que esta divergencia pudiera continuar así indefinidamente. En otros términos, nos parece difícil que Occidente, por su mentalidad y por el conjunto de sus tendencias, se aleje siempre cada vez más de Oriente, como lo hace actualmente, y que no se produzca más pronto o más tarde una reacción que, bajo ciertas condiciones, podría tener los efectos más afortunados; eso nos parece incluso tanto más difícil cuanto que el dominio en el que se desarrolla la CIVILIZACIÓN OCCIDENTAL moderna es, por su naturaleza propia, el más limitado de todos. Además, el carácter cambiante e inestable que es particular a la mentalidad de Occidente permite no desesperar de verle tomar, llegado el caso, una dirección completamente diferente e incluso opuesta, de suerte que el remedio se encontraría entonces en lo que, a nuestros ojos, es la marca misma de la inferioridad; pero no sería verdaderamente un remedio, lo repetimos, más que bajo algunas condiciones, fuera de las cuales podría ser, al contrario, un mal mayor aún en comparación con el estado actual. Esto puede parecer demasiado obscuro, y hay, lo reconocemos, alguna dificultad en hacerlo tan completamente inteligible como sería deseable, incluso colocándose en el punto de vista del Occidente y esforzándose en hablar su lengua; no obstante, lo intentaremos, pero advirtiendo que las explicaciones que vamos a dar no podrían corresponder a nuestro pensamiento todo entero. IGEDH: Conclusión
Admitiremos que no sea posible prever actualmente las circunstancias que podrán determinar un cambio de dirección en el desarrollo de Occidente; pero la posibilidad de un tal cambio no es contestable más que para aquellos que creen que este desarrollo, en su sentido actual, constituye un «progreso» absoluto. Para nosotros, esa idea de un «progreso» absoluto está desprovista de significación, y ya hemos indicado la incompatibilidad de algunos desarrollos, cuya consecuencia es que un progreso relativo en un dominio determinado lleva aparejada en otro una regresión correspondiente; no decimos equivalente, ya que no se puede hablar de equivalencia entre dos cosas que no son ni de la misma naturaleza ni del mismo orden. Es lo que ha ocurrido para la CIVILIZACIÓN OCCIDENTAL: las investigaciones hechas únicamente en vista de las aplicaciones prácticas y del progreso material han entrañado, como debían hacerlo necesariamente, una regresión en el orden puramente especulativo e intelectual; y, como no hay ninguna medida común entre estos dos dominios, lo que se perdía así por un lado valía incomparablemente más que lo que se ganaba por el otro; es menester toda la deformación mental de la gran mayoría de los occidentales modernos para apreciar las cosas de otro modo. Sea como sea, con solo que se considere que un desarrollo unilineal está sometido forzosamente a algunas condiciones limitativas, que son más estrechas que en cualquier otro caso cuando este desarrollo se cumple en el orden material, se puede decir casi con seguridad que el cambio de dirección del que acabamos de hablar deberá producirse en un momento dado. En cuanto a la naturaleza de los acontecimientos que contribuirán a ello, es posible que se acabe por caer en la cuenta de que las cosas a las que se da al presente una importancia exclusiva son impotentes para dar los resultados que se esperan de ellas; pero eso mismo supondría ya una cierta modificación de la mentalidad común, aunque la decepción pueda ser sobre todo sentimental y recaer, por ejemplo, sobre la constatación de la inexistencia de un «progreso moral» paralelo al progreso llamado científico. En efecto, los medios del cambio, si no vienen de otra parte, deberán ser de una mediocridad proporcionada a la de la mentalidad sobre la cual tendrán que actuar; pero esta mediocridad sería más bien de mal augurio para lo que resultara de ella. También se puede suponer que las invenciones mecánicas, llevadas cada vez más lejos, llegarán a un grado donde aparezcan tan enormemente peligrosas que se estará obligado a renunciar a ellas, ya sea por el terror que engendrarán poco a poco algunos de sus efectos, o ya sea incluso a consecuencia de un cataclismo que dejaremos a cada uno la posibilidad de representarse a su gusto. En este caso también, el móvil del cambio sería de orden sentimental, pero de esa sentimentalidad que está muy cerca de lo fisiológico; y haremos destacar, sin insistir demasiado en ello, que ya se han producido síntomas que se refieren a una y otra de las dos posibilidades que acabamos de indicar, aunque en una medida débil, debido al hecho de los recientes acontecimientos que han trastornado a Europa, pero que no son todavía suficientemente considerables, se piense lo que se piense sobre ellos, para determinar a este respecto resultados profundos y duraderos. Por lo demás, cambios como los que consideramos pueden operarse lenta y gradualmente, y requerir algunos siglos para cumplirse, como pueden surgir repentinamente de conmociones rápidas e imprevistas; no obstante, incluso en el primer caso, es verosímil que debe llegar un momento donde haya una ruptura más o menos brusca, una verdadera solución de continuidad en relación al estado anterior. De todas maneras, admitiremos también que sea imposible fijar de antemano, ni siquiera aproximadamente, la fecha de un tal cambio; no obstante, debemos decir que aquellos que tienen algún conocimiento de las leyes cíclicas y de su aplicación a los periodos históricos podrían permitirse al menos algunas previsiones y determinar épocas comprendidas entre algunos límites; pero aquí nos abstendremos enteramente de este género de consideraciones, tanto más cuanto que a veces han sido simuladas por gentes que no tenían ningún conocimiento real de las leyes a las que acabamos de hacer alusión, y para quienes era tanto más fácil hablar de estas cosas cuanto más completamente las ignoraban: esta última reflexión no debe tomarse por una paradoja, sino que lo que expresa es literalmente exacto. IGEDH: Conclusión
Hemos mostrado el carácter esencialmente tradicional de todas las civilizaciones orientales; la falta de vinculamiento efectivo a una tradición es, en el fondo, la raíz misma de la desviación occidental. Así pues, el retorno a una civilización tradicional, en sus principios y en todo el conjunto de sus instituciones, aparece como la condición fundamental de la transformación de la que acabamos de hablar, o más bien como idéntica a esta transformación misma, que se cumpliría desde que este retorno estuviera plenamente efectuado, y en unas condiciones que permitirían guardar incluso lo que la CIVILIZACIÓN OCCIDENTAL actual puede contener de verdaderamente ventajoso bajo algunos aspectos, únicamente con tal que las cosas no llegasen anteriormente hasta el punto en que se impondría una renuncia total. Este retorno a la tradición se presenta pues como la más esencial de las metas que la elite intelectual debería asignar a su actividad; la dificultad está en realizar integralmente todo lo que implica en órdenes diversos, y también en determinar exactamente sus modalidades. Diremos sólo que la edad media nos ofrece el ejemplo de un desarrollo tradicional propiamente occidental; se trataría en suma, no de copiar o de reconstruir pura y simplemente lo que existió entonces, sino de inspirarse en ello para la adaptación necesitada por las circunstancias. Si hay una «tradición occidental», es ahí donde se encuentra, y no en las fantasías de los ocultistas y de los pseudoesoteristas; esta tradición era concebida entonces en modo religioso, pero no vemos que Occidente sea apto para concebirla de otro modo, hoy día menos que nunca; bastaría que algunos espíritus tuviesen consciencia de la unidad esencial de todas las doctrinas tradicionales en su principio, así como eso debió tener lugar también en aquella época, ya que hay muchos indicios que permiten pensarlo, a falta de pruebas tangibles y escritas cuya ausencia es muy natural, a pesar del «método histórico» del que estas cosas no dependen de ninguna manera. Hemos indicado, según se nos ofrecía la ocasión para ello en el curso de nuestra exposición, los caracteres principales de la civilización de la edad media, en tanto que presenta analogías muy reales, aunque incompletas, con las civilizaciones orientales, y no vamos a volver de nuevo sobre ello; todo lo que queremos decir ahora, es que si Occidente se encontrará en posesión de la tradición más apropiada a sus condiciones particulares, y por lo demás suficiente para la generalidad de los individuos, estaría dispensado, por eso mismo, de adaptarse más o menos penosamente a otras formas tradicionales que no han sido hechas para esta parte de la humanidad; se ve suficientemente cuan apreciable sería esta ventaja. IGEDH: Conclusión