Aunque esto pueda parecer una digresión, lo que acaba de decirse sobre la “paz” que reside en el punto central nos lleva a hablar un poco de otro simbolismo, el de la GUERRA, al que ya hemos hecho algunas alusiones en otra parte (Ver El Rey del Mundo, cap. X, y Autoridad espiritual y poder temporal, cap. III y VIII.). Este simbolismo se encuentra concretamente en la Bhagavad-Gîtâ: la batalla de la que se trata en este libro representa la acción, de una manera enteramente general, bajo una forma por lo demás apropiada a la naturaleza y a la función de los kshatriyas a quienes está destinado más especialmente (NA: Krishna y Arjuna, que representan respectivamente el “Sí mismo” y el “yo”, o la “personalidad” y la “individualidad”, Atmâ incondicionado y jivâtmâ, están montados sobre un mismo carro, que es el “vehículo” del ser considerado en su estado de manifestación; y, mientras que Arjuna combate, Krishna conduce el carro sin combatir, es decir, sin estar él mismo comprometido en la acción. Otros símbolos que tienen la misma significación se encuentran en numerosos textos de las Upanishad: Los “dos pájaros que residen sobre el mismo árbol” (Mundaka Upanishad, 3er Mundaka, 1er Khanda, shruti 1; Shwêtâshwatara Upanishad, 4º Adhyâya, shruti 6), y también los “dos que han entrado en la caverna” (Katha Upanishad, 1er adhyâya, 3er Vallî, shruti 1); la “caverna” no es otra que la cavidad del corazón, que representa precisamente el lugar de la unión de lo individual con lo Universal, o del “yo” con el “Sí mismo” (ver El Hombre y su devenir según el Vêdânta, III). — El-Hallâj dice en el mismo sentido: “Somos dos espíritus conjuntos en un mismo cuerpo” (nahnu ruhâni halalnâ badana).). El campo de batalla (kshêtra) es el dominio de la acción, en el que el individuo desarrolla sus posibilidades, y que es figurado por el plano horizontal en el simbolismo geométrico; se trata aquí del estado humano, pero la misma representación podría aplicarse a todo otro estado de manifestación, igualmente sometido, si no a la acción propiamente dicha, al menos al cambio y a la multiplicidad. Esta concepción no se encuentra solo en la doctrina hindú, sino también en la doctrina islámica, ya que tal es exactamente el sentido real de la “GUERRA santa” (jihâd); su aplicación social y exterior no es más que secundaria, y lo que lo muestra bien, es que ella constituye solo la “GUERRA santa menor” (El-jihâdul-açghar), mientras que la “GUERRA santa mayor” (El-jihâdul-akbar) es de orden puramente interior y espiritual (NA: Esto se basa sobre un hadîth del Profeta que, a la vuelta de una expedición pronunció esta palabra: “Hemos vuelto de la GUERRA santa menor a la GUERRA santa mayor” (rajanâ min el-jihâdil-açghar ilâ el-jihâdil-akbar).). 94 SC VIII
Se puede decir que la razón de ser esencial de la GUERRA, bajo cualquier punto de vista y en cualquier dominio en que se la considere, es hacer cesar un desorden y restablecer el orden; es, en otros términos, la unificación de una multiplicidad por los medios que pertenecen al mundo de la multiplicidad misma; es a este título, y solo a este título, como la GUERRA puede considerarse como legítima. Por otra parte, el desorden, en un sentido, es inherente a toda manifestación tomada en sí misma, ya que la manifestación, fuera de su principio, y por consiguiente, en tanto que multiplicidad no unificada, no es más que una serie indefinida de rupturas de equilibrio. La GUERRA, entendida como acabamos de hacerlo, y no limitada a un sentido exclusivamente humano, representa pues el proceso cósmico de reintegración de lo manifestado en la unidad principial; y es por eso por lo que, desde el punto de vista de la manifestación misma, esta reintegración aparece como una destrucción, así como se ve muy claramente por algunos aspectos del simbolismo de Shiva en la doctrina hindú. 95 SC VIII
Si se dice que la GUERRA misma es también un desorden, eso es verdadero bajo un cierto aspecto, y ello es necesariamente así por eso mismo de que tiene lugar en el mundo de la manifestación y de la multiplicidad; pero es un desorden que está destinado a compensar otro desorden, y, según la enseñanza de la tradición extremo oriental que ya hemos mencionado precedentemente, es la suma misma de todos los desórdenes, o de todos los desequilibrios, la que constituye el orden total. El orden no aparece por lo demás más que si uno se eleva por encima de la multiplicidad, si uno cesa de considerar cada cosa aislada y “distintivamente” para considerar todas las cosas en la unidad. Ese es el punto de vista de la realidad, ya que la multiplicidad, fuera de su principio único, no tiene más que una existencia ilusoria; pero esta ilusión, con el desorden que le es inherente, subsiste para todo ser mientras no ha llegado, de una manera plenamente efectiva (y no, entiéndase bien, como simple concepción teórica), a ese punto de vista de la “unicidad de la Existencia” (Wahdatul-wujûd) en todos los modos y en todos los grados de la manifestación universal. 96 SC VIII
Según lo que acabamos de decir, la meta misma de la GUERRA, es el establecimiento de la paz, ya que la paz, incluso en su sentido más ordinario, no es en suma otra cosa que el orden, el equilibrio o la armonía, pues estos tres términos son casi sinónimos y designan todos, bajo aspectos algo diferente, el reflejo de la unidad en la multiplicidad misma, cuando ésta se remite a su principio. En efecto, la multiplicidad, no es entonces destruida verdaderamente, sino que es “transformada”; y, cuando todas las cosas son devueltas a la unidad, esta unidad aparece en todas las cosas, que, bien lejos de dejar de existir, antes al contrario, adquieren con eso la plenitud de la realidad. Es así como se unen indivisiblemente los dos puntos de vista complementarios de “la unidad en la multiplicidad y la multiplicidad en la unidad” (El-wahdatu fîlkuthrati wal-kuthratu fîl-wahdati), en el punto central de toda manifestación, que es el “lugar divino” o la “estación divina” (El-maqâmul-ilahî) de la que hemos hablado más atrás. Para el que ha llegado a este punto, como lo hemos dicho, ya no hay más contrarios, y, por consiguiente, ya no hay más desorden; es el lugar mismo del orden, del equilibrio, de la armonía o de la paz, mientras que fuera de este lugar, y para el que tiende solo a él sin haber llegado todavía, es el estado de GUERRA tal como lo hemos definido, puesto que las oposiciones, en la cuales reside el desorden, todavía no están rebasadas definitivamente. 97 SC VIII
Pero en su sentido exterior y social, la GUERRA legítima, dirigida contra los que perturban el orden y que tiene como propósito devolverles a él, constituye esencialmente una función de “justicia”, es decir, en suma una función equilibrante (Ver El Rey del Mundo, cap. VI.), cualesquiera que puedan ser las apariencias secundarias y transitorias; pero esa no es más que la “GUERRA santa menor”, que es solo una imagen de la otra, de la “GUERRA santa mayor”. Se podría aplicar aquí lo que hemos dicho en diversas ocasiones, y también al comienzo mismo del presente estudio, en cuanto al valor simbólico de los hechos históricos, que pueden considerarse como representativos, según su modo, de realidades de un orden superior. 98 SC VIII
Para el que ha llegado a realizar perfectamente la unidad en sí mismo, habiendo cesado toda oposición, el estado de GUERRA cesa también por eso mismo, puesto que ya no hay más que el orden absoluto, según el punto de vista total que está más allá de todos los puntos de vista particulares. A un tal ser, como ya se ha dicho precedentemente, nada puede dañarle en adelante, dado que ya no hay para él más enemigos, ni en él ni fuera de él; la unidad, efectuada dentro, lo es también y simultáneamente fuera, o más bien ya no hay más ni dentro ni fuera, pues eso no es todavía más que una de esas oposiciones que en adelante se han desvanecido a su mirada (NA: Según la tradición hindú, esta mirada es la del tercer ojo de Shiva, que representa el “sentido de la eternidad”, y cuya posesión efectiva está esencialmente implícita en la restauración del “estado primordial” (ver El Hombre y su devenir según el Vêdânta, cap. XX, y El Rey del Mundo, cap. V y VII).). Establecido definitivamente en el centro de todas las cosas, ese “es para sí mismo su propia ley” (Esta expresión está tomada al esoterismo islámico; en el mismo sentido, la doctrina hindú habla del ser que ha llegado a este estado como swêchchhâchâri, es decir, “que hace su propia voluntad”.), porque su voluntad es una con el Querer universal (la “Voluntad del Cielo” de la tradición extremo oriental, que se manifiesta efectivamente en el punto mismo donde reside este ser); él ha obtenido la “Gran Paz”, que es verdaderamente, como lo hemos dicho, la “Presencia divina” (Es-Sakînah, es decir, la inmanencia de la Divinidad en ese punto que es el “Centro del Mundo”); al estar identificado, por su propia unificación, a la unidad principial misma, ve la unidad en todas las cosas y todas las cosas en la unidad, en la absoluta simultaneidad del “eterno presente”. 100 SC VIII