cosmológica

Un ejemplo análogo es el de David, a quien el Corán reconoce, asimismo, la cualidad de Profeta, y a quien los Cristianos reconocen como uno de los más grandes santos de la Antigua Alianza; nos parece evidente que un santo no pueda cometer pecados – no decimos llevar a cabo las acciones – que se le reprochan a David. Lo que hay que comprender es que la transgresión que la Biblia, conforme a su punto de vista legal, atribuye al santo rey, no aparece como tal más que en razón de la perspectiva esencialmente moral, luego exotérica, que predomina en este Libro sagrado – lo que explica, por otra parte, la actitud paulina, o más bien la del Cristianismo en general, hacia el Judaísmo, siendo como es el punto de vista del Cristianismo eminentemente «interior»- , mientras que la impecancia de los Profetas, afirmada, entre otros lugares, en el Corán, es, por el contrario, una realidad más profunda que la que el punto de vista moral permite alcanzar. Esotéricamente, la voluntad de David de desposar a Betsabé no podía constituir una transgresión, porque la calidad de Profeta no se manifiesta más que en hombres libres de pasiones, cualesquiera que puedan ser las apariencias en ciertos casos; lo que es preciso discernir ante todo en la relación entre David y Betsabé es una afinidad o un complementarismo cósmico y providencial, cuyo fruto y justificación fue Salomón, el que «Yahvé amó» (NA: 2 Sam., 12,24). El advenimiento de este segundo Rey-Profeta fue como una confirmación divina y una bendición de la unión de David con Betsabé; y es evidente que Dios no puede sancionar ni recompensar un pecado. Según Mohidín ibn Arabí, Salomón significó para David algo más que una recompensa: «Salomón fue el don de Alá a David, conforme a las palabras divinas: E hicimos a David el don de Salomón (NA: Corán, azora cad, 30). Ahora bien, se recibe un don como regalo, no como recompensa de un mérito; por esto Salomón es la gracia superabundante, y la prueba patente, y el golpe que abate» (NA: Fuçûç el-hikam, Kalimah sulaymâniyah). Pero consideremos ahora el relato en lo concerniente a Urías el jeteo: tampoco aquí debe ser juzgada la forma de actuar de David desde el punto de vista moral, porque, sin hablar siquiera de que la muerte heroica frente al enemigo no es precisamente perjudicial para los fines últimos de un guerrero ni de que, cuando se trata de una guerra santa como la de los israelitas, semejante muerte tiene inclusive un carácter sacrificial inmediato, el móvil de esta manera de actuar no podía ser más que una intuición profética; sin embargo, la elección de Betsabé y el envío de Urías a la muerte, aunque COSMOLÓGICA y providencialmente justificadas, no chocan menos con la ley exotérica, y David, aún beneficiándose, por el nacimiento de Salomón, de lo que su actuación tenía de intrínsecamente legítimo, hubo de soportar las consecuencias de ese choque; pero precisamente este choque encuentra su eco en los Salmos, Libro sagrado como palabra divina que es – y la existencia de este libro prueba por lo demás que David era profeta -, y que aún muestra que las acciones de David, si bien comportan un aspecto negativo en una dimensión exterior, no constituyen, sin embargo, pecados en sí mismas; se podría inclusive decir que Dios las inspiró en vista de la Revelación de los Salmos que habían de cantar, con un canto divino e inmortal, no sólo los sufrimientos y la alegría en busca de Dios, sino también los sufrimientos y la gloria del Mesías. La forma de actuar de David, con toda evidencia, no ha sido en todos los aspectos contraria al Querer divino, porque Dios no «perdonó» solamente a David – por emplear el término un tanto antropomórfico de la Biblia – sino que ni siquiera le quitó previamente a Betsabé, que fue, sin embargo, la causa y el objeto del pecado; y más aún: Dios no sólo no despojó a David de esta mujer, sino que inclusive confirmó su unión haciéndole el don de Salomón; y si es verdad que, en David tanto como en Salomón, la irregularidad exterior, es decir, simplemente extrínseca, de ciertas acciones provoca un retroceso, hay que reconocer que éste se limita estrictamente al ámbito de los hechos terrestres. Estos dos aspectos, exterior o negativo el uno e interior o positivo el otro, de la historia de la mujer de Urías se manifiestan todavía respectivamente por dos hechos, a saber, en primer lugar, la muerte del primogénito de esta mujer y después la vida, grandeza y gloria de su segundo hijo, al que «Yahvé amó». 183 UTR: III

A menudo causa asombro el hecho de que los pueblos orientales, incluidos aquellos que tienen reputación de artistas, carecen totalmente, en la mayor parte de los casos, de discernimiento estético con respecto a lo que llega de Occidente; todas las fealdades engendradas por un mundo cada vez más desprovisto de espiritualidad se difunden con una increíble facilidad en Oriente, no sólo bajo la presión de los factores político-económicos, lo que no tendría nada de sorprendente, sino sobre todo por el libre consentimiento de los que, según toda apariencia, habían creado un mundo de belleza, es decir, una civilización cuyas expresiones todas, incluidas las más modestas, llevaban la impronta del mismo genio. Desde el principio de la infiltración occidental, se ha podido ver con sorpresa los más perfectos objetos de arte flanquear las peores trivialidades de fabricación industrial, y estas contradicciones desconcertantes no se producen solamente en el orden de los objetos de arte, sino en casi todos los dominios, abstracción hecha de que, en una civilización normal, todas las cosas cumplidas por los hombres dependen del dominio del arte, al menos bajo algún aspecto. La explicación de esta paradoja es, sin embargo, muy sencilla y ya la hemos esbozado más arriba: es que precisamente las formas, hasta las más ínfimas, no son obra humana más que de una manera secundaria; ellas derivan ante todo del mismo manantial suprahumano del que deriva toda tradición, lo que equivale a decir que el artista que vive en un mundo tradicional sin fisuras trabaja bajo la disciplina o la inspiración de un genio que le sobrepasa; en el fondo, él no es más que el instrumento, y lo sería por el simple hecho de su cualificación artesanal (NA: «Una cosa no es solamente lo que ella es para los sentidos, sino también lo que representa. Los objetos, naturales o artificiales, no son… ‘símbolos’ arbitrarios de tal o cual realidad diferente y superior, sino que son… la manifestación efectiva de esta realidad: el águila o el león, por ejemplo, no son tanto símbolos o imágenes del sol como no lo es el sol bajo una de sus apariencias (NA: siendo como es la forma esencial más importante que la naturaleza en la que se manifiesta); de la misma manera, toda casa es el mundo en efigie y todo altar está situado en el centro de la tierra…» (NA: Ananda K. Coomaraswamy, De la mentalité primitive, en «Etudes Traditionnelles», agosto-septiembre-octubre 1939). Es exclusivamente el arte tradicional – en el más amplio sentido, implicando todo lo que es de orden formal exterior, luego, a fortiori, todo lo que pertenece de alguna manera al dominio ritual -; sólo este arte, transmitido con la tradición y por ella, es el que puede garantizar la correspondencia analógica adecuada entre los órdenes divino y cósmico de una parte y el orden humano o artístico de otra. Resulta de esto que el artista tradicional no se aferra a imitar pura y simplemente a la naturaleza, sino que «imita a la naturaleza en su forma de operar» (NA: Santo Tomás de Aquino, Summa Theol., I, qu. 117, a. 1); y no hace falta decir que el artista no puede improvisar, con sus medios individuales, una tal operación propiamente COSMOLÓGICA. Es la conformidad perfectamente adecuada del artista a esta «forma de operar», conformidad subordinada a las reglas de la tradición, la que hace la obra maestra; en otros términos, esta conformidad presupone esencialmente un conocimiento, sea personal, directo y activo, sea heredado, indirecto y pasivo, siendo este último el caso de los artesanos que, inconscientes en tanto que individuos del contenido metafísico de las formas que han aprendido a elaborar, no saben resistir a la influencia corrosiva del Occidente moderno.). De esto se deduce que el gusto individual no juega, en la producción de las formas de un determinado arte, más que un papel oscuro, y que este gusto se reducirá incluso a la nada desde el momento en que el individuo se vea frente a una forma extraña al espíritu de su propia tradición; es lo que se produce, en los pueblos situados fuera de la civilización europea, respecto a las formas de importación occidental. Sin embargo, para que esto se produzca, es preciso que el pueblo que acepte tales confusiones no tenga ya consciencia plena de su propio genio espiritual, o, en otros términos, que no esté ya él mismo a la altura de las formas de que está rodeado todavía y en medio de las que vive; esto prueba que este pueblo ha sufrido ya una cierta decadencia y, por esto, acepta las fealdades modernas tanto más fácilmente cuanto ellas pueden responder a posibilidades inferiores que él intenta realizar ya por sí mismo espontáneamente, de cualquier manera, lo que por otra parte puede ser inconsciente; igualmente el apresuramiento irrazonado con el que un gran número de orientales, y, sin duda, la inmensa mayoría, aceptan las cosas más incompatibles con el espíritu de su tradición, se explica sobre todo por la fascinación que ejerce sobre el hombre ordinario una cosa que responde a una posibilidad todavía no agotada, y esta posibilidad es, en este caso, simplemente la de lo arbitrario o la de la ausencia de principios. Pero inclusive sin querer generalizar demasiado esta explicación de lo que, entre los orientales, parece constituir una completa falta de gusto, hay un hecho que es absolutamente cierto y es que, como hemos dicho anteriormente, demasiados orientales no comprenden ellos mismos ya el sentido de las formas que han heredado, con toda la tradición, de sus antepasados. Todo cuanto acabamos de decir vale, bien entendido, en primer lugar y a fortiori, para los propios occidentales, quienes, después de haber creado – no decimos «inventado»- un arte tradicional perfecto, han renegado de él ante los vestigios del arte individualista y vacío de los grecorromanos, para desembocar finalmente en el caos artístico del mundo moderno. Sabemos bien que aquellos que no quieren a ningún precio reconocer la ininteligibilidad o la fealdad de este mundo emplean de buen grado la palabra «estética» – con un matiz peyorativo muy parecido al que se adjudica a las palabras «pintoresco» y «romántico»- para desacreditar la preocupación por las formas y para encontrarse más cómodamente en el sistema cerrado de su barbarie; una tal actitud no tiene nada de sorprendente para los modernistas probados, pero resulta más bien ilógica, por no decir miserable, en quienes reivindican la civilización cristiana; porque reducir el lenguaje espontáneo y normal del arte cristiano, lenguaje al que uno no se atrevería a reprochar su belleza, a una cuestión mundana de «gusto» – como si el arte medieval pudiese ser el producto de un capricho – equivale a admitir que la impronta dada por el genio del Cristianismo a todas sus expresiones directas e indirectas no fuese más que una contingencia sin la menor relación con este genio y sin ningún alcance serio, o inclusive debido a una inferioridad mental; porque «sólo importa el espíritu», según la idea de ciertos ignorantes imbuidos de un puritanismo hipócrita, iconoclasta, blasfematorio e impotente, que pronuncian la palabra «espíritu» con tantas más ganas cuanto más lejos están de comprenderla. 247 UTR: IV

Por otra parte, cabría preguntarse si la penetración del Islam en suelo indio no debería considerarse como una usurpación tradicionalmente ilegítima, y la misma cuestión podría plantearse para las partes de China o Insulindia que se han hecho musulmanas. Para responder a esto es preciso detenerse primeramente en consideraciones que parecerían quizá un poco lejanas, pero que resultan indispensables aquí. Ante todo, hay que tener en cuenta lo siguiente: si el Hinduismo se ha adaptado siempre, en lo que concierne a su vida espiritual, a las condiciones cíclicas a las que ha tenido que hacer frente en el curso de su existencia histórica, no es menos cierto que siempre ha conservado el carácter «primordial» que le es esencial; especialmente, ha ocurrido así en lo que concierne a su estructura formal, y esto a pesar de las modificaciones secundarias que sobrevinieron por la fuerza de las cosas, tales como por ejemplo la división casi indefinida de castas; ahora bien, esta primordialidad, completamente impregnada de serenidad contemplativa, fue como sobrepasada, a partir de un cierto «momento» cíclico, por la preponderancia cada vez más marcada del elemento pasional en la mentalidad general, y esto conforme a la ley de decadencia que rige todo ciclo de la humanidad terrestre; el Hinduismo acabó, pues, por perder un cierto carácter de actualidad o de vitalidad a medida que se alejaba de los orígenes, y ni las readaptaciones espirituales, tales como la eclosión de las vías tántricas y bhakticas, ni las readaptaciones sociales, tales como la división de castas a la que acabamos de hacer alusión, no han bastado para eliminar la desproporción entre la primordialidad inherente a la tradición y una mentalidad cada vez más pasional (NA: Una de las señales de este oscurecimiento nos parece que es la interpretación literal de los textos simbólicos sobre la transmigración, lo que da lugar a la teoría reencarnacionista; el mismo literalismo, aplicado a las imágenes sagradas, engendra una idolatría de hecho. Sin este aspecto real de paganismo que tiene el culto entre muchos hindúes de las castas bajas, el Islam no habría podido operar una incisión tan profunda en el mundo hindú. Si, para defender la interpretación reencarnacionista de las Escrituras hindúes, hay que referirse al sentido literal de los textos, en buena lógica se debería interpretar todo en sentido literal, con lo que se desembocaría no sólo en un grosero antropomorfismo, sino también en una grosera y monstruosa adoración de la naturaleza sensible, ya se trate de elementos, de animales o de objetos; el hecho de que muchos hindúes interpreten actualmente el simbolismo de la transmigración al pie de la letra no prueba otra cosa que una decadencia intelectual casi normal en el kali-yuga y prevista por las Escrituras. Por otra parte, tampoco en las religiones occidentales deben ser entendidos literalmente los textos sobre las condiciones póstumas; por ejemplo, el fuego del infierno no es un fuego físico, el seno de Abraham no es su seno corporal, el festín del que habla Cristo no está constituido de alimentos terrestres, pese a que el sentido literal tenga también sus derechos, sobre todo en el Corán; y de otra parte, si la reencarnación fuese una realidad, todas las doctrinas monoteístas serían falsas, puesto que ninguna de ellas sitúa jamás los estados póstumos sobre esta tierra; pero todas estas consideraciones son inclusive inútiles cuando nos referimos a la imposibilidad metafísica de la reencarnación. Hasta admitiendo que un espiritualista hindú pueda hacer suya una interpretación COSMOLÓGICA como la de la transmigración, esto no querría decir nada contra su espiritualidad, puesto que es posible concebir un conocimiento que se desinterese de las realidades puramente cósmicas, y que consista en una visión puramente sintética e interior de la Realidad divina; el caso sería completamente diferente en un espiritual cuya vocación consistiera en exponer o comentar una doctrina específicamente COSMOLÓGICA, pero una tal vocación está casi excluida, en nuestra época y en razón de las leyes espirituales que la rigen, en el cuadro de una tradición determinada.). Sin embargo, jamás se ha podido tratar de un reemplazamiento del Hinduismo por una forma tradicional más adaptada a las condiciones particulares de la segunda mitad del kali-yuga, porque el mundo hindú, en su conjunto, no tiene, con toda evidencia, ninguna necesidad de una transformación total, puesto que la Revelación de la Manu Vaivaswata conserva un grado suficiente de actualidad o la vitalidad que justifica la persistencia de una civilización; pero, como quiera que sea, hay que reconocer que en el Hinduismo se ha producido una situación paradójica que se podría caracterizar diciendo que es viva y actual en su conjunto, no siéndolo en cambio en algunos de sus aspectos secundarios. Cada una de estas realidades debe tener sus consecuencias en el mundo exterior: la consecuencia de la vitalidad del Hinduismo fue la resistencia invencible que opuso al Budismo y al Islam, mientras que la consecuencia de su debilitamiento fue precisamente en primer lugar la ola búdica que no hizo más que pasar y luego la expansión, y sobre todo la estabilización, de la civilización islámica sobre el suelo de la India. 301 UTR: V

Ahora, si el Cristianismo parece confundir dos dominios que normalmente deben permanecer separados, como confunde las dos Especies eucarísticas que representan respectivamente esos dominios, ¿quiere esto decir que ello hubiera podido ser de otra manera, y que esta confusión no es sino producto de errores individuales? Seguramente no; pero lo que hay que decir es que la verdad interior o esotérica debe manifestarse a veces a la luz del día, y esto en virtud de una posibilidad determinada de manifestación espiritual, independientemente de las deficiencias de tal medio humano; en otros términos, esta «confusión» (NA: La expresión más general de esta «confusión», que se podría llamar también «fluctuación», es la mezcla, en las Escrituras del Nuevo Testamento, de los dos grados de inspiración que los hindúes designan, respectivamente, por los términos de Shruti y Smriti, y los musulmanes por los términos de nafath Er-Rúh e ilqâ Er-Rahmâniyah. Esta última palabra, como la de Smriti, designa la inspiración derivada o secundaria, mientras que la primera, como la de Shruti, designa la Revelación propiamente dicha, es decir, la palabra divina en sentido directo. En las epístolas, esta mezcla aparece inclusive explícitamente en varias ocasiones; el séptimo capítulo de la primera epístola a los Corintios es particularmente instructivo a este respecto.) es la consecuencia negativa de algo que en sí mismo es positivo y que no es otra cosa que la propia manifestación crística. Sin duda es a esto, y a toda otra manifestación análoga del Verbo, en cualquier grado de universalidad que ella se produzca, a lo que se refieren las palabras inspiradoras: «La luz luce en las tinieblas, pero las tinieblas no la abrazaron». Por definición metafísica o COSMOLÓGICA, podríamos decir, Cristo debía quebrar la corteza que representaba la Ley mosaica, sin negarla, sin embargo; siendo El mismo el nudo viviente de esta corteza, tenía todos los derechos para ello; El era, pues, «más verdadero» que ella, que es uno de los sentidos de estas palabras suyas: «Antes de que Abraham fuera, yo ya era.» Podríamos decir también que si el esoterismo no concierne a todo el mundo es, analógicamente hablando, porque la luz penetra tales materias y no tales otras, mientras que, si a veces debe manifestarse a la luz del día, como fue el caso de Cristo y, en menor grado de universalidad, de un El-Hallâj, es porque, siempre por analogía, el sol lo ilumina indistintamente todo; pues si «la Luz luce en las tinieblas», en el sentido principial o universal del que aquí se trata, es porque ella manifiesta una de sus posibilidades, y una posibilidad es por definición algo que no puede ser, por ser un aspecto de la absoluta necesidad del Principio divino. 445 UTR: VIII

El principio de las castas no sólo se refleja en las edades, sino también, de otra manera, en los sexos: la mujer se opone el hombre, en cierto sentido, como el tipo caballeresco al sacerdotal, o también, en otro aspecto, como el tipo «práctico», al «idealista», si se puede decir. Pero del mismo modo que el individuo no está absolutamente ligado por la casta, tampoco puede estarlo de manera absoluta por el sexo: la subordinación metafísica, COSMOLÓGICA, psicológica y fisiológica de la mujer es evidente, pero la mujer, no obstante, es igual al hombre desde el punto de vista de la condición humana y por lo tanto también desde el de la inmortalidad; le es igual con respecto a la santidad, pero no en lo que toca a las funciones espirituales: ningún hombre puede ser más santo que la Virgen santísima, y, sin embargo, el último de los sacerdotes puede decir misa o predicar en público, cuando ella no podía hacerlo. Por otro lado, la mujer asume ante el hombre un aspecto de Divinidad: su nobleza, hecha de belleza y virtud, es para el hombre como una revelación de su propia esencia infinita, es decir, de lo que él «quiere ser» porque «lo es». 1798 FSCR: EL SENTIDO DE LAS CASTAS

Cuando se habla de esoterismo cristiano no puede tratarse más que de tres cosas: puede tratarse primeramente de gnosis crística, fundada sobre la persona, la enseñanza y los dones de Cristo y beneficiaria eventualmente de conceptos platónicos, lo que en metafísica no tiene nada de irregular (NA: De una manera general, siempre son posibles influencias intertradicionales en ciertas condiciones, pero fuera de todo sincretismo. Indiscutiblemente, el Budismo y el Islam han tenido una influencia sobre el Hinduismo, no añadiéndole elementos nuevos, por supuesto, sino favoreciendo o determinando la eclosión de elementos preexistentes.); esta gnosis se ha manifestado especialmente, aunque de una manera muy desigual, en escritos como los de Clemente de Alejandría, Orígenes, Dionisio el Areopagita – o el Teólogo o el Místico, si se prefiere -, Escoto Erígena, el maestro Eckhart, Nicolás de Cusa, Jakob Boehme, Angelus Silesius (NA: En otros términos: se encuentran elementos de esoterismo sapiencial en el gnosticismo ortodoxo – el cual se prolonga en la teosofía de Boehme y de sus continuadores -, después en la mística dionisiana de los renanos y por supuesto en el hesicasmo; sin olvidar ese elemento parcial de esoterismo metódico que fue el quietismo de un Molinos, del que se encuentran huellas en San Francisco de Sales.). A continuación puede tratarse de algo completamente diferente, a saber, de esoterismo greco-latino – o próximo-oriental – incorporado al Cristianismo: pensamos aquí ante todo en el hermetismo y en las iniciaciones artesanales. En este caso, el esoterismo es más o menos limitado e incluso fragmentario, reside más bien en el carácter sapiencial del método – hoy perdido – que en la doctrina y el fin; la doctrina era sobre todo COSMOLÓGICA y, por consiguiente, el fin no sobrepasaba los «pequeños misterios» o la perfección horizontal, o «primordial», si nos referimos a las condiciones ideales de la «edad de oro». En cualquier caso, este esoterismo cosmológico o alquímico, y «humanista» en un sentido todavía legítimo – porque se trataba de devolver al microcosmo humano la perfección del macrocosmo siempre conforme a Dios -, este esoterismo cosmológico cristianizado, decimos, fue esencialmente vocacional, puesto que ni una ciencia ni un arte pueden imponerse a todo el mundo; el hombre elige una ciencia o un arte por razones de afinidad y de cualificación, y no a priori para salvar su alma. Estando la salvación garantizada por la religión, el hombre puede, a posteriori, y sobre esta misma base, sacar provecho de sus dones y sus ocupaciones profesionales, y es incluso normal o necesario que lo haga cuando una ocupación ligada a un esoterismo alquímico o artesanal se imponga a él por un motivo cualquiera. 2156 EPV: I COMPRENDER EL ESOTERISMO

Dicho esto, volvamos al número seis en cuanto se aplica a la diversidad – o al despliegue – de las «dimensiones» comprendidas en la naturaleza divina. Coincide en efecto con el sello de Salomón la siguiente presentación de los aspectos de la realidad suprema: por una parte el Absoluto, el Infinito, la Perfección; por otra, la Trascendencia, la Inmanencia, la Manifestación. El Absoluto es como el punto geométrico; el Infinito, su Shakti si se quiere – o la «Energía» si el Absoluto es la «Substancia»- , el Infinito es pues como la línea que prolonga el punto, o como la cruz o la estrella, puesto que el espacio es pluridimensional (NA: El sello de Salomón da cuenta de las hipóstasis de una manera simplemente «topográfica» y no descriptiva.); la Perfección, en cambio, es como el círculo que por una parte extiende el punto y, por otra, limita la cruz. La serie de los círculos concéntricos simboliza la sucesión – primeramente ontológica y después COSMOLÓGICA – de los planos de refracción de la irradiación universal; éstos son los receptáculos – eventualmente los mundos – en los cuales el Absoluto, prolongado por el Infinito, se proyecta y, en alguna medida, se encarna. El primero de los círculos indica el grado de las Cualidades divinas: Dios es perfecto en sus Cualidades, mientras que su Esencia trasciende esta primera polarización o esta primera relatividad. 2512 EPV: I NÚMEROS HIPOSTÁTICOS Y CÓSMICOS