René Guénon — O reino da quantidade e sinal dos tempos
La gran parodia o la espiritualidad al revés
Por todo lo que ya hemos dicho, es fácil darse cuenta de que la constitución de la «contratradición» y su triunfo aparente y momentáneo serán propiamente el reino de lo que hemos llamado la «espiritualidad al revés», que, naturalmente, no es más que una parodia de la espiritualidad, a la que imita por así decir en sentido inverso, de suerte que parece ser su contrario mismo; decimos solo que lo parece, y no que lo es realmente, ya que, cualesquiera que puedan ser sus pretensiones, no hay aquí ni simetría ni equivalencia posible. Importa insistir sobre este punto, ya que muchos, que se dejan engañar por las apariencias, se imaginan que hay en el mundo como dos principios opuestos que se disputan la supremacía, concepción errónea que es, en el fondo, la misma cosa que la que, en lenguaje teológico, pone a Satán al mismo nivel que Dios, y que, con razón o sin ella, se atribuye comúnmente a los Maniqueos; actualmente hay ciertamente muchas gentes que son, en este sentido, «maniqueos» sin sospecharlo, y eso es también el efecto de una «sugestión» de las más perniciosas. En efecto, esta concepción viene a afirmar una dualidad principial radicalmente irreductible, o, en otros términos, a negar la Unidad suprema que está más allá de todas las oposiciones y de todos los antagonismos; que una tal negación sea el hecho de los adherentes de la «contrainiciación», no hay lugar a sorprenderse de ello, e incluso puede ser sincera de su parte, puesto que el dominio metafísico les está completamente cerrado; que sea para ellos necesario extender e imponer esta concepción es todavía más evidente, ya que es solo así como pueden lograr hacerse tomar por lo que no son y no pueden ser realmente, es decir, por los representantes de algo que podría ser puesto en paralelo con la espiritualidad e incluso prevalecer finalmente sobre ella.
Así pues, esta «espiritualidad al revés» no es, a decir verdad, más que una falsa espiritualidad, falsa incluso hasta el grado más extremo que se pueda concebir; pero se puede hablar también de falsa espiritualidad en todos los casos donde, por ejemplo, lo psíquico es tomado por lo espiritual, sin llegar forzosamente hasta esta subversión total; por eso es por lo que, para designar a ésta, la expresión de «espiritualidad al revés» es en definitiva la que conviene mejor, a condición de explicar exactamente cómo conviene entenderla. Eso es, en realidad, el «renuevo espiritual» del que algunos, a veces muy inconscientes, anuncian con insistencia la próxima venida, o también la «era nueva» en la que se esfuerzan por todos los medios para hacer entrar a la humanidad actual (No se podría creer hasta qué punto esta expresión de «era nueva» ha sido, en estos últimos tiempos, extendida y repetida en todos los medios, con significaciones que frecuentemente pueden parecer bastante diferentes las unas de las otras, pero que no tienden todas en definitiva nada más que a establecer la misma persuasión en la mentalidad pública.), y que el estado de «espera» general, creado por la difusión de las predicciones de las que hemos hablado, puede contribuir a acelerar efectivamente. El atractivo del «fenómeno», que ya hemos considerado como uno de los factores determinantes de la confusión de lo psíquico y de lo espiritual, puede jugar igualmente a este respecto un papel muy importante, ya que es por ahí por donde la mayoría de los hombres serán atrapados y engañados en el tiempo de la «contratradición», puesto que se dice que los «falsos profetas» que se levantarán entonces «harán grandes prodigios y cosas sorprendentes, hasta seducir, si fuera posible, a los elegidos mismos» (San Mateo, XXIV, 24.). Es sobre todo bajo esta relación como las manifestaciones de la «metapsíquica» y de las diversas formas del «neoespiritualismo» pueden aparecer ya como una suerte de «prefiguración» de lo que debe producirse después, aunque no den de ello todavía más que una idea muy débil; en el fondo, se trata siempre de una acción de las mismas fuerzas sutiles inferiores, pero que entonces serán puestas en obra con una fuerza incomparablemente mayor; y, cuando se ve cuántas gentes están dispuestas siempre a acordar ciegamente una entera confianza a todas las divagaciones de un simple «médium» únicamente porque son apoyadas por «fenómenos», ¿cómo sorprenderse de que la seducción deba ser entonces casi general? Es por eso por lo que nunca se repetirá demasiado que los «fenómenos», en sí mismos, no prueban absolutamente nada en cuanto a la verdad de una doctrina o de una enseñanza cualquiera, y que ese es el dominio por excelencia de la «gran ilusión», donde todo lo que algunos presentan muy fácilmente como signos de «espiritualidad» siempre puede ser simulado y contrahecho por el juego de las fuerzas inferiores de que se trata; es quizás incluso el único caso donde la imitación pueda ser verdaderamente perfecta, porque, de hecho, son en efecto los mismos «fenómenos», tomando esta palabra en su sentido propio de apariencias exteriores, los que se producen en uno y otro caso, y porque la diferencia reside solo en la naturaleza de las causas que intervienen respectivamente en ellos en cada caso, causas que la gran mayoría de los hombres es forzosamente incapaz de determinar, de suerte que lo mejor que se puede hacer, en definitiva, es no dar la menor importancia a todo lo que es «fenómeno», e incluso ver en ello más bien a priori un signo desfavorable; ¿pero cómo hacérselo comprender a la mentalidad «experimental» de nuestros contemporáneos, mentalidad que, moldeada primero por el punto de vista «cientificista» de la «antitradición», deviene así finalmente uno de los factores que pueden contribuir más eficazmente al éxito de la «contratradición»?
El «neoespiritualismo» y la «pseudoiniciación» que procede de él son todavía como una «prefiguración» parcial de la «contratradición» bajo otro punto de vista: queremos hablar de la utilización, que ya hemos señalado, de elementos auténticamente tradicionales en su origen, pero desviados de su verdadero sentido y puestos así en cierto modo al servicio del error; esta desviación no es, en suma, más que un encaminamiento hacia el vuelco completo que debe caracterizar a la «contratradición» (y del cual ya hemos visto, por lo demás, un ejemplo significativo en el caso de la inversión intencional de los símbolos); pero entonces ya no se tratará solo de algunos elementos fragmentarios y dispersos, puesto que será menester dar la ilusión de algo comparable, e incluso de equivalente según la intención de sus autores, a lo que constituye la integralidad de una tradicional verdadera, comprendidas en ella sus aplicaciones exteriores en todos los dominios. Se puede destacar a este propósito que la «contrainiciación», al inventar y al propagar, para llegar a sus fines, todas las ideas modernas que representan solo la «antitradición» negativa, es perfectamente consciente de la falsedad de estas ideas, ya que es evidente que sabe muy bien a qué atenerse sobre esto; pero eso mismo indica que en eso no puede tratarse, en su intención, más que de una fase transitoria y preliminar, ya que una tal empresa de mentira consciente no puede ser, en sí misma, la verdadera y única meta que se propone; todo eso no está destinado más que a preparar la venida ulterior de otra cosa que parece constituir un resultado más «positivo», y que es precisamente la «contratradición». Es por eso por lo que ya se ve esbozarse concretamente, en producciones diversas cuyo origen o inspiración «contrainiciático» no es dudoso, la idea de una organización que sería como la contrapartida, pero también por eso mismo la contrahechura de una concepción tradicional tal como la del «Sacro Imperio», organización que debe ser la expresión de la «contratradición» en el orden social; y es también por eso por lo que el Anticristo debe aparecer como lo que podemos llamar, según el lenguaje de la tradición hindú, un Chakravartî al revés (NA: Sobre el Chakravartî o «monarca universal», ver El Esoterismo de Dante, p. 76, ed. francesa, y El Rey del Mundo, PP. 17-18, ed. francesa -El Chakravartî es literalmente «el que hace girar la rueda», lo que implica que está colocado en el centro de todas las cosas, mientras que el Anticristo es al contrario el ser que estará más alejado de este centro; no obstante, pretenderá también «hacer girar la rueda», pero en sentido inverso del movimiento cíclico normal (lo que «prefigura» por lo demás inconscientemente la idea moderna del «progreso»), mientras que, en realidad, todo cambio en la rotación es imposible antes de la «inversión de los polos», es decir, antes del «enderezamiento» que no puede ser operado más que por la intervención del décimo Avatâra; pero justamente, si es designado como el Anticristo, es porque parodiará a su manera el papel mismo de este Avatara final, que es representado como la «segunda venida de Cristo» en la tradición cristiana.).
Este reino de «contratradición» es en efecto, muy exactamente, lo que se designa como el «reino del Anticristo»: éste, cualquiera que sea la idea que uno se haga de él, es en todo caso lo que concentrará y sintetizará en sí mismo, para esta obra final, todos los poderes de la «contrainiciación», ya sea que se le conciba como un individuo o como una colectividad; en un cierto sentido, puede ser incluso a la vez lo uno y lo otro, ya que deberá haber una colectividad que será como la «exteriorización» de la organización «contrainiciática» misma que aparecerá finalmente a la luz, y también un personaje que, colocado a la cabeza de esta colectividad, será la expresión más completa y como la «encarnación» misma de lo que ella representará, aunque no sea más que a título de «soporte» de todas las influencias maléficas que, después de haberlas concentrado en él mismo, deberá proyectar sobre el mundo (NA: Así pues, puede ser considerado como el jefe de los awliyâ esh-Shaytân, y, como será el último en desempeñar esta función, al mismo tiempo que aquel con el que ella tendrá en el mundo la importancia más manifiesta, puede decirse que será como su «sello» (khâtem), según la terminología del esoterismo Islámico; no es difícil ver en esto hasta donde será llevada efectivamente la parodia de la tradición bajo todos sus aspectos.). Será evidentemente un «impostor» (es el sentido de la palabra dajjâl por la que se le designa habitualmente en árabe), puesto que su reino no será otra cosa que la «gran parodia» por excelencia, la imitación caricaturesca y «satánica» de todo lo que es verdaderamente tradicional y espiritual; pero no obstante estará hecho de tal suerte, si se puede decir, que le será verdaderamente imposible no desempeñar ese papel. Ya no será ciertamente el «reino de la cantidad», que no era en suma más que la conclusión de la «antitradición»; será al contrario, bajo el pretexto de una falsa «restauración espiritual», una suerte de reintroducción de la cualidad en todas las cosas, pero de una cualidad tomada al revés de su valor legítimo y normal (NA: La moneda misma, o lo que ocupe su lugar, tendrá de nuevo un carácter cualitativo de este tipo, puesto que se dice que «nadie podrá comprar ni vender sino el que tenga el sello o el nombre de la Bestia, o el número de su nombre» (Apocalipsis, XIII,17), lo que implica un uso efectivo, a este respecto, de los símbolos invertidos de la «contratradición».); después del «igualitarismo» de nuestros días, habrá de nuevo una jerarquía afirmada visiblemente, pero una jerarquía invertida, es decir, propiamente una «contrajerarquía», cuya cima estará ocupada por el ser que, en realidad, tocará más de cerca que cualquier otro el fondo mismo de los «abismos infernales».
Este ser, incluso si aparece bajo la forma de un personaje determinado, será realmente menos un individuo que un símbolo, y como la síntesis misma de todo el simbolismo invertido al uso de la «contrainiciación», que él manifestará tanto más completamente en sí mismo cuanto que no tendrá en este papel ni predecesor ni sucesor; para expresar así lo falso en su grado más extremo, deberá ser, se podría decir, enteramente «falseado» bajo todos los puntos de vista, y ser como una encarnación de la falsedad misma (También aquí, es la antítesis de Cristo que dice: «Yo soy la Verdad», o de un walî como El-Hallâj que dice igualmente: «Anâ el-Haqq».). Por lo demás, es por eso mismo, y en razón de esta extrema oposición a la verdad bajo todos sus aspectos, por lo que el Anticristo puede tomar los símbolos mismos del Mesías, pero, bien entendido, en un sentido igualmente opuesto (NA: «Quizás no se ha destacado suficientemente la analogía que existe entre la verdadera doctrina y la falsa; San Hipólito, en su opúsculo sobre el Anticristo, da un ejemplo memorable de ella que no sorprenderá a las gentes que han estudiado el simbolismo: el Mesías y el Anticristo tienen ambos por emblema el león» (P. Vulliaud, La Kabbale juive, t. II, p. 373). -La razón profunda, desde el punto de vista cabalístico, está en la consideración de las dos caras luminosa y obscura de Metatron; es igualmente por lo que el número apocalíptico 666, el «número de la Bestia», es también un número solar (cf. El Rey del Mundo, PP. 34-35, ed. francesa).); y la predominancia dada al aspecto «maléfico», o incluso, más exactamente, la substitución del aspecto «benéfico» por éste, por subversión del doble sentido de estos símbolos, es lo que constituye su marca característica. Del mismo modo, puede y debe haber una extraña semejanza entre las designaciones del Mesías (El-Mesîha en árabe) y las del Anticristo (El-Mesîkh) (ay aquí una doble significación que es intraducible: Mesîkh puede ser tomado como una deformación de Mesîha, por simple agregación de un punto a la letra final; pero, al mismo tiempo, esta palabra misma quiere decir también «deforme», lo que expresa propiamente el carácter del Anticristo.); pero éstas no son realmente más que una deformación de aquellas, como el Anticristo mismo es representado como deforme en todas las descripciones más o menos simbólicas que se dan de él, lo que es también muy significativo. En efecto, estas descripciones insisten sobre todo en las asimetrías corporales, lo que supone esencialmente que éstas son las marcas visibles de la naturaleza misma del ser al que son atribuidas, y, efectivamente, ellas son siempre los signos de algún desequilibrio interior; por lo demás, es por eso por lo que tales deformidades constituyen «descualificaciones» desde el punto de vista iniciático, pero, al mismo tiempo, se concibe sin esfuerzo que puedan ser «cualificaciones» en sentido contrario, es decir, al respecto de la «contrainiciación». En efecto, puesto que ésta va al revés de la iniciación, por definición misma, va por consiguiente en el sentido de un aumento del desequilibrio de los seres, cuyo término extremo es la disolución o la «desintegración» de la que ya hemos hablado; el Anticristo debe estar evidentemente tan cerca como es posible de esta «desintegración», de suerte que se podría decir que su individualidad, al mismo tiempo que está desarrollada de una manera monstruosa, está ya no obstante casi aniquilada, al realizar así lo inverso del desvanecimiento del «yo» ante el «Sí mismo», o, en otros términos, la confusión en el «caos» en lugar de la fusión en la unidad principial; y este estado, figurado por las deformidades mismas y las desproporciones de su forma corporal, está verdaderamente en el límite inferior de las posibilidades de nuestro estado individual, de suerte que la cima de la «contrajerarquía» es en efecto el lugar que le conviene propiamente en ese «mundo invertido» que será el suyo. Por otra parte, incluso desde el punto de vista puramente simbólico, y en tanto que él representa la «contratradición», el Anticristo no es menos necesariamente deforme: decíamos hace un momento, en efecto, que no puede haber en eso más que una caricatura de la tradición, y quien dice caricatura dice por eso mismo deformidad; por lo demás, si fuera de otro modo, no habría en suma exteriormente ningún medio de distinguir la «contratradición» de la tradición verdadera, y es menester efectivamente, para que los «elegidos» al menos no sean seducidos, que lleve en sí misma la «marca del diablo». Además, lo falso es forzosamente también lo «artificial», y, a este respecto, la «contratradición» no podrá dejar de tener también, a pesar de todo, ese carácter «mecánico» que es el de todas las producciones del mundo moderno, del que ella será la última; más exactamente todavía, habrá en ella algo comparable al automatismo de esos «cadáveres psíquicos» de los que ya hemos hablado precedentemente, y, por lo demás, como ellos, estará hecha de «residuos» animados artificial y momentáneamente, lo que explica también que no pueda haber en ella nada duradero; si se puede decir, ese montón de «residuos», galvanizado por una voluntad «infernal», es, seguramente, lo que da la idea más clara de algo que ha llegado a los confines mismos de la disolución.
No pensamos que haya lugar a insistir más sobre todas estas cosas; sería poco útil, en el fondo, buscar prever en detalle cómo será constituida la «contratradición», y por lo demás estas indicaciones generales serán ya casi suficientes para aquellos que quieran hacer por sí mismos su aplicación a algunos puntos más particulares, lo que, en todo caso, no puede entrar en nuestro propósito. Sea como sea, con eso hemos llegado al último término de la acción antitradicional que debe conducir a este mundo hacia su fin; después de ese reino pasajero de la «contratradición», para llegar al momento último del ciclo actual, ya no puede haber más que el «enderezamiento» que, al reponer súbitamente todas las cosas en su sitio normal cuando la subversión parecía completa, preparará inmediatamente la «edad de oro» del ciclo futuro.