El estudio de las organizaciones iniciáticas es, decíamos más atrás, algo particularmente complejo, y es menester agregar que se complica aún más por los errores que se cometen muy frecuentemente sobre este tema, y que implican generalmente un desconocimiento más o menos completo de su verdadera naturaleza; entre estos errores, conviene señalar en primer lugar el que hace aplicar el término «sectas» a tales organizaciones, ya que en eso hay más que una simple impropiedad del lenguaje. En efecto, en parecido caso, esta expresión de «sectas» no solo hay que rechazarla porque es desagradable y, porque al tomarla siempre por su parte mala, parece ser el hecho de adversarios, aunque, por lo demás, algunos de aquellos que la emplean haya podido hacerlo sin intención especialmente hostil, por una imitación o por hábito, como hay quienes llaman «paganismo» a las doctrinas de la antigüedad, sin sospechar siquiera que no se trata más que un término injurioso y de bastante baja polémica (NA: FABRE D’OLIVET, en sus Examens des Vers Dorés de Pythagore, dice muy justamente sobre este punto: «El nombre de «pagano» es un término injurioso e innoble, derivado del latín paganus, que significa un rústico, un campesino. Cuando el cristianismo hubo triunfado enteramente del politeísmo griego y romano y cuando, por orden del emperador Teodosio, fueron abatidos en las ciudades los últimos templos dedicados a los Dioses de las Naciones, se encontró que los pueblos de los campos persistieron todavía bastante tiempo en el antiguo culto, lo que hizo llamar por irrisión pagani a aquellos que les imitaron. Esta denominación que podía convenir, en el siglo V, a los griegos y a los romanos que se negaban a someterse a la religión dominante del Imperio, es falsa y ridícula, cuando se extiende a otros tiempos y a otros pueblos».). En realidad, en eso hay una grave confusión entre dos cosas de orden enteramente diferente, y esta confusión, en aquellos que la han creado o que la mantienen, parece no ser siempre puramente involuntaria; esta confusión se debe sobre todo, en el mundo cristiano e incluso a veces también en el mundo islámico (NA: El término árabe que corresponde a la palabra «secta» es firqah, que, como ella, expresa propiamente una idea de «división».), a enemigos o a negadores del esoterismo, que quieren así, por una falsa asimilación, hacer recaer sobre éste algo del descrédito que se atribuye a las «sectas» propiamente dichas, es decir, en suma a las «herejías», entendidas en un sentido específicamente religioso (NA: Se ve que, aunque se trate siempre de una confusión de los dos dominios esotérico y exotérico, no obstante hay en eso una considerable diferencia con la falsa asimilación del esoterismo al misticismo de la que hemos hablado en primer lugar, ya que ésta, que, por lo demás, parece ser de fecha más reciente tiende, más bien a «anexarse» el esoterismo que a desacreditarle, lo que es ciertamente más hábil y puede dar a pensar que algunos han acabado por darse cuenta de la insuficiencia de una actitud de desprecio grosero y de negación pura y simple.). RGAI : ORGANIZACIONES INICIÁTICAS Y SECTAS RELIGIOSAS
Por otra parte, el «cosmos», en tanto que «orden» o conjunto ordenado de posibilidades, no sólo es sacado del «caos» en tanto que estado «no ordenado», sino que es producido propiamente también a partir de éste (ab Chao), donde estas mismas posibilidades están contenidas en el estado potencial e «indistinguido», y que es así la materia prima (en un sentido relativo, es decir, más exactamente y en relación a la verdadera materia prima o substancia universal, la materia secunda de un mundo particular) (NA: Cf. El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, cap. II.) o el punto de partida «substancial» de la manifestación de este mundo, del mismo modo que el Fiat Lux es, por su lado, su punto de partida «esencial». De una manera análoga, el estado del ser anteriormente a la iniciación constituye la substancia «indistinguida» de todo lo que él podrá devenir efectivamente a continuación (NA: Es propiamente la «piedra bruta» (rough ashlar) del simbolismo masónico.), puesto que, así como ya lo hemos dicho precedentemente, la iniciación no puede tener como efecto introducir en él posibilidades que no hubieran estado latentes en él (y, por lo demás, esa es la razón de ser de las cualificaciones requeridas como condición previa), de la misma manera que el Fiat Lux cosmogónico no agrega «substancialmente» nada a las posibilidades del mundo para el que se profiere; pero estas posibilidades aún no se encuentran en él más que en el estado «caótico y tenebroso» (NA: O «informe y vacío», según otra traducción, por lo demás casi equivalente en el fondo, del thohû va-bohû del Génesis, que Fabre de Olivet traduce por «potencia contingente de ser en una potencia de ser», lo que, en efecto, expresa bastante bien el conjunto de las posibilidades particulares contenidas y como enrolladas, en el estado potencial, en la propia potencialidad misma de este mundo (o estado de existencia) considerado en su integralidad.), y es menester la «iluminación» para que puedan comenzar a ordenarse y, por eso mismo, a pasar de la potencia al acto. En efecto, debe comprenderse bien que este paso no se efectúa instantáneamente, sino que se prosigue en el curso de todo el trabajo iniciático, del mismo modo que, desde el punto de vista «macrocósmico», este paso se prosigue durante todo el curso del ciclo de manifestación del mundo considerado; el «cosmos» o el «orden» no existe todavía más que virtualmente por el hecho del Fiat Lux inicial (que, en sí mismo, debe ser considerado como teniendo un carácter propiamente «intemporal», puesto que precede al desarrollo del ciclo de manifestación y, por consiguiente, no puede situarse en el interior de éste), y, del mismo modo, la iniciación no está cumplida más que virtualmente por la comunicación de la influencia espiritual cuya luz es en cierto modo su «soporte» ritual. RGAI : SOBRE DOS DIVISAS INICIÁTICAS
Aprovecharemos de esta ocasión para hacer otra precisión que tiene su importancia: Decimos «Hiperbórea» para conformarmos al uso que ha prevalecido después de los Griegos; pero el empleo de este término muestra que éstos, en la época «clásica» al menos, habían ya perdido el sentido de la designación primitiva. En efecto, bastaría en realidad decir «Bórea», término estrictamente equivalente al sánscrito Vârâha: Es la «tierra del jabalí», que devino también la «tierra del oso» en una cierta época, durante el periodo de predominio de los Kshatriyas al cual puso fin Parashu-Râma (Este nombre de Vârâhî se aplica a la «tierra sagrada» asimilada simbólicamente a un cierto aspecto de la shakti y Vishnu, siendo entonces éste considerado más especialmente en su tercer avatara; habría mucho que decir sobre este sujeto, y quizás que volvamos sobre él algún día. Este mismo nombre jamás ha podido designar a Europa como Saint-Yves d’Alveydre parece haberlo creído; por otra parte, quizás que se hubiera visto un poco más claro sobre estas cuestiones en Occidente, si FABRE D’OLIVET y los que le han seguido no hubieran mezclado inextricablemente la historia de Parashu-Râma y la de Râma-Chandra, es decir, los sexto y séptimo avataraas, que son empero bien distintos a todos los respectos.). Formas Tradicionales y Ciclos Cósmicos : ATLÁNTIDA E HIPERBÓREA
Así pues, no se trataba para él de seguir a los autores en cuestión ni de adoptar sus prejuicios sino antes al contrario de combatirlos, de lo cual no podemos sino felicitarle. Solamente que ha querido combatirles sobre su propio terreno y de alguna manera con sus propias armas, y es por eso que se ha hecho, por decirlo así el crítico de los críticos mismos. En efecto también él se sitúa bajo el punto de vista de la pura y simple erudición; pero aunque lo haya hecho voluntariamente, uno puede preguntarse hasta qué punto esta actitud ha sido verdaderamente hábil y ventajosa. M. Vulliaud se rehusa a ser Kabbalista; y se rehusa con una insistencia que nos ha sorprendido y que no comprendemos muy bien. ¿Sería pues de los del número que se hacen una gloria de ser «profanos» y que hasta ahora no los habíamos encontrado sobre todo más que en los medios «oficiales», y, frente a los cuales M. Vulliaud mismo ha dado pruebas de una justa severidad? Llega inclusive hasta calificarse de «simple aficionado»; en eso queremos creer que se calumnia él mismo. ¿No se priva así de una buena parte de esa autoridad que le sería necesaria frente a autores de los cuales discute las aserciones? Por lo demás, esa toma de partido de considerar una doctrina desde el punto de vista «profano», es decir, «desde el exterior», nos parece excluir toda posibilidad de una comprensión profunda. Y además, inclusive si esta actitud no es sino afectada, por ello no será menos deplorable dado que, aunque habiendo alcanzado por su propia cuenta la dicha comprensión, se obligará así a no hacer nada de la misma y el interés de la parte doctrinal se encontrará por ello fuertemente diminuido. En cuanto a la parte crítica, el autor hará antes figura de polémica que de juicio cualificado, lo que constituirá para él una evidente inferioridad. Por otra parte, dos propósitos para una sola obra, es probablemente demasiado, y, en el caso de M. Vulliaud, es bien lamentable que el segundo de esos propósitos, tales cuales son señalados más atrás, le haga muy frecuentemente olvidar el primero, que era empero y con mucho el más importante. Las discusiones y las críticas, en efecto, se siguen de un cabo al otro de su libro e inclusive en los capítulos cuyo título anunciaría antes un sujeto de orden puramente doctrinal; se saca de su trabajo una cierta impresión de desorden y de confusión. Por otra parte, entre las críticas que hace M. Vulliaud, si las hay que están perfectamente justificadas, por ejemplo las concernientes a Renan y a Frank, y también a algunos ocultistas, y que son las más numerosas, otras hay que son más contestables; así, en particular, las que conciernen a FABRE D’OLIVET, frente por frente de quien M. Vulliaud parece hacerse eco de ciertos odios rabínicos (a menos que no haya heredado del odio de Napoleón mismo para el autor de La Lengua hebraica restituida, pero esta segunda hipótesis es mucho más verosímil). De todas las maneras e inclusive si se trata de las críticas más legítimas, de las que pueden útilmente contribuir a destruir reputaciones usurpadas, ¿no habría sido posible decir las cosas más brevemente, y sobre todo más seriamente y en un tono menos agresivo? La obra hubiera ciertamente ganado con ello, primero porque no habría tenido la apariencia de una obra de polémica, aspecto que presenta muy frecuentemente y que gentes malintencionadas podrían fácilmente utilizar contra el autor y, lo que es más grave, lo esencial habría sido menos sacrificado a consideraciones, que, en suma, no son sino accesorias y de un interés bastante relativo. Hoy todavía otros defectos deplorables: Las imperfecciones de la forma son a veces molestas; no queremos hablar solamente de los errores de impresión, que son en extremo numerosos y cuyas erratas no rectifican sino una ínfima parte, sino de las muy frecuentes incorrecciones que es difícil, inclusive con una fuerte dosis de buena voluntad, poner sobre la cuenta de los tipógrafos. Hay así diferentes lapsus que vienen mal verdaderamente a propósito. Hemos relevado un cierto número de ellos, y éstos, cosa curiosa, se encuentran sobre todo en el segundo volumen, como si éste hubiera sido escrito más apresuradamente. Así, por ejemplo, Frank no ha sido «profesor de filosofía en el Colegio Stanislas» (p. 241), sino en el Colegio de Francia, lo que es muy diferente. Así M. Vulliaud escribe Capelle, y a veces igualmente Capele, hebraizando Lois Cappel, de quien podemos restablecer el nombre exacto con tanta más seguridad cuanto que al escribir este artículo, tenemos a la vista su propia firma. ¿No habría pues M. Vulliaud visto este nombre más que bajo una forma latinizada? Todo esto no es gran cosa, pero, por el contrario, en la página 26, es cuestión de un nombre divino de letras, y se encuentra después que ese mismo nombre tiene 42; este pasaje es verdaderamente incomprensible, y nos preguntamos si no hay ahí alguna omisión. Indicaremos todavía otra negligencia del mismo orden pero que es tanto más grave cuanto que es causa de una verdadera injusticia: Criticando a un redactor de la Enciclopedia británica, M. Vulliaud termina con esta frase: «Nadie podía esperarse una sólida lógica del lado de un autor que en el mismo artículo estima que se han subestimado en demasía las doctrinas Kabbalísticas (absurdly overestimated) y que al mismo tiempo el Zohar es un farrago of absurdity» (t. II, p. 418). Los términos ingleses han sido citados por M. Vulliaud mismo; ahora bien, over-estimated no quiere decir, «subestimado» (que sería under-estimated), sino antes al contrario «sobre-estimado», que es precisamente lo opuesto, y así, cualesquiera que sean por lo demás los errores contenido en el artículo del autor en cuestión, la contradicción que se le reprocha no se encuentra ahí en realidad de ninguna manera. Con seguridad que estas cosas no son más que detalles, pero cuando uno se muestra tan severo hacia los demás y siempre está presto a cogerles en falta, ¿no debería esforzarse en ser irreprochable? En la transcripción de los términos hebraicos, hay una falta de uniformidad que es verdaderamente disgustante; sabemos bien que ninguna transcripción puede ser perfectamente exacta, pero al menos cuando se ha adoptado una de ellas, cualquiera que sea, sería preferible atenerse a la misma de una manera constante. Además hay términos que parecen haber sido traducidos mucho más apresuradamente, y para los cuales no habría sido difícil encontrar una interpretación satisfactoria; daremos de inmediato un ejemplo de ello bastante preciso. En la página 49 del tomo II está representada una imagen de terafim sobre la cual hay inscrito, entre otros, el término luz; M. Vulliaud ha reproducido los diferentes sentidos del verbo luz dados por Buxtorf haciendo seguir a cada uno de ellos un signo de interrogación pareciéndole de tal modo poco aplicables, pero no ha pensado que existía igualmente un sustantivo luz, el cual significa ordinariamente «almendra» o «núcleo» (y también «almendro», porque designa al mismo tiempo al árbol y a su fruto). Ahora, este mismo sustantivo es, en la lengua rabínica, el nombre de una pequeña parte corporal indestructible a la cual el alma permanecería ligada después de la muerte (y es curioso notar que esta tradición hebraica ha inspirado muy probablemente algunas teorías de Leibniz); este último sentido es ciertamente el más plausible y está, por otra parte, confirmado para nos, por el lugar mismo que el término luz ocupa sobre la figura. Formas Tradicionales y Ciclos Cósmicos : «LA KABBALA JUDÍA»
Para completar lo que hemos dicho del ternario Deus, Homo, Natura, hablaremos un poco de otro ternario que le corresponde manifiestamente término a término: es el que está formado por la Providencia, la Voluntad y el Destino, considerados como las tres potencias que rigen el Universo manifestado. Las consideraciones relativas a este ternario han sido desarrolladas sobre todo, en los tiempos modernos por FABRE D’OLIVET (NA: Concretamente en su Histoire philosophique du Genre humain; es de la disertación introductoria de esta obra (publicada primeramente bajo el título De l’État social de l’Homme) de donde se han sacado, salvo indicación contraria, las citas que siguen. – En los Examens des Vers dorés de Pythagore, aparecidos anteriormente, se encuentran también puntos de vista sobre este tema, pero expuestos de una manera menos clara: FABRE D’OLIVET parece considerar a veces en ellos el Destino y la Voluntad como correlativos, dominando la Providencia a la vez al uno y a la otra, lo que no concuerda con la correspondencia que tenemos en vista al presente. – Señalamos incidentalmente que es sobre una aplicación de la concepción de estas tres potencias universales al orden social como Saint-Yves d’Alveydre ha construido su teoría de la «sinarquía».), sobre datos de origen pitagórico; por lo demás, también se refiere secundariamente, en diversas ocasiones, a la tradición china (NA: Por lo demás, no parece haber conocido de ella más que el lado Confucionista, aunque, en los Examens des Vers dorés de Pythagore, se le ocurre citar una vez a Lao-tseu.), de una manera que implica que ha reconocido su equivalencia con la Gran tríada. «El hombre, dice, no es ni un animal ni una inteligencia pura; es un ser intermediario, colocado entre la materia y el espíritu, entre el Cielo y la Tierra, para ser su lazo»; y se puede reconocer claramente aquí el lugar y el papel del término mediano de la Tríada extremo oriental. «Que el Hombre universal (NA: Esta expresión debe ser entendida aquí en un sentido restringido, ya que no parece que su concepción se haya extendido más allá del estado propiamente humano; en efecto, es evidente que, cuando se transpone a la totalidad de los estados del ser, ya no se podría hablar del «reino hominal», lo que no tiene realmente sentido más que en nuestro mundo.) es una potencia, es lo que es constatado por todos los códigos sagrados de las naciones, es lo que es sentido por todos los sabios, es lo que es confesado incluso por los verdaderos conocedores… Las otras dos potencias, en medio de las que se encuentra colocado, son el Destino y la Providencia. Por debajo de él está el Destino, naturaleza necesitada y naturada; por encima de él está la Providencia, naturaleza libre y naturante. Él, como reino hominal, es la Voluntad mediadora, eficiente, colocada entre estas dos naturalezas para servirles de lazo, de medio de comunicación, y para reunir dos acciones, dos movimientos que serían incompatibles sin él». Es interesante notar que los dos términos extremos del ternario son designados expresamente como Natura naturans y Natura naturata, conformemente a lo que hemos dicho más atrás; y las dos acciones o los dos movimientos de que se trata no son otra cosa en el fondo que la acción del Cielo y la reacción de la Tierra, es decir, el movimiento alternado del yang y del yin. «Estas tres potencias, la Providencia, el Hombre considerado como reino hominal, y el Destino, constituyen el ternario universal. Nada escapa a su acción, todo les está sometido en el Universo, todo, excepto Dios mismo que, envolviéndolos en su insondable Unidad, forma con ellos esa tétrada de los antiguos, ese inmenso cuaternario, que es todo en todos, y fuera del cual no hay nada». Aquí hay una alusión al cuaternario fundamental de los Pitagóricos, simbolizado por la Tetraktys, y lo que hemos dicho precedentemente, a propósito del ternario Spiritus, Anima, Corpus, permite comprender suficientemente de qué se trata como para que no haya necesidad de volver sobre ello. Por otra parte, es menester precisar todavía, ya que esto es particularmente importante bajo el punto de vista de las concordancias, que «Dios» es considerado aquí como el Principio en sí mismo, a diferencia del primer término del ternario Deus, Homo, Natura, de suerte que, en estos dos casos, la misma palabra no está tomada en la misma acepción; y, aquí, la Providencia es solo el instrumento de Dios en el gobierno del Universo, exactamente lo mismo que el Cielo es el instrumento del Principio según la tradición extremo oriental. LA GRAN TRÍADA PROVIDENCIA, VOLUNTAD, DESTINO
Ahora, para comprender por qué el término mediano es identificado, no solo al Hombre, sino más precisamente a la Voluntad humana, es menester saber que, para FABRE D’OLIVET, la voluntad es, en el ser humano, el elemento interior y central que unifica y envuelve (NA: Aquí también, es menester acordarse de que es el centro el que contiene todo en realidad.) a las tres esferas, intelectual, anímica e instintiva, a las cuales corresponden respectivamente el espíritu, el alma y el cuerpo. Por lo demás, como en el «microcosmo» se debe encontrar la correspondencia del «macrocosmo», estas tres esferas representan en él el análogo de las tres potencias universales que son la Providencia, la Voluntad y el Destino (NA: Se recordará lo que hemos dicho, a propósito de los «tres mundos», de la correspondencia más particular del Hombre con el dominio anímico o psíquico.); y la voluntad desempeña, en relación a ellas, un papel que hace de ella como la imagen del Principio mismo. Esta manera de considerar la voluntad (que, por lo demás, es menester decirlo, está insuficientemente justificada por consideraciones de orden más psicológico que verdaderamente metafísico) debe ser aproximada a lo que hemos dicho precedentemente sobre el tema del Azufre alquímico, ya que es exactamente de esto de lo que se trata en realidad. Además, aquí hay como una suerte de paralelismo entre las tres potencias, ya que, por una parte, la Providencia puede ser concebida evidentemente como la expresión de la Voluntad Divina, y, por otra, el Destino mismo aparece como una suerte de voluntad obscura de la Naturaleza. «El Destino es la parte inferior e instintiva de la Naturaleza universal (Ésta es entendida aquí en el sentido más general, y comprende entonces, como «tres naturalezas en una sola Naturaleza», el conjunto de los tres términos del «ternario universal», es decir, en suma todo lo que no es el Principio mismo.), que he llamado naturaleza naturada; a su acción propia se le llama fatalidad; la forma por la que se manifiesta a nosotros se llama necesidad… La Providencia es la parte superior e inteligente de la Naturaleza universal, que he llamado naturaleza naturante; es una ley viva emanada de la Divinidad, por cuyo medio todas las cosas se determinan en potencia de ser (NA: Este término es impropio, puesto que la potencialidad pertenece al contrario al otro polo de la manifestación; sería menester decir «principialmente» o «en esencia».)… Es la Voluntad del Hombre la que, como potencia mediana (que corresponde a la parte anímica de la Naturaleza universal), une el Destino a la Providencia; sin ella, estas dos potencias extremas no solo no se reunirían jamás, sino que no se conocerían siquiera» (NA: En otra parte, FABRE D’OLIVET, designa como los agentes respectivos de las tres potencias universales, a los seres que los Pitagóricos llamaban los «Dioses inmortales», los «Héroes glorificados» y los «Demonios terrestres», «relativamente a su elevación respectiva y a la posición armónica de los tres mundos que habitaban» (NA: Examens des Vers dorés de Pythagore, 3er Examen).). LA GRAN TRÍADA PROVIDENCIA, VOLUNTAD, DESTINO
Otro punto que es también muy digno de observación, es éste: la Voluntad humana, al unirse a la Providencia y al colaborar con ella conscientemente (NA: Colaborar así con la Providencia, es lo que se llama propiamente, en la terminología masónica, trabajar en la realización del «plan del Gran Arquitecto del Universo» (cf. Apercepciones sobre la Iniciación, cap. XXXI).), puede equilibrar al Destino y llegar a neutralizarle (NA: Es lo que los Rosacrucianos expresaban por el adagio Sapiens dominabitur astris, donde las «influencias astrales» representan, como lo hemos explicado más atrás, el conjunto de todas las influencias que emanan del medio cósmico y que actúan sobre el individuo para determinarle exteriormente.). FABRE D’OLIVET dice que «el acuerdo de la Voluntad y de la Providencia constituye el Bien; el Mal nace de su oposición (NA: En el fondo, esto identifica el bien y el mal a las dos tendencias contrarias que vamos a indicar, con todas sus consecuencias respectivas.)… El hombre se perfecciona o se deprava según que tienda a confundirse con la Unidad universal o a distinguirse de ella» (NA: Examens des Vers dorés de Pythagore, Examen.), es decir, según que, tendiendo hacia el uno o hacia el otro de los polos de la manifestación (NA: Se trata de las dos tendencias contrarias, ascendente una y descendente la otra, que son designadas como sattva y tamas en la tradición hindú.), que corresponden en efecto a la unidad y a la multiplicidad, alíe su voluntad a la Providencia o al Destino y se dirija así, ya sea del lado de la «libertad», o ya sea del lado de la «necesidad». El autor dice también que «la ley providencial es la ley del hombre divino, que vive principalmente de la vida intelectual, de la que ella es la reguladora»; por lo demás, no precisa más la manera en que comprende a este «hombre divino», que, según los casos, puede ser sin duda asimilado al «hombre trancendente» o solo al «hombre verdadero». Según la doctrina pitagórica, seguida sobre este punto como sobre tantos otros por Platón, «la Voluntad animada por la fe (y por consiguiente asociada por eso mismo a la Providencia) podía sojuzgar a la Necesidad misma, mandar a la Naturaleza, y operar milagros». El equilibrio entre la Voluntad y la Providencia, por una parte, y el Destino por la otra, estaba simbolizado geométricamente por el triángulo rectángulo cuyos lados son respectivamente proporcionales a los números 3, 4 y 5, triángulo al que el pitagorismo daba una gran importancia (NA: Este triángulo se encuentra también en el simbolismo masónico, y ya hemos hecho alusión a él a propósito de la escuadra del Venerable; el triángulo mismo completo aparece en las insignias del Past Master. Diremos en esta ocasión que una parte notable del simbolismo masónico se deriva directamente del pitagorismo, por una «cadena» ininterrumpida, a través de los Collegia fabrorum romanos y las corporaciones de constructores de la Edad Media; el triángulo de que se trata aquí es un ejemplo de ello, y tenemos otro en la Estrella radiante, idéntica al Pentalpha que servía de «medio de reconocimiento» a los pitagóricos (cf. Apercepciones sobre la Iniciación, cap. XVI).), y que, por una coincidencia muy sorprendente también, no la tiene menor en la tradición extremo oriental. Si la Providencia es representada (NA: Aquí encontramos de nuevo 3 como número «celeste» y 5 como número «terrestre», de igual modo que en la tradición extremo oriental, aunque ésta no los considera así como correlativos, puesto que 3 se asocia en ella a 2 y 5 a 6, así como lo hemos explicado más atrás; en cuanto a 4, corresponde a la cruz como símbolo del «Hombre Universal».) por 3, la Voluntad humana por 4 y el Destino por 5, se tiene en este triángulo: 32 + 42 = 52; la elevación de los números a la segunda potencia indica que esto se refiere al dominio de las fuerzas universales, es decir, propiamente al dominio anímico (NA: Este dominio es en efecto el segundo de los «tres mundos», ya sea que se los considere en el sentido ascendente o en el sentido descendente; la elevación a las potencias sucesivas, que representan grados de universalización creciente, corresponde al sentido ascendente (cf. El Simbolismo de la Cruz, cap. XII, y Los Principios del Cálculo infinitesimal, cap. XX).), el que corresponde al Hombre en el «macrocosmo», y en el centro del cual, en tanto que término mediano, se sitúa la voluntad en el «microcosmo» (NA: Según el esquema dado por FABRE D’OLIVET, este centro de la esfera anímica es al mismo tiempo el punto de tangencia de las otras dos esferas intelectual e instintiva, cuyos centros están situados en dos puntos diametralmente opuestos de la circunferencia de esta misma esfera mediana: «Este centro, al desplegar su circunferencia, alcanza a los otros centros, y reúne en sí mismo los puntos opuestos de las dos circunferencias que despliegan (es decir, el punto más bajo de la una y el punto más alto de la otra), de suerte que las tres esferas vitales, al moverse la una en la otra, se comunican sus naturalezas diversas, y llevan de la una a la otra su influencia respectiva y recíproca» – Así pues, las circunferencias representativas de dos esferas consecutivas (intelectual y anímica, anímica e instintiva) presentan la disposición cuyas propiedades hemos señalado a propósito de la figura 3, puesto que cada una de ellas pasa por el centro de la otra.). 3203 LA GRAN TRÍADA PROVIDENCIA, VOLUNTAD, DESTINO
Por consiguiente, si el presente puede ser puesto en correspondencia con el Hombre (y, por lo demás, incluso en lo que concierne simplemente al ser humano ordinario, es evidente que solo en el presente puede ejercer su acción, al menos de una manera directa e inmediata) (NA: Si el «hombre verdadero» puede ejercer una influencia en un momento cualquiera del tiempo, es porque, desde el punto central donde está situado, puede, a voluntad, hacer ese momento presente para él.), nos queda ver si no habría también una cierta correspondencia del pasado y del porvenir con los otros dos términos de la Tríada; y es también una comparación entre las determinaciones espaciales y temporales la que nos va a proporcionar la indicación de ello. En efecto, los estados de manifestación inferiores y superiores en relación al estado humano, que son representados, según el simbolismo espacial, como situados respectivamente por debajo y por encima de él, son descritos por otra parte, según el simbolismo temporal, como constituyendo ciclos respectivamente anteriores y posteriores al ciclo actual. El conjunto de estos estados forma así dos dominios cuya acción, en tanto que se hace sentir en el estado humano, se expresa en él por influencias que se pueden llamar «terrestres» por una parte y «celestes» por la otra, en el sentido que hemos dado constantemente aquí a estos términos, acción que aparece como la manifestación respectiva del Destino y de la Providencia; es lo que la tradición hindú indica muy claramente al atribuir uno de estos dominios a los asuras y el otro a los devas. En efecto, al considerar los dos términos de la Tríada bajo el aspecto del Destino y de la Providencia es quizás cuando la correspondencia es más claramente visible; y es precisamente por eso por lo que el pasado aparece como «necesitado» y el porvenir como «libre», lo que es muy exactamente el carácter propio de estas dos potencias. Es cierto que ahí todavía no se trata en realidad más que una cuestión de «perspectiva», y que, para un ser que está fuera de la condición temporal, ya no hay ni pasado, ni porvenir, ni por consiguiente ninguna diferencia entre ellos, puesto que todo se le aparece en perfecta simultaneidad (NA: Con mayor razón es así al respecto del Principio; haremos observar a este propósito que el Tetragrama hebraico es considerado como constituido gramaticalmente por la contracción de los tres tiempos del verbo «ser»; por eso mismo, designa al Principio, es decir, al Ser puro, que envuelve en sí mismo los tres términos del «ternario universal», según la expresión de FABRE D’OLIVET, como la Eternidad que le es inherente envuelve en sí misma el «triple tiempo».); pero, bien entendido, aquí hablamos desde el punto de vista de un ser que, al estar en el tiempo, se encuentra colocado necesariamente por eso mismo entre el pasado y el porvenir. LA GRAN TRÍADA EL TRIPLE TIEMPO
«El Destino, dice sobre este punto FABRE D’OLIVET, no da el principio de nada, sino que se apodera de él desde que es dado, para dominar sus consecuencias. Es solo por la necesidad de esas consecuencias como influye sobre el porvenir y se hace sentir en el presente, ya que todo lo que posee en propiedad está en el pasado. Así pues, se puede entender por Destino esa potencia según la cual concebimos que las cosas hechas están hechas, que son así y no de otro modo, y que, una vez colocadas según su naturaleza, tienen resultados forzosos que se desarrollan sucesiva y necesariamente». Es menester decir que el autor se expresa mucho menos claramente en lo que concierne a la correspondencia temporal de las otras dos potencias, y que incluso, en un escrito anterior al que citamos aquí, le ha ocurrido invertirlas de una manera que parece bastante difícilmente explicable (NA: En los Examens des Vers dorés de Pythagore (Examen), dice en efecto que «la potencia de la voluntad se ejerce sobre las cosas por hacer o sobre el porvenir; la necesidad del destino, se ejerce sobre las cosas hechas o sobre el pasado… La libertad reina en el porvenir, la necesidad en el pasado, y la providencia sobre el presente». Esto equivale a hacer de la Providencia el término mediano, y, al atribuir la «libertad» como carácter propio a la Voluntad, a presentar a ésta como lo opuesto del Destino, lo que no podría concordar de ninguna manera con las relaciones reales de los tres términos, tal como las ha expuesto él mismo un poco más adelante.). «La Voluntad del hombre, al desplegar su actividad, modifica las cosas coexistentes (y por consiguiente presentes), crea otras nuevas, que devienen al instante la propiedad del Destino, y prepara para el porvenir mutaciones en lo que estaba hecho, y consecuencias necesarias en lo que acaba de serlo (NA: Se puede decir en efecto que la Voluntad trabaja con vistas al porvenir, en tanto que éste es una consecución del presente, pero, bien entendido, esto no es en modo alguno la misma cosa que decir que ella opera directamente sobre el porvenir mismo como tal.)… El fin de la Providencia es la perfección de todos los seres, y esta perfección, recibe de Dios mismo su tipo irrefragable. El medio que ella tiene para llegar a este fin, es lo que llamamos el tiempo. Pero el tiempo no existe para ella según la idea que tenemos nosotros de él (NA: Esto es evidente, puesto que ella corresponde a lo que es superior al estado humano, estado del que el tiempo no es más que una de las condiciones especiales; pero convendría agregar, para mayor precisión, que la Providencia se sirve del tiempo en tanto que éste está, para nosotros, dirigido «hacia adelante», es decir, en el sentido del porvenir, lo que implica por otra parte el hecho de que el pasado pertenece al Destino.); ella lo concibe como un movimiento de eternidad» (NA: Parece que esto sea una alusión a lo que los escolásticos llamaban aevum o aeviternitas, términos que designaban modos de duración diferentes del tiempo y que condicionan los estados «angélicos», es decir, supraindividuales, que aparecen en efecto como «celestes» en relación al estado humano.). Todo esto no está perfectamente claro, pero podemos suplir fácilmente esta laguna; ya lo hemos hecho hace un momento, por lo demás, en lo que concierne al Hombre, y por consiguiente a la Voluntad. En cuanto a la Providencia, desde el punto de vista tradicional, es una noción corriente que, según la expresión coránica, «Dios tiene las llaves de las cosas ocultas» (NA: Qorân, VI, 59.), y por consiguiente, concretamente, de las cosas que, en nuestro mundo, todavía no se han manifestado (NA: Decimos concretamente, ya que no hay que decir que aquí no se trata en realidad más que una parte infinitesimal de las «cosas ocultas» (el-ghaybu), que comprenden todo lo no manifestado.); el porvenir está en efecto oculto para los hombres, al menos en las condiciones habituales; ahora bien, es evidente que un ser, cualquiera que sea, no puede tener ninguna influencia sobre lo que no conoce, y que, por consiguiente, el hombre no podría actuar directamente sobre el porvenir, que, por lo demás, en su «perspectiva» temporal, no es para él más que lo que todavía no existe. Por otra parte, esta idea ha permanecido incluso en la mentalidad común, que, quizás sin tener consciencia muy clara de ello, lo expresa con afirmaciones proverbiales tales como, por ejemplo, «el hombre propone y Dios dispone», es decir, que, aunque el hombre se esfuerce, en la medida de sus medios, en preparar el porvenir, no obstante, éste no será en definitiva más que lo que Dios quiera que sea, o lo que le haga ser por la acción de su Providencia (de donde resulta, por lo demás, que la Voluntad actuará tanto más eficazmente en vistas del porvenir cuanto más estrechamente unida esté a la Providencia); y se dice también, más explícitamente aún, que «el presente pertenece a los hombres, pero el porvenir pertenece a Dios». Así pues, no podría haber ninguna duda a este respecto, y es efectivamente el porvenir el que, entre las modalidades del «triple tiempo», constituye el dominio propio de la Providencia, como lo exige por lo demás la simetría de ésta con el Destino que tiene como dominio propio el pasado, ya que esta simetría debe resultar necesariamente del hecho de que estas dos potencias representan respectivamente los dos términos extremos del «ternario universal». LA GRAN TRÍADA EL TRIPLE TIEMPO
Después de la consciencia individual ( ahamkara ), la enumeración de los tattwas del Sânkhya conlleva, en el mismo grupo de las “producciones productivas”, los cinco tanmâtras, determinaciones elementales sutiles, y por consiguiente incorporales y no perceptibles exteriormente, que son, de una manera directa, los principios respectivos de los cinco bhûtas o elementos corporales y sensibles, y que tienen su expresión definida en las condiciones mismas de la existencia individual en el grado donde se sitúa el estado humano. La palabra tanmâtra significa literalmente una “asignación” ( mâtra, medida, determinación ) que delimita el dominio propio de una cierta cualidad ( tad o tat, pronombre neutro, “eso”, tomado aquí en el sentido de “quididad”, como el árabe dhât ) ( Hay lugar a destacar que estas palabras tat y dhât son fonéticamente idénticas entre sí, y que lo son también al inglés that, que tiene el mismo sentido. ) en la Existencia universal; pero éste no es el lugar de entrar en desarrollos más amplios sobre este punto. Diremos solamente que los cinco tanmâtras se designan habitualmente por los nombres de las cualidades sensibles: auditiva o sonora ( shabda ), tangible ( sparsha ), visible ( rûpa, con el doble sentido de forma y color ), gustativa ( RASA ), olfativa ( ghanda ); pero estas cualidades no pueden considerarse aquí más que en el estado principial, en cierto modo, y “no desarrollado”, puesto que es solo por los bhûtas como serán manifestadas efectivamente en el orden sensible; y la relación de los tanmâtras con los bhûtas es, en su grado relativo, análoga a la relación de la “esencia” con la “substancia”, de suerte que se podría dar bastante justamente a los tanmâtras la denominación de “esencias elementales” ( NA: Es en un sentido muy próximo a esta consideración de los tanmâtras como FABRE D’OLIVET, en su interpretación del Génesis ( La lengua hebraica restituida ), emplea la expresión de “elementización inteligible”. ). Los cinco bhûtas son, en el orden de su producción o de su manifestación ( orden correspondiente al que acaba de indicarse para los tanmâtras, puesto que a cada elemento pertenece en propiedad una cualidad sensible ), el Éter ( Âkâsha ), el Aire ( Vayû ), el Fuego ( Têjas ), el Agua ( Ap ) y la Tierra ( Prithwî o Prithivî ); y es de ellos de lo que está formada toda la manifestación grosera o corpórea. HDV VIII
Es preciso ahora que señalemos que, si el espacio y el tiempo son condiciones necesarias del movimiento, no son en absoluto sus causas primeras; en sí mismos son efectos, por medio de los cuales se manifiesta el movimiento, otro efecto más (secundario con respecto a los anteriores, que en este sentido pueden ser considerados como causas inmediatas, ya que es condicionado por ellos) de las causas esenciales, que contienen potencialmente la integralidad de todos sus efectos, y que se sintetizan en la Causa total y suprema, concebida como la Potencia Universal, ilimitada e incondicionada (Esto está muy claramente expresado en el simbolismo bíblico: en lo que concierne a la aplicación cosmogónica especial del mundo físico, Qaïn (“el fuerte y potente transformador, aquel que centraliza y asimila”) corresponde al tiempo, Habel (“el dulce y pacífico liberador, quien libra y sosiega, quien evapora, quien fue el centro”), al espacio, y Sheth (“la base y el fondo de las cosas”) al movimiento (ver los trabajos de FABRE D’OLIVET). El nacimiento de Qaïn precede al de Habel, es decir, la manifestación perceptible del tiempo precede (lógicamente) a la del espacio, al igual que el sonido es la primera de las cualidades sensibles; la muerte de Habel en manos de Qaïn representa entonces la destrucción aparente, en la exterioridad de las cosas, de la simultaneidad por parte de la sucesión; el nacimiento de Sheth es consecutivo a esta muerte, está como condicionado por aquello que representa, y no obstante Sheth, o el movimiento, no procede de Qaïn y Habel, o del tiempo y el espacio, aunque su manifestación sea una consecuencia de la acción del uno sobre el otro (considerando entonces al espacio como pasivo respecto al tiempo); como ellos, nace del propio Adam, es decir, procede tan directamente como ellos de la exteriorización de las potencias del Hombre Universal, quien, como dice FABRE D’OLIVET, lo ha “generado por medio de su facultad asimiladora y su sombra reflejada”. El tiempo, en sus tres aspectos de pasado, presente y futuro, une entre sí todas las modificaciones, consideradas en tanto que sucesivas, de cada uno de los seres a quienes conduce, a través de la Corriente de las Formas, hacia la Transformación final; así, Shiva, bajo el aspecto de Mahâdêva, con sus tres ojos y esgrimiendo el trishûla (tridente), se mantiene en el centro de la Rueda de las Cosas. El espacio, producido por la expansión de las potencialidades de un punto principial y central, hace coexistir en su unidad la multiplicidad de las cosas, que, consideradas (exterior y analíticamente) como simultáneas, están todas contenidas en él y penetradas por el Éter, que todo lo abarca; del mismo modo, Vishnú, en su aspecto de Vâsudêva, manifiesta las cosas, las penetra en su esencia íntima a través de múltiples modificaciones, repartidas en la circunferencia de la Rueda de las Cosas, sin que la unidad de su Esencia suprema sea alterada (cf. Bhagavad-Gita, X). En fin, el movimiento, o de toda modificación o diversificación en lo manifestado, ley cíclica y evolutiva, que manifiesta Prajâpati, o Brahma considerado en tanto que “Señor de las Criaturas”, al mismo tiempo que es “el Substanciador y el Sustentador orgánico”.). Por otra parte, para que el movimiento pueda realizarse en acto, es preciso que algo sea movido, o, dicho de otro modo, una substancia (en el sentido etimológico de la palabra) (Y no en el sentido en el que lo entiende Spinoza.) sobre la cual se ejerza; lo que es así movido es la materia, que no interviene en la producción del movimiento más que como una condición puramente pasiva. Las reacciones de la materia sometida al movimiento (puesto que la pasividad implica siempre una reacción) desarrollan en ella las diferentes cualidades sensibles, que, como ya hemos dicho, corresponden a los elementos cuyas combinaciones constituyen esa modalidad de la materia que conocemos (en tanto que objeto, no de percepción, sino de pura concepción) (Cf. el dogma de la “Inmaculada Concepción” (ver “Páginas dedicadas a Sahaïf Ataridiyah”, por Abdûl-Hâdi, en La Gnose, enero de 1911, p. 35.) como el “substrato” de la manifestación física. En este dominio, la actividad no es entonces inherente a la materia y espontánea en ella, sino que le pertenece, de una forma refleja, en tanto que esta materia coexiste con el espacio y con el tiempo, y es esta actividad de la materia en movimiento la que constituye, no la vida en sí misma, sino la manifestación de la vida en el dominio que consideramos. El primer efecto de esta actividad es el de dar forma a esta materia, ya que es necesariamente informe en tanto que está en el estado homogéneo e indiferenciado, que es el del Éter primordial; es solamente susceptible de tomar todas las formas que están potencialmente contenidas en la extensión integral de su posibilidad particular (Ver Le Démiurge, aquí mismo, cap. I, 1a parte (cita del Vêda).). Se puede decir entonces que es también el movimiento lo que determina la manifestación de la forma en modo físico o corporal; y, al igual que toda forma procede por diferenciación de la forma esférica primordial, todo movimiento puede reducirse a un conjunto de elementos de los cuales cada uno es un movimiento vibratorio helicoidal, que no se diferenciará del vórtice esférico elemental en tanto el espacio no sea considerado como isótropo. MISCELÁNEA : LAS CONDICIONES DE LA EXISTENCIA CORPORAL
2, Vâyu es el Aire, y más particularmente el Aire en movimiento (o considerado como principio del movimiento diferenciado (Esta diferenciación implica ante todo la idea de una o más direcciones especializadas en el espacio, como ahora veremos.), pues esta palabra, en su primitivo significado, designa propiamente el soplo o el viento) (La palabra Vâyu deriva de la raíz verbal vâ, ir, moverse (que incluso se ha conservado en francés: il va, mientras que las raíces i y gâ, que se refieren a la misma idea, se encuentran respectivamente en el latín ire y en el inglés to go). Análogamente, el aire atmosférico, en tanto que medio que rodea a nuestro cuerpo y que se impresiona en nuestro organismo, se nos hace sensible por su desplazamiento (estado cinético y heterogéneo) antes de que percibamos su presión (estado estático y homogéneo). Recordemos que Aer (de la raíz hebrea Ar, formada por las partículas alef y resh, que se refiere particularmente al movimiento rectilíneo) significa, según FABRE D’OLIVET, “lo que da a todo el principio del movimiento”.); la movilidad es entonces considerada como la naturaleza característica de este elemento, que es el primero diferenciado a partir del Eter primordial (y que todavía es neutro como éste, al no aparecer la polarización exterior más que en la dualidad en modo complementario del Fuego y el Agua). En efecto, esta primera diferenciación necesita un movimiento complejo, constituido por un conjunto (combinación o coordinación) de movimientos vibratorios elementales, y que determina una ruptura de la homogeneidad del medio cósmico, propagándose según ciertas direcciones particulares y determinadas a partir de su punto de origen. MISCELÁNEA : LAS CONDICIONES DE LA EXISTENCIA CORPORAL
Regresemos a nuestra concepción del punto que ocupa toda la extensión por la indefinidad de sus manifestaciones, es decir, de sus múltiples y contingentes modificaciones; desde el punto de vista dinámico (Es importante destacar que “dinámico” no es en absoluto sinónimo de “cinético”; el movimiento puede ser considerado como la consecuencia de una cierta acción de la fuerza (haciendo así esta acción mensurable, mediante una traducción espacial que permite definir su “intensidad”), pero no puede identificarse con esta fuerza; por otra parte, bajo otras modalidades y otras condiciones, la fuerza (o la voluntad) en acción produce evidentemente algo distinto al movimiento, ya que, como hemos indicado anteriormente, éste no constituye sino un caso particular entre la indefinidad de modificaciones posibles comprendidas en el mundo exterior, es decir, en el conjunto de la manifestación universal.), éstas deben ser consideradas, en la extensión (de la cual son todos los puntos) como otros tantos centros de fuerza (siendo cada una, potencialmente, el centro mismo de la extensión), y la fuerza no es sino la afirmación (en modo manifestado) de la voluntad del Ser, simbolizado por el punto, siendo tal voluntad, en sentido universal, su potencia activa o su “energía productora” (shakti) (Esta potencia activa puede, por lo demás, ser considerada bajo diferentes aspectos: como poder creador, es más particularmente llamada Kriyâ-shakti, mientras que Jnâna-shakti es el poder de conocimiento, Ichchâ-shakti el poder del deseo, etc., considerando la indefinida multiplicidad de los atributos manifestados del Ser en el mundo exterior, pero sin fraccionar por ello en absoluto, en la pluralidad de estos aspectos, la unidad de la Potencia Universal en sí, que necesariamente es correlativa de la unidad esencial del Ser, y está implícita en esta misma unidad. En el orden psicológico, esta potencia activa está representada por Ishâ, (formada por las partículas alef, shin, hei), “facultad volitiva” de Ish, el “hombre intelectual” (formada por las partículas alef, iud, shin). (Ver FABRE D’OLIVET, La Langue hébraïque restituée).), indisolublemente unida a él, y ejerciéndose en el dominio de la actividad del Ser, es decir, con el mismo simbolismo, sobre la propia extensión considerada pasivamente, o desde el punto de vista estático (como el campo de acción de uno cualquiera de estos centros de fuerza) (La Posibilidad Universal, entendida, en su unidad integral (aunque, por supuesto, solamente en cuanto a las posibilidades de manifestación), como el aspecto femenino del Ser (cuyo aspecto masculino es Purusha, que es el Ser mismo en su identidad suprema y “no actuante”) se polariza en potencia activa (shakti) y potencia pasiva (Prakriti).). Así, en todas y en cada una de sus manifestaciones, el punto puede ser considerado (con respecto a sus manifestaciones) como polarizándose en modo activo y pasivo, o, si se prefiere, directo y reflejo (Sin embargo, esta polarización permanece potencial (luego ideal, y no sensible) en tanto que no consideremos el actual complementarismo entre el Fuego y el Agua (cada uno de los cuales permanece por lo demás igualmente polarizado en potencia); hasta ahora, los dos aspectos activo y pasivo no pueden ser disociados más que excepcionalmente, puesto que el aire es todavía un elemento neutro.); el punto de vista dinámico, activo o directo, corresponde a la esencia, y el punto de vista estático, pasivo o reflejo, corresponde a la substancia (Para cualquier punto de la extensión, el aspecto estático es reflejo con respecto al aspecto dinámico, que es directo en tanto que participa inmediatamente de la esencia del punto principial (lo que implica una identificación), pero que, no obstante, es él mismo reflejo con respecto a este punto considerado en sí, en su indivisible unidad; jamás debe perderse de vista que la consideración de la actividad y de la pasividad no implica más que una relación o una analogía entre dos términos considerados como recíprocamente complementarios.); pero, por supuesto, la consideración de ambos puntos de vista (complementarios uno del otro) en otra modalidad de la manifestación en nada altera la unidad del punto principial (al igual que tampoco el Ser del cual es el símbolo), y esto permite concebir claramente la identidad fundamental de la esencia y la substancia, que son, como hemos indicado en un principio, los dos polos de la manimanifestación universal. MISCELÁNEA : LAS CONDICIONES DE LA EXISTENCIA CORPORAL
Estamos lejos de las prudentes reservas de los primeros sinólogos, que hemos relatado antes; y sin embargo, si las pretensiones de los filólogos van cada vez aumentando, hace mucha falta que su ciencia haga también rápidos progresos. Así, en egiptología, se está aún en el método de Champollion, que sólo tiene el error de aplicarse únicamente a las inscripciones de las épocas griega y romana, donde la escritura egipcia devino puramente fonética tras la degeneración de la lengua, mientras que era jeroglífica, es decir, ideográfica, como lo es la escritura china. Por lo demás, el defecto de todos los filólogos oficiales es querer interpretar las lenguas sagradas, casi siempre ideográficas, como lo harían para lenguas vulgares, de caracteres simplemente alfabéticas o fonéticas. Añadamos que hay lenguas que combinan los dos sistemas ideográfico y alfabético; tal es el hebreo bíblico, como lo ha mostrado FABRE D’OLIVET en La Langue hébraïque restituée, y podemos destacar de pasada que esto basta para hacer comprender que el texto de la Biblia, en su significación verdadera, nada tienen en común con las interpretaciones ridículas que se han dado, desde los comentarios de los teólogos, tanto protestantes como católicos, comentarios basados además sobre versiones enteramente erróneas, hasta las críticas de los exégetas modernos, que todavía se están preguntando cómo es que en el Génesis hay pasajes donde Dios es llamado Elohim y otras donde es llamado YHWY, sin darse cuenta que esos dos términos, de los cuales el primero es además un plural, tienen un sentido totalmente diferente, y que en realidad ni uno ni otro han designado nunca a Dios. MISCELÁNEA : A PROPÓSITO DE UNA MISIÓN EN ASIA CENTRAL?
Lo que es también muy digno de ser notado aquí, es la relación que existe entre el simbolismo del Arca y el del arcoiris, relación que está sugerida, en el texto bíblico, por la aparición de este último después del diluvio, como signo de la alianza entre Dios y las criaturas terrestres (Génesis IX, 12-17.). El Arca, durante el cataclismo, flota sobre el Océano de las aguas inferiores; el arcoiris, en el momento que marca el restablecimiento del orden y la renovación de todas las cosas, aparece «en la nube», es decir, en la región de las aguas superiores. Por consiguiente, se trata de una relación de analogía en el sentido más estricto de esta palabra, es decir, que las dos figuras son inversas y complementarias la una de la otra: la convexidad del Arca está vuelta hacia abajo, la del arcoiris hacia arriba, y su reunión forma una figura circular o cíclica completa, figura de la que son como las dos mitades )Estas dos mitades corresponden a las del «Huevo del Mundo» como las «aguas superiores» y las «aguas inferiores» mismas; durante el periodo de trastorno, la mitad superior ha devenido invisible, y es en la mitad inferior donde se produce entonces lo que FABRE D’OLIVET denomina el «amontonamiento de las especies». – Las dos figuras complementarias en cuestión, bajo un cierto punto de vista, pueden ser asimiladas también a dos crecientes lunares vueltos en sentido inverso (siendo uno como el reflejo del otro y su simétrico en relación a la línea de separación de las aguas), lo que se refiere al simbolismo de Janus, uno de cuyos emblemas es el navío. Se observará también que hay una suerte de equivalencia simbólica entre el creciente, la copa y el navío, y que la palabra «bajel» sirve para designar a la vez a estas dos últimas (el «Santo Bajel» es una de las denominaciones más habituales del Grial en la edad media).). Esta figura estaba en efecto completa en el comienzo del ciclo: es la sección vertical de una esfera cuya sección horizontal es representada por el recinto circular del Paraíso terrestre (Esta esfera es también el «Huevo del Mundo»; el Paraíso terrestre se encuentra en el plano que le divide en sus dos mitades superior e inferior, es decir, en el límite del Cielo y de la Tierra.); y éste está dividido por una cruz que forman los cuatro ríos salidos de la «montaña polar» )Los kabbalistas hacen corresponder a estos cuatro ríos las cuatro letras que forman en hebreo la palabra Pardés; ya hemos señalado en otra parte su relación analógica con los cuatro ríos de los Infiernos (Ver El Esoterismo de Dante, ed. francesa de 1957, p. 63).). La reconstitución debe operarse al final del mismo ciclo; pero entonces, en la figura de la Jerusalem celeste, el círculo está reemplazado por un cuadrado )Este reemplazo corresponde al del simbolismo vegetal por el simbolismo mineral, reemplazo cuya significación ya hemos indicado en otra parte (El Esoterismo de Dante, ed. francesa de 1957, p. 67). – Las doce puertas de la Jerusalem celeste corresponden naturalmente a los doce signos del Zodiaco, así como a las doce tribus de Israel; así pues, se trata de una transformación del ciclo zodiacal, consecutiva a la detención de la rotación del mundo y a su fijación en un estado final que es la restauración del estado primordial, cuando esté acabada la manifestación sucesiva de las posibilidades que éste contenía. El «Arbol de la Vida», que estaba en el centro del Paraíso terrestre, está igualmente en el centro de la Jerusalem celeste, y aquí tiene doce frutos; éstos presentan una cierta similitud con los doce Adityas, como el «Árbol de la Vida» mismo la tiene con Aditi, la esencia única e indivisible de la que han salido.), y esto indica la realización de lo que los hermetistas designaban simbólicamente como la «cuadratura del círculo»: la esfera, que representa el desarrollo de las posibilidades por la expansión del punto primordial y central, se transforma en un cubo cuando este desarrollo está acabado y cuando se alcanza el equilibrio final para el ciclo considerado (Se podría decir que la esfera y el cubo corresponden aquí respectivamente a los dos puntos de vista dinámico y estático; las seis caras del cubo están orientadas según las tres dimensiones del espacio, como los seis brazos de la cruz trazada a partir del centro de la esfera. – En lo que concierne al cubo, será fácil hacer una aproximación con el símbolo masónico de la «piedra cúbica», que se refiere igualmente a la idea de acabado y de perfección, es decir, a la realización de la plenitud de las posibilidades implicadas en un cierto estado.). Rey del Mundo CAPÍTULO XI
El “Rayo Celeste” atraviesa todos los estados de ser, marcando, así como ya lo hemos dicho, el punto central de cada uno de ellos con su huella sobre el plano horizontal correspondiente, y el lugar de todos estos puntos centrales es el “Invariable Medio”; pero esta acción del “Rayo Celeste” no es efectiva más que si produce, por su reflexión sobre uno de estos planos, una vibración que, propagándose y amplificándose en la totalidad del ser, ilumina su caos, cósmico o humano. Decimos cósmico o humano, ya que esto puede aplicarse tanto al “macrocosmo” como al “microcosmo”; en todos los casos, el conjunto de las posibilidades del ser no constituye propiamente más que un caos “informe y vacío” ( NA: Es la traducción literal del hebreo thotu va-bohu, que FABRE D’OLIVET ( La Lengua hebrea restituida ) explica por “potencia contingente de ser en una potencia de ser”. ), en el que todo es oscuridad hasta el momento en que se produce esta iluminación que determina su organización armónica en el paso de la potencia al acto ( Cf. Génesis, 1, 2-3. ). Esta misma iluminación corresponde estrictamente a la conversión de los tres gunas el uno en el otro que hemos descrito más atrás según un texto del Vêda: si consideramos las dos fases de esta conversión, el resultado de la primera, efectuada a partir de los estados inferiores del ser, se opera en el plano mismo de reflexión, mientras que la segunda imprime a la vibración reflejada una dirección ascensional, que la trasmite a través de toda la jerarquía de los estados superiores del ser. El plano de reflexión, cuyo centro, punto de incidencia del “Rayo Celeste”, es el punto de partida de esta vibración indefinida, será entonces el plano central en el conjunto de los estados de ser, es decir, el plano horizontal de coordenadas en nuestra representación geométrica, y su centro será efectivamente el centro del ser<ser total. Este plano central, donde se trazan los brazos horizontales de la cruz de tres dimensiones, desempeña, en relación al “Rayo Celeste” que es su brazo vertical, un papel análogo al de la “perfección pasiva” en relación a la “perfección activa”, o al de la “substancia” en relación a la “esencia”, al de Prakriti en relación a Purusha: es siempre, simbólicamente, la “Tierra” en relación al “Cielo”, y es también lo que todas las tradiciones cosmogónicas están de acuerdo en representar como la “superficie de las Aguas” ( Ver El Hombre y su devenir según el Vêdânta, cap. V. ). También se puede decir que es el plano de separación de las “Aguas inferiores” y de las “Aguas superiores” ( Cf. Génesis, 1, 2-3. ), es decir, de los dos caos, formal e informal, individual y extraindividual, de todos los estados, tanto no manifestados como manifestados, cuyo conjunto constituye la Posibilidad total del “Hombre Universal”. Simbolismo de la Cruz XXIV
En lo que acabamos de decir, se ha podido notar la unión de los simbolismos “polar” y “solar”; pero, en lo que concierne propiamente al jabalí, importa el aspecto “polar” sobre todo; y ello resulta, por lo demás, de este hecho: el jabalí representaba antiguamente la constelación llamada más tarde la Osa Mayor (Recordaremos que esta constelación ha tenido además muchos otros nombres, entre otros el de La Balanza (Libra); pero estaría fuera de nuestro propósito ocuparnos ahora de ello). En esta sustitución de nombres hay una de las señales de lo que los celtas simbolizaban precisamente por la lucha del jabalí y la osa, es decir, la rebelión de los representantes del poder temporal contra la supremacía de la autoridad espiritual, con las diversas vicisitudes que de ello se siguieron en el curso de las épocas históricas sucesivas. Las primeras manifestaciones de esta rebelión, en efecto, se remontan mucho más lejos que la historia ordinariamente conocida, e inclusive más lejos que el comienzo del Kali-Yuga, en el cual adquirió su máxima extensión; por eso el nombre de bor pudo ser transferido del jabalí al oso (En inglés bear, en alemán Bär), y la “Bórea” misma, la “tierra del jabalí”, pudo convertirse luego, en un momento dado, en la “tierra del oso”, durante un período de predominio de los kshátriya al cual, según la tradición hindú, puso fin Páraçu Râma (Ya hemos tenido ocasión de señalar a este respecto que FABRE D’OLIVET y sus seguidores, como Saint-Yves d’Alveydre, parecen haber cometido una confusión harto extraña entre Páraçu-Rârna y Râma-Chandra, o sea entre el sexto y el séptimo avatara de Vishnu). SFCS : EL JABALI Y LA OSA
El sol ha sido representado a menudo, en tiempos y lugares muy diversos y hasta en el Medioevo occidental, con rayos de dos tipos, alternativamente rectilíneos y ondulados; un ejemplo notable se encuentra en una tableta asiría del Museo Británico que data del siglo I a. C. (Esta tableta está reproducida en The Babylonian Legends of the Creation and the Fight between Bel and the Dragon as told by Assyrian Tablets from Nineveh, publicación del British Museum); en ella el sol aparece como una especie de estrella de ocho rayos (El número puede tener aquí cierta relación con el simbolismo cristiano del Sol Iustitiae o ‘Sol de Justicia’ (cf. el simbolismo del 8 arcano del Tarot); el Dios solar ante el cual está colocada esa figuración tiene, por lo demás, en una mano “un disco y una barra, que son representaciones convencionales de la regla y de la vara de justicia”; con respecto al primero de estos dos emblemas, recordaremos la relación existente entre el simbolismo de la “medida” y el de los “rayos solares” (ver Le Régne de la quantité et les signes des ternps, cap. III)): cada uno de los cuatro rayos verticales y horizontales está constituido por dos rectas que forman un ángulo muy agudo, y cada uno de los cuatro rayos intermedios lo está por un conjunto de tres líneas onduladas paralelas. En otras figuraciones equivalentes, los rayos ondulados están constituidos, como los rectos, por dos líneas que se unen por sus extremos y que reproducen así el conocido aspecto de la “espada flamígera” (Señalaremos incidentalmente que esta forma ondulada es a veces también una representación del relámpago, el cual, por otra parte, está igualmente en relación con la lluvia, en cuanto ésta aparece como una consecuencia de la acción del rayo sobre las nubes, que libera a las aguas contenidas en ellas); en todos los casos, va de suyo que los elementos esenciales son respectivamente la línea recta y la ondulada, a las cuales los dos tipos de rayos pueden reducirse, en definitiva, en las representaciones más simplificadas; pero ¿cuál es exactamente la significación de esas dos líneas? En primer lugar, según el sentido que puede parecer más natural cuando se trata de una figuración del sol, la línea recta representa la luz y la ondulada el calor; esto corresponde, por lo demás, al simbolismo de las letras hebreas rêsh y shîn en cuanto elementos respectivos de las raíces ar (‘r) y ash (‘sh), que expresan precisamente esas dos modalidades complementarias del fuego (Ver FABRE D’OLIVET, La Langue hébraïque restituée). Solo que, por otra parte – y esto parece complicar las cosas -, la línea ondulada es también, muy generalmente, un símbolo del agua; en la misma tableta asiría que mencionábamos, las aguas se figuran por una serie de líneas onduladas enteramente semejantes a las que se ven en los rayos del sol. La verdad es que, teniendo en cuenta lo que ya hemos explicado, no hay en ello contradicción ninguna: la lluvia, a la cual conviene naturalmente el símbolo general del agua, puede considerarse realmente como procedente del sol; y además, como es efecto del calor solar, su representación puede confundirse legítimamente con la del calor mismo (Según el lenguaje de la tradición extremo-oriental, siendo la luz yang, el calor, considerado como oscuro, es yin con respecto a aquella, lo mismo que, por otra parte, el agua es yin con respecto al fuego; la línea recta es, pues, aquí yang, y la línea ondulada yin, también desde estos dos puntos de vista). Así, la doble radiación que consideramos es por cierto luz y calor en cierto respecto; pero a la vez, en otro respecto, es también luz y lluvia, por las cuales el sol ejerce su acción vivificante sobre todas las cosas. SFCS : LA LUZ Y LA LLUVIA