La realización efectiva de los estados múltiples del ser se refiere a la concepción de lo que diferentes doctrinas tradicionales, y concretamente el esoterismo islámico, designan como el “Hombre Universal” (NA: El “Hombre Universal” (en árabe El-Insânul-kâmil) es el Adam Qadmôn de la Qabbalah hebraica; es también el “Rey” (Wang) de la tradición extremo oriental (Tao-te-king, XXV). — Existen, en el esoterismo islámico, un gran número de tratados de diferentes autores sobre El-Insânul-kâmil; aquí solo mencionaremos, como más particularmente importantes desde nuestro punto de vista, los de Mohyiddin ibn Arabi y de Abdul-Karîm El-Jîli.)), concepción que, como lo hemos dicho en otra parte, establece la analogía constitutiva de la manifestación universal y de su modalidad individual humana, o, para emplear el lenguaje del hermetismo occidental del “macrocosmo” y del “microcosmo” (NA: Ya nos hemos explicado en otra parte sobre el empleo que hacemos de estos términos, así como de algunos otros para los cuales estimamos no tener que preocuparnos más del abuso que se ha podido hacer de ellos a veces (El Hombre y su devenir según el Vêdânta, cap. II y IV). — Estos términos, de origen griego, tienen también en árabe sus equivalentes exactos (El-Kawnul-kebir y El-Kawnuç-çeghir), términos que se toman en la misma acepción.). Por lo demás, esta noción puede considerarse a diferentes grados y con extensiones diversas, puesto que la misma analogía permanece válida en todos los casos (Se podría hacer una precisión semejante en lo que concierne a la teoría de los ciclos, que no es en el fondo más que otra expresión de los estados de existencia: todo ciclo secundario reproduce en cierto modo, a una escala menor, FASES correspondientes a las del ciclo más extenso al cual está subordinado.): así, ella puede restringirse a la humanidad misma, considerada ya sea en su naturaleza específica, ya sea incluso en su organización social, ya que es sobre esta analogía donde reposa esencialmente, entre otras aplicaciones, la institución de las castas (Cf. el Purusha-Sûkta del Rig-Vêda, X, 90.). A otro grado, ya más extenso, la misma noción puede abarcar el dominio de existencia correspondiente a todo el conjunto de un estado de ser determinado, cualquiera que sea por lo demás ese estado (Sobre este punto, y a propósito del Vaishwânara de la tradición hindú, ver El Hombre y su devenir según el Vêdânta, capítulo XII.); pero esta significación, sobre todo si se trata del estado humano, incluso tomado en el desarrollo integral de todas sus modalidades, o de otro estado individual, no es todavía propiamente más que “cosmológica”, y lo que debemos considerar esencialmente aquí, es una transposición metafísica de la noción del hombre individual, transposición que debe efectuarse en el dominio extraindividual y supraindividual. En este sentido, y si uno se refiere a lo que recordábamos hace un momento, la concepción del “Hombre Universal”, se aplicará primero, y más ordinariamente, al conjunto de los estados de manifestación; pero puede hacérsela todavía más universal, en la plenitud de la verdadera acepción de esta palabra, extendiéndola igualmente a los estados de no manifestación, y por consiguiente a la realización completa y perfecta del ser total, entendiendo éste en el sentido superior que hemos indicado precedentemente, y siempre con la reserva de que el término “ser” mismo ya no puede tomarse entonces más que en una significación puramente analógica. 29 SC II
Se debe comprender desde ahora que la totalización efectiva del ser, al estar más allá de toda condición, es la misma cosa que lo que la doctrina hindú llama la “Liberación” (Moksha), o lo que el esoterismo islámico llama la “Identidad Suprema” (Sobre este punto, ver los últimos capítulos de El Hombre y su devenir según el Vêdânta.). Por lo demás, en esta última forma tradicional, se enseña que el “Hombre Universal”, en tanto que es representado por el conjunto “Adam-Eva”, tiene el número de Allah, lo que es en efecto una expresión de la “Identidad Suprema” (NA: Este número, que es 66, se da por la suma de los valores numéricos de las letras que forman los nombres Adam wa Hawâ. Según el Génesis hebraico, el hombre, “creado macho y hembra”, es decir, en un estado androgínico, es “a la imagen de Dios”; y, según la tradición islámica, Allah ordenó a los ángeles adorar al hombre (Qorân, II, 34; XVII, 61; XVIII, 50). El estado androgínico original es el estado humano completo, en el que los complementarios, en lugar de oponerse, se equilibran perfectamente; tendremos que volver sobre este punto después. Aquí agregaremos solamente, que, en la tradición hindú, una expresión de este estado se encuentra contenida simbólicamente en la palabra Hamsa, donde los dos polos complementarios del ser están, además, puestos en correspondencia con las dos FASES de la respiración, que representan las de la manifestación universal.). A propósito de esto, es menester hacer una precisión que es en extremo importante, ya que se podría objetar que la designación de “Adam-Eva”, aunque sea ciertamente susceptible de transposición, no se aplica, en su sentido propio, más que al estado humano primordial: es que, si la “Identidad Suprema” no está realizada efectivamente más que en la totalización de los estados múltiples, se puede decir que en cierto modo ya está realizada virtualmente en el “estado edénico”, en la integración del estado humano llevado a su centro original, centro que, por lo demás, como se verá, es el punto de comunicación directa con los demás estados (NA: Los dos estados que indicamos aquí en la realización de la “Identidad Suprema” corresponden a la distinción que ya hemos hecho en otra parte entre lo que podemos llamar la “inmortalidad efectiva” y la “inmortalidad virtual” (ver El Hombre y su devenir según el Vêdânta, XVIII).). 40 SC III
Hemos tenido la ocasión de señalar en otra parte la importancia atribuida por las doctrinas orientales a estas siete regiones del espacio, así como a su correspondencia con ciertos periodos cíclicos (El Rey del Mundo, capítulo VII.); creemos útil reproducir aquí un texto que hemos citado entonces y que muestra que la misma cosa se encuentra también en las tradiciones occidentales; “Clemente de Alejandría dice que de Dios, “Corazón del Universo”, parten las extensiones indefinidas que se dirigen, una hacia lo alto, otra hacia abajo, ésta a la derecha, esa a la izquierda, una adelante y otra hacia atrás; dirigiendo su mirada hacia estas seis extensiones como hacia un número siempre igual, acaba el mundo; él es el comienzo y el fin (el alfa y el omega); en él se acaban las seis FASES del tiempo, y es de él de quien reciben su extensión indefinida; éste es el secreto del número 7″ (P. Vulliaud, La Kabbala judía, t. I, PP. 215-216.). 50 SC IV
Hemos visto que, en Clemente de Alejandría, se habla de seis FASES del tiempo, que corresponden respectivamente a las seis direcciones del espacio: son, como lo hemos dicho, seis periodos cíclicos, subdivisiones de otro periodo más general, y a veces representados como seis milenarios. El Zohar, del mismo modo que el Talmud, divide en efecto la duración del mundo en periodos milenarios. “El mundo subsistirá durante seis mil años a los cuales hacen alusión las seis primeras palabras del Génesis” (Siphra di-Tseniutha: Zohar, II, 176 b.); y estos seis milenarios son análogos a los seis “días” de la Creación (Recordaremos aquí la palabra bíblica: “Mil años son como un día a la mirada del Señor”.). El séptimo milenario, como el séptimo “día”, es el Sabbath, es decir, la fase de retorno al Principio, que corresponde naturalmente al centro, considerado como la séptima región del espacio. Hay ahí una suerte de cronología simbólica, que evidentemente no debe tomarse al pie de la letra, como tampoco las que se encuentran en otras tradiciones; Josefo (Antigüedades judaicas, I, 4.) destaca que seis mil años forman diez “grandes años”, siendo el “gran año” de seis siglos (éste es el Naros de los caldeos); pero, en otras partes, lo que se designa por esta misma expresión es un periodo mucho más largo, diez o doce mil años entre los griegos y los persas. Por lo demás, eso no importa aquí, donde no se trata de ningún modo de calcular la duración real de nuestro mundo, lo que exigiría un estudio profundo de la teoría hindú de los Manvantaras; como no es eso lo que nos proponemos al presente, basta tomar estas divisiones con su valor simbólico. Así pues, solo diremos que puede tratarse de seis FASES indefinidas, y, por consiguiente, de una duración indeterminada, más una séptima que corresponde al acabamiento de todas las cosas y a su restablecimiento en el estado primero (Este último milenario es sin duda asimilable al “Reino de mil años” del que se habla en el Apocalipsis.). 52 SC IV
Volvamos a la doctrina cosmogónica de la Qabbalah, tal como se expone en el Sepher Ietsirah: “Se trata —dice M. Vulliaud— del desarrollo a partir del Pensamiento hasta la modificación del Sonido (La Voz), desde lo impenetrable a lo comprehensible. Se observará que estamos en presencia de una exposición simbólica del misterio que tiene por objeto la génesis universal y que se liga al misterio de la unidad. En otros pasajes, es el del “punto” que se desarrolla por líneas en todos los sentidos (Estas líneas se representan como los “cabellos de Shiva” en la tradición hindú.), y que no deviene comprehensible más que por el “Palacio interior”. Es el del inaprehensible éter (Avir), donde se produce la concentración, de donde emana la luz (Aor)” (La Kabbala judía, tomo I, p. 217.). El punto es efectivamente el símbolo de la unidad; él es el principio de la extensión, que no existe más que por su irradiación (puesto que el “vacío” anterior no es más que pura virtualidad), pero no deviene comprehensible más que situándose en esta extensión, de la que es entonces el centro, así como lo explicaremos más completamente en lo que sigue. La emanación de la luz, que da su realidad a la extensión, “haciendo del vacío algo y de lo que no era lo que es”, es una expansión que sucede a la concentración; son éstas las dos FASES de aspiración y de expiración de las que se trata tan frecuentemente en la tradición hindú, y de las que la segunda corresponde a la producción del mundo manifestado; y hay lugar a observar la analogía que existe también, a este respecto, con el movimiento del corazón y la circulación de la sangre en el ser vivo. Pero prosigamos: “La luz (Aor) brotó del misterio del éter (Avir). El punto oculto fue manifestado, es decir, la letra iod” (Ibid., tomo I, p. 217.). Esta letra representa jeroglíficamente el Principio, y se dice que de ella se forman todas las demás letras del alfabeto hebraico, formación que, según el Sepher Ietsirah, simboliza la formación misma del mundo manifestado (NA: La “formación” (Ietsirah) debe entenderse propiamente como la producción de la manifestación en el estado sutil; la manifestación en el estado grosero es llamada Asiah, mientras que, por otra parte, Beriah es la manifestación informal. Ya hemos señalado en otra parte esta exacta correspondencia de los mundos considerados por la Qabbalah con el Tribhuvana de la doctrina hindú (El Hombre y su devenir según el Vêdânta, capítulo V).). Se dice también que el punto primordial incomprehensible, que es el Uno no manifestado, forma tres que representan el Comienzo, el Medio y el Fin (NA: Bajo este aspecto, estos tres puntos pueden asimilarse a los tres elementos del monosílabo Sagrado Aum (Om) en el simbolismo hindú, y también en el antiguo simbolismo Cristiano (ver El Hombre y su devenir según el Vêdânta, capítulo XVI y El Rey del Mundo, capítulo IV).), y que estos tres puntos reunidos constituyen la letra iod, que es así el Uno manifestado (o más exactamente afirmado en tanto que principio de la manimanifestación universal), o, para hablar el lenguaje teológico, Dios haciéndose “Centro del Mundo” por su Verbo. “Cuando este iod ha sido producido, dice el Sepher Ietsirah, lo que quedó de este misterio o del Avir (el éter) oculto fue Aor (la luz)”; y en efecto, si se quita el iod de la palabra Avir, queda Aor. 53 SC IV
Este mismo simbolismo de las direcciones del espacio es el que tendremos que aplicar en todo lo que va a seguir, ya sea desde el punto de vista “macrocósmico”, como en lo que acaba de decirse, o ya sea desde el punto de vista “microcósmico”. Según el lenguaje geométrico, la cruz de tres dimensiones constituye un “sistema de coordenadas” al que puede referirse el espacio todo entero; y el espacio simbolizará aquí el conjunto de todas las posibilidades, ya sea de un ser particular, ya sea de la Existencia universal. Este sistema está formado de tres ejes, uno vertical y los otros dos horizontales, que son tres diámetros rectangulares de una esfera indefinida, y que, independientemente de toda consideración astronómica, pueden considerarse como orientados hacia los seis puntos cardinales: en el texto de Clemente de Alejandría que hemos citado, lo alto y lo bajo corresponden respectivamente al Zenit y al Nadir, la derecha y la izquierda al Sur y al Norte, la delantera y la trasera al Este y al Oeste; esto podría justificarse por las indicaciones concordantes que se encuentran en casi todas las tradiciones. Puede decirse también que el eje vertical es el eje polar, es decir, la línea fija que une los dos polos y alrededor de la cual todas las cosas cumplen su rotación; es pues el eje principal, mientras que los otros dos ejes horizontales no son más que secundarios y relativos. De estos dos ejes horizontales, uno, el eje Norte-Sur, puede llamarse también el eje solsticial, y el otro, el eje Este-Oeste, puede llamarse el eje equinoccial, lo que nos lleva al punto de vista astronómico, en virtud de una cierta correspondencia de los puntos cardinales con las FASES del ciclo anual, correspondencia cuya exposición completa nos llevaría demasiado lejos y que no importa por lo demás aquí, aunque encontrará sin duda mejor su lugar en otro estudio (NA: A título de concordancia, se puede observar también la alusión que hace San Pablo al simbolismo de las direcciones o de las dimensiones del espacio, cuando habla de “la anchura, la largura, la altura y la profundidad del amor de Jesucristo” (Epístola a los Efesios, III, 18). Aquí, no hay más que cuatro términos enunciados distintamente en lugar de seis: los dos primeros corresponden respectivamente a los dos ejes horizontales, tomando cada uno de éstos en su totalidad; los dos últimos corresponden a las dos mitades superior e inferior del eje vertical. La razón de esta distinción, en lo que concierne a las dos mitades de este eje vertical, es que éstas se refieren a dos gunas diferentes, e incluso opuestos en un cierto sentido; por el contrario, los dos ejes horizontales se refieren enteros a un solo guna, así como veremos en el capítulo siguiente.). 55 SC IV
Debemos precisar también otro punto, que se refiere directamente a la consideración del “Hombre Universal”: hemos hablado más atrás de éste como constituido por el conjunto “Adam-Eva”, y hemos dicho en otra parte que la pareja Purusha-Prakriti, ya sea en relación a toda la manifestación, ya sea más particularmente en relación a un estado de ser determinado, puede considerarse como equivalente al “Hombre Universal” (Ver El Hombre y su devenir según el Vêdânta, capítulo IV.). Por consiguiente, desde este punto de vista, la unión de los complementarios deberá considerarse como constituyendo el “Andrógino” primordial del que hablan todas las tradiciones; sin extendernos más sobre esta cuestión, podemos decir que lo que es menester entender aquí, es que, en la totalización del ser, los complementarios deben encontrarse efectivamente en un equilibrio perfecto, sin ningún predominio de uno sobre el otro. Por otra parte, hay que destacar que a este “Andrógino” se le atribuye en general la forma esférica (A este respecto, se conoce el discurso que Platón, en el Banquete, pone en boca de Aristófanes, y cuyo valor simbólico, no obstante evidente, la mayoría de los comentadores modernos desconocen casi por completo. Se encuentra algo completamente similar en un cierto aspecto del simbolismo del yin-yang extremo oriental, que vamos a tratar más adelante.), que es la menos diferenciada de todas, puesto que se extiende igualmente en todas las direcciones, y que los pitagóricos consideraban como la forma más perfecta y como la figura de la totalidad universal (Entre todas las líneas de igual longitud, la circunferencia es la que envuelve la superficie máxima; del mismo modo, entre los cuerpos de igual superficie, la esfera es el que contiene el volumen máximo; desde el punto de vista puramente matemático, esa es la razón por la que estas figuras se consideraban como las más perfectas. Leibnitz se ha inspirado en esta idea en su concepción del “mejor de los mundos”, que define, entre la multitud indefinida de todos los mundos posibles, como el que encierra más ser o realidad positiva; pero, como ya lo hemos indicado, la aplicación que hace así de esta idea está desprovista de todo alcance metafísico verdadero.). Para dar así la idea de la totalidad, así como ya lo hemos dicho, la esfera debe ser indefinida, como lo son los ejes que forman la cruz, y que son tres diámetros rectangulares de esta esfera; en otros términos, debido a que la esfera, está constituida por la irradiación misma de su centro, no se cierra jamás, puesto que esta irradiación es indefinida y llena el espacio entero por una serie de ondas concéntricas, cada una de las cuales reproduce las dos FASES de concentración y de expansión de la vibración inicial (NA: Esta forma esférica luminosa, indefinida y no cerrada, con sus alternativas de concentración y de expansión (sucesivas desde el punto de vista de la manifestación, pero en realidad simultáneas en el “eterno presente”), es, en el esoterismo islámico, la forma de la Rûh muhammadiyah; es a esta forma total del “Hombre Universal” a la que Dios ordenó a los Ángeles adorar, así como se ha dicho más atrás; y la percepción de esta misma forma está implícita en uno de los grados de la iniciación islámica.). Estas dos FASES son por lo demás, ellas mismas, una de las expresiones del complementarismo (NA: Hemos indicado más atrás que esto, en la tradición hindú está expresado por el simbolismo de la palabra Hamsa. Se encuentra también en algunos textos tántricos, puesto que la palabra aha simboliza la unión de Shiva y Shakti, representados respectivamente por la primera y la última letra del alfabeto sánscrito (del mismo modo que, en la partícula hebraica eth, el aleph y el thau representan la “esencia” y la “sustancia” de un ser).); si, saliendo de las condiciones especiales que son inherentes a la manifestación (en modo sucesivo), se las considera en simultaneidad, ambas se equilibran una a la otra, de suerte que su reunión equivale en realidad, a la inmutabilidad principial, del mismo modo que la suma de los desequilibrios parciales por los cuales se realiza toda manifestación constituye siempre e invariablemente el equilibrio total. 73 SC VI
Este punto central y primordial es idéntico al “Santo Palacio” de la Qabbala hebraica; en sí mismo, no está situado, ya que es absolutamente independiente del espacio, que no es más que el resultado de su expansión o de su desarrollo indefinido en todos los sentidos, y que, por consiguiente, procede enteramente de él: “Transportémonos en espíritu fuera de este mundo de las dimensiones y de las localizaciones, y ya no habrá lugar a querer situar el Principio” (Tchoang-tseu, cap. XXII.). Pero, una vez realizado el espacio, el punto primordial, aunque permanece siempre esencialmente “no localizado” (ya que no podría ser afectado o modificado por eso en nada), se hace el centro de este espacio (es decir, transponiendo este simbolismo, el centro de toda la manifestación universal), así como ya lo hemos indicado; es de él de donde parten las seis direcciones, que oponiéndose dos a dos, representan todos los contrarios, y es también a él a donde vuelven, por el movimiento alternativo de expansión y de concentración que constituye, así como se ha dicho más atrás, las dos FASES complementarias de toda manifestación. Es la segunda de estas FASES, el movimiento de retorno hacia el origen, la que marca la vía seguida por el sabio para llegar a la unión con el Principio: la “concentración de su naturaleza”, la “reunión de todas sus potencias”, en el texto que citábamos hace un momento, lo indican tan claramente como es posible; y la “simplicidad”, de la que ya se ha tratado, corresponde a la unidad “sin dimensiones” del punto primordial. “El hombre absolutamente simple doblega por su simplicidad a todos los seres… de suerte que nada se opone a él en las seis regiones del espacio, nada le es hostil, el fuego y el agua no le hieren” (Lie-tseu, cap. II. 86 SC VII
Volvamos de nuevo a la representación del “Paraíso terrestre”: de su centro, es decir, del pie mismo del “Árbol de la Vida”, parten cuatro ríos que se dirigen hacia los cuatro puntos cardinales, y que trazan así la cruz horizontal sobre la superficie misma del mundo terrestre, es decir, en el plano que corresponde al dominio del estado humano. Estos cuatro ríos, que se pueden relacionar con el cuaternario de los elementos (La Qabbalah hace corresponder a estos cuatro ríos las cuatro letras de las que está formada la palabra PaRDeS.), y que han salido de una fuente única que corresponde al éter primordial (NA: Según la tradición de los “Fieles de Amor”, esta fuente es la “fuente de la juventud” (fons juventutis), representada siempre como situada al pie de un árbol; sus aguas son pues asimilables al “brebaje de la inmortalidad” (el amrita de la tradición hindú); las relaciones del “Árbol de la Vida” con el Soma vêdico y el Haoma mazdeísta son por lo demás evidentes (ver El Rey del Mundo, cap. IV y VI). — Recordaremos también, a este propósito, el “rocío de luz” que, según la Qabbalah hebraica, emana del “Árbol de la Vida”, y por el que debe operarse la resurrección de los muertos (ver El Rey del Mundo, cap. III); el rocío juega igualmente una función importante en el simbolismo hermético. En las tradiciones extremo orientales se hace mención del “árbol del rocío dulce”, situado sobre el monte Kouenlum, que se toma frecuentemente como un equivalente del Mêru y de las demás “montañas sagradas” (la “montaña polar”, que es, como el árbol, un símbolo del “Eje del Mundo”, así como acabamos de recordarlo). — Según la misma tradición de los “Fieles de Amor” (ver Luigi Valli, Il Linguaggio segreto di Dante e dei “Fedeli d’Amore”), esta fuente es también la “fuente de la enseñanza”, lo que se refiere a la conservación de la tradición primordial en el centro espiritual del mundo; encontramos pues aquí, entre el “estado primordial” y la “tradición primordial”, el lazo que hemos señalado en otra parte sobre el tema del simbolismo del “Santo Grial”, considerado bajo el doble aspecto de la copa y del libro (ver El Rey del Mundo, cap. V). Recordaremos todavía la representación, en el simbolismo cristiano, del Cordero sobre el libro sellado con siete sellos, sobre la montaña desde donde descienden los cuatro ríos (ver El Rey del Mundo, cap. IX); veremos más adelante la relación que existe entre el símbolo del “Árbol de la Vida” y el del “Libro de la Vida”. — Otro simbolismo que puede dar lugar a unas aproximaciones interesantes se encuentra en algunos pueblos de la América central, que, “en la intersección de dos diámetros rectangulares trazados en un círculo, colocan el carácter sagrado, peyotl o hicouri, que simboliza la “copa de la inmortalidad”, y que tiene la reputación de encontrarse en el centro de una esfera hueca y en el centro del mundo” (A. Rouhier, La Plante qui fait les yeux émerveillés. Le Peyotl, París, 1927, p. 154). Cf. también, en correspondencia con los cuatro ríos, las cuatro copas sacrificiales de los Rhibus en el Vêda.), dividen en cuatro partes, que se pueden relacionar con las cuatro FASES de un desarrollo cíclico (Ver El esoterismo de Dante, cap. VIII, donde, a propósito de la figura del “viejo de Creta”, que representa las cuatro edades de la humanidad, hemos indicado la existencia de una relación analógica entre los cuatro ríos de los Infiernos y los cuatro ríos del Paraíso terrestre.), el recinto circular del “Paraíso terrestre”, el cual no es otra cosa que la sección horizontal de la forma esférica universal de la que ya hemos hablado más atrás (Ver El Rey del Mundo, cap. XI.). 114 SC IX
El “Árbol de la Vida” se encuentra en el centro de la “Jerusalem celeste”, lo que se explica fácilmente cuando se conocen las relaciones de ésta con el “Paraíso terrestre” (Ver El Rey del Mundo, cap. XI. — La figura de la “Jerusalem Celeste” no es circular, sino cuadrada, al haberse alcanzado entonces el equilibrio final para el ciclo considerado.): se trata de la reintegración de todas las cosas en el “estado primordial”, en virtud de la correspondencia del fin del ciclo con su comienzo, según lo que todavía explicaremos después. Es destacable que este árbol, según el simbolismo apocalíptico, lleva entonces doce frutos (Los frutos del “Árbol de la Vida” son las “manzanas de oro” del jardín de las Hespérides; el “toisón de oro” de los Argonautas, colocado igualmente sobre un árbol y guardado por una serpiente o un dragón, es otro símbolo de la inmortalidad que el hombre ha de reconquistar.), que son, como ya lo hemos dicho en otra parte (Ver El Rey del Mundo, cap. IV y XI.), asimilables a los doce Adityas de la tradición hindú, donde éstos son doce formas del sol que deben aparecer todas simultáneamente al fin del ciclo, rentrando entonces en la unidad esencial de su naturaleza común, ya que son otras tantas manifestaciones de una esencia única e indivisible, Aditi, que corresponde a la esencia una del “Árbol de la Vida” mismo, mientras que Diti corresponde a la esencia dual del “Árbol de la Ciencia del bien y del mal” (NA: Los Dêvas, asimilados a los Adityas, se dicen que salen de Aditi (“indivisibilidad”); de Diti (“división”) salen los Daityas o los Asuras. — Aditi es también, en un cierto sentido, la “Naturaleza Primordial”, llamada en árabe El-Fitrah.). Por lo demás, en las diversas tradiciones, la imagen del sol está ligada frecuentemente a la de un árbol, como si el sol fuera el fruto del “Árbol del Mundo”; deja su árbol al comienzo del ciclo y viene a reposarse en él cuando acaba (NA: Esto no carece de relación con lo que hemos indicado en otra parte en lo que concierne a la transferencia de algunas designaciones desde las constelaciones polares a las constelaciones zodiacales o inversamente (ver El Rey del Mundo, cap. X). De una cierta manera, el sol puede decirse “hijo del Polo”; de ahí la anterioridad del simbolismo “polar” en relación al simbolismo “solar”.). En los ideogramas chinos, el carácter que designa la puesta del sol lo representa reposándose sobre un árbol al final del día (que es análogo al fin del ciclo); la oscuridad está representada por un carácter que figura al sol caído al píe del árbol. En la India, se encuentra el árbol triple que lleva tres soles, imagen de la Trimûrti, así como el árbol que tiene por frutos doce soles, que son, como acabamos de decirlo, los doce Adityas; en China, se encuentra igualmente, el árbol con doce soles, en relación con los doce signos del Zodiaco o con los doce meses del año como los Adityas, y a veces también con diez, número de la perfección cíclica como en la doctrina pitagórica (Cf., en la doctrina hindú, los diez Avatâras que se manifiestan durante la duración de un Manvantara.). De una manera general, los diferentes soles corresponden a las diferentes FASES de un ciclo (En los pueblos de América central, las cuatro edades en las que se divide el gran periodo cíclico se consideran como regidas por cuatro soles diferentes, cuyas designaciones se sacan de su correspondencia con los cuatro elementos.); salen de la unidad al comienzo de éste y vuelven a entrar en ella al final, que coincide con el comienzo de otro ciclo, en razón de la continuidad de todos los modos de la Existencia Universal. 115 SC IX
El simbolismo del tejido no se aplica solo a las escrituras tradicionales; se emplea también para representar el mundo, o más exactamente el conjunto de todos los mundos, es decir, de los estados o de los grados, en multitud indefinida, que constituyen la Existencia universal. Así, en las Upanishads, el Supremo Brahma se designa como “Eso sobre lo cual los mundos están tejidos, como urdimbre y trama”, o por otras fórmulas similares (NA: Mundaka Upanishad, 2º Mundaka, Khanda, shruti 5º; Brihad-Aranyaka Upanishad, 3º Adhyâya, 8º Brâhmana, shrutis 7 y 8. — El monje budista Kumârajîva tradujo al chino una obra sánscrita titulada La Red de Brahma (Fan-wang-king), según la cual los mundos están dispuestos como las mayas de una red.); la urdimbre y la trama tienen, naturalmente, aquí también, las mismas significaciones respectivas que acabamos de definir. Por otra parte, según la doctrina taoísta, todos los seres están sometidos a la alternancia continua de los estados de vida y de muerte (condensación y disipación, vicisitudes del yang y del yin) (Tao-te-king, XVI.); y los comentadores llaman a esta alternancia “el vaivén de la lanzadera sobre el telar del tejer cósmico” (Tchang-houng-yang compara también esta alternancia con la respiración, donde la inspiración activa responde a la vida, y la expiración pasiva responde a la muerte, y donde por lo demás el fin de una es el comienzo de la otra. El mismo comentador se sirve también, como término de comparación, de la revolución lunar, donde la luna llena es la vida, y donde la luna nueva es la muerte, con dos periodos intermediarios de crecimiento y de decrecimiento. En lo que concierne a la respiración, lo que se dice aquí debe relacionarse con las FASES de la existencia de un ser comparado con ese mismo que respira; por otra parte, en el orden universal, la expiración corresponde al desarrollo de la manifestación, y la inspiración al retorno a lo no manifestado, así como ya se ha dicho más atrás; según que se consideren las cosas en relación a la manifestación o en relación al Principio, es menester no olvidar hacer la aplicación del “sentido inverso” en la analogía.). 162 SC XIV
Por lo que acabamos de exponer, hemos llevado hasta sus extremos límites concebibles, o más bien imaginables (puesto que es siempre de una representación de orden sensible que se trata), la universalización de nuestro símbolo geométrico, introduciendo en él gradualmente, en varias FASES sucesivas, o, para hablar más exactamente, consideradas sucesivamente en el curso de nuestro estudio, una indeterminación cada vez más grande, que corresponde a lo que hemos llamado potencias cada vez más elevadas de lo indefinido, pero sin salir sin embargo de la extensión de tres dimensiones. Después de haber llegado a este punto, nos va a ser menester rehacer en cierto modo este mismo camino en sentido inverso, para restituir a la figura la determinación de todos sus elementos, determinación sin la cual, aunque exista toda entera en el estado virtual, no puede ser trazada efectivamente; pero esta determinación, que, en nuestro punto de partida, era considerada solo por así decir hipotéticamente, como una pura posibilidad, devendrá ahora real, ya que podemos marcar la significación precisa de cada uno de los elementos constitutivos del símbolo crucial por el que se caracteriza. 230 SC XXI
El yin-yang que, en el simbolismo tradicional del extremo oriente, figura “el círculo del destino individual”, es en efecto un círculo, por las razones precedentes. “Es un círculo representativo de una evolución individual o específica (La especie, en efecto, no es un principio transcendente en relación a los individuos que forman parte de ella; en sí misma es del orden de las existencias individuales y no le rebasa; se sitúa pues al mismo nivel en la Existencia universal, y se puede decir que la participación en la especie se efectúa según el sentido horizontal; quizás consagraremos algún día un estudio especial a esta cuestión de las condiciones de la especie.). Y no participa más que por dos dimensiones en el cilindro cíclico universal. No teniendo espesor, no tiene opacidad, y se le representa diáfano y transparente, es decir, que los gráficos de las evoluciones, anteriores y posteriores a su momento (Estas evoluciones son el desarrollo de los demás estados, repartidos así en relación al estado humano; recordamos que, metafísicamente, jamás puede tratarse de “anterioridad” y de “posterioridad” más que en el sentido de un encadenamiento causal y puramente lógico, que no podría excluir la simultaneidad de todas las cosas en el “eterno presente”.), se ven y se imprimen en la mirada a través de él” (Matgioi, La Vía Metafísica, p. 129. — La figura esta dividida en dos partes, una oscura y la otra clara, que corresponden respectivamente a estas evoluciones anteriores y posteriores, puesto que los estados de que se trata, en comparación con el estado humano, pueden considerarse simbólicamente unos como sombríos y los otros como luminosos; al mismo tiempo, la parte oscura es el lado del yin, y la parte clara es el lado del yang, conformemente a la significación original de estos dos términos. Por otra parte, puesto que el yang y el yin son también los dos principios masculino y femenino, se tiene así, desde otro punto de vista, y como lo hemos indicado más atrás, la representación del “Andrógino” primordial cuyas dos mitades están ya diferenciadas sin estar todavía separadas. En fin, en tanto que representativa de las revoluciones cíclicas, cuyas FASES están ligadas a la predominancia alternativa del yang y del yin, la misma figura también está en relación con el swastika, así como con el símbolo de la doble espiral al cual hemos hecho alusión precedentemente; pero esto nos llevaría a consideraciones extrañas a nuestro tema.). Pero, bien entendido, “es menester no perder jamás de vista que si, tomado aparte, el yin-yang puede considerarse como un círculo, es, en la sucesión de las modificaciones individuales (NA: Consideradas en tanto que se corresponden (en sucesión lógica) en los diferentes estados del ser, que por lo demás deben considerarse en simultaneidad para que las diferentes espiras de hélice puedan compararse entre ellas.), un elemento de hélice: toda modificación individual es esencialmente un vórtice de tres dimensiones (NA: Es un elemento del vórtice esférico universal que hemos tratado precedentemente; siempre hay analogía y en cierto modo “proporcionalidad” (sin que pueda haber ninguna medida común) entre el todo y cada uno de sus elementos, incluso infinitesimales.); no hay más que un solo estado humano, y no se vuelve a pasar jamás por el camino ya recorrido” (NA: Matgioi, La Vía Metafísica, PP. 131-132 (nota). — Esto excluye también formalmente la posibilidad de la “reencarnación”. A este respecto, se puede destacar también, que, desde el punto de vista de la representación geométrica, una recta no puede encontrar a un plano más que en un solo punto; esto es así, en particular, en el caso del eje vertical en relación a cada plano horizontal.). 242 SC XXII
Si consideramos la superposición de los planos horizontales representativos de todos los estados de ser, podemos decir todavía que, en relación a éstos, considerados separadamente o en su conjunto, el eje vertical, que los liga a todos entre ellos y al centro del ser<ser total, simboliza lo que diversas tradiciones llaman el “Rayo Celeste” o el “Rayo Divino”: es el principio que la doctrina hindú designa bajo los nombres de Buddhi y de Mahat (NA: Ver El Hombre y su devenir según el Vêdânta, cap. VII y también el capítulo XXI, para el simbolismo del “rayo solar” (sushuma).), “que constituye el elemento superior no encarnado del hombre, y que le sirve de guía a través de las FASES de la evolución universal” (Simón y Theofano, Las enseñanzas secretas de la Gnosis, p. 10.). El ciclo universal, representado por el conjunto de nuestra figura, y “del que la humanidad (en el sentido individual y “específico”) no constituye más que una fase, tiene un movimiento propio (También aquí, la palabra “movimiento” no es más que una expresión puramente analógica, puesto que el ciclo universal, en su totalidad, es evidentemente independiente de las condiciones temporal y espacial, así como de no importa cuáles otras condiciones particulares.), independiente de nuestra humanidad, de todas las humanidades, y de todos los planos (que representan todos los grados de la Existencia), la suma indefinida de los cuales la forma él (que es el “Hombre Universal”) (Esta “suma indefinida” es hablando propiamente una integral.). Este movimiento propio, que tiene debido a la afinidad esencial del “Rayo Celeste” hacia su Origen, le encamina invenciblemente hacia su Fin (la Perfección), que es idéntico a su Comienzo, con una fuerza directriz ascensorial y divinamente benefactora (es decir, armónica)” (Simón y Theofano, Las enseñanzas secretas de la Gnosis, p. 50.), que no es otra que esa “fuerza atractiva de la Divinidad” de que se ha tratado en el capítulo precedente. 262 SC XXIV
El “Rayo Celeste” atraviesa todos los estados de ser, marcando, así como ya lo hemos dicho, el punto central de cada uno de ellos con su huella sobre el plano horizontal correspondiente, y el lugar de todos estos puntos centrales es el “Invariable Medio”; pero esta acción del “Rayo Celeste” no es efectiva más que si produce, por su reflexión sobre uno de estos planos, una vibración que, propagándose y amplificándose en la totalidad del ser, ilumina su caos, cósmico o humano. Decimos cósmico o humano, ya que esto puede aplicarse tanto al “macrocosmo” como al “microcosmo”; en todos los casos, el conjunto de las posibilidades del ser no constituye propiamente más que un caos “informe y vacío” (NA: Es la traducción literal del hebreo thotu va-bohu, que Fabre d’Olivet (La Lengua hebrea restituida) explica por “potencia contingente de ser en una potencia de ser”.), en el que todo es oscuridad hasta el momento en que se produce esta iluminación que determina su organización armónica en el paso de la potencia al acto (Cf. Génesis, 1, 2-3.). Esta misma iluminación corresponde estrictamente a la conversión de los tres gunas el uno en el otro que hemos descrito más atrás según un texto del Vêda: si consideramos las dos FASES de esta conversión, el resultado de la primera, efectuada a partir de los estados inferiores del ser, se opera en el plano mismo de reflexión, mientras que la segunda imprime a la vibración reflejada una dirección ascensional, que la trasmite a través de toda la jerarquía de los estados superiores del ser. El plano de reflexión, cuyo centro, punto de incidencia del “Rayo Celeste”, es el punto de partida de esta vibración indefinida, será entonces el plano central en el conjunto de los estados de ser, es decir, el plano horizontal de coordenadas en nuestra representación geométrica, y su centro será efectivamente el centro del ser<ser total. Este plano central, donde se trazan los brazos horizontales de la cruz de tres dimensiones, desempeña, en relación al “Rayo Celeste” que es su brazo vertical, un papel análogo al de la “perfección pasiva” en relación a la “perfección activa”, o al de la “substancia” en relación a la “esencia”, al de Prakriti en relación a Purusha: es siempre, simbólicamente, la “Tierra” en relación al “Cielo”, y es también lo que todas las tradiciones cosmogónicas están de acuerdo en representar como la “superficie de las Aguas” (Ver El Hombre y su devenir según el Vêdânta, cap. V.). También se puede decir que es el plano de separación de las “Aguas inferiores” y de las “Aguas superiores” (Cf. Génesis, 1, 2-3.), es decir, de los dos caos, formal e informal, individual y extraindividual, de todos los estados, tanto no manifestados como manifestados, cuyo conjunto constituye la Posibilidad total del “Hombre Universal”. 264 SC XXIV
En lo que concierne al proceso efectivo de desarrollo que permite al ser llegar, después de haber atravesado algunas FASES preliminares, a ese momento preciso donde se opera la “transformación”, no tenemos en modo alguno la intención de hablar aquí de ello, ya que es evidente que su descripción, incluso sumaria, no podría entrar en el cuadro de un estudio como éste, cuyo carácter debe permanecer puramente teórico. Hemos querido indicar solo cuáles son las posibilidades del ser humano, posibilidades que, por lo demás, son necesariamente, bajo la relación de la totalización, las del ser en cada uno de sus estados, puesto que éstos no podrían mantener entre ellos diferenciación ninguna al respecto del Infinito, donde reside la Perfección. 296 SC XXVII
Desde otro punto de vista, hemos visto que todo individuo humano, por lo demás como toda otra manifestación de un ser en un estado cualquiera, tiene en sí mismo la posibilidad de hacerse centro en relación al ser total; se puede decir pues que lo es en cierto modo virtualmente, y que la meta que debe proponerse, es hacer de esta virtualidad una realidad actual. Le está pues permitido a este ser, antes incluso de esta realización, y con miras a ella, colocarse en cierto modo idealmente en el centro (NA: Hay aquí algo comparable a la manera en la que Dante, siguiendo un simbolismo temporal y no ya espacial, se sitúa él mismo en el medio del “gran año” para llevar a cabo su viaje a través de los “tres mundos” (ver El esoterismo de Dante, cap. VIII).); por el hecho de que está en el estado humano, su perspectiva particular da naturalmente a este estado una importancia preponderante, contrariamente a lo que tiene lugar cuando se considera desde el punto de vista de la metafísica pura, es decir, de lo Universal; y esta preponderancia se encontrará por así decir justificada “a posteriori” en el caso donde este ser, tomando efectivamente el estado en cuestión como punto de partida y como base de su realización, haga de él verdaderamente el estado central de su totalidad, que corresponde al plano horizontal de coordenadas en nuestra representación geométrica. Esto implica primeramente la reintegración del ser considerado al centro mismo del estado humano, reintegración en la que consiste propiamente la restitución del “estado primordial”, y a continuación, para este mismo ser, la identificación del centro humano mismo con el centro universal; la primera de estas dos FASES es la realización de la integralidad del estado humano, y la segunda es la de la totalidad del ser. 303 SC XXVIII