René Guénon — Marquis de CONDORCET

Es esencial observar que Pascal no consideraba aún más que un progreso intelectual, en los límites en los que él mismo y su época concebían la intelectualidad; es hacia finales del siglo XVIII cuando apareció, con Turgot y CONDORCET, la idea de progreso extendida a todos los órdenes de actividad; y esa idea estaba entonces tan lejos de ser aceptada generalmente que Voltaire mismo se apresuró a ridiculizarla. No podemos pensar en hacer aquí la historia de las diversas modificaciones que esa misma idea sufrió en el curso del siglo XIX, ni de las complicaciones pseudocientíficas que le fueron aportadas cuando, bajo el nombre de «evolución», se la quiso aplicar, no sólo a la humanidad, sino a todo el conjunto de los seres vivos. El evolucionismo, a pesar de múltiples divergencias más o menos importantes, ha devenido un verdadero dogma oficial: se enseña como una ley, que está prohibido discutir, lo que no es en realidad más que la más gratuita y la peor fundada de todas las hipótesis; con mayor razón ocurre lo mismo con la concepción del progreso humano, que no aparece ahí dentro más que como un simple caso particular. Pero antes de llegar a eso, hubo muchas vicisitudes, y, entre los partidarios mismos del progreso, hay quienes no han podido impedirse formular reservas bastante graves: Auguste Comte, que había comenzado siendo discípulo de Saint-Simon, admitía un progreso indefinido en duración, pero no en extensión; para él, la marcha de la humanidad podía ser representada por una curva que tiene una asíntota, a la que se acerca indefinidamente sin alcanzarla nunca, de tal manera que la amplitud del progreso posible, es decir, la distancia del estado actual al estado ideal, representada por la distancia de la curva a la asíntota, va decreciendo sin cesar. Nada más fácil que demostrar las confusiones sobre las que se apoya la teoría fantasiosa a la que Comte ha dado el nombre de la «ley de los tres estados», y de las que la principal consiste en suponer que el único objeto de todo conocimiento posible es la explicación de los fenómenos naturales; como Bacon y Pascal, Comte comparaba los antiguos a niños, mientras que otros, en una época más reciente, han creído hacerlo mejor asimilándolos a los salvajes, a quienes llaman «primitivos», mientras que, por nuestra parte, los consideramos al contrario como degenerados (A pesar de la influencia de la «escuela sociológica», hay, incluso en los medios «oficiales», algunos sabios que piensan como nós sobre este punto, concretamente M. Georges Foucart, que, en la introducción de su obra titulada Histoire des religions et Methode comparative, defiende la tesis de la «degeneración» y menciona a varios de aquellos que se han sumado a ella. M. Foucart hace a ese propósito una excelente crítica de la «escuela sociológica» y de sus métodos, y declara en propios términos que «es menester no confundir el totemismo o la sociología con la etnología seria».). Por otro lado, algunos, al no poder hacer otra cosa que constatar que hay altibajos en lo que conocen de la historia de la humanidad, han llegado a hablar de un «ritmo del progreso»; sería quizás más simple y más lógico, en estas condiciones, no hablar más de progreso en absoluto, pero, como es menester salvaguardar a toda costa el dogma moderno, se supone que el «progreso» existe no obstante como resultante final de todos los progresos parciales y de todas las regresiones. Estas restricciones y estas discordancias deberían hacer reflexionar, pero bien pocos parecen darse cuenta de ellas; las diferentes escuelas no pueden ponerse de acuerdo entre sí, pero sigue entendiéndose que se debe admitir el progreso y la evolución, sin lo cual no se podría tener probablemente derecho a la cualidad de «civilizado». 5710 Oriente y Occidente CIVILIZACIÓN Y PROGRESO

Si se considera en su conjunto la supuesta doctrina teosofista, se percibe inmediatamente que lo que constituye su punto central, es la idea de «evolución». Ahora bien, esta idea es absolutamente extraña para los Orientales, e, incluso en Occidente, es de fecha muy reciente. En efecto, la idea misma de «progreso», de la que la idea de «evolución» no es más que una forma más o menos complicada por consideraciones que se pretenden «científicas», no se remonta apenas más allá de la segunda mitad del siglo XVIII, habiendo sido sus verdaderos promotores Turgot y CONDORCET; así pues, no hay necesidad de remontarse muy lejos para encontrar el origen histórico de esta idea, que, por efecto de sus hábitos mentales, tantas gentes han llegado a creer esencial al espíritu humano, mientras, sin embargo, la mayor parte de la humanidad continúa ignorándola o sin tenerla en cuenta. De ahí resulta inmediatamente una conclusión muy clara: desde que los teosofistas son «evolucionistas» (y lo son hasta el punto de admitir incluso el transformismo, que es el aspecto más grosero del evolucionismo, aunque se aparten en algunos puntos de la teoría darwiniana), no son lo que pretenden ser, y su sistema no puede «tener por base la más antigua filosofía del mundo». Sin duda, los teosofistas están lejos de ser los únicos en tomar como una «ley» lo que no es más que una simple hipótesis, e incluso a nuestro juicio, una hipótesis muy banal; toda su originalidad consiste aquí en presentar esta pretendida ley como un dato tradicional, cuando sería más bien todo lo contrario. Por lo demás, no se ve muy bien cómo la creencia en el progreso puede conciliarse con la afiliación a una «doctrina arcaica» (la expresión es de Mme Blavatsky): para cualquiera que admita la evolución, la doctrina más moderna debería ser, lógicamente, la más perfecta; pero los teosofistas, que no ven en ello ninguna contradicción, ni siquiera parecen plantearse la cuestión. 7847 El Teosofismo: XI — PRINCIPALES PUNTOS DE LA ENSEÑANZA TEOSOFISTA