Estas últimas consideraciones nos conducen directamente a explicarnos sobre la idea de «creación»: esta concepción, que es tan extraña a los orientales, exceptuando los musulmanes, como lo fue también a la antigüedad grecorromana, aparece como específicamente judaica en su origen; la palabra que la designa es latina en su forma, pero no en la acepción que ha recibido con el cristianismo, ya que creare no quería decir primero nada mas que «hacer», sentido que siempre ha permanecido, en sánscrito, el de la raíz verbal kri, que es idéntica a esta palabra; hubo pues ahí un cambio profundo de significación, y este caso es, como ya lo hemos dicho, similar al del término «religión». Es evidentemente del judaísmo de donde la idea de la que se trata ha pasado al cristianismo y al islamismo; y, en cuanto a su razón de ser esencial, es en el fondo la misma que la de la prohibición de los símbolos antropomórficos. En efecto, la tendencia a concebir a Dios como «un ser» más o menos análogo a los seres individuales y particularmente a los seres humanos, debe tener como corolario natural, por todas parte donde existe, la tendencia a atribuirle un papel simplemente «demiúrgico», queremos decir, una acción que se ejerce sobre una materia que se supone exterior a él, lo que es el modo de acción propio de los seres individuales. En estas condiciones, era necesario, para salvaguardar la noción de la unidad, y de la infinitud divina, afirmar expresamente que Dios ha «hecho el mundo de nada», es decir, en suma, de nada que le fuera exterior, la suposición de lo cual tendría por efecto limitarle dando nacimiento a un dualismo radical. La herejía teológica no es aquí mas que la expresión de un sin-sentido metafísico, lo que, por lo demás, es el caso habitual; pero el peligro, inexistente en cuanto a la metafísica pura, devenía muy real desde el punto de vista religioso, porque la absurdidad, bajo esta forma derivada, ya no aparecía inmediatamente. La concepción teológica de la «creación» es una traducción apropiada de la concepción metafísica de la «MANIFESTACIÓN UNIVERSAL», y la mejor adaptada a la mentalidad de los pueblos occidentales; pero, por lo demás, no se puede establecer ninguna equivalencia entre estas dos concepciones, desde que, necesariamente, hay entre ellas toda la diferencia de los puntos de vista respectivos a los que se refieren: éste es un nuevo ejemplo que viene en apoyo de lo que hemos expuesto en el capítulo precedente. IGEDH: Simbolismo y antropomorfismo
La «ley» puede ser considerada, en principio, como un «querer universal», por una transposición analógica que no deja subsistir, en una tal concepción, nada de personal, ni, con mayor razón, nada de antropomórfico. La expresión de este querer, en cada estado de existencia manifestada, se designa como Prajâpati o el «Señor de los seres producidos»; y, en cada ciclo cósmico especial, este mismo querer se manifiesta como el Manú que da a ese ciclo su propia ley. Así pues, este nombre de Manú no debe tomarse como el de un personaje mítico, legendario o histórico; es propiamente la designación de un principio, que se podría definir, según la significación de la raíz verbal man, como «inteligencia cósmica» o «pensamiento reflejado del orden universal». Por otra parte, este principio es considerado como el prototipo del hombre, que es llamado mânava en tanto que se le considera esencialmente como «ser pensante», caracterizado por la posesión del mânas, elemento mental o racional; así pues, la concepción del Manú es equivalente, al menos bajo algunos aspectos, a la que otras tradiciones, concretamente la Qabbalah hebraica y el esoterismo musulmán, designan como el «Hombre universal», y a lo que el Taoísmo llama el «Rey». Hemos visto precedentemente que el nombre de Vyâsa no designa un hombre, sino una función; únicamente, es una función histórica en cierto modo, mientras que aquí se trata de una función cósmica, que no podrá devenir histórica más que en su aplicación especial al orden social, y sin que eso suponga, por lo demás, ninguna «personificación». En suma, la ley de Manú, para un ciclo o una colectividad cualquiera, no es otra cosa que la observación de las relaciones jerárquicas naturales que existen entre los seres sometidos a las condiciones especiales de ese ciclo o de esa colectividad, con el conjunto de las prescripciones que resultan de ello normalmente. En lo que concierne a la concepción de los ciclos cósmicos no insistiremos en ello aquí, tanto más cuanto que, para hacerla fácilmente inteligible, sería menester entrar en desarrollos bastante largos; diremos únicamente que hay entre ellos, no una sucesión cronológica, sino un encadenamiento lógico y causal, en el que cada ciclo está determinado en su conjunto por el antecedente y es determinante a su vez para el consecuente, por una producción continua, sometida a la «ley de armonía» que establece la analogía constitutiva de todos los modos de la MANIMANIFESTACIÓN UNIVERSAL. IGEDH: La ley de Manú