René Guénon — A Grande Tríada
VIDE: HOMEM VERDADEIRO; HOMEM NOBRE
EL HOMBRE VERDADERO Y EL HOMBRE TRANSCENDENTE
En lo que precede, hemos hablado constantemente del «hombre verdadero» y del «hombre transcendente», pero nos es menester aportar todavía a este respecto algunas precisiones complementarias; y, en primer lugar, haremos observar que el «hombre verdadero» mismo (tchenn-jen) ha sido llamado por algunos «hombre transcendente», aunque esta designación es más bien impropia, puesto que el «hombre verdadero» es solo el que ha alcanzado la plenitud del estado humano, y puesto que no puede llamarse verdaderamente «transcendente» más que a lo que está más allá de este estado. Por eso es por lo que conviene reservar esta denominación de «hombre transcendente» a aquel que se ha llamado a veces «hombre divino» u «hombre espiritual» (cheun-jen), es decir, a aquel que, habiendo llegado a la realización total y a la «Identidad Suprema», ya no es, hablando propiamente, un hombre, en el sentido individual de esta palabra, puesto que ha rebasado la humanidad y está enteramente liberado de sus condiciones específicas1, así como de todas las demás condiciones limitativas de cualquier estado de existencia sea el que sea2. Así pues, ese ha devenido efectivamente el «Hombre Universal», mientras que ello no es así para el «hombre verdadero», que solo se ha identificado de hecho al «hombre primordial»; no obstante, se puede decir que éste es ya, al menos virtualmente, el «Hombre Universal», en el sentido de que, desde que ya no tiene que recorrer otros estados en modo distintivo, puesto que ha pasado de la circunferencia al centro3, el estado humano deberá ser para él necesariamente el estado central del ser total, aunque no lo sea todavía de una manera efectiva4.
(…)
Así pues, se debe comprender que, desde el punto de vista humano, no haya ninguna distinción aparente entre el «hombre transcendente y el «hombre verdadero» (aunque en realidad no haya ninguna medida común entre ellos, como tampoco la hay entre el eje y uno de sus puntos), puesto que lo que les diferencia es precisamente lo que está más allá del estado humano, de suerte que, si se manifiesta en este estado (o más bien en relación a este estado, ya que es evidente que esta manifestación no implica de ningún modo un «retorno» a las condiciones limitativas de la individualidad humana), el «hombre transcendente» no puede aparecer en él de otro modo que como un «hombre verdadero»5. Por ello no es menos verdad, ciertamente, que, entre el estado total e incondicionado que es el del «hombre transcendente», idéntico al «Hombre Universal», y un estado condicionado cualesquiera, individual o supraindividual, por elevado que pueda ser, no es posible ninguna comparación cuando se los considera tal como son verdaderamente en sí mismos; pero aquí solo hablamos de lo que son las apariencias desde el punto de vista del estado humano. Por lo demás, de una manera más general y a todos los niveles de las jerarquías espirituales, que no son otra cosa que las jerarquías iniciáticas efectivas, solo a través del grado que le es inmediatamente superior cada grado puede percibir todo lo que está por encima de él indistintamente y recibir sus influencias; y, naturalmente, aquellos que han alcanzado un cierto grado pueden siempre, si así lo quieren y hay lugar a ello, «situarse» en no importa cuál grado inferior al suyo, sin ser de ningún modo afectados por este «descenso» aparente, puesto que poseen a fortiori y como «por añadidura» todos los estados correspondientes, que, en suma, ya no representan para ellos más que otras tantas «funciones» accidentales y contingentes6. Es así como el «hombre transcendente» puede desempeñar, en el mundo humano, la función que es propiamente la del «hombre verdadero», mientras que, por otra parte e inversamente, el «hombre verdadero» es en cierto modo, para este mismo mundo, como el representante o el «substituto» del «hombre transcendente».
Remitimos aquí a lo que se ha dicho más atrás de la especie a propósito de las relaciones del ser y del medio. ↩
«En el cuerpo de hombre, ya no es un hombre… Infinitamente pequeño es aquello por lo que todavía es un hombre (la «huella» de la que hablaremos más adelante), infinitamente grande es aquello por lo que es uno con el Cielo» (Tchoang-tseu, cap. V). ↩
Es lo que expresa el budismo por el término anagami, es decir, «el que no retorna» a otro estado de manifestación (cf. RGAI, cap. XXXIX). ↩
Cf. SC, cap. XXVIII. ↩
Esto puede acabar de explicar lo que hemos dicho en otra parte a propósito de los Çûfîs y de los Rosa-Cruz (RGAI, cap. XXXVIII). ↩
Cf. LOS ESTADOS MÚLTIPLES DEL SER, cap. XIII. — «En toda constitución jerárquica, los órdenes superiores poseen la luz y las facultades de los órdenes inferiores, sin que éstos tengan recíprocamente la perfección de aquéllos» (San Dionisio el Areopagita, DE LA HIÉRARCHIE CÉLESTE, cap. V). ↩