Por lo demás, los arqueólogos y los orientalistas estarían muy desacertados al invocar contra nosotros una enseñanza oral, o incluso obras perdidas, puesto que el «método histórico», que estiman tanto, tiene como carácter esencial no tomar en consideración más que los monumentos que tienen bajo los ojos y los documentos escritos que tienen entre las manos; y es ahí, precisamente, donde se muestra toda la insuficiencia de ese método. En efecto, hay una precisión que se impone, pero que se pierde de vista muy frecuentemente, y que es la siguiente: si se encuentra, para una cierta obra, un manuscrito cuya fecha se puede determinar por un medio cualquiera, eso prueba que la obra de que se trata no es ciertamente posterior a esa fecha, pero eso es todo, y no prueba en modo alguno que no pueda ser muy anterior. Puede ocurrir muy bien que se descubran después otros manuscritos más antiguos de la misma obra, y, por lo demás, incluso si no se descubren, por eso no se tiene el derecho de concluir que no existen, ni con mayor razón que jamás hayan existido. Si, en el caso de una civilización que ha durado hasta nosotros, existen todavía, es al menos verosímil que, lo más frecuentemente, no se dejen al azar de un descubrimiento arqueológico como los que se pueden hacer cuando se trata de una civilización desaparecida, y no hay, por otra parte, ninguna razón para admitir que aquellos que los conservan se crean obligados un día u otro a desprenderse de ellos en beneficio de los eruditos occidentales, tanto más cuando puede darse a su conservación un interés sobre el que no insistiremos, pero, acerca del cual la curiosidad, incluso decorada con el epíteto de «científica», es de muy poco valor. Por otra parte, en lo que concierne a las civilizaciones desaparecidas, estamos obligados a darnos cuenta de que, a pesar de todas las investigaciones y todos los descubrimientos, hay una multitud de documentos que no se encontrarán nunca, por la simple razón de que han sido destruidos accidentalmente; como los accidentes de este género han sido, en muchos de los casos, contemporáneos de las civilizaciones mismas de que se trata, y no forzosamente posteriores a su extinción, y como podemos constatar aún muy frecuentemente tales accidentes alrededor de nosotros, es extremadamente probable que el mismo hecho haya debido producirse también, más o menos, en las demás civilizaciones que se han prolongado hasta nuestra época; hay incluso tantas más posibilidades para que haya sido así cuanto que, desde el origen de esas civilizaciones, ha transcurrido una sucesión de siglos más larga. Pero hay todavía algo más: incluso sin accidente, los manuscritos antiguos pueden desaparecer de una manera completamente natural, normal en cierto modo, por desgaste puro y simple; en este caso, son reemplazados por otros que, necesariamente, son de una fecha más reciente, y los únicos cuya existencia se podrá constatar en adelante. Podemos hacernos una idea de ello, en particular, por lo que pasa de una manera constante en el mundo MUSULMÁN: un manuscrito circula y es transportado, según las necesidades, de un centro de enseñanza a otro, y a veces a regiones muy alejadas, hasta que está bastante gravemente dañado por el uso como para estar casi fuera de servicio; se hace entonces una copia suya tan exacta como es posible, copia que tendrá en adelante el lugar del antiguo manuscrito, que se utilizará de la misma manera, y que será ella misma reemplazada por otra cuando esté deteriorada a su vez, y así sucesivamente. Estos reemplazos sucesivos pueden ser ciertamente muy molestos para las investigaciones especiales de los orientalistas; pero aquellos que proceden a ello no se preocupan apenas de este inconveniente, e, incluso si tuvieran conocimiento de él, no consentirían cambiar sus hábitos por tan poco. Todas estas precisiones son tan evidentes en sí mismas que quizás no valdría la pena formularlas siquiera, si el partidismo que hemos señalado en los orientalistas no les cegara hasta el punto de ocultarles enteramente esta evidencia. IGEDH: Cuestiones de cronología
En estas condiciones, podemos dividir el Oriente en tres grandes regiones, que designaremos, según su situación geográfica en relación a Europa, como el Oriente próximo, el Oriente medio, y el Extremo Oriente. Para nós, el Oriente próximo comprende todo el conjunto del mundo MUSULMÁN; el Oriente medio está constituido esencialmente por la India; y en cuanto al Extremo Oriente, es lo que se designa habitualmente bajo este nombre, es decir, la China e Indochina. Es fácil ver, desde el primer vistazo, que estas tres divisiones generales corresponden bien a tres grandes civilizaciones completamente distintas e independientes, que son, si no las únicas que existen en todo el Oriente, al menos sí las más importantes y aquellas cuyo dominio es con mucho el más extenso. Por lo demás, en el interior de cada una de estas civilizaciones, se podrían marcar seguidamente subdivisiones, que ofrecen variaciones casi del mismo orden que aquellas que, en la civilización europea, existen entre países diferentes; únicamente, aquí, no se podrían asignar a estas subdivisiones unos límites que sean los de nacionalidades, cuya noción misma responde a una concepción que, en general, es extraña a Oriente. IGEDH: Las grandes divisiones de Oriente
El Oriente próximo, que comienza en los confines de Europa, se extiende no sólo sobre la parte de Asia que está más cerca de ésta, sino también, al mismo tiempo, sobre todo el Africa del Norte; así pues, a decir verdad, comprende países que, geográficamente, son tan occidentales como Europa misma. Pero la civilización musulmana, en todas las direcciones que ha tomado su expansión, por eso no ha guardado menos los caracteres esenciales que tiene de su punto de partida oriental; y ha impreso estos caracteres a pueblos extremadamente diversos, formándoles así una mentalidad común, pero no, sin embargo, hasta el punto de quitarles toda originalidad. Las poblaciones beréberes de Africa del Norte no se han confundido nunca con los árabes que viven sobre el mismo suelo, y es fácil distinguirlos, no sólo por las costumbres especiales que han conservado o por su tipo físico, sino también por una suerte de fisonomía mental que les es propia; es muy cierto, por ejemplo, que el kabilo está mucho más cerca del europeo, por algunos lados, de lo que lo está el árabe. Por eso no es menos verdad que, en tanto que tiene una unidad, la civilización de Africa del Norte es, no sólo musulmana, sino incluso árabe en su esencia; y, por lo demás, lo que se puede llamar el grupo árabe es, en el mundo islámico, aquel cuya importancia es verdaderamente primordial, puesto que es en él donde el islam ha tomado nacimiento, y puesto que su lengua propia es la lengua tradicional de todos los pueblos musulmanes, cualquiera que sean su origen y raza. Al lado de este grupo árabe, distinguiremos otros dos grupos principales, que podemos llamar el grupo turco y el grupo persa, aunque estas denominaciones no sean quizás de una exactitud rigurosa. El primero de estos grupos comprende sobre todo pueblos de raza mongol, como los turcos y los tártaros; sus rasgos mentales les diferencian enormemente de los árabes, así como también sus rasgos físicos, pero, al tener poca originalidad intelectual, dependen en el fondo de la intelectualidad árabe; y por lo demás, desde el punto de vista religioso mismo, estos dos grupos árabe y turco, a pesar de algunas diferencias rituales y legales, forman un conjunto único que se opone al grupo persa. Llegamos pues aquí a la separación más profunda que existe en el mundo MUSULMÁN, separación que se expresa ordinariamente diciendo que los árabes y los turcos son «sunnitas», mientras que los persas son «shiitas»; estas designaciones harían llamada a algunas reservas, pero aquí no vamos a entrar en estas consideraciones. IGEDH: Las grandes divisiones de Oriente
Por otra parte, lo que hemos dicho de la unidad antigua de la «Cristiandad», unidad de naturaleza esencialmente tradicional, y concebida según un modo especial que es el modo religioso, puede aplicarse aproximadamente a la concepción de la unidad del mundo MUSULMÁN. En efecto, entre las civilizaciones orientales, la civilización islámica es la que está más cerca de Occidente, y se podría decir inclusive que, tanto por sus caracteres como por su situación geográfica, es, en diversos aspectos, intermediaria entre Oriente y Occidente; así pues, la tradición puede ser considerada bajo dos modos profundamente distintos, de los que uno es puramente oriental, pero el otro, que es el modo propiamente religioso, es común con la civilización occidental. Por lo demás, judaísmo, cristianismo e islamismo se presentan como los tres elementos de un mismo conjunto, fuera del cual, lo decimos desde ahora, a menudo es muy difícil aplicar propiamente el término mismo de «religión», por poco que se le conserve un sentido preciso y claramente definido; pero, en el islamismo, este lado estrictamente religioso no es en realidad más que el aspecto más exterior; éstos son puntos sobre los cuales tendremos que volver después. Sea como sea, para no considerar de momento más que el lado exterior, es sobre una tradición que se puede calificar de religiosa donde reposa toda la organización del mundo MUSULMÁN: no es, como en la Europa actual, la religión la que es un elemento del orden social, sino que, al contrario, es el orden social todo entero el que se integra en la religión, de cuya legislación es inseparable, al encontrar en ella su principio y su razón de ser. Eso es lo que, desgraciadamente para ellos, no han comprendido nunca bien los europeos que han tenido que tratar con pueblos musulmanes, y este desconocimiento ha entrañado los errores políticos más groseros y más inextricables; pero no queremos detenernos aquí sobre estas consideraciones, que no hacemos más que indicarlas de pasada. A este propósito, agregaremos sólo dos precisiones que tienen su interés: la primera es que la concepción del «califato», única base posible de todo «panislamismo» verdaderamente serio, no es asimilable a ningún grado a la de una forma cualquiera de gobierno nacional, y que, por lo demás, tiene todo lo que es menester para desorientar a los europeos, habituados a considerar una separación absoluta, e incluso una oposición, entre el «poder espiritual» y el «poder temporal»; la segunda, es que para pretender instaurar en el islam «nacionalidades» diversas, es menester toda la ignorante suficiencia de algunos «jóvenes» musulmanes, como se califican ellos mismos para proclamar su «modernismo», y en quienes la enseñanza de las universidades occidentales ha obliterado completamente el sentido tradicional. IGEDH: Principios de unidad de las civilizaciones orientales
Podemos ver ahora como el punto de vista teológico no es más que una particularización del punto de vista metafísico, particularización que implica una alteración proporcional; es, si se quiere, su ampliación a unas condiciones contingentes, una adaptación cuyo modo viene determinado por la naturaleza de las exigencias a las que debe de responder, puesto que, después de todo, estas exigencias son su única razón de ser. Resulta de eso que toda verdad teológica podrá, por una transposición que la desprenda de su forma específica, ser reducida a la verdad metafísica correspondiente, de la que no es más que una suerte de traducción, pero sin que haya por eso equivalencia efectiva entre los dos órdenes de concepciones: es menester recordar aquí lo que decíamos más atrás, de que todo lo que puede ser considerado bajo un punto de vista individual puede serlo también desde el punto de vista universal, sin que estos dos puntos de vista estén por eso menos profundamente separados. Si se consideran después las cosas en sentido inverso, será menester decir que algunas verdades metafísicas, pero no todas, son susceptibles de ser traducidas a un lenguaje teológico, ya que, esta vez, hay lugar a tener en cuenta todo lo que, al no poder ser considerado bajo ningún punto de vista individual, pertenece exclusivamente a la metafísica: lo universal no podría encerrarse todo entero en un punto de vista especial, como tampoco en una forma cualquiera, lo que, por lo demás, es la misma cosa en el fondo. Incluso para las verdades que pueden recibir la traducción de que se trata, esta traducción, como toda otra formulación, no es nunca, forzosamente, más que incompleta y parcial, y lo que deja fuera de ella mide precisamente todo lo que separa el punto de vista de la teología del punto de vista de la metafísica pura. Esto podría ser apoyado por numerosos ejemplos; pero estos ejemplos mismos, para ser comprendidos, presupondrían unos desarrollos doctrinales que no podríamos pensar en emprender aquí; para limitarnos a citar un caso típico entre muchos otros, tal sería una comparación instituida entre la concepción metafísica de la «liberación» en la doctrina hindú y la concepción teológica de la «salvación» en las religiones occidentales, concepciones esencialmente diferentes, que sólo la incomprehensión de algunos orientalistas ha podido buscar asimilar de una manera por lo demás puramente verbal. Notamos de pasada, puesto que la ocasión para ello se presenta aquí, que casos como ese deben servir también para poner en guardia contra otro peligro muy real: si se le afirma a un hindú, a quien las concepciones occidentales son por lo demás extrañas, que los europeos entienden por «salvación» exactamente lo que él mismo entiende por moksha, ciertamente no tendrá ninguna razón para contestar esta aserción o para sospechar de su exactitud, y, por consiguiente, podrá ocurrirle, al menos hasta que esté mejor informado, emplear él mismo esta palabra «salvación» para designar una concepción que no tiene nada de teológica; habrá entonces incomprehensión recíproca, y la confusión se hará más inextricable. Ocurre lo mismo con las confusiones que se producen por la asimilación no menos errónea del punto de vista metafísico con los puntos de vista filosóficos occidentales: tenemos en mente el ejemplo de un MUSULMÁN que aceptaba muy gustosamente y como una cosa completamente natural la denominación de «panteísmo islámico» atribuida a la doctrina metafísica de la «Identidad suprema», pero que, desde que se le hubo explicado lo que es verdaderamente el panteísmo, en el sentido propio de esta palabra, en Spinoza concretamente, rechazo con verdadero horror una semejante denominación. IGEDH: Relaciones de la metafísica y la teología
Volvamos de nuevo ahora a la cuestión de saber si la distinción del esoterismo y del exoterismo, entendida esta vez en su sentido preciso, puede aplicarse a las doctrinas orientales. Primeramente, en el islamismo, la tradición es de esencia doble, religiosa y metafísica, como ya lo hemos dicho; aquí se puede calificar muy exactamente de exoterismo el lado religioso de la doctrina, que es en efecto el más exterior y el que está al alcance de todos, y de esoterismo su lado metafísico, que constituye su sentido profundo, y que, por lo demás, se considera como la doctrina de la elite; y esta distinción conserva bien su sentido propio, puesto que son las dos caras de una sola y misma doctrina. Es menester notar, en esta ocasión, que hay algo análogo en el judaísmo, donde el esoterismo está representado por lo que se llama Qabbalah, palabra cuyo sentido primitivo no es otro que el de «tradición», y que se aplica al estudio de las significaciones más profundas de los textos sagrados, mientras que la doctrina exotérica o vulgar se queda en su significación mas exterior y más literal; únicamente, esta Qabbalah es, de una manera general, menos puramente metafísica que el esoterismo MUSULMÁN, y sufre también, en una cierta medida, la influencia del punto de vista propiamente religioso, en lo que es comparable a la parte metafísica de la doctrina escolástica, insuficientemente desprendida de las consideraciones teológicas. En el islamismo, al contrario, la distinción de los dos puntos de vista es siempre muy clara; esta distinción permite ver ahí mejor que en cualquier otra parte, mediante las relaciones del exoterismo y del esoterismo, cómo, por la transposición metafísica, las concepciones teológicas reciben un sentido profundo. IGEDH: Esoterismo y exoterismo
La «ley» puede ser considerada, en principio, como un «querer universal», por una transposición analógica que no deja subsistir, en una tal concepción, nada de personal, ni, con mayor razón, nada de antropomórfico. La expresión de este querer, en cada estado de existencia manifestada, se designa como Prajâpati o el «Señor de los seres producidos»; y, en cada ciclo cósmico especial, este mismo querer se manifiesta como el Manú que da a ese ciclo su propia ley. Así pues, este nombre de Manú no debe tomarse como el de un personaje mítico, legendario o histórico; es propiamente la designación de un principio, que se podría definir, según la significación de la raíz verbal man, como «inteligencia cósmica» o «pensamiento reflejado del orden universal». Por otra parte, este principio es considerado como el prototipo del hombre, que es llamado mânava en tanto que se le considera esencialmente como «ser pensante», caracterizado por la posesión del mânas, elemento mental o racional; así pues, la concepción del Manú es equivalente, al menos bajo algunos aspectos, a la que otras tradiciones, concretamente la Qabbalah hebraica y el esoterismo MUSULMÁN, designan como el «Hombre universal», y a lo que el Taoísmo llama el «Rey». Hemos visto precedentemente que el nombre de Vyâsa no designa un hombre, sino una función; únicamente, es una función histórica en cierto modo, mientras que aquí se trata de una función cósmica, que no podrá devenir histórica más que en su aplicación especial al orden social, y sin que eso suponga, por lo demás, ninguna «personificación». En suma, la ley de Manú, para un ciclo o una colectividad cualquiera, no es otra cosa que la observación de las relaciones jerárquicas naturales que existen entre los seres sometidos a las condiciones especiales de ese ciclo o de esa colectividad, con el conjunto de las prescripciones que resultan de ello normalmente. En lo que concierne a la concepción de los ciclos cósmicos no insistiremos en ello aquí, tanto más cuanto que, para hacerla fácilmente inteligible, sería menester entrar en desarrollos bastante largos; diremos únicamente que hay entre ellos, no una sucesión cronológica, sino un encadenamiento lógico y causal, en el que cada ciclo está determinado en su conjunto por el antecedente y es determinante a su vez para el consecuente, por una producción continua, sometida a la «ley de armonía» que establece la analogía constitutiva de todos los modos de la manimanifestación universal. IGEDH: La ley de Manú
Es evidente que no podemos dar siquiera una rápida apercepción de la doctrina en su conjunto; algunas de las cuestiones que se tratan en ella, como, por ejemplo, la de la constitución del ser humano considerado metafísicamente, podrán constituir el objeto de estudios particulares. Nos detendremos sólo sobre un punto, que concierne a la meta suprema, que se llama moksha o mukti, es decir, la «liberación», porque el ser que llega a ella esta liberado de los lazos de la existencia condicionada, en cualquier estado y bajo cualquier modo que sea, por la identificación perfecta a lo Universal: es la realización de lo que el esoterismo MUSULMÁN llama la «Identidad suprema», y es por eso, y sólo por eso, por lo que un hombre deviene un Yogî, en el verdadero sentido de esta palabra. El estado del Yogî no es pues el análogo de un estado especial cualquiera, sino que contiene todos los estados posibles como el principio contiene todas sus consecuencias; al que ha llegado ahí se le llama también jîvan-mukta, es decir, «liberado en la vida», por oposición al vidêha-mukta o «liberado fuera de la forma», expresión que designa al ser para quien la realización no se produce, o más bien, de virtual que era, no deviene efectiva sino después de la muerte o la disolución del compuesto humano: por lo demás, en un caso tanto como en el otro, el ser está liberado definitivamente de las condiciones individuales, o de todo aquello cuyo conjunto se llama nâma y rupa, el nombre y la forma, e incluso de las condiciones de toda manifestación; escapa al encadenamiento causal indefinido de las acciones y reacciones, lo que no tiene lugar en el simple paso a otro estado individual, aunque ocupe un rango superior al estado humano en la jerarquía de los grados de la existencia. Es manifiesto, por otra parte, que la acción no puede tener consecuencias más que en el dominio de la acción, y que su eficacia se detiene precisamente donde cesa su influencia; por consiguiente, la acción no puede tener como efecto liberar de la acción y hacer obtener la «liberación»; así pues, una acción, cualquiera sea, no podrá conducir, como mucho, más que a realizaciones parciales, correspondientes a algunos estados superiores, pero todavía determinados y condicionados. Shankarâchârya declara expresamente que «no hay otro medio de obtener la “liberación” completa y final que el conocimiento; puesto que la acción no se opone a la ignorancia, no puede alejarla, mientras que el conocimiento disipa la ignorancia como la luz disipa las tinieblas» (NA: Atmâ-Bodha.); y puesto que la ignorancia es la raíz y la causa de toda limitación, cuando ha desaparecido, la individualidad, que se caracteriza por sus limitaciones, desaparece por eso mismo. Por lo demás, esta «transformación», en el sentido etimológico de «paso más allá de la forma», no cambia nada en las apariencias; en el caso del jîvan-mukta, la apariencia individual subsiste naturalmente sin ningún cambio exterior, pero ya no afecta al ser que está revestido de ella, desde que éste sabe efectivamente que no es más que ilusoria; únicamente, bien entendido, saber eso efectivamente es algo muy diferente que tener de ello una concepción puramente teórica. A continuación del pasaje que acabamos de citar, Shankarâchârya describe el estado del Yogî en la medida, por lo demás bien restringida, en que las palabras pueden expresarle o más bien indicarle; estas consideraciones forman la verdadera conclusión del estudio de la naturaleza del ser humano a la que hemos hecho alusión, al mostrar, como la meta suprema y última del conocimiento metafísico, las posibilidades más altas a las que este ser es capaz de llegar. IGEDH: El Vêdânta