Ser Prefacio

PREFACIO

En nuestro precedente estudio sobre El Simbolismo de la Cruz, hemos expuesto, según los datos provistos por las diferentes doctrinas tradicionales, una representación geométrica del ser que está basada enteramente sobre la teoría metafísica de los estados múltiples. El presente volumen será a este respecto como un complemento suyo, ya que las indicaciones que hemos dado no bastan quizás para hacer sobresalir todo el alcance de esta teoría, que debe considerarse como enteramente fundamental; en efecto, hemos debido limitarnos entonces a lo que se refería más directamente a la meta claramente definida que nos proponíamos. Por eso es por lo que, dejando de lado ahora la representación simbólica que hemos descrito, o al menos no recordándola en cierto modo más que incidentalmente cuando haya lugar a referirnos a ella, consagraremos enteramente este nuevo trabajo a un desarrollo más amplio de la teoría de que se trata, ya sea, y primeramente, en su principio mismo, ya sea en algunas de sus aplicaciones, en lo que concierne más particularmente al ser considerado bajo su aspecto humano.

En lo que concierne a este último punto, quizás no es inútil recordar desde ahora que el hecho de detenernos en las consideraciones de este orden no implica en modo alguno que el estado humano ocupe un rango privilegiado en el conjunto de la Existencia universal, o que se distinga metafísicamente, en relación a los demás estados, por la posesión de una prerrogativa cualquiera. En realidad, este estado humano no es más que un estado de manifestación como todos los demás, y entre una indefinidad de otros; en la jerarquía de los grados de la Existencia, se sitúa en el lugar que le está asignado por su naturaleza misma, es decir, por el carácter limitativo de las condiciones que le definen, y este lugar no le confiere ni superioridad ni inferioridad absoluta. Si a veces debemos considerar particularmente este estado, es pues únicamente porque, siendo el estado en el que nos encontramos de hecho, por eso mismo adquiere para nosotros, pero para nosotros solamente, una importancia especial; así pues, en esto no se trata más que un punto de vista completamente relativo y contingente, el de los individuos que somos en nuestro presente modo de manifestación. Por eso es por lo que, concretamente, cuando hablamos de estados superiores y de estados inferiores, es siempre con relación al estado humano, tomado como término de comparación, como debemos operar esta repartición jerárquica, puesto que no hay ningún otro que nos sea directamente comprensible en tanto que individuos; y es menester no olvidar que toda expresión, siendo la envoltura en una forma, se efectúa necesariamente en modo individual, de suerte que, cuando queremos hablar de algo, concerniente a las verdades de orden puramente metafísico, no podemos hacerlo más que descendiendo a un orden completamente diferente, esencialmente relativo y limitado, para traducirlas al lenguaje que es el de las individualidades humanas. Se comprenderá sin esfuerzo todas las precauciones y las reservas que impone la inevitable imperfección de este lenguaje, tan manifiestamente inadecuado a lo que debe expresar en parecido caso; hay ahí una desproporción evidente, y, por lo demás, se puede decir otro tanto para toda representación formal, cualquiera que sea, comprendidas ahí las representaciones propiamente simbólicas, no obstante incomparablemente menos estrechamente limitadas que el lenguaje ordinario, y por consecuencia más aptas para la comunicación de las verdades transcendentes, de aquí el empleo que se hace de ellas constantemente en toda enseñanza que posea un carácter verdaderamente «iniciático» y tradicional ( A propósito de esto, haremos observar incidentemente que el hecho de que el punto de vista filosófico no haga llamada jamás a ningún simbolismo, bastaría por sí sólo para mostrar el carácter exclusivamente «profano» y completamente exterior de este punto de vista especial y del modo de pensamiento al cual corresponde. ). Por eso es por lo que, como lo hemos hecho observar ya en varias ocasiones, conviene, para no alterar la verdad por una exposición parcial, restrictiva o sistematizada, reservar siempre la parte de lo inexpresable, es decir, de lo que no podría encerrarse en ninguna forma, y que, metafísicamente, es en realidad lo que más importa, podemos decir incluso todo lo esencial.

Ahora bien, si se quiere ligar, siempre en lo que concierne a la consideración del estado humano, el punto de vista individual al punto de vista metafísico, como debe hacerse siempre si se trata de «ciencia sagrada», y no solo de saber «profano», diremos esto: la realización del ser total puede llevarse a cabo a partir de no importa cuál estado tomado como base y como punto de partida, en razón misma de la equivalencia de todos los modos de existencia contingentes al respecto de lo Absoluto; así pues, puede llevarse a cabo a partir del estado humano de la misma manera que desde todo otro, e incluso, como ya lo hemos dicho en otra parte, a partir de toda modalidad de este estado, lo que equivale a decir que es concretamente posible para el hombre corporal y terrestre, piensen lo que piensen de ello los occidentales, inducidos a error, en cuanto a la importancia que conviene atribuir a la «corporeidad», por la extraordinaria insuficiencia de sus concepciones concernientes a la constitución del ser humano ( Ver L’Homme et son devenir selon le Vêdânta, cap. XXIII. ). Puesto que éste es el estado en el que nos encontramos actualmente, es de ahí desde donde debemos partir efectivamente si nos proponemos alcanzar la realización metafísica, a cualquier grado que sea, y esa es la razón esencial por la cual este caso debe ser considerado más especialmente por nosotros; por lo demás, puesto que hemos desarrollado estas consideraciones precedentemente, no insistiremos más en ello, tanto más cuanto que nuestra exposición misma permitirá comprenderlas mejor todavía ( Ver Le Symbolisme de la Croix, cap. XXVI a XXVIII. ).

Por otra parte, para descartar toda confusión posible, debemos recordar desde ahora que, cuando hablamos de los estados múltiples del ser, se trata, no de una simple multiplicidad numérica, o incluso más generalmente cuantitativa, sino más bien de una multiplicidad de orden «transcendental» o verdaderamente universal, aplicable a todos los dominios que constituyen los diferentes «mundos» o grados de la Existencia, considerados separadamente o en su conjunto, y por consiguiente fuera y más allá del dominio especial del número e incluso de la cantidad bajo todos sus modos. En efecto, la cantidad, y con mayor razón el número que no es más que uno de sus modos, a saber, la cantidad discontinua, es solo una de las condiciones determinantes de algunos estados, entre los cuales está el nuestro; por consiguiente, no podría ser transportada a otros estados, y todavía menos aplicada al conjunto de los estados, que escapa evidentemente a una tal determinación. Por eso es por lo que, cuando hablamos a este respecto de una multitud indefinida, siempre debemos tener cuidado de observar que la indefinidad de que se trata rebasa todo número, y también todo aquello a lo que la cantidad es más o menos directamente aplicable, como la indefinidad espacial o temporal, que no dependen igualmente más que de las condiciones propias a nuestro mundo ( Ver Le Symbolisme de la Croix, cap. XV. ).

Se impone todavía otra observación, sobre el empleo que hacemos de la palabra «ser», que, en todo rigor, ya no puede aplicarse en su sentido propio cuando se trata de algunos estados de no manifestación de los que tendremos que hablar, y que están más allá del grado del Ser puro. No obstante, en razón de la constitución misma del lenguaje humano, y a falta de otro término más adecuado, estamos obligados a conservar este mismo término en parecido caso, pero no atribuyéndole entonces más que un valor puramente analógico y simbólico, sin lo cual nos sería completamente imposible hablar de una manera cualquiera de aquello de lo que se trata; y éste es un ejemplo muy claro de esas insuficiencias de expresión a las cuales hacíamos alusión hace un momento. Es así como podremos, como ya lo hemos hecho en otras partes, continuar hablando del ser total como estando al mismo tiempo manifestado en algunos de sus estados y no manifestados en otros, sin que, eso implique en modo alguno que, para estos últimos, debamos detenernos en la consideración de lo que corresponde al grado que es propiamente el del Ser ( Ver Le Symbolisme de la Croix, cap. I. ).

A propósito de esto recordaremos que el hecho de detenerse en el Ser y de no considerar nada más allá, como si el Ser fuera en cierto modo el Principio supremo, el más universal de todos, es uno de los rasgos característicos de algunas concepciones occidentales de la antigüedad de la Edad Media, que, aunque contenían incontestablemente una parte de metafísica que no se encuentra ya en las concepciones modernas, permanecen enormemente incompletas bajo este aspecto, y también por el hecho de que se presentan como teorías establecidas para sí mismas, y no en vistas de una realización efectiva correspondiente. Esto no quiere decir, ciertamente, que no haya habido entonces otra cosa en occidente; en eso, hablamos solo de lo que se conoce generalmente, y de lo que algunos, haciendo loables esfuerzos para reaccionar contra la negación moderna, tienen tendencia a exagerar el valor y el alcance, puesto que no se dan cuenta de que en eso no se trata todavía sino de puntos de vista finalmente bastante exteriores, y de que, en las civilizaciones donde, como en el caso de aquí, se ha establecido una suerte de ruptura entre dos órdenes de enseñanza que se superponen sin oponerse jamás, el «exoterismo» hace llamada al «esoterismo» como su complemento necesario. Cuando este «esoterismo» es desconocido, la civilización, que ya no está vinculada directamente a los principios superiores por ningún lazo efectivo, no tarda en perder todo carácter tradicional, ya que los elementos de este orden que subsisten todavía en ella son comparables a un cuerpo que el espíritu hubiera abandonado, y, por consiguiente, impotentes en adelante para constituir algo más que una suerte de formalismo vacío; es eso, muy exactamente, lo que ha ocurrido en el mundo moderno ( Ver Orient et Occident y La Crise du Monde moderne. ).

Una vez dadas estas pocas explicaciones, pensamos poder entrar en nuestro tema mismo sin detenernos más en preliminares de los cuales todas las consideraciones que ya hemos expuesto en otras partes nos permiten dispensarnos en gran parte. En efecto, no nos es posible volver indefinidamente sobre lo que ya se ha dicho en nuestras precedentes obras, lo que no sería más que tiempo perdido; y, si de hecho algunas repeticiones son inevitables, debemos esforzarnos en reducirlas a lo que es estrictamente indispensable para la comprehensión de lo que nos proponemos exponer al presente, sin perjuicio de remitir al lector, cada vez que haya necesidad de ello, a tal o cual parte de nuestros otros trabajos, donde podrá encontrar indicaciones complementarias o desarrollos más amplios sobre las cuestiones que seamos llevados a considerar de nuevo. Lo que constituye la dificultad principal de la exposición, es que todas estas cuestiones están ligadas en efecto más o menos estrechamente las unas a las otras, y que importa mostrar este lazo tan frecuentemente como sea posible, aunque, por otra parte, no importa menos evitar toda apariencia de «sistematización», es decir, de limitación incompatible con la naturaleza misma de la doctrina metafísica, que debe abrir por el contrario, a quien es capaz de comprenderla y de «asentirla», posibilidades de concepción no solo indefinidas, sino, podemos decirlo sin ningún abuso de lenguaje, realmente infinitas como la Verdad total misma.