Para concebir la universalidad del esoterismo, que no es otra que la de la metafísica, importa ante todo comprender que el medio o el órgano del Conocimiento metafísico es él mismo de orden universal, y no de orden individual como la razón; por consiguiente, este medio o este órgano, que es el Intelecto, debe reencontrarse en todos los órdenes de la naturaleza, y no únicamente en el hombre, como es el caso del pensamiento discursivo. Si ahora debemos responder a la pregunta de saber cómo el Intelecto se manifiesta en los reinos periféricos de la naturaleza, hemos de recurrir a consideraciones un poco arduas para quienes no están habituados a las especulaciones metafísicas y COSMOLÓGICAS; lo que vamos a explicar es, en sí mismo, una verdad fundamental y evidente. Diremos, pues, que un estado de existencia periférica, en la medida en que se encuentra alejado del estado central del mundo al que estos dos estados pertenecen – y el estado humano, como cualquier otro estado análogo, es central con respecto a los estados de la periferia, terrestres o no, o sea, no solamente con respecto a los estados animales, vegetales y minerales, sino también con respecto a los estados angélicos, de donde la adoración de Adán por los ángeles en el Corán -, en la medida, decimos, en que un estado es periférico, el Intelecto se confunde con su contenido, y es en este sentido en el que una planta, todavía menos que un animal, no puede conocer lo que quiere, ni progresar en conocimiento, sino que se encuentra pasivamente ligada e incluso identificada a un determinado conocimiento que le es impuesto por su naturaleza y que determina esencialmente su forma. En otros términos, la forma de un ser periférico, ya sea animal, vegetal o mineral, revela todo lo que este ser conoce y se identifica en alguna medida con este conocimiento; se puede, pues, decir que la forma de un tal ser marca realmente su estado o sueño contemplativo. Lo que diferencia los seres, a medida que se sitúan en estados cada vez más pasivos o inconscientes es su modo de conocimiento o su inteligencia; humanamente hablando, sería absurdo afirmar que el oro es más inteligente que el cobre y que el plomo es poco inteligente, pero metafísicamente no tendría nada de insensato: el oro representa un estado de conocimiento solar y esto es, por otra parte, lo que permite asociarlo a las influencias espirituales y conferirle así un carácter eminentemente sagrado. No hay que decir que el objeto del conocimiento o de la inteligencia es siempre y por definición el Principio divino y no puede ser más que El, puesto que El constituye metafísicamente la única Realidad; pero este objeto o este contenido puede variar de forma conforme a los modos y grados indefinidamente diversos de la inteligencia reflejada en las criaturas. Aún es preciso añadir que el mundo manifestado o creado tiene una doble raíz: la Existencia y la Inteligencia, a la que analógicamente corresponden en los cuerpos ígneos el calor y la luz; ahora bien, todo ser o toda cosa revela estos dos aspectos de la realidad relativa. Lo que diferencia los seres o las cosas, hemos dicho, son sus modos y grados de inteligencia; lo que, por contra, une a los seres entre sí es su existencia, que es la misma para todos; pero la relación es inversa cuando se encara no ya la continuidad cósmica y «horizontal» de los elementos del mundo manifestado, sino por el contrario su ligazón «vertical» con su Principio trascendente: lo que une al ser y, más particularmente, al ser espiritual «realizado» al Principio divino, es el Intelecto; lo que separa el mundo – o tal microcosmos – del Principio, es la Existencia. En el hombre, la inteligencia es interior y la existencia exterior; como esta última no comporta por sí misma diferenciación, los hombres no forman más que una sola especie, pero las diferencias de tipos y de espiritualidad son extremas; en el ser de un reino periférico, por el contrario, es la existencia la que es cuasi interior, puesto que su indiferenciación no aparece en primer plano, y la inteligencia o el modo de intelección es exterior, ya que su diferenciación aparece en las formas mismas, de donde la diversidad indefinida de las especies en todos estos reinos. Se podría decir también que el hombre es normalmente, por definición primordial, puro conocimiento, y el mineral pura existencia; el diamante, que está en la cima del reino mineral, integra en su existencia o en su manifestación, luego de modo pasivo e inconsciente, la inteligencia como tal, de donde su dureza, transparencia y luminosidad; el gran espiritual, que está en la cima de la especie humana, integra en su conocimiento, luego de modo activo y consciente, la existencia total, de ahí su universalidad. 209 UTR: III
Se comprenderá que tales reglas no se dictan por simples razones de estética, sino que, por el contrario, se trata en este caso de aplicaciones de leyes cósmicas; la belleza será el resultado necesario. En cuanto a la belleza en el arte naturalista, ella no reside en la obra como tal, sino únicamente en el objeto que esta obra calca, mientras que, en el arte simbólico y tradicional, es la obra en sí misma la que es bella, ya sea abstracta, ya tome la belleza, en mayor o menor medida, de un modelo de la naturaleza; nada aclararía mejor lo que queremos decir que la comparación del arte griego llamado clásico con el arte egipcio: la belleza de este último no está en efecto solamente en el del objeto representado, sino simultáneamente y a fortiori en la obra como tal, es decir, en la realidad interna que la obra hace manifestarse. Que el arte naturalista ha podido expresar a veces una nobleza de sentimiento o una inteligencia vigorosa es demasiado evidente y se explica sobre todo por razones COSMOLÓGICAS cuya ausencia sería inconcebible, pero esto es totalmente independiente del arte como tal; de hecho, ningún valor individual podría compensar la falsificación de este último. 257 UTR: IV
En el arte chino – prescindiendo de las influencias hindúes en el arte búdico -, todo parece derivar, por una parte, de la escritura, que tiene carácter sagrado, y, por otra parte, de la naturaleza, que es sagrada igualmente y que se observa amorosamente en cuanto revelación permanente de los Principios universales; ciertas materias y técnicas – bronce, papel, tinta china, laca, seda, bambú, porcelana -, contribuyen a la originalidad de este arte y determinan sus diversos modos. La conexión entre la caligrafía y la pintura es íntima y decisiva, y, por lo demás, existe también en el arte egipcio: la escritura es una pintura – los amarillos trazan los caracteres con un pincel -, y la pintura tiene algo de escritura; el ojo y la mano conservan los mismos reflejos. De la pintura confuciana, podríamos decir que no es ni esencialmente sagrada, ni del todo profana; su intención es moralizadora, en un sentido muy amplio; tiende a representar la inocencia «objetiva» de las cosas, no su realidad «interior». El paisaje taoísta, por su parte, exterioriza una metafísica y un estado contemplativo: no surge del espacio, sino del «vacío»; su tema es esencialmente «la montaña» y «el agua», que combina con intenciones COSMOLÓGICAS y metafísicas. Es una de las formas más poderosamente originales del arte sagrado; en cierto sentido, se sitúa en los antípodas del arte hindú, cuyo principio de expresión es la precisión y el ritmo, y no la sutilidad etérea de una contemplación hecha de imponderables. No es asombroso que el budismo Chan (NA: el Zen japonés), con su carácter a la vez inarticulado y matizado, haya encontrado en el arte taoísta un medio de expresión congenial (NA: Al hablar de arte chino, queremos decir igualmente el arte japonés, que es una rama muy original de dicho arte, y cuyo genio propio está hecho de sobriedad, audacia, elegancia e intuición contemplativa. La casa japonesa combina la nobleza natural de los materiales y la simplicidad de las formas con sumo refinamiento artístico, lo cual hace de ella una de las manifestaciones más originales del arte a secas.). 1960 FSCR: PRINCIPIOS Y CRITERIOS DEL ARTE UNIVERSAL
Inversamente, tampoco sentimos por las ciencias tradicionales una admiración incondicional; los antiguos también tenían su curiosidad científica, también ellos operaban con conjeturas y, cualquiera que haya podido ser su sentido del simbolismo metafísico o místico, a veces – o incluso a menudo – se equivocaron en planos sobre los que deseaban tener un conocimiento, no de principios trascendentes, sino de hechos físicos. Es imposible negar que en el plano de los fenómenos, que forma sin embargo parte integrante de las ciencias naturales, por decir lo mismo, los antiguos – o los orientales – han mantenido concepciones inadecuadas, o que sus conclusiones eran a menudo de lo más ingenuo; ciertamente, no les reprochamos haber creído que la tierra era plana o que el sol y el firmamento daban vueltas a su alrededor, puesto que esta apariencia es natural y providencial para el hombre; pero sí se les puede reprochar tales o cuales conclusiones falsas extraídas de determinadas apariencias y con la ilusión de hacer, no simbolismo y especulación espiritual, sino ciencia fenoménica, o exacta si se quiere. Tampoco se puede negar que la medicina está para curar, no para especular, y que los antiguos ignoraban muchas cosas en este campo, a pesar de su gran saber en determinados sectores; diciendo esto, estamos muy lejos de discutir que la medicina tradicional tenía, y tiene, la inmensa ventaja de una perspectiva que engloba al hombre total, que era, y es, eficaz en casos en que la medicina moderna resulta impotente; que la medicina moderna contribuye a la degeneración del género humano y a la superpoblación; que una medicina absoluta no es ni posible ni deseable, y ello por evidentes razones. Pero que no se diga que la medicina tradicional es superior por el solo hecho de sus especulaciones COSMOLÓGICAS y en ausencia de tales o cuales remedios eficaces, ni que la medicina moderna, que posee tales remedios no es más que un despreciable residuo porque ignora dichas especulaciones; o que los médicos del Renacimiento, como Paracelso, hicieron mal descubriendo los errores anatómicos y de otra clase de la medicina greco-árabe; o, de una manera general, que las ciencias tradicionales son maravillosas en todos los sentidos y que las ciencias modernas, la química por ejemplo, no son más que fragmentos y desechos. 3476 EPV: III LOS GRADOS DEL ARTE