Al comienzo de El Hombre y su Devenir según el Vêdânta, presentábamos esa obra como debiendo constituir el comienzo de una serie de estudios en los cuales podríamos, según los casos, ya sea exponer directamente algunos aspectos de las doctrinas metafísicas de oriente, ya sea adaptar estas mismas doctrinas de la manera que nos pareciera más inteligible y más provechosa, pero permaneciendo siempre estrictamente fiel a su espíritu. Es esta serie de estudios la que retomamos aquí, después de haber debido interrumpirla momentáneamente por otros trabajos necesitados por algunas consideraciones de oportunidad, y donde hemos descendido más al dominio de las aplicaciones contingentes; pero por lo demás, incluso en ese caso, jamás hemos perdido de vista un solo instante los principios metafísicos, que son el único fundamento de toda verdadera enseñanza tradicional. 5 SC PREFACIO
En El Hombre y su Devenir según el Vêdânta, hemos mostrado como un ser tal como el hombre es considerado por una doctrina tradicional y de orden puramente metafísico, y eso ciñéndonos, tan estrechamente como es posible, a la rigurosa exposición y a la interpretación exacta de la doctrina misma, o al menos no saliendo de ella más que para señalar, cuando se presentaba la ocasión de ello, las concordancias de esta doctrina con otras formas tradicionales. En efecto, jamás hemos entendido encerrarnos exclusivamente en una forma tradicional determinada, lo que sería por lo demás bien difícil desde que se ha tomado consciencia de la unidad esencial que se disimula bajo la diversidad de las formas más o menos exteriores, puesto que éstas no son en suma sino como otras tantas vestiduras de una sola y misma Verdad. Si de una manera general, hemos tomado como punto de vista central el de las doctrinas hindúes, por razones que hemos ya explicado en otra parte (NA: Oriente y Occidente, PP. 203-207 (ed. francesa).), eso no podría impedirnos de ningún modo recurrir también, cada vez que haya lugar a ello, a los modos de expresión que son los de otras tradiciones, provisto, bien entendido, que se trate siempre de tradiciones verdaderas, de las que podemos llamar regulares u ortodoxas, entendiendo estas palabras en el sentido que hemos definido en otras ocasiones (Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes, 3ª parte, cap. III; El Hombre y su Devenir según el Vêdânta, cap. I.). Es esto, en particular, lo que haremos aquí, más libremente que en la precedente obra, ya que no nos ceñiremos a ellas, como tampoco a la exposición de una cierta rama de doctrina, tal como existe en una cierta civilización, sino a la explicación de un símbolo que es precisamente de los que son comunes a casi todas las tradiciones, lo que es, para nos, la indicación de que se vinculan directamente a la gran tradición primordial. 6 SC PREFACIO
Bien lejos de ser en sí mismo una unidad absoluta y completa, como lo querrían la mayoría de los filósofos occidentales, y en todo caso los modernos sin excepción, el individuo no constituye en realidad más que una unidad relativa y fragmentaria. No es un todo cerrado y que se basta a sí mismo, un “sistema cerrado” a la manera de la “mónada” de Leibnitz; y la noción de la “substancia individual”, entendida en ese sentido, a la que estos filósofos dan en general una importancia tan grande, no tiene ningún alcance propiamente metafísico: en el fondo, no es otra cosa que la noción lógica del “sujeto”, y, si puede sin duda ser de un gran uso a este título, no puede transportarse legítimamente más allá de los límites de este punto de vista especial. El individuo, considerado incluso en toda la extensión de la que es susceptible, no es un ser total, sino solo un estado particular de manifestación de un ser, estado sometido a ciertas condiciones especiales y determinadas de existencia, y que ocupa un cierto lugar en la serie indefinida de los estados del ser<ser total. Es la presencia de la forma entre estas condiciones de existencia la que caracteriza a un estado como individual; no hay que decir, por lo demás, que esta forma no debe ser concebida necesariamente como espacial, ya que no es tal más que en el mundo corporal solo, donde el espacio es precisamente una de las condiciones que definen propiamente a éste (Ver EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, cap. II y X.). 17 SC I
Podemos establecer en principio, antes de todas las cosas, que la Existencia, considerada universalmente según la definición que acabamos de dar de ella, es única en su naturaleza íntima, como el Ser es uno en sí mismo, y lo es en razón precisamente de esta unidad, puesto que la Existencia universal no es nada más que la manifestación integral del Ser, o, para hablar más exactamente, la realización, en modo manifestado, de todas las posibilidades que el Ser conlleva y contiene principialmente en su unidad misma. Por otra parte, de la misma manera que la unidad del Ser sobre la cual se funda, esta “unicidad” de la Existencia, si se nos permite usar aquí un término que puede parecer un neologismo (Este término es el que nos permite traducir lo más exactamente la expresión árabe equivalente Wahdatul-Wujûd. — Sobre la distinción que hay lugar a hacer entre la “unicidad” de la Existencia, la “unidad” del Ser y la “no-dualidad” del Principio Supremo, ver EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, capítulo VI.), no excluye tampoco la multiplicidad de los modos de la manifestación o no es afectada por ellos, puesto que comprende igualmente todos estos modos por eso mismo de que son igualmente posibles, implicando esta posibilidad que cada uno de ellos debe realizarse según las condiciones que le son propias. Resulta de ello que la Existencia, en su “unicidad”, conlleva, como ya lo hemos indicado hace un momento, una indefinidad de grados, que corresponden a todos los modos de la manimanifestación universal; y esta multiplicidad indefinida de los grados de la Existencia implica correlativamente, para un ser cualquiera considerado en su totalidad, una multiplicidad igualmente indefinida de estados posibles, de los cuales cada uno debe realizarse en un grado determinado de la Existencia. 20 SC I
Cuando se trata de los estados de no manifestación de un ser, es menester todavía hacer una distinción entre el grado del Ser y lo que está más allá; en este último caso, es evidente que el término “ser” mismo ya no puede aplicarse rigurosamente en su sentido propio; pero, sin embargo, en razón de la constitución misma del lenguaje, estamos obligados a conservarle a falta de otro más adecuado, no atribuyéndole ya entonces más que un valor puramente analógico y simbólico, sin lo cual nos resultaría enteramente imposible hablar de una manera cualquiera de lo que se trata. Es así como podremos continuar hablando del ser total como estando al mismo tiempo manifestado en algunos de sus estados y no manifestado en otros, sin que eso implique de ningún modo que, para estos últimos, debamos detenernos en la consideración de lo que corresponde al grado que es propiamente el del Ser (Sobre el estado que corresponde al grado del Ser y el estado incondicionado que está más allá del Ser, ver EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, cap. XIV y XV.). 22 SC I
La realización efectiva de los estados múltiples del ser se refiere a la concepción de lo que diferentes doctrinas tradicionales, y concretamente el esoterismo islámico, designan como el “Hombre Universal” (NA: El “Hombre Universal” (en árabe El-Insânul-kâmil) es el Adam Qadmôn de la Qabbalah hebraica; es también el “Rey” (Wang) de la tradición extremo oriental (Tao-te-king, XXV). — Existen, en el esoterismo islámico, un gran número de tratados de diferentes autores sobre El-Insânul-kâmil; aquí solo mencionaremos, como más particularmente importantes desde nuestro punto de vista, los de Mohyiddin ibn Arabi y de Abdul-Karîm El-Jîli.)), concepción que, como lo hemos dicho en otra parte, establece la analogía constitutiva de la manifestación universal y de su modalidad individual humana, o, para emplear el lenguaje del hermetismo occidental del “macrocosmo” y del “microcosmo” (NA: Ya nos hemos explicado en otra parte sobre el empleo que hacemos de estos términos, así como de algunos otros para los cuales estimamos no tener que preocuparnos más del abuso que se ha podido hacer de ellos a veces (EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, cap. II y IV). — Estos términos, de origen griego, tienen también en árabe sus equivalentes exactos (El-Kawnul-kebir y El-Kawnuç-çeghir), términos que se toman en la misma acepción.). Por lo demás, esta noción puede considerarse a diferentes grados y con extensiones diversas, puesto que la misma analogía permanece válida en todos los casos (Se podría hacer una precisión semejante en lo que concierne a la teoría de los ciclos, que no es en el fondo más que otra expresión de los estados de existencia: todo ciclo secundario reproduce en cierto modo, a una escala menor, fases correspondientes a las del ciclo más extenso al cual está subordinado.): así, ella puede restringirse a la humanidad misma, considerada ya sea en su naturaleza específica, ya sea incluso en su organización social, ya que es sobre esta analogía donde reposa esencialmente, entre otras aplicaciones, la institución de las castas (Cf. el Purusha-Sûkta del Rig-Vêda, X, 90.). A otro grado, ya más extenso, la misma noción puede abarcar el dominio de existencia correspondiente a todo el conjunto de un estado de ser determinado, cualquiera que sea por lo demás ese estado (Sobre este punto, y a propósito del Vaishwânara de la tradición hindú, ver EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, capítulo XII.); pero esta significación, sobre todo si se trata del estado humano, incluso tomado en el desarrollo integral de todas sus modalidades, o de otro estado individual, no es todavía propiamente más que “cosmológica”, y lo que debemos considerar esencialmente aquí, es una transposición metafísica de la noción del hombre individual, transposición que debe efectuarse en el dominio extraindividual y supraindividual. En este sentido, y si uno se refiere a lo que recordábamos hace un momento, la concepción del “Hombre Universal”, se aplicará primero, y más ordinariamente, al conjunto de los estados de manifestación; pero puede hacérsela todavía más universal, en la plenitud de la verdadera acepción de esta palabra, extendiéndola igualmente a los estados de no manifestación, y por consiguiente a la realización completa y perfecta del ser total, entendiendo éste en el sentido superior que hemos indicado precedentemente, y siempre con la reserva de que el término “ser” mismo ya no puede tomarse entonces más que en una significación puramente analógica. 29 SC II
Es esencial destacar aquí que toda transposición metafísica del género de la que acabamos de hablar debe considerarse como la expresión de una analogía en el sentido propio de esta palabra; y recordaremos, para precisar lo que es menester entender por esto, que toda verdadera analogía debe aplicarse en sentido inverso; es lo que figura el símbolo bien conocido del “sello de Salomón”, formado de la unión de dos triángulos opuestos (Ver EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, capítulos I y III.). Así, por ejemplo, del mismo modo que la imagen de un objeto en un espejo está invertida en relación al objeto, lo que es lo primero o lo más grande en el orden principial es, al menos en apariencia, lo último o lo más pequeño en el orden de la manifestación (Hemos mostrado que esto se encuentra expresado muy claramente a la vez en textos sacados, unos de las Upanishads y otros del Evangelio.). Para tomar términos de comparación en el dominio matemático, como lo hemos hecho a este propósito a fin de hacer la cosa más fácilmente comprehensible, es así como el punto geométrico es nulo cuantitativamente y no ocupa ningún espacio, aunque sea (y esto se explicará precisamente más completamente después) el principio por el que es producido el espacio entero, que no es más que el desarrollo o la expansión de sus propias virtualidades. Es así igualmente como la unidad aritmética es el más pequeño de los números si se le considera como situado en su multiplicidad, aunque es el más grande en principio, puesto que los contiene a todos virtualmente y produce toda su serie solo por la repetición indefinida de sí misma. 30 SC II
Se debe comprender desde ahora que la totalización efectiva del ser, al estar más allá de toda condición, es la misma cosa que lo que la doctrina hindú llama la “Liberación” (Moksha), o lo que el esoterismo islámico llama la “Identidad Suprema” (Sobre este punto, ver los últimos capítulos de EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA.). Por lo demás, en esta última forma tradicional, se enseña que el “Hombre Universal”, en tanto que es representado por el conjunto “Adam-Eva”, tiene el número de Allah, lo que es en efecto una expresión de la “Identidad Suprema” (NA: Este número, que es 66, se da por la suma de los valores numéricos de las letras que forman los nombres Adam wa Hawâ. Según el Génesis hebraico, el hombre, “creado macho y hembra”, es decir, en un estado androgínico, es “a la imagen de Dios”; y, según la tradición islámica, Allah ordenó a los ángeles adorar al hombre (Qorân, II, 34; XVII, 61; XVIII, 50). El estado androgínico original es el estado humano completo, en el que los complementarios, en lugar de oponerse, se equilibran perfectamente; tendremos que volver sobre este punto después. Aquí agregaremos solamente, que, en la tradición hindú, una expresión de este estado se encuentra contenida simbólicamente en la palabra Hamsa, donde los dos polos complementarios del ser están, además, puestos en correspondencia con las dos fases de la respiración, que representan las de la manifestación universal.). A propósito de esto, es menester hacer una precisión que es en extremo importante, ya que se podría objetar que la designación de “Adam-Eva”, aunque sea ciertamente susceptible de transposición, no se aplica, en su sentido propio, más que al estado humano primordial: es que, si la “Identidad Suprema” no está realizada efectivamente más que en la totalización de los estados múltiples, se puede decir que en cierto modo ya está realizada virtualmente en el “estado edénico”, en la integración del estado humano llevado a su centro original, centro que, por lo demás, como se verá, es el punto de comunicación directa con los demás estados (NA: Los dos estados que indicamos aquí en la realización de la “Identidad Suprema” corresponden a la distinción que ya hemos hecho en otra parte entre lo que podemos llamar la “inmortalidad efectiva” y la “inmortalidad virtual” (ver EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, XVIII).). 40 SC III
Este simbolismo es también el de la Qabbalah hebraica, que habla del “Santo Palacio” o “Palacio interior” como situado en el centro de las seis direcciones del espacio. Las tres letras del Nombre divino Jehowah (Este nombre está formado de cuatro letras, iod, he, vau, he, pero entre las cuales no hay más que tres distintas, puesto que la letra he se repite dos veces.), por su séxtuple permutación según estas seis direcciones, indican la inmanencia de Dios en el seno del mundo, es decir, la manifestación del Logos en el centro de todas las cosas, en el punto primordial del que las extensiones indefinidas no son más que la expansión o el desarrollo: “Él formó del Thohu (vacío) algo e hizo de lo que no era lo que es. Él talló grandes columnas del éter inaprehensible (NA: Se trata de las “columnas” del árbol sefirótico: columna del medio, columna de la derecha y columna de la izquierda; volveremos sobre ello más adelante. Es esencial observar, por otra parte, que el “éter” de que se trata aquí no debe entenderse solo como el primer elemento del mundo corporal, sino también en un sentido superior obtenido por transposición analógica, como sucede igualmente para el Akâsha de la doctrina hindú (ver EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, capítulo III).). El reflexionó, y la Palabra (Memra) produjo todo objeto y todas las cosas por su Nombre Uno” (Sepher Ietsirah, IV, 5.). Éste punto primordial desde donde se profiere la Palabra divina no se desarrolla solo en el espacio como acabamos de decirlo, sino también en el tiempo; él es el “Centro del Mundo” bajo todos los aspectos, es decir, que está a la vez en el centro de los espacios y en el centro de los tiempos. Esto, bien entendido, si se toma en el sentido literal, no concierne más que a nuestro mundo, el único cuyas condiciones de existencia sean directamente expresables en lenguaje humano; es únicamente el mundo sensible el que está sometido al espacio y al tiempo; pero, como se trata en realidad del Centro de todos los Mundos, se puede pasar al orden suprasensible efectuando una transposición analógica en la que el espacio y el tiempo ya no guardan más que una significación puramente simbólica. 51 SC IV
Volvamos a la doctrina cosmogónica de la Qabbalah, tal como se expone en el Sepher Ietsirah: “Se trata —dice M. Vulliaud— del desarrollo a partir del Pensamiento hasta la modificación del Sonido (La Voz), desde lo impenetrable a lo comprehensible. Se observará que estamos en presencia de una exposición simbólica del misterio que tiene por objeto la génesis universal y que se liga al misterio de la unidad. En otros pasajes, es el del “punto” que se desarrolla por líneas en todos los sentidos (Estas líneas se representan como los “cabellos de Shiva” en la tradición hindú.), y que no deviene comprehensible más que por el “Palacio interior”. Es el del inaprehensible éter (Avir), donde se produce la concentración, de donde emana la luz (Aor)” (La Kabbala judía, tomo I, p. 217.). El punto es efectivamente el símbolo de la unidad; él es el principio de la extensión, que no existe más que por su irradiación (puesto que el “vacío” anterior no es más que pura virtualidad), pero no deviene comprehensible más que situándose en esta extensión, de la que es entonces el centro, así como lo explicaremos más completamente en lo que sigue. La emanación de la luz, que da su realidad a la extensión, “haciendo del vacío algo y de lo que no era lo que es”, es una expansión que sucede a la concentración; son éstas las dos fases de aspiración y de expiración de las que se trata tan frecuentemente en la tradición hindú, y de las que la segunda corresponde a la producción del mundo manifestado; y hay lugar a observar la analogía que existe también, a este respecto, con el movimiento del corazón y la circulación de la sangre en el ser vivo. Pero prosigamos: “La luz (Aor) brotó del misterio del éter (Avir). El punto oculto fue manifestado, es decir, la letra iod” (Ibid., tomo I, p. 217.). Esta letra representa jeroglíficamente el Principio, y se dice que de ella se forman todas las demás letras del alfabeto hebraico, formación que, según el Sepher Ietsirah, simboliza la formación misma del mundo manifestado (NA: La “formación” (Ietsirah) debe entenderse propiamente como la producción de la manifestación en el estado sutil; la manifestación en el estado grosero es llamada Asiah, mientras que, por otra parte, Beriah es la manifestación informal. Ya hemos señalado en otra parte esta exacta correspondencia de los mundos considerados por la Qabbalah con el Tribhuvana de la doctrina hindú (EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, capítulo V).). Se dice también que el punto primordial incomprehensible, que es el Uno no manifestado, forma tres que representan el Comienzo, el Medio y el Fin (NA: Bajo este aspecto, estos tres puntos pueden asimilarse a los tres elementos del monosílabo Sagrado Aum (Om) en el simbolismo hindú, y también en el antiguo simbolismo Cristiano (ver EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, capítulo XVI y El Rey del Mundo, capítulo IV).), y que estos tres puntos reunidos constituyen la letra iod, que es así el Uno manifestado (o más exactamente afirmado en tanto que principio de la manimanifestación universal), o, para hablar el lenguaje teológico, Dios haciéndose “Centro del Mundo” por su Verbo. “Cuando este iod ha sido producido, dice el Sepher Ietsirah, lo que quedó de este misterio o del Avir (el éter) oculto fue Aor (la luz)”; y en efecto, si se quita el iod de la palabra Avir, queda Aor. 53 SC IV
Sobre este punto, M. Vulliaud cita el comentario de Moisés de León: “Después de haber recordado que el Santo, bendito sea, incognoscible, no puede ser aprehendido sino según sus atributos (middoth) por los que Él ha creado los mundos (NA: Se encuentra aquí el equivalente de la distinción que hace la doctrina hindú entre Brahma “no cualificado” (nirguna) y Brahma “cualificado” (saguna), es decir, entre el “Supremo” y el “No Supremo”, no siendo este último otro que Ishwara (ver EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, I y X). — Middah significa literalmente “medida” (cf. el sánscrito mâtrâ).), comenzamos por la exégesis de la primera palabra de la Thorah: Bereshit (Se sabe que ésta es la palabra por la que comienza el Génesis: “in Principio”.). Antiguos autores nos han enseñado relativamente a este misterio, que él está oculto en el grado supremo, el éter puro e impalpable. Este grado es la suma total de todos los espejos posteriores (es decir, exteriores en relación a este grado mismo) (NA: Se ve que este grado es la misma cosa que el “grado universal” del esoterismo islámico, en el que se totalizan sintéticamente todos los demás grados, es decir, todos los estados de la Existencia. La misma doctrina hace uso también de la comparación del espejo y de otros similares: es así como, según una expresión que hemos ya citado en otra parte (EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, X), la Unidad, considerada en tanto que contiene en sí misma todos los aspectos de la Divinidad (Asrâr rabbâniyah o “misterios dominicales”), es decir, todos los atributos divinos, expresados por los nombres çifâtiyah (ver El Rey del Mundo, cap. III), “es del Absoluto (el “Santo” inaprehensible fuera de Sus atributos) la superficie reverberante de innumerables facetas que magnifica a toda criatura que se mira en ella directamente”; y apenas hay necesidad de destacar que aquí se trata precisamente de estos Asrâr rabbâniyah.). Proceden de él por el misterio del punto que es él mismo un grado oculto y que emana del misterio del éter puro y misterioso (NA: El grado representado por el punto, que corresponde a la Unidad, es el del Ser Puro (Ishwara en la doctrina hindú).). El primer grado, absolutamente oculto (es decir, no-manifestado), no puede ser aprehendido (NA: A propósito de esto, uno podrá remitirse a lo que enseña la doctrina hindú sobre el tema de lo que está más allá del Ser, es decir, del estado incondicionado de Âtmâ (ver EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, XV, donde hemos indicado las enseñanzas concordantes de las demás tradiciones).). Del mismo modo, el misterio del punto supremo, aunque esté profundamente oculto (El Ser es todavía no manifestado, pero es el Principio de toda manifestación.), puede ser aprehendido en el misterio del Palacio interior. El misterio de la Corona Suprema (kether, el primero de los diez Sephiroth) corresponde al del puro e inaprehensible éter (Avir). Él es la causa de todas las causas y el origen de todos los orígenes. Es en este misterio, origen invisible de todas las cosas, donde el “punto” oculto de quien todo procede toma nacimiento. Por eso es por lo que se dice en el Sepher Ietsirah: “Antes del Uno, ¿qué puedes tú contar?”. Es decir: antes de ese punto, ¿qué puedes tu contar o comprender? (La unidad es, en efecto, el primero de todos los números; antes de ella, no hay pues nada que pueda ser contado; y la numeración se toma aquí como símbolo del conocimiento en modo distintivo.) Antes de ese punto, no hay nada, excepto Ain, es decir, el misterio del éter puro e inaprehensible, llamado así (por una simple negación) a causa de su incomprehensibilidad (NA: Es el Cero metafísico, o el “No Ser” de la tradición extremo oriental, simbolizado por el “vacío” (cf. Tao-Te-king, XI); ya hemos explicado en otra parte por qué las expresiones de forma negativa son las únicas que pueden aplicarse todavía al más allá del Ser (EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, cap. XV).). El comienzo comprehensible de la existencia se encuentra en el misterio del “punto” supremo (Es decir, en el Ser, que es el principio de la Existencia, la cual es la misma cosa que la manifestación universal, del mismo modo en que la unidad es el principio y el comienzo de todos los números.). Y porque este “punto” es el “comienzo” de todas las cosas, es llamado “Pensamiento” (Mahasheba) (Porque todas las cosas deben ser concebidas por el pensamiento antes de ser realizadas exteriormente: esto debe entenderse analógicamente por una transferencia del orden humano al orden cósmico.). El misterio del Pensamiento creador corresponde al “punto” oculto. Es en el Palacio interior donde el misterio unido al “punto” oculto puede ser comprendido, ya que el puro e inaprehensible éter permanece siempre misterioso. El “punto” es el éter hecho palpable (por la “concentración” que es el punto de partida de toda diferenciación) en el misterio del Palacio interior o Santo de los Santos (NA: El “Santo de los Santos” estaba representado por la parte más interior del Templo de Jerusalem, que era el Tabernáculo (mishkan) donde se manifestaba la Shekinah, es decir, la “presencia divina”.). Todo, sin excepción, ha sido concebido primero en el Pensamiento (Es el Verbo en tanto que Intelecto divino, que es, según una expresión empleada por la teología cristiana, el “lugar de los posibles”.). Y si alguno dijera: “¡Mira!, hay novedad en el mundo”, impónle silencio, ya que eso fue anteriormente concebido en el Pensamiento (Es la “permanente actualidad” de todas las cosas en el “eterno presente”.). Del “punto” oculto emana el Santo Palacio interior (por las líneas salidas de ese punto según las seis direcciones del espacio). Es el Santo de los Santos, el quincuagésimo año (alusión al Jubileo que representa el retorno al estado primordial) (Ver El Rey del Mundo, cap. III; se destacará que 50 = 7 al cuadrado + 1. La palabra kol, “todo”, en hebreo y en árabe, tiene por valor numérico 50. Cf. también las “cincuenta puertas de la Inteligencia”.), que se llama igualmente la Voz que emana del Pensamiento (NA: Es también el Verbo, pero en tanto que Palabra divina; primero es Pensamiento en el interior (es decir, en Sí mismo), y después Palabra en el exterior (es decir, en relación a la Existencia universal), puesto que la Palabra es la manifestación del Pensamiento; y la primera Palabra proferida es el Iehi Aor (Fiat Lux) del Génesis.). Todos los seres y todas las cosas emanan entonces por la fuerza del “punto” de arriba. He aquí lo que es relativo a los misterios de los tres Sephiroth supremos” (Citado en La Kabbala judía, tomo I, PP. 405-406.). Hemos querido dar este pasaje entero, a pesar de su longitud, porque, además de su interés propio, tiene, con el tema del presente estudio, una relación mucho más directa de lo que se podría suponer a primera vista. 54 SC IV
Antes de ir más lejos, a propósito de lo que acaba de decirse, debemos recordar las indicaciones que ya hemos dado sobre la teoría hindú de los tres gunas (Ver Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes, pág. 244, ed. francesa, y EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, cap. IV.); nuestra intención no es tratar completamente esta teoría con todas sus aplicaciones, sino presentar únicamente una apercepción de ella en lo que se refiere a nuestro tema. Estos tres gunas son cualidades o atribuciones esenciales, constitutivas y primordiales de los seres considerados en sus diferentes estados de manifestación (NA: Los tres gunas son en efecto inherentes a Prakriti misma, que es la “raíz” (mûla) de la manifestación universal; por lo demás, están en perfecto equilibrio en su indiferenciación primordial, y toda manifestación representa una ruptura de ese equilibrio.); no son pues estados, sino condiciones generales a las que los seres están sometidos, por las que están ligados de algún modo (NA: En su acepción ordinaria y literal, la palabra guna significa “cuerda”; del mismo modo, los términos bandha y pâsha, que significan propiamente “lazo”, se aplican a todas las condiciones particulares y limitativas de existencia (upâdhis) que definen más especialmente tal o cual estado o modo de la manifestación. Es menester decir, no obstante, que la denominación guna se aplica más particularmente a la cuerda de un arco; así pues, bajo un cierto aspecto al menos, expresaría la idea de “tensión” a grados diversos, de donde, por analogía, la de “cualificación”; pero quizás es menos la idea de “tensión” que la de “tendencia” lo que es menester ver aquí, idea que le está emparentada como las palabras mismas lo indican, y que es la que responde más exactamente a la definición de los tres gunas.), y de las que participan según proporciones indefinidamente variadas, en virtud de las cuales se reparten jerárquicamente en el conjunto de los “tres mundos” (Tribhuvana), es decir, de todos los grados de la Existencia universal. 61 SC V
En un texto del Vêda, los tres gunas se representan como convirtiéndose uno en otro, procediendo según un orden ascendente: “Todo era tamas (en el origen de la manifestación considerada como saliendo de la indiferenciación primordial de Prakriti). Él (es decir, el Supremo Brahma) mandó un cambio, y tamas tomó el tinte (es decir, la naturaleza) (NA: La palabra varna, que significa propiamente “color”, y por generalización “cualidad”, se emplea analógicamente para designar la naturaleza o la esencia de un principio o de un ser; de ahí deriva también su uso en el sentido de “casta”, porque la institución de las castas, considerada en su razón profunda, traduce esencialmente la diversidad de las naturalezas propias a los diferentes individuos humanos (ver Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes, 3ª parte, capítulo VI). Por lo demás, en lo que concierne a los tres gunas, se les representa efectivamente por colores simbólicos: tamas por el negro, rajas por el rojo y sattva por el blanco (Chândogya Upanishad, 6º Prapâthaka, 3º Khanda, shruti 1; cf. Autoridad espiritual y poder temporal, pág. 53, ed. francesa).) de rajas (intermediario entre la obscuridad y la luminosidad); y rajas, habiendo recibido un nuevo mandato, revistió la naturaleza de sattva”. Si consideramos la cruz de tres dimensiones como trazada a partir del centro de una esfera, así como acabamos de hacerlo y como tendremos que hacerlo frecuentemente todavía en lo que sigue, la conversión de tamas en rajas puede representarse como describiendo la mitad inferior de esta esfera, desde un polo al ecuador, y la de rajas en sattva como describiendo la mitad superior de la misma esfera, desde el ecuador al otro polo. El plano del ecuador, supuesto horizontal, representa entonces, como hemos dicho, el dominio de expansión de rajas, mientras que tamas y sattva tienden respectivamente hacia los dos polos, extremidades del eje vertical (Este simbolismo nos parece aclarar y justificar suficientemente la imagen de la “cuerda de arco” que, como ya lo hemos dicho, se encuentra implícita en la significación del término guna.). En fin, el punto desde donde se ordena la conversión de tamas en rajas, y después la conversión de rajas en sattva, es el centro mismo de la esfera, así como uno puede darse cuenta de ello rápidamente remitiéndose a las consideraciones expuestas en el capítulo precedente (NA: Es a este papel del Principio, en el mundo y en cada ser, al que se refiere la expresión de “ordenador interno” (antar-yâmî): él dirige todas las cosas desde el interior, residiendo él mismo en el punto más interior de todos, que es el centro (ver EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, capítulo XIV).); por lo demás, en lo que seguirá, tendremos la ocasión de explicarlo más completamente todavía (Sobre este mismo texto considerado como dando un esquema de la organización de los “tres mundos”, en correspondencia con los tres gunas, ver El Esoterismo de Dante, capítulo VI.). 63 SC V
Debemos considerar ahora, al menos sumariamente, otro aspecto del simbolismo de la cruz, que es quizás el que se conoce más generalmente, aunque, a primera vista al menos, no parece presentar una relación muy directa con todo lo que hemos visto hasta aquí: queremos hablar de la cruz considerada como símbolo de la unión de los complementarios. A este respecto, podemos contentarnos con considerar la cruz, como se hace lo más frecuentemente, bajo su forma de dos dimensiones; por lo demás, para volver de ahí a la forma de tres dimensiones, basta destacar que la recta horizontal única puede tomarse como la proyección del plano horizontal todo entero sobre el plano supuesto vertical en el que se traza la figura. Dicho esto, se considera la línea vertical como representando el principio activo, y la línea horizontal el principio pasivo; estos dos principios se designan también respectivamente, por analogía con el orden humano, como masculino y femenino; si se les toma en su sentido más extenso, es decir, en relación a todo el conjunto de la manifestación universal, son aquellos a los que la doctrina hindú da los nombres de Purusha y de Prakriti (Ver EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, cap. IV. 70 SC VI
Diremos seguidamente, sin perjuicio de volver más adelante sobre ello de una manera más explícita, que este lazo resulta de la relación que existe, en el simbolismo metafísico de la cruz, entre el eje vertical y el plano horizontal. Debe entenderse bien que unos términos como los de activo y de pasivo, o sus equivalentes, no tienen sentido más que uno en relación al otro, ya que el complementarismo es esencialmente una correlación entre dos términos. Dicho esto, es evidente que un complementarismo como el de lo activo y de lo pasivo puede considerarse a grados diversos, de suerte que un mismo término podrá jugar un papel activo o pasivo según aquello en relación a lo que juegue ese papel; pero, en todos los casos, siempre podrá decirse que, en una tal relación, el término activo es, en su orden, el análogo de Purusha, y el término pasivo el análogo de Prakriti. Ahora bien, veremos después que el eje vertical, que liga todos los estados del ser atravesándolos en sus centros respectivos, es el lugar de manifestación de lo que la tradición extremo oriental llama la “actividad del Cielo”, que es precisamente la actividad “no actuante” de Purusha, por la que son determinadas en Prakriti las producciones que corresponden a todas las posibilidades de manifestación. En cuanto al plano horizontal, veremos que constituye un “plano de reflexión”, representado simbólicamente como la “superficie de las aguas”, y se sabe que las “Aguas” son, en todas las tradiciones, un símbolo de Prakriti o de la “pasividad universal” (Ver EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, capítulo V.); a decir verdad, como este plano representa un cierto grado de la Existencia (y se podría considerar del mismo modo uno cualquiera de los planos horizontales que corresponden a la multitud indefinida de los estados de manifestación), no se identifica a Prakriti misma, sino solo a algo ya determinado por un cierto conjunto de condiciones especiales de existencia (las que definen un mundo), y que juega el papel de Prakriti, en un sentido relativo, en un cierto nivel dentro del conjunto de la manifestación universal. 72 SC VI
Debemos precisar también otro punto, que se refiere directamente a la consideración del “Hombre Universal”: hemos hablado más atrás de éste como constituido por el conjunto “Adam-Eva”, y hemos dicho en otra parte que la pareja Purusha-Prakriti, ya sea en relación a toda la manifestación, ya sea más particularmente en relación a un estado de ser determinado, puede considerarse como equivalente al “Hombre Universal” (Ver EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, capítulo IV.). Por consiguiente, desde este punto de vista, la unión de los complementarios deberá considerarse como constituyendo el “Andrógino” primordial del que hablan todas las tradiciones; sin extendernos más sobre esta cuestión, podemos decir que lo que es menester entender aquí, es que, en la totalización del ser, los complementarios deben encontrarse efectivamente en un equilibrio perfecto, sin ningún predominio de uno sobre el otro. Por otra parte, hay que destacar que a este “Andrógino” se le atribuye en general la forma esférica (A este respecto, se conoce el discurso que Platón, en el Banquete, pone en boca de Aristófanes, y cuyo valor simbólico, no obstante evidente, la mayoría de los comentadores modernos desconocen casi por completo. Se encuentra algo completamente similar en un cierto aspecto del simbolismo del yin-yang extremo oriental, que vamos a tratar más adelante.), que es la menos diferenciada de todas, puesto que se extiende igualmente en todas las direcciones, y que los pitagóricos consideraban como la forma más perfecta y como la figura de la totalidad universal (Entre todas las líneas de igual longitud, la circunferencia es la que envuelve la superficie máxima; del mismo modo, entre los cuerpos de igual superficie, la esfera es el que contiene el volumen máximo; desde el punto de vista puramente matemático, esa es la razón por la que estas figuras se consideraban como las más perfectas. Leibnitz se ha inspirado en esta idea en su concepción del “mejor de los mundos”, que define, entre la multitud indefinida de todos los mundos posibles, como el que encierra más ser o realidad positiva; pero, como ya lo hemos indicado, la aplicación que hace así de esta idea está desprovista de todo alcance metafísico verdadero.). Para dar así la idea de la totalidad, así como ya lo hemos dicho, la esfera debe ser indefinida, como lo son los ejes que forman la cruz, y que son tres diámetros rectangulares de esta esfera; en otros términos, debido a que la esfera, está constituida por la irradiación misma de su centro, no se cierra jamás, puesto que esta irradiación es indefinida y llena el espacio entero por una serie de ondas concéntricas, cada una de las cuales reproduce las dos fases de concentración y de expansión de la vibración inicial (NA: Esta forma esférica luminosa, indefinida y no cerrada, con sus alternativas de concentración y de expansión (sucesivas desde el punto de vista de la manifestación, pero en realidad simultáneas en el “eterno presente”), es, en el esoterismo islámico, la forma de la Rûh muhammadiyah; es a esta forma total del “Hombre Universal” a la que Dios ordenó a los Ángeles adorar, así como se ha dicho más atrás; y la percepción de esta misma forma está implícita en uno de los grados de la iniciación islámica.). Estas dos fases son por lo demás, ellas mismas, una de las expresiones del complementarismo (NA: Hemos indicado más atrás que esto, en la tradición hindú está expresado por el simbolismo de la palabra Hamsa. Se encuentra también en algunos textos tántricos, puesto que la palabra aha simboliza la unión de Shiva y Shakti, representados respectivamente por la primera y la última letra del alfabeto sánscrito (del mismo modo que, en la partícula hebraica eth, el aleph y el thau representan la “esencia” y la “sustancia” de un ser).); si, saliendo de las condiciones especiales que son inherentes a la manifestación (en modo sucesivo), se las considera en simultaneidad, ambas se equilibran una a la otra, de suerte que su reunión equivale en realidad, a la inmutabilidad principial, del mismo modo que la suma de los desequilibrios parciales por los cuales se realiza toda manifestación constituye siempre e invariablemente el equilibrio total. 73 SC VI
El centro de la cruz es pues el punto donde se concilian y se resuelven todas las oposiciones; en este punto se establece la síntesis de todos los términos contrarios, que, ciertamente, no son contrarios más que según los puntos de vista exteriores y particulares del conocimiento en modo distintivo. Este punto central corresponde a lo que el esoterismo islámico designa como la “estación divina”, que es “la que reúne los contrastes y las antinomias” (El-maqâmul-ilahî, huwa maqâm ijtimâ ed-diddaîn) (NA: Se alcanza esta “estación”, o este grado de realización efectiva del ser, por El-fanâ, es decir, por la “extinción” del “yo” en el retorno al “estado primordial”; esta “extinción” no carece de analogía, incluso en cuanto al sentido literal del término que la designa, con el Nirvâna de la doctrina hindú. Más allá de El-fanâ, hay todavía Fanâ el-fanâi, es decir, la “extinción de la extinción”, que corresponde del mismo modo al Parinirvâna (ver EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, cap. XIII). En un cierto sentido, el paso de uno de estos grados al otro se refiere a la identificación del centro de un estado del ser con el del Ser total, según lo que se explicará más adelante.); es lo que la tradición extremo oriental, por su parte, llama el “Invariable Medio” (Tchoung-young), que es el lugar del equilibrio perfecto, representado como el centro de la “rueda cósmica” (Ver El Rey del Mundo, capítulos I y IV, y El esoterismo de Dante, pág. 62, ed. francesa.), y que es también, al mismo tiempo, el punto donde se refleja la “Actividad del Cielo” (El confucionismo desarrolla la aplicación del “Invariable Medio” en el orden social, mientras que su significación puramente metafísica viene dada por el taoísmo. ). Este centro dirige todas las cosas por su “actividad no actuante” (wei wou-wei), que, aunque no manifestada, más bien, porque es no manifestada, es en realidad la plenitud de la actividad, puesto que es la del Principio de donde se derivan todas las actividades particulares; es lo que Lao-tseu expresa en estos términos: “El Principio es siempre no actuante, y sin embargo todo es hecho por él” (Tao-te-king, XXXVII.). 82 SC VII
Según la doctrina taoísta, el sabio perfecto es el que ha llegado al punto central y que permanece en él en unión indisoluble con el Principio, participando de su inmutabilidad e imitando su “actividad no actuante”. “El que ha llegado al máximo del vacío, dice todavía Lao-tseu, ese se fijará sólidamente en el reposo… Volver a su raíz (es decir, al Principio, a la vez origen primero y fin último de todos los seres) (NA: La palabra Tao, literalmente “Vía”, que designa el Principio, se representa por un carácter ideográfico que reúne los signos de la cabeza y de los pies, lo que equivale al símbolo del alfa y del (m(ga en las tradiciones occidentales.), es entrar en el estado de reposo” (Tao-te-king, XVI.). El “vacío” de que se trata aquí, es el desapego completo al respecto de todas las cosas manifestadas, transitorias y contingentes (NA: Este desapego es idéntico a El-fanâ; uno podría remitirse también a lo que enseña la Bhagavad-Gîtâ sobre la indiferencia al respecto de los frutos de la acción, indiferencia por la que el ser escapa al encadenamiento indefinido de las consecuencias de esta acción: es la “acción sin deseo” (nishkâma karma), mientras que la “acción con deseo” (sakâma karma) es la acción cumplida en vista de sus frutos.), desapego por el que el ser escapa a las vicisitudes de la “corriente de las formas”, a la alternancia de los estados de “vida” y de “muerte”, de “condensación” y de “disipación” (Aristóteles, en un sentido semejante, dice “generación” y “corrupción”.), pasando de la circunferencia de la “rueda cósmica” a su centro, que es designado, él mismo, como “el Vacío (lo no manifestado) que une los rayos y hace de ellos una rueda” (Tao-te-king, XI. — La forma más simple de la rueda es el círculo dividido en cuatro partes iguales por la cruz; además de esta rueda de cuatro radios, las formas más extendidas en el simbolismo de todos los pueblos son las ruedas de seis y ocho radios; naturalmente, cada uno de estos números añade a la significación general de la rueda un matiz particular. La figura octogonal de los ocho koua o “trigramas” de Fo-Hi, que es uno de los símbolos fundamentales de la tradición extremo oriental, equivale bajo algunos aspectos a la rueda de ocho radios, así como al loto de ocho pétalos. En las antiguas tradiciones de la América central, el símbolo del mundo se da siempre por el círculo en el que hay inscrita una cruz.). “La paz en el vacío, dice Lie-Tseu, es un estado indefinible; no se toma ni se da; uno llega a establecerse en ella” (Lie-tseu, capítulo I. — Citamos los textos de Lie-tseu y de Tchoang-Tseu según la traducción de R.P. Léon Wieger.). Esta “paz en el vacío”, es la “Gran Paz” del esoterismo islámico (Es también la Pax profunda de la tradición rosicruciana.), llamada en árabe Es-Sakînah, designación que la identifica a la Shekinah hebraica, es decir, a la “presencia divina” en el centro del ser, representado simbólicamente como el corazón en todas las tradiciones (NA: Ver EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, XIII, y El Rey del Mundo, III.— Se dice que Allah “hace descender la Paz a los corazones de los fieles” (Huwa elladhî anzala es-Sakînata fî qulûbil-mûminîn); y la Qabbalah hebraica enseña exactamente la misma cosa: “La Shekinah lleva este nombre, dice el hebraísta Louis Capel, porque habita (shakan) en el corazón de los fieles, habitación que fue simbolizada por el Tabernáculo (mishkan) donde Dios es reputado residir”. (Critica sacra, p. 311, edición de Amsterdam, 1689; citado por M. P. Vulliaud, La Kabbala judía, tomo I, p. 493). Apenas hay necesidad de hacer destacar que el “descenso” de la “Paz” al corazón se efectúa según el eje vertical: es la manifestación de la “Actividad del Cielo”. — Ver también, por otra parte, la enseñanza de la doctrina hindú sobre la morada de Brahma simbolizada por el éter, en el corazón, es decir, en el centro vital del ser humano (ver EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, cap. III).); y esta “presencia divina” está implicada en efecto por la unión con el Principio, que no puede operarse efectivamente más que en el centro mismo del ser. “Al que permanece en lo no manifestado, todos los seres se manifiestan… Unido al Principio, por él está en armonía con todos los seres. Unido al Principio, conoce todo por las razones generales superiores, y ya no usa, por consiguiente, de sus diversos sentidos, para conocer en particular y en detalle. La verdadera razón de las cosas es invisible, inaprehensible, indefinible, indeterminable. Sólo, el espíritu restablecido en el estado de simplicidad perfecta puede alcanzarla en la contemplación profunda” (NA: Lie-tseu, cap. IV. — Se ve aquí toda la diferencia que separa al conocimiento transcendente del sabio del saber ordinario o “profano”; las alusiones a la “simplicidad”, expresión de la unificación de todas las potencias del ser, y considerada como característica del “estado primordial”, son frecuentes en el taoísmo. Del mismo modo, en la doctrina hindú, el estado de “infancia” (bâlya), entendido en el sentido espiritual, es considerado como una condición preliminar para la adquisición del conocimiento por excelencia (ver EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, capítulo XXIII). — Se pueden recordar a este propósito las palabras similares que se encuentran en el Evangelio: “Quienquiera que no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él” (San Lucas, XVIII, 17); “Mientras que les has ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes, se las has revelado a los simples y a los pequeños” (San Mateo, XI, 25; San Lucas X, 21). El punto central, por el que se establece la comunicación con los estados superiores o “celestes”, es la “puerta estrecha” del simbolismo evangélico; los “ricos” que no pueden pasar por ella, son los seres apegados a la multiplicidad, y que, por consiguiente, son incapaces de elevarse del conocimiento distintivo al conocimiento unificado. “La pobreza espiritual”, que es el desapego al respecto de la manifestación, aparece aquí como otro símbolo equivalente al de la “infancia”: “Bienaventurados los pobres de espíritu, ya que el Reino de los Cielos les pertenece” (San Mateo, V, 2). Esta “pobreza” (en árabe El-faqru) desempeña igualmente un papel muy importante en el esoterismo islámico; además de lo que acabamos de decir, implica también la dependencia completa del ser, en todo lo que él es, frente al Principio, “fuera del cual no hay nada, absolutamente nada que exista” (Mohyiddin ibn Arabi, Risâlatul-Ahadiyah).). 83 SC VII
Colocado en el centro de la “rueda cósmica”, el sabio perfecto la mueve invisiblemente (NA: Es la misma idea que se expresa también por otra parte, en la tradición hindú, por el término Chakravartî, literalmente “el que hace girar la rueda” (ver El Rey del Mundo, II, y El Esoterismo de Dante, pág, 55, ed. francesa).), por su sola presencia, sin participar en su movimiento, y sin tener que preocuparse de ejercer una acción cualquiera: “Lo ideal, es la indiferencia (el desapego) del hombre transcendente, que deja girar la rueda cósmica” (Tchoang-tseu, cap. 1º. — Cf. El Rey del Mundo, cap. IX.). Este desapego absoluto le hace señor de todas las cosas, porque, habiendo rebasado todas las oposiciones que son inherentes a la multiplicidad, ya no puede ser afectado por nada: “Él ha alcanzado la impasibilidad perfecta; la vida y la muerte le son igualmente indiferentes, el hundimiento del universo (manifestado) no le causaría ninguna emoción (A pesar de la aparente similitud de algunas expresiones, esta “impasibilidad” es muy diferente de la de los estoicos, que era de orden únicamente “moral”, y que, por lo demás, parece no haber sido nunca más que una simple concepción teórica.). A fuerza de escrutar, ha llegado a la verdad inmutable, al conocimiento del Principio universal único. Deja evolucionar a todos los seres según sus destinos, y él mismo está en el centro inmóvil de todos los destinos (Según el comentario tradicional de Tcheng-Tseu sobre el Yi-king, “la palabra “destino” designa la verdadera razón de ser de las cosas”; así pues, el “centro de todos los destinos” es el Principio en tanto que todos los seres tienen en él su razón suficiente.)… El signo exterior de este estado interior, es la imperturbabilidad; no la del valiente que se abalanza solo, por el amor de la gloria, sobre un ejército dispuesto en línea de batalla; sino la del espíritu que, superior al cielo, a la tierra, y a todos los seres (NA: En efecto, el Principio o el “Centro” es antes de toda distinción, comprendida la de “Cielo” (Tien) y de la “Tierra” (Ti), que representa la primera dualidad, puesto que estos dos términos son los equivalentes respectivos de Purusha y de Prakriti.), habita en un cuerpo en el que no está (NA: Es el estado del jîvan-mukta (ver EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, cap. XXIII, 3ª ed.).), no hace ningún caso de las imágenes que sus sentidos le proporcionan y conoce todo por conocimiento global en su unidad inmóvil (NA: Es la condición de Prâjna en la doctrina hindú (ver EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, cap. XIV).). Este espíritu, absolutamente independiente, es señor de los hombres; si se placiera convocarlos en masa, en el día fijado todos acudirían; pero no quiere hacerse servir” (NA: Tchoang-tseu, cap. V. — La independencia del que, liberado de todas las contingencias, ha llegado al conocimiento de la verdad inmutable, se afirma igualmente en el Evangelio: “Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (San Juan VIII, 32); y se podría también, por otra parte, hacer una aproximación entre lo que precede y esta otra palabra evangélica: “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura” (San Mateo, VII, 33; San Lucas XII, 31). Es menester acordarse aquí de la relación estrecha que existe entre la idea de justicia y las de equilibrio y de armonía; y hemos indicado también en otra parte la relación que une la justicia y la paz (ver El Rey del Mundo, cap. I y VI; Autoridad espiritual y poder temporal, cap. VIII).). 84 SC VII
Aunque esto pueda parecer una digresión, lo que acaba de decirse sobre la “paz” que reside en el punto central nos lleva a hablar un poco de otro simbolismo, el de la guerra, al que ya hemos hecho algunas alusiones en otra parte (Ver El Rey del Mundo, cap. X, y Autoridad espiritual y poder temporal, cap. III y VIII.). Este simbolismo se encuentra concretamente en la Bhagavad-Gîtâ: la batalla de la que se trata en este libro representa la acción, de una manera enteramente general, bajo una forma por lo demás apropiada a la naturaleza y a la función de los kshatriyas a quienes está destinado más especialmente (NA: Krishna y Arjuna, que representan respectivamente el “Sí mismo” y el “yo”, o la “personalidad” y la “individualidad”, Atmâ incondicionado y jivâtmâ, están montados sobre un mismo carro, que es el “vehículo” del ser considerado en su estado de manifestación; y, mientras que Arjuna combate, Krishna conduce el carro sin combatir, es decir, sin estar él mismo comprometido en la acción. Otros símbolos que tienen la misma significación se encuentran en numerosos textos de las Upanishad: Los “dos pájaros que residen sobre el mismo árbol” (Mundaka Upanishad, 3er Mundaka, 1er Khanda, shruti 1; Shwêtâshwatara Upanishad, 4º Adhyâya, shruti 6), y también los “dos que han entrado en la caverna” (Katha Upanishad, 1er adhyâya, 3er Vallî, shruti 1); la “caverna” no es otra que la cavidad del corazón, que representa precisamente el lugar de la unión de lo individual con lo Universal, o del “yo” con el “Sí mismo” (ver EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, III). — El-Hallâj dice en el mismo sentido: “Somos dos espíritus conjuntos en un mismo cuerpo” (nahnu ruhâni halalnâ badana).). El campo de batalla (kshêtra) es el dominio de la acción, en el que el individuo desarrolla sus posibilidades, y que es figurado por el plano horizontal en el simbolismo geométrico; se trata aquí del estado humano, pero la misma representación podría aplicarse a todo otro estado de manifestación, igualmente sometido, si no a la acción propiamente dicha, al menos al cambio y a la multiplicidad. Esta concepción no se encuentra solo en la doctrina hindú, sino también en la doctrina islámica, ya que tal es exactamente el sentido real de la “guerra santa” (jihâd); su aplicación social y exterior no es más que secundaria, y lo que lo muestra bien, es que ella constituye solo la “guerra santa menor” (El-jihâdul-açghar), mientras que la “guerra santa mayor” (El-jihâdul-akbar) es de orden puramente interior y espiritual (NA: Esto se basa sobre un hadîth del Profeta que, a la vuelta de una expedición pronunció esta palabra: “Hemos vuelto de la guerra santa menor a la guerra santa mayor” (rajanâ min el-jihâdil-açghar ilâ el-jihâdil-akbar).). 94 SC VIII
Para el que ha llegado a realizar perfectamente la unidad en sí mismo, habiendo cesado toda oposición, el estado de guerra cesa también por eso mismo, puesto que ya no hay más que el orden absoluto, según el punto de vista total que está más allá de todos los puntos de vista particulares. A un tal ser, como ya se ha dicho precedentemente, nada puede dañarle en adelante, dado que ya no hay para él más enemigos, ni en él ni fuera de él; la unidad, efectuada dentro, lo es también y simultáneamente fuera, o más bien ya no hay más ni dentro ni fuera, pues eso no es todavía más que una de esas oposiciones que en adelante se han desvanecido a su mirada (NA: Según la tradición hindú, esta mirada es la del tercer ojo de Shiva, que representa el “sentido de la eternidad”, y cuya posesión efectiva está esencialmente implícita en la restauración del “estado primordial” (ver EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, cap. XX, y El Rey del Mundo, cap. V y VII).). Establecido definitivamente en el centro de todas las cosas, ese “es para sí mismo su propia ley” (Esta expresión está tomada al esoterismo islámico; en el mismo sentido, la doctrina hindú habla del ser que ha llegado a este estado como swêchchhâchâri, es decir, “que hace su propia voluntad”.), porque su voluntad es una con el Querer universal (la “Voluntad del Cielo” de la tradición extremo oriental, que se manifiesta efectivamente en el punto mismo donde reside este ser); él ha obtenido la “Gran Paz”, que es verdaderamente, como lo hemos dicho, la “Presencia divina” (Es-Sakînah, es decir, la inmanencia de la Divinidad en ese punto que es el “Centro del Mundo”); al estar identificado, por su propia unificación, a la unidad principial misma, ve la unidad en todas las cosas y todas las cosas en la unidad, en la absoluta simultaneidad del “eterno presente”. 100 SC VIII
Otro aspecto del simbolismo de la cruz es el que le identifica a lo que las diversas tradiciones designan como el “Árbol del Medio” o por cualquier otro término equivalente; hemos visto en otra parte que este árbol es uno de los numerosos símbolos del “Eje del Mundo” (NA: El Rey del Mundo, cap. II; sobre el “Árbol del Mundo” y sus diferentes formas, ver también EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, cap. VIII. — En el esoterismo islámico, existe un tratado de Mohyiddin-ibn-Arabi titulado “El Árbol del Mundo” (Shajaratul-Kawn).). Es pues la línea vertical de la cruz, figura de este eje, la que hay que considerar aquí principalmente: ella constituye el tronco del árbol, mientras que la línea horizontal (o las dos líneas horizontales para la cruz de tres dimensiones) forma sus ramas. Este árbol se eleva en el centro del mundo, o más bien de un mundo, es decir, del dominio en el que se desarrolla un estado de existencia, tal como el estado humano que es el que se considera más habitualmente en parecido caso. En el simbolismo bíblico, en particular, es el “Árbol de la Vida”, que está plantado en el medio del “Paraíso terrestre”, el cual representa el centro de nuestro mundo, así como lo hemos explicado en otras ocasiones (El Rey del Mundo, cap. V y IX; Autoridad espiritual y poder temporal, cap. V y VIII.). Aunque no tenemos la intención de extendernos aquí sobre todas las cuestiones relativas al simbolismo del árbol, y que requerirían un estudio especial, sin embargo, a propósito de éste, hay algunos puntos que no creemos inútil explicar. 106 SC IX
En el simbolismo chino, existe un árbol cuyas ramas están anastomosadas de manera que sus extremidades se juntan dos a dos para figurar la síntesis de los contrarios o la resolución de la dualidad en la unidad; se encuentra así, ya sea un árbol único cuyas ramas se dividen y se juntan por las ramas mismas (Estas dos formas se encuentran concretamente sobre unos bajos relieves de la época de los Han.), o ya sean dos árboles que tienen una misma raíz y que se juntan igualmente por sus ramas. Es el proceso de la manifestación universal: todo parte de la unidad y vuelve a la unidad; en el intervalo se produce la dualidad, división o diferenciación de donde resulta la fase de existencia manifestada; así pues, las ideas de la unidad y de la dualidad están reunidas aquí como en las demás figuraciones de las que acabamos de hablar (El árbol de que se trata lleva unas hojas trilobadas vinculadas a dos ramas a la vez, y, a su alrededor, unas flores en forma de cáliz; unos pájaros vuelan alrededor o están posados sobre el árbol. — Sobre la relación entre el simbolismo de los pájaros y el del árbol en diferentes tradiciones, ver EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, cap. III, donde hemos observado a este respecto diversos textos de las Upanishads y la parábola evangélica del grano de mostaza; puede agregarse a esto, en los escandinavos, los dos cuervos mensajeros de Odin que se posan sobre el fresno Ygdrasil, que es una de las formas del “Árbol del Mundo”. En el simbolismo de la Edad Media, se encuentran igualmente dos pájaros sobre el árbol Peridexion, al pie del cual hay un dragón; el nombre de este árbol es una corrupción de Paradision, y puede parecer bastante extraño que haya sido deformado así, como si se hubiera dejado de comprenderle en un cierto momento.). Existen también representaciones de dos árboles distintos y unidos por una sola rama (es lo que se llama el “árbol ligado”); en este caso, una pequeña rama sale de la rama común, lo que indica claramente que se trata entonces de dos principios complementarios y del producto de su unión; y este producto puede ser todavía la manifestación universal, salida de la unión del “Cielo” y de la “Tierra”, que son los equivalentes de Purusha y de Prakriti en la tradición extremo oriental, o también de la acción y de la reacción recíprocas del yang y del yin, elementos masculino y femenino de los que proceden y en los que participan todos los seres, y cuya reunión en equilibrio perfecto constituye (o reconstituye) el “Andrógino” primordial del que ya se ha hablado más atrás (En lugar del “árbol ligado” se encuentran también a veces dos rocas unidas de la misma manera; por lo demás, hay una relación estrecha entre el árbol y la roca, equivalente de la montaña, en tanto que símbolos del “Eje del Mundo”; y de una manera más general todavía, hay una aproximación constante de la piedra y del árbol en la mayoría de las tradiciones.). 113 SC IX
Recordemos primero que, cuando se considera el ser en su estado individual humano, es menester poner el mayor cuidado en destacar que la individualidad corporal no es en realidad más que una porción restringida, una simple modalidad de esta individualidad humana, y que ésta, en su integralidad, es susceptible de un desarrollo indefinido, que se manifiesta en modalidades cuya multiplicidad es igualmente indefinida, pero, cuyo conjunto no constituye sin embargo más que un estado particular del ser, situado todo entero en un solo y mismo grado de la Existencia universal. En el caso del estado individual humano, la modalidad corporal corresponde al dominio de la manifestación grosera o sensible, mientras que las demás modalidades pertenecen al dominio de la manimanifestación sutil, así como ya lo hemos explicado en otra parte (Ver EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, capítulos II, XII, y XIII. — Es menester notar también que, cuando se habla de la manifestación sutil, uno está frecuentemente obligado a comprender en este término los estados individuales no humanos, además de las modalidades extracorporales del estado humano del que se trata aquí.). Cada modalidad está determinada por un conjunto de condiciones que delimitan sus posibilidades, y cada condición, considerada aisladamente de las otras, puede por lo demás extenderse más allá del dominio de esa modalidad, y combinarse entonces con condiciones diferentes para constituir los dominios de otras modalidades, que forman parte de la misma individualidad integral (Hay lugar a considerar también, y podríamos decir incluso que sobre todo, al menos en lo que concierne al estado humano, modalidades que son en cierto modo extensiones resultantes de la supresión pura y simple de una o de varias condiciones limitativas.). Así, lo que determina a una cierta modalidad, no es precisamente una condición especial de existencia, sino más bien, una combinación o una asociación de varias condiciones; para explicarnos más completamente sobre este punto nos sería menester tomar un ejemplo tal como el de las condiciones de la existencia corporal, ejemplo cuya detallada explicación necesitaría, como lo hemos indicado más atrás, todo un estudio aparte (Sobre estas condiciones, ver EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, cap. XXIV.). 132 SC XI
Por lo que acaba de ser expuesto, se ve la analogía que existe entre el “macrocosmo” y el “microcosmo”, puesto que cada parte del Universo es análoga a las otras partes, y puesto que sus propias partes le son análogas también, ya que todas son análogas al Universo total, así como ya lo hemos dicho precedentemente. Resulta de ello que, si consideramos el “macrocosmo”, cada uno de los dominios definidos que comprende le es análogo; igualmente, si consideramos el “microcosmo”, cada una de sus modalidades le es también análoga. Por eso es por lo que, en particular, la modalidad corporal de la individualidad humana puede tomarse para simbolizar, en sus diversas partes, a esta misma individualidad considerada integralmente (Ver EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, cap. XII.); pero nos contentaremos con señalar este punto de pasada, ya que pensamos que sería poco útil extendernos aquí sobre las consideraciones de este género, que, desde nuestro punto de vista, no tienen más que una importancia completamente secundaria, y que, por lo demás, bajo la forma en que se presentan más habitualmente, no responden más que a una visión bastante sumaria y más bien superficial de la constitución del ser humano (NA: Se puede decir casi otro tanto de las comparaciones de la sociedad humana con un organismo, comparaciones que, así como lo hemos hecho observar en otra parte a propósito de la institución de las castas, encierran ciertamente una parte de verdad, pero de las que muchos sociólogos hacen un uso inmoderado, y a veces muy poco juicioso (ver Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes, pág. 203, ed. francesa).). En todo caso, cuando se quiere entrar en semejantes consideraciones, y aunque uno se contente con establecer divisiones muy generales en la individualidad, jamás deberá olvidarse que ésta conlleva en realidad una multitud indefinida de modalidades coexistentes, del mismo modo que el organismo corporal mismo se compone de una multitud indefinida de células, de las que cada una tiene también su existencia propia. 153 SC XIII
Hay un simbolismo que se refiere directamente a lo que acabamos de exponer, aunque a veces se haga de él una aplicación que, a primera vista, puede parecer que se aparta un poco de esto: en las doctrinas orientales, a los libros tradicionales se les designa frecuentemente por términos que, en su sentido literal, se refieren al tejido. Así, en sánscrito, sûtra significa “hilo” (Esta palabra es idéntica al latín sutura, puesto que la misma raíz con el sentido de “coser” se encuentra igualmente en las dos lenguas. — Es al menos curioso constatar que la palabra árabe sûrat, que designa los capítulos del Qorân, está compuesta exactamente de los mismos elementos que el sánscrito sûtura; por lo demás, esta palabra tiene un sentido cercano a “fila” o “hilera”, y su derivación es desconocida.): un libro puede estar formado por un conjunto de sûtras, como un tejido está formado por un ensamblaje de hilos; tantra tiene también el sentido de “hilo” y el de “tejido”, y designa más especialmente la “urdimbre” de un tejido (La raíz tan de esta palabra expresa en primer lugar la idea de extensión.). Del mismo modo, en chino, king es la “urdimbre” de una tela, y wei es su “trama”; la primera de estas dos palabras designa al mismo tiempo un libro fundamental, y la segunda designa sus comentarios (Al simbolismo del tejido se vincula también el uso de las cuerdecillas anudadas que tenían el lugar de la escritura en China en una época muy lejana; estas cuerdecillas eran del mismo género que las que los antiguos peruanos empleaban igualmente y a las cuales daban el nombre de quipos. Aunque a veces se haya pretendido que estas últimas no servían más que para contar, parece, no obstante, que expresaban también ideas mucho más complejas, tanto más cuanto que se dice que ellas constituían los “anales del imperio”, y ya que, por lo demás, los peruanos jamás han tenido ningún otro procedimiento de escritura, mientras poseían una lengua muy perfecta y muy refinada; esta suerte de ideografía se hacía posible por múltiples combinaciones en las que el empleo de hilos de colores diferentes jugaba un importante papel.). Esta distinción de la “urdimbre” y de la “trama” en el conjunto de las escrituras tradicionales corresponde, según la terminología hindú, a la de la Shruti, que es el fruto de la inspiración directa, y a la de la Smiriti, que es el producto de la reflexión que se ejerce sobre los datos de la Shruti (Ver EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, cap. I, y Autoridad espiritual y Poder temporal, cap. VIII.). 159 SC XIV
Por lo demás, podemos ir más lejos en este sentido: es materialmente imposible trazar de una manera efectiva una línea que sea verdaderamente una curva cerrada; para probarlo, basta destacar que, en el espacio donde está situada nuestra modalidad corporal, todo está constantemente en movimiento (por el efecto de la combinación de las condiciones espacial y temporal, de las que el movimiento es en cierto modo una resultante), de tal manera que, si queremos trazar una circunferencia, y si comenzamos ese trazado en un cierto punto del espacio, nos encontraremos forzosamente en otro punto cuando lo acabemos, y jamás volveremos a pasar por el punto de partida. Del mismo modo, la curva que simboliza el recorrido de un ciclo evolutivo cualquiera (NA: Por “ciclo evolutivo”, entendemos simplemente, según la significación original de la palabra, el proceso de desarrollo de las posibilidades comprendidas en un modo cualquiera de existencia, sin que este proceso implique nada que pueda tener la menor relación con una teoría “evolucionista” (ver EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, cap. XVII); por lo demás, hemos dicho con bastante frecuencia lo que era menester pensar de las teorías de ese género como para que sea inútil insistir aquí más en ello.), no deberá pasar jamás dos veces por un mismo punto, lo que equivale a decir que no debe ser una curva cerrada (ni tampoco una curva que contiene “puntos múltiples”). Esta representación muestra que no puede haber dos posibilidades idénticas en el Universo, lo que equivaldría por lo demás a una limitación de la Posibilidad total, limitación imposible, puesto que, debiendo comprender a la Posibilidad, no podría estar comprendida en ella. Así, toda limitación de la Posibilidad universal es, en el sentido propio y riguroso de la palabra, una imposibilidad; y es por eso por lo que todos los sistemas filosóficos, que, en tanto que sistemas, postulan explícita o implícitamente tales limitaciones, están condenados a una igual impotencia bajo el punto de vista metafísico (Es fácil ver, además, que esto excluye todas las teorías más o menos “reencarnacionistas” que han visto la luz en el occidente moderno, al mismo título que el famoso “eterno retorno” de Nietsche y otras concepciones similares; hemos desarrollado largamente estas consideraciones en El error espiritista, 2ª parte, cap. VI.). Para volver a las posibilidades idénticas o supuestas tales, haremos destacar todavía, para mayor precisión, que dos posibilidades que fueran verdaderamente idénticas no diferirían por ninguna de sus condiciones de realización; pero, si todas las condiciones son las mismas, es también la misma posibilidad, y no dos posibilidades distintas, puesto que hay entonces coincidencia bajo todos los aspectos (NA: Éste es un punto que Leibnitz parece haber visto bastante bien al plantear su “principio de los indiscernibles”, aunque quizás no le haya formulado tan claramente (ver Autoridad espiritual y poder temporal, cap. VII).); y este razonamiento puede aplicarse rigurosamente a todos los puntos de nuestra representación, puesto que cada uno de estos puntos figura una modificación particular que realiza una cierta posibilidad determinada (Entendemos aquí el término “posibilidad” en su acepción más restringida y más especializada: no se trata siquiera de una posibilidad particular susceptible de un desarrollo indefinido, sino solo de uno cualquiera de los elementos que conlleva un tal desarrollo.). 176 SC XV
Sin embargo, el elemento primordial, el que existe por sí mismo, es el punto, puesto que está presupuesto por la distancia y porque ésta no es más que una relación; la extensión misma presupone pues el punto. Se puede decir que éste contiene en sí mismo una virtualidad de extensión, que no puede desarrollar más que desdoblándose primero, para colocarse en cierto modo enfrente de sí mismo, y multiplicándose después (o mejor dicho submultiplicándose) indefinidamente, de tal suerte que la extensión manifestada procede toda entera de su diferenciación, o, para hablar más exactamente, de él mismo en tanto que se diferencia. Por lo demás, esta diferenciación no tiene realidad más que desde el punto de vista de la manifestación espacial; ella es ilusoria al respecto del punto principial mismo, que no cesa por eso de ser en sí mismo tal cual era, y cuya unidad esencial no podría ser afectada de ningún modo por eso (Si la manifestación espacial desaparece, todos los puntos situados en el espacio se reabsorben en el punto principial único, puesto que ya no hay entre ellos ninguna distancia.). El punto, considerado en sí mismo, no está sometido de ninguna manera a la condición espacial, puesto que, antes al contrario, es su principio: es él quien realiza el espacio, quien produce la extensión por su acto, el cual, en la condición temporal (pero en esa condición solamente), se traduce por el movimiento; pero, para realizar así el espacio, es menester que, por algunas de sus modalidades, se sitúe él mismo en este espacio, que, por lo demás, no es nada sin él, y que él llenará todo entero con el despliegue de sus propias virtualidades (Leibnitz ha distinguido con razón lo que llama los “puntos metafísicos”, que son para él las verdaderas “unidades de substancia”, y que son independientes del espacio, y los “puntos matemáticos”, que no son más que simples modalidades de los precedentes, en tanto que son sus determinaciones espaciales, y que constituyen sus “puntos de vista” respectivos para representar o expresar el Universo. Para Leibnitz también, es lo que está situado en el espacio lo que hace toda la realidad actual del espacio mismo; pero es evidente que no se podría referir al espacio, como él lo hace, todo lo que constituye, en cada ser, la expresión del Universo total.). Puede, sucesivamente en la condición temporal, o simultáneamente fuera de esta condición (lo que, digámoslo de pasada, nos haría salir del espacio ordinario de tres dimensiones) (La transmutación de la sucesión en simultaneidad, en la integración del estado humano, implica en cierto modo una “espacialización” del tiempo, que puede traducirse por la agregación de una cuarta dimensión.), identificarse, para realizarlos, a todos los puntos potenciales de esta extensión, extensión que se considerada entonces solo como una pura potencia de ser, que no es otra que la virtualidad total del punto concebida bajo su aspecto pasivo, o como potencialidad, es decir, el lugar o el continente de todas las manifestaciones de su actividad, continente que actualmente no es nada, si no es por la efectuación de su contenido posible (NA: Es fácil darse cuenta de que la relación del punto principal con la extensión virtual, o más bien potencial, es análoga a la de la “esencia” con la “substancia”, siendo estos dos términos entendidos en su sentido universal, es decir, como designando los dos polos activo y pasivo de la manifestación, que la doctrina hindú llama Purusha y Prakriti (ver EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, cap. IV).). 185 SC XVI
El punto que realiza toda la extensión, como acabamos de indicarlo, se hace su centro, al medirla según todas sus dimensiones, por la extensión indefinida de los brazos de la cruz en las seis direcciones, o hacia los seis puntos cardinales de esta extensión. Es el “Hombre Universal”, simbolizado por esta cruz, pero no el hombre individual (puesto que éste, en tanto que tal, no puede alcanzar nada que esté fuera de su propio estado de ser), el que es verdaderamente la “medida de todas las cosas”, para emplear la expresión de Protágoras que ya hemos recordado en otra parte (EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, cap. XVI.), pero, bien entendido, sin atribuir al sofista griego mismo la menor comprehensión de esta interpretación metafísica (NA: Si nuestra intención fuera librarnos aquí a un estudio más completo de la condición espacial y de sus limitaciones, tendríamos que mostrar cómo, de las consideraciones que se han expuesto en este capítulo, puede deducirse una demostración de la absurdidad de las teorías atomistas. Diremos solamente, sin insistir más en ello, que todo lo que es corporal es necesariamente divisible, por eso mismo de que es extenso, es decir, sometido a la condición espacial (cf. Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes, PP. 239-240, ed. francesa).). 187 SC XVI
Si consideramos ahora el Ser universal, que es representado por el punto principial en su indivisible unidad, y del que todos los seres, en tanto que manifestados en la Existencia, no son en suma más que “participaciones”, podemos decir que se polariza en sujeto y atributo sin que su unidad sea afectada por ello; y la proposición de que él es a la vez el sujeto y el atributo toma esta forma: “El Ser es el Ser”. Es el enunciado mismo de lo que los lógicos llaman el “principio de identidad”; pero, bajo esta forma, se ve que su alcance real rebasa el dominio de la lógica, y que es propiamente, ante todo, un principio ontológico, sean cuales sean las aplicaciones que se pueden sacar de él en órdenes diversos. Se puede decir también que es la expresión de la relación entre el Ser como sujeto (Lo que es) y el Ser como atributo (Lo que Él es), y que, por otra parte, puesto que el Ser-sujeto es el que Conoce y el Ser-atributo (u objeto) el Conocido, esta relación es el Conocimiento mismo; pero, al mismo tiempo, es la relación de identidad; así pues, el Conocimiento absoluto es la identidad misma, y todo conocimiento verdadero, al ser una participación en ella, implica también identidad en la medida en que es efectivo. Agregamos todavía que, puesto que la relación no tiene realidad más que por los dos términos que liga, puestos que éstos no son más que uno, los tres elementos (el que Conoce, el Conocido y el Conocimiento) no son verdaderamente más que Uno (Ver lo que hemos dicho sobre el ternario Sachchidânanda en EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, cap. XIV.); es lo que puede expresarse diciendo que “el Ser se conoce a Sí mismo por Sí mismo” (NA: En el esoterismo islámico, se encuentran también fórmulas tales como ésta: “Allah ha creado el mundo de Sí mismo por Sí mismo en Sí mismo”, o: “Él ha enviado Su mensaje de Sí mismo a Sí mismo por Sí mismo”. Estas dos fórmulas son por lo demás equivalentes, ya que el “mensaje divino” es el “Libro del Mundo”, arquetipo de todos los Libros Sagrados, y las “letras transcendentes” que componen este Libro son todas las criaturas, así como lo hemos explicado más atrás. De esto resulta también que la “ciencia de las letras” (ilmul-hurûf), entendida en su sentido superior, es el conocimiento de todas las cosas en el principio mismo, en tanto que esencias eternas; en un sentido que puede decirse medio, es la cosmogonia; y finalmente, en el sentido inferior, es el conocimiento de las virtudes de los nombres y de los números, en tanto que expresan la naturaleza de cada ser, conocimiento que permite ejercer por su medio, en razón de esta correspondencia, una acción de orden “mágico” sobre los seres mismos.). 195 SC XVII
Lo que es destacable, y lo que muestra bien el valor tradicional de la fórmula que acabamos de explicar así, es que la misma se encuentra textualmente en la Biblia hebraica, en el relato de la manifestación de Dios a Moisés en la Zarza ardiente (NA: En algunas escuelas de esoterismo islámico, la “Zarza ardiente”, soporte de la manifestación Divina, se toma como símbolo de la apariencia individual que subsiste cuando el ser ha llegado a la “Identidad Suprema”, en el caso que corresponde al del jîvan-mukta en la doctrina hindú (ver EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, cap. XXIII): es el corazón que resplandece de la luz de la Shekinah, por la presencia efectivamente realizada del “Supremo Sí mismo” en el centro de la individualidad humana.): al preguntar-Le Moisés cuál es Su Nombre, Él responde: Eheieh asher Eheieh (Éxodo, III, 14.), lo que se traduce más habitualmente por: “Yo soy El que soy” (o “Lo que Yo soy”), pero cuya significación más exacta es: “El Ser es El Ser” (En efecto, Eheieh no debe considerarse aquí un verbo, sino un nombre, así como lo muestra la continuación del texto, en el que se prescribe a Moisés que diga al pueblo “Eheieh ME ha enviado hacia vosotros”. En cuanto al pronombre relativo asher, “el cual”, cuando desempeña el papel de “cópula” como es el caso aquí, tiene el sentido del verbo “ser”, cuyo lugar ocupa en la proposición.). Hay dos maneras diferentes de considerar la constitución de esta fórmula, de las cuales la primera consiste en descomponerla en tres estadios sucesivos y graduales, según el orden mismo de las tres palabras de las cuales está formada: Eheieh, “El Ser”; Eheieh asher, “El Ser es”; Eheieh asher Eheieh, “El Ser es El Ser”. En efecto, una vez enunciado el Ser, lo que se puede decir de él (y sería menester agregar: lo que no se puede no decir de él), es primeramente que Él es, y después que Él es El Ser; estas afirmaciones necesarias constituyen esencialmente toda la ontología en el sentido propio de esta palabra (NA: El famoso “argumento ontológico” de San Anselmo y de Descartes, que ha dado lugar a tantas discusiones, y que, en efecto, es muy contestable bajo la forma “dialéctica” en la que se ha presentado, deviene perfectamente inútil, así como todo otro razonamiento, si, en lugar de hablar de la “existencia de Dios” (lo que implica por lo demás una equivocación sobre la significación de la palabra “existencia”), se enuncia simplemente esta fórmula: “El Ser es”, que es de la evidencia más inmediata, puesto que depende de la intuición intelectual y no de la razón discursiva (ver Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes, PP. 114-115, ed. francesa).). La segunda manera de considerar la misma fórmula, es enunciar primeramente el primer Eheieh de la fórmula, y después el segundo como el reflejo del primero en un espejo (imagen de la contemplación del Ser por Sí mismo); en tercer lugar, la “cópula” asher viene a colocarse entre estos dos términos como un lazo que expresa su relación recíproca. Esto corresponde exactamente a lo que hemos expuesto precedentemente: el punto, primeramente único, se desdobla después por una polarización que es también una reflexión, y entonces se establece entre los dos puntos la relación de distancia (relación esencialmente recíproca) por el hecho mismo de su situación uno frente al otro (Apenas hay necesidad de hacer destacar que, siendo el Eheieh hebraico el Ser puro, el sentido de este nombre divino se identifica muy exactamente al del Ishwara de la doctrina hindú, que contiene igualmente en Sí mismo el ternario Sachchidânanda.). 196 SC XVII
Debe comprenderse bien que “los fenómenos muerte y nacimiento, considerados en sí mismos y fuera de los ciclos, son perfectamente iguales” (NA: Matgioi, La Vía Metafísica, PP. 138-139 (nota).); se puede decir incluso que no es en realidad más que un solo y mismo fenómeno considerado bajo dos caras opuestas, es decir, desde el punto de vista de uno y otro de los dos ciclos consecutivos entre los cuales interviene. Por lo demás, eso se ve inmediatamente en nuestra representación geométrica, puesto que el fin de un ciclo cualquiera coincide siempre necesariamente con el comienzo de otro, y puesto que nos no empleamos los términos “nacimiento” y “muerte”, tomándolos en su acepción enteramente general, más que para designar los pasos entre los ciclos, cualquiera que sea por lo demás la extensión de éstos, y ya sea que se trate tanto de mundos como de individuos. Estos dos fenómenos, “se acompañan pues y se completan uno al otro: el nacimiento humano es la consecuencia inmediata de una muerte (a otro estado); la muerte humana es la causa inmediata de un nacimiento (en otro estado igualmente). Cada una de estas circunstancias jamás se produce sin la otra. Y, puesto que el tiempo aquí no existe, podemos afirmar que, entre el valor intrínseco del fenómeno nacimiento y el valor intrínseco del fenómeno muerte, hay identidad metafísica. En cuanto a su valor relativo, y a causa de la inmediatez de las consecuencias, la muerte a la extremidad de un ciclo cualquiera es superior al nacimiento sobre el mismo ciclo, en todo el valor de la atracción de la “Voluntad del Cielo” sobre este ciclo, es decir, matemáticamente, en el paso de la hélice evolutiva” (Matgioi, La Vía Metafísica, p. 137. — Sobre esta cuestión de la equivalencia metafísica del nacimiento y de la muerte, ver también EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, cap. VIII y XVII.). 244 SC XXII
Hemos hablado aquí de la Perfección, y, a este propósito, es necesaria una breve explicación: cuando este término se emplea así, debe entenderse en su sentido absoluto y total. Solamente que, para pensar en ella, en nuestra condición actual (en tanto que seres que pertenecen al estado individual humano), es menester hacer inteligible esta concepción en modo distintivo; y, esta conceptibilidad es la “perfección activa” (Khien), es decir, la posibilidad de la voluntad en la Perfección, y, naturalmente, de la omnipotencia, que es idéntica a lo que se designa como la “actividad del Cielo”. Pero, para hablar de ella, es menester, además, sensibilizar esta concepción (puesto que el lenguaje, como toda expresión exterior, es necesariamente de orden sensible); es entonces la “perfección pasiva” (Khouen), es decir, la posibilidad de la acción como motivo y como propósito. Khien es la voluntad capaz de manifestarse, y Khouen es el objeto de esta manifestación; pero, por otra parte, desde que se dice “perfección activa” o “perfección pasiva”, ya no se dice Perfección en el sentido absoluto, puesto que en eso hay ya una distinción y una determinación, y por consiguiente, una limitación. También se puede decir, si se quiere, que khien es la facultad actuante (y sería más exacto decir “influyente”), que corresponde al “Cielo” (Tien), y que Khouen es la facultad plástica, que corresponde a la “Tierra” (Ti); encontramos aquí, en la Perfección, el análogo, pero todavía más universal, de lo que hemos designado, en el Ser, como la “esencia” y la “substancia” (Ver EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, cap. IV. — En los koua de Fo-hi, Khien se representa por tres trazos llenos, y Khouen por tres trazos quebrados; ahora bien, se ha visto que el trazo lleno es el símbolo del yang o principio activo, y que el trazo quebrado es el del yin o principio pasivo.). En todo caso, sea cual fuere el principio por el que se las determine, es menester saber que Khien y Khouen no existen metafísicamente más que desde nuestro punto de vista de seres manifestados, del mismo modo que no es en sí mismo como el Ser se polariza y se determina en “esencia” y “substancia”, sino solo en relación a nosotros, y en tanto que nosotros le consideramos a partir de la manifestación universal de la cual es el Principio y a la cual pertenecemos. 253 SC XXIII
Si consideramos la superposición de los planos horizontales representativos de todos los estados de ser, podemos decir todavía que, en relación a éstos, considerados separadamente o en su conjunto, el eje vertical, que los liga a todos entre ellos y al centro del ser<ser total, simboliza lo que diversas tradiciones llaman el “Rayo Celeste” o el “Rayo Divino”: es el principio que la doctrina hindú designa bajo los nombres de Buddhi y de Mahat (NA: Ver EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, cap. VII y también el capítulo XXI, para el simbolismo del “rayo solar” (sushuma).), “que constituye el elemento superior no encarnado del hombre, y que le sirve de guía a través de las fases de la evolución universal” (Simón y Theofano, Las enseñanzas secretas de la Gnosis, p. 10.). El ciclo universal, representado por el conjunto de nuestra figura, y “del que la humanidad (en el sentido individual y “específico”) no constituye más que una fase, tiene un movimiento propio (También aquí, la palabra “movimiento” no es más que una expresión puramente analógica, puesto que el ciclo universal, en su totalidad, es evidentemente independiente de las condiciones temporal y espacial, así como de no importa cuáles otras condiciones particulares.), independiente de nuestra humanidad, de todas las humanidades, y de todos los planos (que representan todos los grados de la Existencia), la suma indefinida de los cuales la forma él (que es el “Hombre Universal”) (Esta “suma indefinida” es hablando propiamente una integral.). Este movimiento propio, que tiene debido a la afinidad esencial del “Rayo Celeste” hacia su Origen, le encamina invenciblemente hacia su Fin (la Perfección), que es idéntico a su Comienzo, con una fuerza directriz ascensorial y divinamente benefactora (es decir, armónica)” (Simón y Theofano, Las enseñanzas secretas de la Gnosis, p. 50.), que no es otra que esa “fuerza atractiva de la Divinidad” de que se ha tratado en el capítulo precedente. 262 SC XXIV
Aquello sobre lo que nos es menester insistir, es que el “movimiento” del ciclo universal es necesariamente independiente de una voluntad individual cualquiera, particular o colectiva, la cual no puede actuar más que en el interior de su dominio especial, y sin salir jamás de las condiciones determinadas de existencia a las que ese dominio está sometido. “El hombre, en tanto que hombre (individual), no podría disponer ni más ni menos que de su destino hominal, cuya marcha individual, en efecto, es libre de detener. Pero este ser contingente, dotado de virtudes y de posibilidades contingentes, no podría moverse, o detenerse, o influenciarse a sí mismo fuera del plano contingente especial donde, por ahora, está situado y ejerce sus facultades. Es irracional suponer que pueda modificar, o a fortiori detener, la marcha eterna del ciclo universal” (Simón y Theofano, Las enseñanzas secretas de la Gnosis, p. 50.). Por lo demás, la extensión indefinida de las posibilidades del individuo, considerado en su integralidad, no cambia en nada esto, puesto que no podría sustraerle naturalmente a todo el conjunto de las condiciones limitativas que caracterizan el estado de ser al que pertenece en tanto que individuo (NA: Esto es verdad concretamente de la “inmortalidad” entendida en el sentido occidental, es decir, concebida como un prolongamiento del estado individual humano en la “perpetuidad” o indefinidad temporal (ver EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, cap. XVIII).). 263 SC XXIV
El “Rayo Celeste” atraviesa todos los estados de ser, marcando, así como ya lo hemos dicho, el punto central de cada uno de ellos con su huella sobre el plano horizontal correspondiente, y el lugar de todos estos puntos centrales es el “Invariable Medio”; pero esta acción del “Rayo Celeste” no es efectiva más que si produce, por su reflexión sobre uno de estos planos, una vibración que, propagándose y amplificándose en la totalidad del ser, ilumina su caos, cósmico o humano. Decimos cósmico o humano, ya que esto puede aplicarse tanto al “macrocosmo” como al “microcosmo”; en todos los casos, el conjunto de las posibilidades del ser no constituye propiamente más que un caos “informe y vacío” (NA: Es la traducción literal del hebreo thotu va-bohu, que Fabre d’Olivet (La Lengua hebrea restituida) explica por “potencia contingente de ser en una potencia de ser”.), en el que todo es oscuridad hasta el momento en que se produce esta iluminación que determina su organización armónica en el paso de la potencia al acto (Cf. Génesis, 1, 2-3.). Esta misma iluminación corresponde estrictamente a la conversión de los tres gunas el uno en el otro que hemos descrito más atrás según un texto del Vêda: si consideramos las dos fases de esta conversión, el resultado de la primera, efectuada a partir de los estados inferiores del ser, se opera en el plano mismo de reflexión, mientras que la segunda imprime a la vibración reflejada una dirección ascensional, que la trasmite a través de toda la jerarquía de los estados superiores del ser. El plano de reflexión, cuyo centro, punto de incidencia del “Rayo Celeste”, es el punto de partida de esta vibración indefinida, será entonces el plano central en el conjunto de los estados de ser, es decir, el plano horizontal de coordenadas en nuestra representación geométrica, y su centro será efectivamente el centro del ser<ser total. Este plano central, donde se trazan los brazos horizontales de la cruz de tres dimensiones, desempeña, en relación al “Rayo Celeste” que es su brazo vertical, un papel análogo al de la “perfección pasiva” en relación a la “perfección activa”, o al de la “substancia” en relación a la “esencia”, al de Prakriti en relación a Purusha: es siempre, simbólicamente, la “Tierra” en relación al “Cielo”, y es también lo que todas las tradiciones cosmogónicas están de acuerdo en representar como la “superficie de las Aguas” (Ver EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, cap. V.). También se puede decir que es el plano de separación de las “Aguas inferiores” y de las “Aguas superiores” (Cf. Génesis, 1, 2-3.), es decir, de los dos caos, formal e informal, individual y extraindividual, de todos los estados, tanto no manifestados como manifestados, cuyo conjunto constituye la Posibilidad total del “Hombre Universal”. 264 SC XXIV
Por la operación del “Espíritu Universal” (Âtma), que proyecta el “Rayo Celeste” que se refleja sobre el espejo de las “Aguas”, se encierra en el seno de éstas una chispa divina, germen espiritual increado, que, en el Universo potencial (Brahmânda o “Huevo del Mundo”), es esta determinación del “No-Supremo” Brahma (Apara-Brahma) que la tradición hindú designa como Hiranhagarbha (es decir, el “Embrión de Oro”) (Ver EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, cap. XIII.). En cada ser considerado en particular, esta chispa de la Luz Inteligible constituye, si se puede hablar así, una unidad fragmentaria (expresión por lo demás inexacta si se tomara al pie de la letra, puesto que la unidad es en realidad indivisible y sin partes) que, al desarrollarse para identificarse en acto a la Unidad total, a la que es en efecto idéntica en potencia (ya que contiene en sí misma la esencia indivisible de la luz, como la naturaleza del fuego está contenida entera en cada chispa) (Ver EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, cap. V.), se irradiará en todos los sentidos a partir del centro, y realizará en su expansión el perfecto florecimiento de todas las posibilidades del ser. Este principio de esencia divina involucionado en los seres (en apariencia solo, ya que no podría ser afectado realmente por las contingencias, y ya que ese estado de “envolvimiento” no existe más que desde el punto de vista de la manifestación), es también, en el simbolismo Vêdico, Agni (NA: Agni es figurado como un principio ígneo (del mismo modo, por lo demás, que el Rayo luminoso que le hace nacer), puesto que al fuego se le considera como el elemento activo en relación al agua, el elemento pasivo. — Agni en el centro del swastika, es también el cordero en la fuente de los cuatro ríos en el simbolismo cristiano (ver EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, cap. III; El esoterismo de Dante, cap. IV; El Rey del Mundo, cap. IX).), manifestándose en el centro del swastika, que es, como lo hemos visto, la cruz trazada en el plano horizontal, y que, por su rotación alrededor de este centro, genera el ciclo evolutivo que constituye cada uno de los elementos del ciclo universal. El centro, que es el único punto que permanece inmóvil en este movimiento de rotación, es, en razón misma de su inmovilidad (imagen de la inmutabilidad principial), el motor de la “rueda de la existencia”; encierra en sí mismo la “ley” (en el sentido del término sánscrito Dharma) (NA: Ver Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes, 3ª Parte, V, y EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, cap. IV. — Hemos indicado también en otra parte la relación que existe entre el término Dharma y el nombre sánscrito del Polo, Dhruva, derivados respectivamente de las raíces dhri y dhru, que tienen el mismo sentido y expresan esencialmente la idea de estabilidad (El Rey del Mundo, cap. I).), es decir, la expresión o la manifestación de la “Voluntad del Cielo”, para el ciclo que corresponde al plano horizontal en el que se efectúa esta rotación, y, según lo que hemos dicho, su influencia se mide, o al menos se mediría si tuviéramos la facultad para ello, por el paso de la hélice evolutiva en el eje vertical (NA: “Cuando se dice ahora (en el curso de la manifestación) “el Principio”, este término ya no designa el Ser solitario, tal como fue primordialmente; designa el Ser que existe en todos los seres, norma universal que preside la evolución cósmica. La naturaleza del Principio, la naturaleza del Ser, son incomprehensibles e inefables. Solo lo limitado puede comprenderse (en modo individual humano) y expresarse. Del Principio que actúa como el polo, como el eje de la universalidad de los seres, de él solo decimos que es el polo, que es el eje de la evolución universal, sin intentar explicarle” (Tchoang-tseu, cap. XXV). Por eso es por lo que el Tao “con un nombre”, que es “La Madre de los diez mil seres” (Tao-te-king, cap. I), es la “Gran Unidad” (Tai-i), situada simbólicamente, como lo hemos visto más atrás, en la estrella polar: “Si es menester dar un nombre al Tao (aunque no pueda ser nombrado), se le llamará (como equivalente aproximativo) la “Gran Unidad”? Los diez mil seres son producidos por Tai-i, modificados por yin y yang”. — En occidente, en la antigua “Masonería operativa”, una plomada, imagen del eje vertical, se suspendía de un punto que simbolizaba el polo celeste. Es también el punto de suspensión de la “balanza” de la que hablan diversas tradiciones (ver El Rey del Mundo, cap. X); y esto muestra que la “nada” (Ain) de la Qabbala hebraica corresponde al “no-actuar” (wou-wei) de la tradición extremo oriental.). 265 SC XXIV
Si retomamos ahora el símbolo de la serpiente enrollada alrededor del árbol, del que hemos dicho algunas palabras más atrás, constataremos que esta figura es exactamente la de la hélice trazada alrededor del cilindro vertical de la representación geométrica que hemos estudiado. Puesto que el árbol simboliza el “Eje del Mundo” como lo hemos dicho, la serpiente figurará pues el conjunto de los ciclos de la manifestación universal (Entre esta figura y la del ouroboros, es decir, la serpiente que se muerde la cola, hay la misma relación que entre la hélice completa y la figuración circular del yin-yang, en la que, tomada aparte una de sus espiras, se considera como plana; el ouroboros representa la indefinidad de un ciclo considerado aisladamente, indefinidad que, para el estado humano y en razón de la presencia de la condición temporal, reviste el aspecto de la “perpetuidad”.); y, en efecto, el recorrido de los diferentes estados se representa, en algunas tradiciones, como una migración del ser en el cuerpo de esta serpiente (Este simbolismo se encuentra concretamente en la Pistis Sophia gnóstica, donde el cuerpo de la serpiente está partido según el Zodiaco y sus subdivisiones, lo que nos lleva por lo demás a la figura del ouroboros, ya que, en estas condiciones no puede tratarse más que del recorrido de un solo ciclo, a través de las diversas modalidades de un mismo estado; en este caso, la migración considerada se limita pues, para el ser, a los prolongamientos del estado individual humano.). Como este recorrido puede considerarse según dos sentidos contrarios, ya sea en el sentido ascendente, hacia los estados superiores, ya sea en el sentido descendente, hacia los estados inferiores, los dos aspectos opuestos del simbolismo de la serpiente, benéfico uno y maléfico el otro, se explican así por sí mismos (NA: A veces, el símbolo se desdobla para corresponder a estos dos aspectos, y se tienen entonces dos serpientes enrolladas en sentidos contrarios alrededor de un mismo eje, como en la figura del caduceo. Un equivalente de éste se encuentra en algunas formas del bastón brâhmanico (Brahma-danda), por un doble enrollamiento de líneas puestas respectivamente en relación con los dos sentidos de rotación del swastika. Este simbolismo tiene por lo demás aplicaciones múltiples, que no podemos pensar en desarrollar aquí; una de las más importantes es la que concierne a las corrientes sutiles en el ser humano (ver EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, cap. XX); la analogía del “microcosmo” y del “macrocosmo” es válida también bajo este punto de vista particular.). 272 SC XXV
Dicho esto para prevenir toda objeción posible a este respecto, es evidente que no puede haber ninguna común medida, por una parte, entre el “Sí mismo”, considerado como la totalización del ser que se integra según las tres dimensiones de la cruz, para reintegrarse finalmente en su Unidad primera, realizada en esta plenitud misma de la expansión que simboliza el espacio todo entero, y, por otra, una modificación individual cualquiera, representada por un elemento infinitesimal del mismo espacio, o incluso la integralidad de un estado, cuya figuración plana (o al menos considerada como plana con las restricciones que hemos hecho, es decir, en tanto que se considera este estado aisladamente) implica todavía un elemento infinitesimal en relación al espacio de tres dimensiones, puesto que, al situar esta figuración en el espacio (es decir, en el conjunto de todos los estados del ser), su plano horizontal debe considerarse como desplazándose efectivamente en una cantidad infinitesimal según la dirección del eje vertical (Recordamos que la cuestión de la distinción fundamental del “Sí mismo” y del “yo”, es decir, en suma del ser total y de la individualidad, que hemos resumido al comienzo del presente estudio, ha sido tratada más completamente en EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, cap. II.). Puesto que se trata de elementos infinitesimales, incluso en un simbolismo geométrico forzosamente restringido y limitado, se ve que, en realidad y a fortiori, hay en efecto, para lo que es simbolizado respectivamente por los dos términos que acabamos de comparar entre ellos, una inconmensurabilidad absoluta, que no depende de ninguna convención más o menos arbitraria, como lo es siempre la elección de algunas unidades relativas en las medidas cuantitativas ordinarias. Por otra parte, cuando se trata del ser total, aquí se toma un indefinido como símbolo del Infinito, en la medida en que es permisible decir que el Infinito puede ser simbolizado; pero, entiéndase bien que esto no equivale de ningún modo a confundirlos como lo hacen bastante habitualmente los matemáticos y los filósofos occidentales. “Si podemos tomar lo indefinido como imagen del Infinito, no podemos aplicar al Infinito los razonamientos de lo indefinido; el simbolismo desciende y no remonta” (Matgioi, La Vía Metafísica, pág. 99.). 285 SC XXVI
Esta “transformación” (en el sentido etimológico de paso más allá de la forma), por la que se efectúa la realización del “Hombre Universal”, no es otra cosa que la “Liberación” (en sánscrito Moksha o Mukti) de que ya hemos hablado en otra parte (EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, cap. XVII.); ella requiere, ante todo, la determinación preliminar de un plano de reflexión del “Rayo Celeste”, de tal suerte que el estado correspondiente deviene por eso mismo el estado central del ser. Por lo demás, este estado, en principio, puede ser cualquiera, puesto que todos son perfectamente equivalentes cuando son considerados desde el Infinito; y el hecho de que el estado humano no se distingue en nada entre todos los demás conlleva evidentemente, para él tanto como para no importa cuál otro estado, la posibilidad de devenir ese estado central. Por consiguiente, la “transformación” puede alcanzarse a partir del estado humano tomado como base, e incluso a partir de toda modalidad de este estado, lo que equivale a decir que es concretamente posible para el hombre corporal y terrestre; en otros términos, y como lo hemos dicho en su lugar (EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, cap. XVIII.), la “Liberación” puede obtenerse “en vida” (jîvan-mukti), lo que no impide que implique esencialmente, para el ser que la obtiene así, como en todo otro caso, la liberación absoluta y completa de las condiciones limitativas de todas las modalidades y de todos los estados. 295 SC XXVII
Siguiendo la tradición extremo oriental, el “hombre verdadero” (tchenn-jen), es el que, habiendo realizado el retorno al “estado primordial”, y por consiguiente la plenitud de la humanidad, se encuentra en adelante establecido definitivamente en el “Invariable Medio”, y escapa ya por eso mismo a las vicisitudes de la “rueda de las cosas”. Por encima de este grado está el “hombre transcendente” (cheun-jen), que hablando propiamente ya no es un hombre, puesto que ha rebasado la humanidad y está enteramente liberado de sus condiciones específicas: es el que ha llegado a la realización total, a la “Identidad Suprema”; ese ha devenido pues verdaderamente el “Hombre Universal”. Ello no es así para el “hombre verdadero”, pero, no obstante se puede decir que éste es al menos virtualmente el “Hombre Universal”, en el sentido de que, desde que ya no tiene que recorrer otros estados en modo distintivo, puesto que ha pasado de la circunferencia al centro, el estado humano deberá ser necesariamente para él el estado central del ser total, aunque no lo sea todavía de una manera efectiva (NA: La diferencia entre estos dos grados es la misma que entre lo que hemos llamado en otra parte la inmortalidad virtual y la inmortalidad actualmente realizada (EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, cap. XVIII): son los dos estadios que hemos distinguido desde el comienzo en la realización de la “Identidad Suprema”. — El “hombre verdadero” corresponde, en la terminología árabe, al “Hombre Primordial” (El-Insâmul-qadîm), y el “hombre transcendente” al “Hombre Universal” (El-Insânul-Kâmil). — Sobre las relaciones del “hombre verdadero” y del “hombre trascendente”, ver La Gran Triada, cap. XVIII.). 304 SC XXVIII
Es verdad, sin duda, que en la representación espacial del ser total, cada punto, antes de toda determinación, es, en potencia, centro del ser que representa esta extensión donde está situado; pero no lo es más que en potencia y virtualmente, mientras el centro real no está efectivamente determinado. Esta determinación implica, para el centro, una identificación a la naturaleza misma del punto principial, que, en sí mismo, no está hablando propiamente en ninguna parte, puesto que no está sometido a la condición espacial, lo que le permite contener todas sus posibilidades; lo que está por todas partes, en el sentido espacial, no son pues más que las manifestaciones de este punto principal, que llenan en efecto la extensión toda entera, pero que no son sino simples modalidades, de tal suerte que la “ubicuidad” no es en suma más que el sustituto sensible de la “omnipresencia” verdadera (Ver EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, XXV.). Además, si el centro de la extensión se asimila en cierto modo a todos los demás puntos por la vibración que les comunica, esto no es sino en tanto que les hace participar de la misma naturaleza indivisible e incondicionada que ha devenido la suya propia, y esta participación, en tanto que es efectiva, les sustrae por eso mismo de la condición espacial. 313 SC XXIX
Hay lugar, en todo esto, a tener en cuenta una ley general y elemental que ya hemos recordado en diversas ocasiones y que jamás se debería perder de vista, aunque algunos parezcan ignorarla casi sistemáticamente: es que, entre el hecho o el objeto sensible (lo que es en el fondo la misma cosa) que se toma como símbolo y la idea o más bien el principio metafísico que se quiere simbolizar en la medida en que puede serlo, la analogía es siempre inversa, lo que es por lo demás el caso de la verdadera analogía (A este propósito, uno podrá remitirse a lo que hemos dicho al comienzo sobre la analogía del hombre individual y del “Hombre Universal”.). Así, en el espacio considerado en su realidad actual, y no ya como símbolo del ser total, ningún punto es ni puede ser centro; todos los puntos pertenecen igualmente al dominio de la manifestación, por el hecho mismo de que pertenecen al espacio, que es una de las posibilidades cuya realización está comprendida en este dominio, que, en su conjunto, no constituye nada más que la circunferencia de la “rueda de las cosas”, o lo que podemos llamar la exterioridad de la Existencia universal. Hablar aquí de “interior” y de “exterior” es todavía, lo mismo que hablar de centro y de circunferencia, un lenguaje simbólico, e incluso de un simbolismo espacial; pero la imposibilidad de prescindir de tales símbolos no prueba otra cosa que esta inevitable imperfección de nuestros medios de expresión que hemos ya señalado más atrás. Si podemos, hasta un cierto punto, comunicar nuestras concepciones a otro, en el mundo manifestado y formal (puesto que se trata de un estado individual restringido, fuera del cual ya no podría tratarse de “otro” hablando propiamente, al menos en el sentido “separativo” que implica esta palabra en el mundo humano), no es evidentemente más que a través de las figuraciones que manifiestan estas concepciones en algunas formas, es decir, por correspondencias y analogías; ese es el principio y la razón de ser de todo simbolismo, y toda expresión, cualquiera que sea su modo, no es en realidad otra cosa que un símbolo (Ver Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes, 2ª Parte, cap. VII.). Solamente, “guardémonos bien de confundir la cosa (o la idea) con la forma deteriorada bajo la cual podemos solamente figurarla, y quizás incluso comprenderla (en tanto que individuos humanos); ya que los peores errores metafísicos (o más bien antimetafísicos) han salido de la insuficiente comprehensión y de la mala interpretación de los símbolos. Y recordamos siempre al dios Jano, que es representado con dos caras, y que sin embargo no tiene más que una, que no es ni una ni otra de las que podemos tocar o ver” (Matgioi, La Vía Metafísica, PP. 21-22.). Esta imagen de Jano podría aplicarse muy exactamente a la distinción de lo “interior” y de lo “exterior”, así como a la consideración del pasado y del porvenir; y la cara única, que ningún ser relativo y contingente puede contemplar sin haber salido de su condición limitada, no podría compararse mejor que al tercer ojo de Shiva, que ve todas las cosas en el “eterno presente” (Ver EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, cap. XX, y también El Rey del Mundo, capítulo V.). 314 SC XXIX
En estas condiciones, y con las restricciones que se imponen según lo que acabamos de decir, podemos, e incluso debemos, para conformar nuestra expresión a la relación normal de todas las analogías (que llamaríamos de buena gana, en términos geométricos, una relación de homotecia inversa), invertir el enunciado de la fórmula de Pascal que hemos recordado más atrás. Es por lo demás lo que hemos encontrado en uno de los textos taoístas que hemos citado precedentemente. “El punto que es el pivote de la norma es el centro inmóvil de la circunferencia sobre el contorno de la cual ruedan todas las contingencias, las distinciones y las individualidades” (Tchoang-tseu, cap. II.). A primera vista, casi podría creerse que las dos imágenes son comparables, pero, en realidad, son exactamente inversas la una de la otra; en suma, Pascal se ha dejado arrastrar por su imaginación de geómetra, lo que le ha llevado a invertir las verdaderas relaciones, tal y como se deben considerar desde el punto de vista metafísico. Es el centro el que no está propiamente en ninguna parte, puesto que, como lo hemos dicho, es esencialmente “no localizado”; no puede ser encontrado en ningún lugar de la manifestación, puesto que es absolutamente transcendente en relación a ésta, al ser interior a todas las cosas. Está más allá de todo lo que puede ser alcanzado por los sentidos y por las facultades que proceden del orden sensible: “El Principio no puede ser alcanzado ni por la vista ni por el oído… El Principio no puede ser entendido; lo que se entiende, no es Él. El Principio no puede ser visto; lo que se ve, no es Él. El Principio no puede ser enunciado; lo que se enuncia no es Él… El principio, al no poder ser imaginado, tampoco puede ser descrito” (Tchoang-tseu, XXII. — También EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, cap. XV.). Todo lo que puede ser visto, entendido, imaginado, enunciado o descrito, pertenece necesariamente a la manifestación, e incluso a la manifestación formal; es pues, en realidad, la circunferencia la que está por todas partes, puesto que todos los lugares del espacio, o, más generalmente, todas las cosas manifestadas (puesto que el espacio no es aquí más que un símbolo de la manifestación universal), “todas las contingencias, las distinciones y las individualidades”, no son más que elementos de la “corriente de las formas”, puntos de la circunferencia de la “rueda cósmica”. 315 SC XXIX
Por consiguiente, para resumir esto en algunas palabras, podemos decir que, no solo en el espacio, sino en todo lo que es manifestado, es lo exterior o la circunferencia lo que está por todas partes, mientras que el centro no está en ninguna, puesto que es no manifestado; pero (y es aquí donde la expresión del “sentido inverso” toma toda su fuerza significativa) lo manifestado no sería absolutamente nada sin este punto esencial, que él mismo no es nada de manifestado, y que, precisamente en razón de su no manifestación, contiene en principio todas las manifestaciones posibles, puesto que es verdaderamente el “motor inmóvil” de todas las cosas, el origen inmutable de toda diferenciación y de toda modificación. Este punto produce todo el espacio (así como las demás manifestaciones) saliendo de sí mismo en cierto modo, por el despliegue de sus virtualidades en una multitud indefinida de modalidades, de las cuales llena este espacio entero; pero, cuando decimos que sale de sí mismo para efectuar este desarrollo, sería menester no tomar al pie de la letra esta expresión muy imperfecta, pues eso sería un grosero error. En realidad, el punto principial del que hablamos, al no estar jamás sometido al espacio, puesto que es él quien le efectúa y puesto que la relación de dependencia (o la relación causal) no es evidentemente reversible, permanece “no afectado” por las condiciones de sus modalidades cualesquiera que sean, de donde resulta que no deja de ser idéntico a sí mismo. Cuando ha realizado su posibilidad total, es para volver (pero sin que la idea de “retorno” o de “recomienzo” sea no obstante aplicable aquí de ninguna manera) al “fin que es idéntico al comienzo”, es decir, a esa Unidad primera que contenía todo en principio, Unidad que, puesto que es él mismo (considerado como el “Sí mismo”), no puede devenir de ninguna manera otra que él mismo (lo que implicaría una dualidad), y de la que, por consiguiente, considerado en él mismo, jamás había salido. Por lo demás, en tanto que se trate del ser en sí mismo, simbolizado por el punto, e incluso del Ser universal, no podemos hablar más que de la Unidad, como acabamos de hacerlo; pero, si rebasando los límites del Ser mismo, quisiéramos considerar la Perfección absoluta, deberíamos pasar al mismo tiempo, más allá de esta Unidad, al Cero metafísico, que ningún simbolismo podría representar, como tampoco ningún nombre podría nombrarle (Ver EL HOMBRE Y SU DEVENIR SEGÚN EL VÊDÂNTA, cap. XV.). 316 SC XXIX