moralidad

Se puede comprender ahora por qué decíamos precedentemente que es difícil aplicar rigurosamente el término de religión fuera del conjunto formado por el judaísmo, el cristianismo y el islamismo, lo que confirma la proveniencia específicamente judaica de la concepción que esta palabra expresa actualmente. Es que, en cualquier otro lugar, las tres partes que acabamos de caracterizar no se encuentran reunidas en una misma concepción tradicional; así, en China, vemos el punto de vista intelectual y el punto de vista social, representados, por lo demás, por dos cuerpos de tradición distintos, pero el punto de vista moral esta totalmente ausente, incluso de la tradición social. En la India igualmente, es este mismo punto de vista moral el que falta: si la legislación no es allí religiosa como en el islam, es porque está enteramente desprovista del elemento sentimental, único que puede imprimirle el carácter especial de MORALIDAD; en cuanto a la doctrina, es puramente intelectual, es decir metafísica, sin ningún rastro tampoco de esa forma sentimental que sería necesaria para darle el carácter de un dogma religioso, y sin la que el vinculamiento de una moral a un principio doctrinal es por lo demás completamente inconcebible. Se puede decir que el punto de vista moral y el punto de vista religioso mismo suponen esencialmente una cierta sentimentalidad, que está en efecto desarrollada sobre todo en los occidentales, en detrimento de la intelectualidad. Así pues, en eso hay algo verdaderamente especial a los occidentales, a los que sería menester agregar aquí a los musulmanes, pero sin hablar del aspecto extrarreligioso de la doctrina de estos últimos, con la gran diferencia de que para ellos, la moral, mantenida en su rango secundario, jamás ha podido ser considerada como existiendo por sí misma; la mentalidad musulmana no podría admitir la idea de una «moral independiente», es decir, filosófica, idea que se encontraba antaño en los griegos y en los romanos, y que está de nuevo muy extendida en Occidente en la época actual. IGEDH: Tradición y Religión

Al hablar de las interpretaciones occidentales, nos hemos quedado voluntariamente en las generalidades, tanto como hemos podido, a fin de evitar plantear cuestiones de personas, frecuentemente irritantes, y por lo demás inútiles cuando se trata únicamente de un punto de vista doctrinal, como es el caso aquí. Es muy curioso ver cuanto trabajo les cuesta a los occidentales, en su mayor parte, comprender que las consideraciones de este orden no prueban absolutamente nada en pro o en contra del valor de una concepción cualquiera; eso muestra bien hasta qué punto llevan el individualismo intelectual, así como el sentimentalismo que le es inseparable. En efecto, se sabe cuanto sitio ocupan los detalles biográficos más insignificantes en lo que debería ser la historia de las ideas, y cuan común es la ilusión que consiste en creer que, cuando se conoce un nombre propio o una fecha, se posee por eso mismo un conocimiento real; ¿y cómo podría ser de otro modo, cuando se aprecian más los hechos que las ideas? En cuanto a las ideas mismas, cuando se ha llegado a considerarlas simplemente como la invención y la propiedad de tal o cual individuo, y cuando, además, se está influenciando e incluso dominando por toda suerte de preocupaciones morales y sentimentales, es completamente natural que la apreciación de esas ideas, que ya no se consideran en sí mismas y por sí mismas, sea afectada por lo que se sabe del carácter y de las acciones del hombre al que se atribuyen; en otros términos, se transportará a las ideas la simpatía o la antipatía que se siente por aquel que las ha concebido, como si su verdad o su falsedad pudiera depender de semejantes contingencias. En estas condiciones, quizás se admita aún, aunque con algún pesar, que un individuo perfectamente honorable haya podido formular o sostener ideas más o menos absurdas; pero lo que no se querrá consentir nunca, es en que algún otro individuo que se juzga despreciable haya tenido no obstante un valor intelectual o incluso artístico, genio o únicamente talento desde un punto de vista cualquiera; y, sin embargo, los casos donde ello es así están lejos de ser raros. Si hay un prejuicio sin fundamento, es en efecto éste, querido por los partidarios de la «instrucción obligatoria», según el cual el saber real sería inseparable de lo que se ha convenido llamar la MORALIDAD. No se ve en absoluto, lógicamente, por qué un criminal debería ser necesariamente un necio o un ignorante, o por qué le sería imposible a un hombre servirse de su inteligencia y de su ciencia para hacer daño a sus semejantes, lo que, al contrario, ocurre bastante frecuentemente; no se ve tampoco cómo la verdad de una concepción tendría que depender de que haya sido emitida por tal o cual individuo; pero nada es menos lógico que el sentimiento, aunque algunos psicólogos hayan creído poder hablar de una «lógica de los sentimientos». Así pues, los pretendidos argumentos donde se hacen intervenir las cuestiones personales son enteramente insignificantes; que se sirvan de ellos en política, dominio donde el sentimiento juega un papel tan grande, se comprende hasta un cierto punto, aunque se abuse de ello frecuentemente, y aunque sea hacer poco honor a las gentes dirigirse así exclusivamente a su sentimentalidad; pero que se introduzcan los mismos procedimientos de discusión en el dominio intelectual, eso es verdaderamente inadmisible. Hemos creído bueno insistir un poco en ello, porque esta tendencia es muy habitual en Occidente, y porque, si no explicamos nuestras intenciones, algunos podrían sentirse tentados incluso de reprocharnos, como una falta de precisión y de «referencias», una actitud que, por nuestra parte, es perfectamente determinada y reflexionada. IGEDH: Últimas observaciones