Muchas dificultades se oponen, en OCCIDENTE, a un estudio serio y profundo de las doctrinas orientales en general, y de las doctrinas hindúes en particular; y los mayores obstáculos, a este respecto, no son quizás aquellos que pueden provenir de los orientales mismos. En efecto, la primera condición requerida para un tal estudio, la más esencial de todas, es evidentemente tener la mentalidad adecuada para comprender las doctrinas de que se trata, queremos decir para comprenderlas verdadera y profundamente; ahora bien, ésta es una aptitud que, salvo muy raras excepciones, falta totalmente a los occidentales. Por otra parte, esta condición necesaria podría considerarse al mismo tiempo como suficiente, ya que, cuando se cumple, los orientales no tienen la menor repugnancia en comunicar su pensamiento tan completamente como es posible hacerlo. IGEDH: PREFACIO
Por otra parte, es menester decir también que los orientales, que tienen, con razón, una idea más bien penosa de la intelectualidad europea, se preocupan muy poco de lo que los occidentales, de una manera general, pueden pensar o no pensar a su respecto; así pues, no buscan de ninguna manera sacarlos de su error, y, al contrario, por efecto de una cortesía algo desdeñosa, se encierran en un silencio que la vanidad occidental toma sin esfuerzo por una aprobación. El «proselitismo» es totalmente desconocido en Oriente, donde, por lo demás, carecería de objeto y no podría ser considerado sino como una prueba de ignorancia y de incomprehensión pura y simple; lo que diremos a continuación mostrará las razones de ello. A este silencio que algunos reprochan a los orientales, y que no obstante es tan legítimo, no puede haber sino raras excepciones, en favor de alguna individualidad aislada que presenta las cualificaciones requeridas y las aptitudes intelectuales adecuadas. En cuanto a aquellos que salen de su reserva fuera de este caso determinado, no se puede decir más que una cosa: es que representan en general elementos bastante poco interesantes, y que, por una razón o por otra, no exponen apenas más que doctrinas deformadas bajo pretexto de adecuarlas a OCCIDENTE; tendremos la ocasión de decir algunas palabras acerca de ellos. Lo que queremos hacer comprender por el momento, y lo que hemos indicado desde el comienzo, es que la mentalidad occidental es la única responsable de esta situación, que hace muy difícil el papel de ese mismo que, habiéndose encontrado en condiciones excepcionales y habiendo llegado a asimilarse algunas ideas, quiere expresarlas de manera más inteligible, pero no obstante sin desnaturalizarlas: debe limitarse a exponer lo que ha comprendido, en la medida en que eso puede hacerse, absteniéndose cuidadosamente de toda preocupación de «vulgarización», y sin aportar siquiera la menor preocupación de convencer a nadie. IGEDH: PREFACIO
Así pues, mostraremos primeramente, tan claramente como podamos, y después de algunas consideraciones preliminares indispensables, las diferencias esenciales y fundamentales que existen entre los modos generales del pensamiento oriental y los del pensamiento occidental. Insistiremos después más especialmente sobre lo que se refiere a las doctrinas hindúes, en tanto que éstas presentan rasgos particulares que las distinguen de las demás doctrinas orientales, aunque todas tengan bastantes caracteres comunes para justificar, en el conjunto, la posición general de Oriente y OCCIDENTE. Finalmente, con respecto a estas doctrinas hindúes, señalaremos la insuficiencia de las interpretaciones que tienen curso en OCCIDENTE; para algunas de ellas, deberíamos decir incluso su absurdidad. Como conclusión de este estudio, indicaremos, con todas las precauciones necesarias, las condiciones de un acercamiento intelectual entre Oriente y OCCIDENTE, condiciones que, como es fácil preverlo, están muy lejos de cumplirse por el lado occidental: en eso no se trata más que de una posibilidad que queremos mostrar, sin creerla en modo alguno susceptible de una realización inmediata o simplemente próxima. IGEDH: PREFACIO
La primera cosa que tenemos que hacer en el estudio que emprendemos, es determinar la naturaleza exacta de la oposición que existe entre Oriente y OCCIDENTE, y primeramente, para eso, precisar el sentido que entendemos dar a los dos términos de esta oposición. Podríamos decir, para una primera aproximación, quizás un poco sumaria, que Oriente, para nosotros, es esencialmente Asia, y que OCCIDENTE es esencialmente Europa; pero eso mismo requiere algunas explicaciones. IGEDH: Oriente y OCCIDENTE
Llama la atención a primera vista, la desproporción de los dos conjuntos que constituyen respectivamente lo que llamamos Oriente y OCCIDENTE; si hay oposición entre ellos, no puede haber verdaderamente equivalencia y ni siquiera simetría entre los dos términos de esta oposición. A este respecto hay una diferencia comparable a la que existe geográficamente entre Asia y Europa, donde la segunda aparece como un simple prolongamiento de la primera; del mismo modo, la situación verdadera de OCCIDENTE con relación a Oriente no es en el fondo más que la de una rama desgajada del tronco, y esto es lo que nos es menester explicar ahora más completamente. IGEDH: Oriente y OCCIDENTE
Si se considera lo que se ha convenido llamar la antigüedad clásica, y si se compara a las civilizaciones orientales, se constata fácilmente que está menos alejada de ellas, en algunos aspectos al menos, que la Europa moderna. La diferencia entre Oriente y OCCIDENTE parece que ha ido aumentando siempre, pero esta divergencia es en cierto modo unilateral, en el sentido de que es únicamente OCCIDENTE el que ha cambiado, mientras que Oriente, de una manera general, permanecía sensiblemente tal como era en aquella época que se ha tomado el hábito de considerar como antigua, y que, no obstante, todavía es relativamente reciente. La estabilidad, se podría decir incluso la inmutabilidad, es un carácter que se le reconoce gustosamente a las civilizaciones orientales, a la de China concretamente, pero sobre cuya interpretación es quizás menos fácil entenderse: los europeos, desde que se han puesto a creer en el «progreso» y en la «evolución», es decir, desde hace un poco más de un siglo, quieren ver en eso una marca de inferioridad, mientras que, al contrario, por nuestra parte, vemos en ello un estado de equilibrio que la civilización occidental se ha mostrado incapaz de alcanzar. Por lo demás, esta estabilidad se afirma tanto en las cosas pequeñas como en las grandes, y se puede encontrar un ejemplo sorprendente de ello en el hecho de que la «moda», con sus variaciones continuas, no existe más que en los países occidentales. En suma, el occidental, y sobre todo el occidental moderno, aparece como esencialmente cambiante e inconstante, no aspirando más que al movimiento y a la agitación, mientras que el oriental presenta exactamente el carácter opuesto. IGEDH: La divergencia
Si se quisiera figurar esquemáticamente la divergencia de la que hablamos, no habría que trazar dos líneas que irían alejándose por una parte y otra de un eje; sino que Oriente debería ser representado por el eje mismo, y OCCIDENTE por una línea que parte de ese eje y que se aleja de él a la manera de una rama que se separa del tronco, así como lo decíamos precedentemente. Este símbolo sería tanto más justo cuanto que, en el fondo, desde los tiempos llamados históricos al menos, OCCIDENTE no ha vivido nunca intelectualmente, en la medida en la que no ha tenido una intelectualidad más que de préstamos hechos por Oriente, directa o indirectamente. La civilización griega misma está bien lejos de haber tenido esa originalidad que se complacen en proclamar aquellos que son incapaces de ver nada más allá, y que llegarían hasta pretender gustosamente que los griegos se han calumniado cuando se les ocurrió reconocer lo que debían a Egipto, a Fenicia, a Caldea, a Persia, e incluso a la India. Por más que todas estas civilizaciones sean incomparablemente más antiguas que la de los griegos, algunos, cegados por lo que podemos llamar el «prejuicio clásico», están completamente dispuestos a sostener, contra toda evidencia, que son ellas las que han tomado préstamos de esta última y las que han sufrido su influencia, y es muy difícil discutir con ellos, precisamente porque su opinión no se apoya más que en prejuicios; pero volveremos más ampliamente sobre esta cuestión. No obstante, es cierto que los griegos han tenido una cierta originalidad, pero que no es lo que se cree ordinariamente, y no consiste apenas más que en la forma bajo la que han presentado y expuesto lo que tomaban, modificándolo de manera más o menos afortunada para adaptarlo a su propia mentalidad, completamente diferente de la de los orientales, e incluso opuesta ya a ésta por más de un lado. IGEDH: La divergencia
No obstante, es menester tener bien presente que el pensamiento griego es a pesar de todo, en su esencia, un pensamiento occidental, y que ya se encuentran en él, entre algunas otras tendencias, el origen y como el germen de la mayor parte de aquellas que se han desarrollado, mucho tiempo después, en los occidentales modernos. Así pues, sería menester no llevar demasiado lejos el empleo de la analogía que acabamos de señalar; pero, mantenida en unos justos límites, puede rendir todavía servicios considerables a aquellos que quieren comprender verdaderamente la antigüedad e interpretarla de la manera menos hipotética posible y, por lo demás, todo peligro será evitado si se tiene cuidado de tener en cuenta todo lo que sabemos perfectamente cierto sobre los caracteres especiales de la mentalidad helénica. En el fondo, las tendencias nuevas que se encuentran en el mundo grecorromano son sobre todo tendencias a la restricción y a la limitación, de suerte que las reservas que hay que aportar en una comparación con Oriente deben proceder casi exclusivamente del temor a atribuir a los antiguos de OCCIDENTE más de lo que han pensado verdaderamente: cuando se constata que han tomado algo de Oriente, sería menester no creer que lo hayan asimilado completamente, ni apresurarse a concluir de ello que haya identidad de pensamiento. Se pueden establecer aproximaciones numerosas e interesantes que no tienen equivalente en lo que concierne al OCCIDENTE moderno; pero por eso no es menos cierto que los modos esenciales del pensamiento oriental son completamente diferentes, y que, al no salir de los cuadros de la mentalidad occidental, aunque sea antigua, uno se condena fatalmente a desdeñar y a desconocer los aspectos de este pensamiento oriental que son precisamente los más importantes y los más característicos. Como es evidente que lo «más» no puede salir de lo «menos», esta única diferencia debería bastar, a falta de toda otra consideración, para mostrar de qué lado se encuentra la civilización que ha tomado préstamos de las otras. IGEDH: La divergencia
Para volver al esquema que indicábamos más atrás, debemos decir que su principal defecto, por lo demás inevitable en todo esquema, es simplificar demasiado las cosas, al representar la divergencia como habiendo ido creciendo de una manera continua desde la antigüedad hasta nuestros días. En realidad, hubo tiempos de detención en esta divergencia, hubo incluso épocas menos remotas en las que OCCIDENTE ha recibido de nuevo la influencia directa de Oriente: queremos hablar sobre todo del periodo alejandrino, y también de lo que los árabes han aportado a la Europa de la edad media, de lo que una parte les pertenecía en propiedad, mientras que el resto estaba sacado de la India; su influencia es bien conocida en cuanto al desarrollo de las matemáticas, pero estuvo lejos de limitarse a este dominio particular. La divergencia se reactivó en el Renacimiento, donde se produjo una ruptura muy clara con la época precedente, y la verdad es que este pretendido Renacimiento fue una muerte para muchas cosas, incluso desde el punto de vista de las artes, pero sobre todo desde el punto de vista intelectual; es difícil para un moderno aprehender toda la extensión y el alcance de lo que se perdió entonces. El retorno a la antigüedad clásica tuvo como efecto un empequeñecimiento de la intelectualidad, fenómeno comparable al que había tenido lugar antaño en los griegos mismos, pero con la diferencia capital de que ahora se manifestaba en el curso de la existencia de una misma raza, y ya no en el paso de algunas ideas de un pueblo a otro; es como si aquellos griegos, en el momento en que iban a desaparecer enteramente se hubieran vengado de su propia incomprehensión imponiendo a toda una parte de la humanidad los límites de su horizonte mental. Cuando a esta influencia vino a agregarse la de la Reforma, que por lo demás no fue quizás enteramente independiente de ella, las tendencias fundamentales del mundo moderno se establecieron claramente; la Revolución, con todo lo que representa en diversos dominios, y que equivale a la negación de toda tradición, debía ser la consecuencia lógica de su desarrollo. Pero no vamos a entrar aquí en el detalle de todas estas consideraciones, lo que correría el riesgo de llevarnos muy lejos; no tenemos la intención de hacer especialmente la historia de la mentalidad occidental, sino solamente de decir lo que es menester para hacer comprender lo que la diferencia profundamente de la intelectualidad oriental. Antes de completar lo que vamos a decir de los modernos a este respecto, nos es menester todavía volver de nuevo a los griegos, para precisar lo que hasta aquí sólo hemos indicado de una manera insuficiente, y para despejar el terreno, en cierto modo, explicándonos con suficiente claridad como para atajar algunas objeciones que son muy fáciles de prever. IGEDH: La divergencia
Por el momento, no agregaremos más que una palabra en lo que concierne a la divergencia de OCCIDENTE en relación a Oriente: ¿continuará aumentando esta divergencia indefinidamente? Las apariencias podrían hacerlo creer, y, en el estado actual de las cosas, esta cuestión es seguramente de esas sobre las que se puede discutir; pero, sin embargo, en cuanto a nós, no pensamos que eso sea posible; las razones de ello se darán en nuestra conclusión. IGEDH: La divergencia
Para quien quiere examinar las cosas con imparcialidad, es manifiesto que los griegos han tomado verdaderamente, desde el punto de vista intelectual al menos, casi todo de los orientales, así como ellos mismos lo han confesado frecuentemente; por mentirosos que hayan podido ser, al menos no han mentido sobre este punto, y, por lo demás, no tenían ningún interés en ello, todo lo contrario. Su única originalidad, decíamos precedentemente, reside en la manera en la que han expuesto las cosas, según una facultad de adaptación que no se les puede contestar, pero que se encuentra necesariamente limitada a la medida de su comprehensión; así pues, en suma, se trata de una originalidad de orden puramente dialéctico. En efecto, los modos de razonamiento, que derivan de los modos generales del pensamiento y que sirven para formularlos, son diferentes en los griegos y en los orientales; es menester siempre tenerlo en cuenta cuando se señalan algunas analogías, por lo demás reales, como la del silogismo griego, por ejemplo, con lo que se ha llamado más o menos exactamente el silogismo hindú. Ni siquiera se puede decir que el razonamiento griego se distingue por un rigor particular; no parece más riguroso que los otros más que a aquellos que tienen el hábito exclusivo de él, y esta apariencia proviene únicamente de que se encierra siempre en un dominio más restringido, más limitado, y, por eso mismo, mejor definido. Lo que es verdaderamente propio de los griegos, por el contrario, pero poco en su favor, es una cierta sutileza dialéctica de la que los diálogos de Platón ofrecen numerosos ejemplos, y donde se ve la necesidad de examinar indefinidamente una misma cuestión bajo todas sus facetas, tomándola por los lados más pequeños, y para desembocar en una conclusión más o menos insignificante; es menester creer que los modernos, en OCCIDENTE, no son los primeros en estar afligidos de «miopía intelectual» IGEDH: El prejuicio clásico
Para volver de nuevo a nuestro punto de partida, nadie está autorizado por el hecho de que los filósofos griegos más antiguos han precedido en varios siglos a la época alejandrina, a concluir que no han conocido nada de las doctrinas hindúes. Para citar un ejemplo, el atomismo, mucho tiempo antes de aparecer en Grecia, había sido sostenido en la India por la escuela de Kanâda, y después por los jainas y los budistas; puede ser que haya sido importado a OCCIDENTE por los fenicios, como algunas tradiciones lo dan a entender, pero, por otra parte, diversos autores afirman que Demócrito, que fue uno de los primeros entre los griegos en adoptar esta doctrina, o al menos en formularla claramente, había viajado a Egipto, a Persia y a la India. Los primeros filósofos griegos pueden haber conocido incluso, no sólo las doctrinas hindúes, sino también las doctrinas budistas, ya que no son, ciertamente, anteriores al budismo, y, además, éste se extendió muy pronto fuera de la India, en regiones de Asia más cercanas a Grecia, y, por consiguiente, relativamente más accesibles. Esta circunstancia fortificaría la tesis, muy sostenible, de traspasos, no por cierto exclusivamente, pero sí principalmente, provenientes de la civilización búdica. Lo que es curioso, en todo caso, es que las aproximaciones que se pueden hacer con las doctrinas de la india son mucho más numerosas y más llamativas en el periodo presocrático que en los periodos posteriores; ¿qué ocurre entonces con el papel de las conquistas de Alejandro en las relaciones intelectuales de los dos pueblos? En suma, no parecen haber introducido, en cuanto a hechos de influencia hindú, más que lo que se puede encontrar en la lógica de Aristóteles, y a lo cual hacíamos alusión precedentemente en lo que concierne al silogismo, así como en la parte metafísica de la obra del mismo filósofo, para la que se podrían señalar también semejanzas demasiado precisas como para ser puramente accidentales. IGEDH: Las relaciones de los pueblos antiguos
Una tendencia muy general entre estos mismos orientalistas es la que les lleva a reducir lo más posible, e incluso frecuentemente más allá de toda medida razonable, la antigüedad de las civilizaciones que tratan, como si estuvieran molestos por el hecho que estas civilizaciones hayan podido existir y estar ya en pleno desarrollo en épocas tan lejanas, tan anteriores a los orígenes más remotos que se puedan asignar a la civilización occidental actual, o más bien a aquellas de las que procede directamente; su partidismo a este respecto no parece tener otra excusa que esa, que es verdaderamente muy insuficiente. Por lo demás, este mismo partidismo se ha ejercido también sobre cosas mucho más vecinas de OCCIDENTE, bajo todos los aspectos, de lo que lo son las civilizaciones de la China y de la India, e incluso de las de Egipto, de Persia y de Caldea; es así como se esfuerzan, por ejemplo, en «rejuvenecer» la Qabbalah hebraica de manera que pueda suponérsele una influencia alejandrina y neoplatónica, mientras que es muy ciertamente la inversa lo que se ha producido en realidad; y eso siempre por la misma razón, es decir, únicamente porque se ha convenido a priori que todo debe venir de los griegos, que éstos han tenido el monopolio de los conocimientos en la antigüedad, como los europeos se imaginan que le tienen ahora, y que han sido, siempre como estos mismos europeos pretenden serlo actualmente, los educadores y los inspiradores del género humano. Y sin embargo Platón, cuyo testimonio no debería ser sospechoso en la circunstancia, no ha temido contar en el Timeo que los egipcios trataban a los griegos de «niños»; los orientales tendrían, también hoy, muchas razones para decir otro tanto de los occidentales, si los escrúpulos de una cortesía quizás excesiva no les impidieran frecuentemente llegar hasta ahí. No obstante, recordamos que esta misma apreciación fue formulada justamente por un hindú que, al oír por primera vez exponer las concepciones de algunos filósofos europeos, estuvo tan lejos de mostrarse maravillado por ellas que declaró que eran ideas buenas todo lo más para un niño de ocho años. IGEDH: Cuestiones de cronología
La dificultad más grave, para la interpretación correcta de las doctrinas orientales, es la que proviene, como ya lo hemos indicado y como entendemos exponerlo sobre todo en lo que seguirá, de la diferencia esencial que existe entre los modos del penspensamiento oriental y los del pensamiento occidental. Esta diferencia se traduce naturalmente por una diferencia correspondiente en las lenguas que están destinadas a expresar respectivamente estos modos, de donde una segunda dificultad, que deriva de las primeras, cuando se trata de traducir algunas ideas a las lenguas de OCCIDENTE, que carecen de términos apropiados, y que, sobre todo, son muy poco metafísicas. Por lo demás, eso no es en suma más que una agravación de las dificultades inherentes a toda traducción, y que se encuentran incluso, a un grado menor, para pasar de una lengua a otra que es muy vecina de ella tanto filológica como geográficamente; en este último caso todavía, los términos que se consideran como correspondientes, y que tienen frecuentemente el mismo origen o la misma derivación, están a veces muy lejos, a pesar de eso, de ofrecer para el sentido un equivalente exacto. Eso se comprende fácilmente, ya que es evidente que cada lengua debe de estar particularmente adaptada a la mentalidad del pueblo que hace uso de ella, y cada pueblo tiene su mentalidad propia, más o menos ampliamente diferente de la de los demás; esta diversidad de las mentalidades étnicas es únicamente mucho menor cuando se consideran pueblos pertenecientes a una misma raza o que se vinculan a una misma civilización. En este caso, los caracteres mentales comunes son ciertamente los más fundamentales, pero los caracteres secundarios que se superponen a ellos pueden dar lugar a variaciones que son aún muy apreciables; y uno podría preguntarse incluso si, entre los individuos que hablan una misma lengua, en los límites de una nación que comprende elementos étnicos diversos, el sentido de las palabras de esta lengua no se matiza más o menos de una región a otra, tanto más cuanto que la unificación nacional y lingüística es frecuentemente reciente y un poco artificial: no habría nada de qué sorprendente, por ejemplo, en que la lengua común herede en cada provincia, tanto para el fondo como para la forma, algunas particularidades del antiguo dialecto al que ha venido a superponerse y al que ha reemplazado más o menos completamente. Sea como sea, las diferencias de las que hablamos son naturalmente mucho más sensibles de un pueblo a otro: si puede haber varias maneras de hablar una lengua, es decir, en el fondo, de pensar sirviéndose de esta lengua, hay ciertamente una manera de pensar especial que se expresa normalmente en cada lengua distinta; y la diferencia alcanza en cierto modo su máximo para lenguas muy diferentes entre sí a todos los respectos, o inclusive para lenguas emparentadas filológicamente, pero adaptadas a mentalidades y a civilizaciones muy diversas, ya que las aproximaciones filológicas permiten con mucha menos seguridad que las aproximaciones mentales el establecimiento de equivalencias verdaderas. Es por estas razones por lo que, como lo decíamos desde el comienzo, la traducción más literal no es siempre la más exacta desde el punto de vista de las ideas, muy lejos de eso, y es también por lo que el conocimiento puramente gramatical de una lengua es completamente insuficiente para dar la comprehensión de ella. IGEDH: Dificultades lingüísticas
El género de trabajo de que se trata aquí es relativamente más fácil para las doctrinas que se han trasmitido regularmente hasta nuestra época, y que tienen todavía interpretes autorizados, que para aquellas cuya expresión escrita o figurada es la única que nos ha llegado, sin estar acompañada de la tradición oral desde mucho tiempo extinguida. Es muy penoso que los orientalistas se hayan obstinado en desdeñar, con un partidismo quizás involuntario por una parte, pero por eso mismo más invencible, esta ventaja que se les ofrecía, sobre todo a aquellos que se proponen estudiar civilizaciones que subsisten todavía, a exclusión de aquellos cuyas investigaciones recaen sobre civilizaciones desaparecidas. No obstante, como ya lo indicábamos más atrás, estos últimos mismos, los egiptólogos y los asiriólogos por ejemplo, podrían ciertamente evitarse muchas equivocaciones si tuvieran un conocimiento más extenso de la mentalidad humana y de las diversas modalidades de las que es susceptible; pero un tal conocimiento no sería posible precisamente sino por el estudio verdadero de las doctrinas orientales, que prestaría así, indirectamente al menos, inmensos servicios a todas las ramas del estudio de la antigüedad. Únicamente, incluso para este objeto que esta lejos de ser el más importante a nuestros ojos, sería menester no encerrarse en una erudición que no tiene por sí misma más que un interés muy mediocre, pero que es sin duda el único dominio donde pueda ejercerse sin demasiados inconvenientes la actividad de aquellos que no quieren o no pueden salir de los estrechos límites de la mentalidad occidental moderna. Esa, lo repetimos todavía una vez más, es la razón esencial que hace los trabajos de los orientalistas absolutamente insuficientes para permitir la comprensión de una idea cualquiera, y al mismo tiempo completamente inútiles, cundo no incluso perjudiciales en algunos casos, para un acercamiento intelectual entre Oriente y OCCIDENTE. IGEDH: Dificultades lingüísticas
Esta apreciación muy breve permite comprender, en primer lugar, como no puede haber en Oriente nada que sea comparable a lo que son las naciones occidentales: la aplicación de las nacionalidades es en suma, en una civilización, el signo de una disolución parcial que resulta de la pérdida de lo que constituía su unidad profunda. En OCCIDENTE mismo, lo repetimos, la concepción de la nacionalidad es algo esencialmente moderno; no se podría encontrar nada análogo en todo lo que había existido antes, ni en las ciudades griegas, ni en el imperio romano, salido, por lo demás, de las extensiones sucesivas de la ciudad original, o en sus prolongamientos medievales más o menos indirectos, ni en las confederaciones o las ligas de pueblos a la manera céltica, y ni siquiera en los estados organizados jerárquicamente según el tipo feudal. IGEDH: Principios de unidad de las civilizaciones orientales
Por otra parte, lo que hemos dicho de la unidad antigua de la «Cristiandad», unidad de naturaleza esencialmente tradicional, y concebida según un modo especial que es el modo religioso, puede aplicarse aproximadamente a la concepción de la unidad del mundo musulmán. En efecto, entre las civilizaciones orientales, la civilización islámica es la que está más cerca de OCCIDENTE, y se podría decir inclusive que, tanto por sus caracteres como por su situación geográfica, es, en diversos aspectos, intermediaria entre Oriente y OCCIDENTE; así pues, la tradición puede ser considerada bajo dos modos profundamente distintos, de los que uno es puramente oriental, pero el otro, que es el modo propiamente religioso, es común con la civilización occidental. Por lo demás, judaísmo, cristianismo e islamismo se presentan como los tres elementos de un mismo conjunto, fuera del cual, lo decimos desde ahora, a menudo es muy difícil aplicar propiamente el término mismo de «religión», por poco que se le conserve un sentido preciso y claramente definido; pero, en el islamismo, este lado estrictamente religioso no es en realidad más que el aspecto más exterior; éstos son puntos sobre los cuales tendremos que volver después. Sea como sea, para no considerar de momento más que el lado exterior, es sobre una tradición que se puede calificar de religiosa donde reposa toda la organización del mundo musulmán: no es, como en la Europa actual, la religión la que es un elemento del orden social, sino que, al contrario, es el orden social todo entero el que se integra en la religión, de cuya legislación es inseparable, al encontrar en ella su principio y su razón de ser. Eso es lo que, desgraciadamente para ellos, no han comprendido nunca bien los europeos que han tenido que tratar con pueblos musulmanes, y este desconocimiento ha entrañado los errores políticos más groseros y más inextricables; pero no queremos detenernos aquí sobre estas consideraciones, que no hacemos más que indicarlas de pasada. A este propósito, agregaremos sólo dos precisiones que tienen su interés: la primera es que la concepción del «califato», única base posible de todo «panislamismo» verdaderamente serio, no es asimilable a ningún grado a la de una forma cualquiera de gobierno nacional, y que, por lo demás, tiene todo lo que es menester para desorientar a los europeos, habituados a considerar una separación absoluta, e incluso una oposición, entre el «poder espiritual» y el «poder temporal»; la segunda, es que para pretender instaurar en el islam «nacionalidades» diversas, es menester toda la ignorante suficiencia de algunos «jóvenes» musulmanes, como se califican ellos mismos para proclamar su «modernismo», y en quienes la enseñanza de las universidades occidentales ha obliterado completamente el sentido tradicional. IGEDH: Principios de unidad de las civilizaciones orientales
Si pasamos ahora a la civilización hindú, su unidad es también de orden pura y exclusivamente tradicional: comprende, en efecto, elementos pertenecientes a razas o agrupaciones étnicas muy diversas, y que todas pueden llamarse igualmente «hindúes» en el sentido estricto de la palabra, a exclusión de otros elementos pertenecientes a esas mismas razas, o al menos a algunas de entre ellas. Algunos querrían que no hubiera sido así en el origen, pero su opinión se funda sólo en la suposición de una pretendida «raza aria», que se debe simplemente a la imaginación demasiado fértil de los orientalistas; el término sánscrito ârya, del que se ha sacado el nombre de esta raza hipotética, no ha sido nunca en realidad más que un epíteto distintivo que se aplica sólo a los hombres de las tres primeras castas, y eso independientemente del hecho de pertenecer a tal o cual raza, consideración que no interviene aquí. Es verdad que el principio de la institución de las castas, como muchas otras cosas, ha permanecido tan incomprendido en OCCIDENTE, que no hay nada sorprendente en que todo lo que se refiere a él de cerca o de lejos haya dado lugar a toda suerte de confusiones; pero volveremos de nuevo sobre esta cuestión en otra parte. Lo que es menester retener por el momento, es que la unidad hindú reposa enteramente sobre el reconocimiento de una cierta tradición, que envuelve, aquí también, todo el orden social, aunque, por lo demás, a título de simple aplicación a unas contingencias; esta última reserva es necesaria por el hecho de que la tradición de que se trata ya no es religiosa como lo era en el islam, sino que es de orden más puramente intelectual y esencialmente metafísico. Esta suerte de doble polarización, exterior e interior, a la que hemos hecho alusión a propósito de la tradición musulmana, no existe en la India, donde, por consiguiente, no se pueden hacer con OCCIDENTE las aproximaciones que, al menos, permitía todavía el lado exterior del islam; aquí ya no hay absolutamente nada que sea análogo a lo que son las religiones occidentales, y, para sostener lo contrario, no puede haber más que observadores superficiales, que prueban así su perfecta ignorancia de los modos del penspensamiento oriental. Como nos reservamos tratar muy especialmente la civilización de la India, no es útil, por el momento, decir mucho más a su respecto. IGEDH: Principios de unidad de las civilizaciones orientales
Así como ya lo hemos indicado, la civilización china es la única cuya unidad sea esencialmente, en su naturaleza profunda, una unidad de raza; su elemento característico, bajo este aspecto, es lo que los chinos llaman gen, concepción que se puede traducir, sin demasiada inexactitud, por «solidaridad de la raza». Esta solidaridad, que implica a la vez la perpetuidad y la comunidad de la existencia, se identifica por lo demás a la «idea de la vida», aplicación del principio metafísico de la «causa inicial» a la humanidad existente; y es de la transposición de esta noción al dominio social, con la puesta en obra continua de todas sus consecuencias prácticas, de donde se desprende la excepcional estabilidad de las instituciones chinas. Es esta misma concepción la que permite comprender que la organización social toda entera reposa aquí sobre la familia, prototipo esencial de la raza; en OCCIDENTE, se habría podido encontrar algo análogo, hasta un cierto punto, en la ciudad antigua, cuyo núcleo inicial le formaba también la familia, y donde el «culto de los antepasados» mismo, con todo lo que implica efectivamente, tenía una importancia de la que a los modernos les cuesta algún trabajo darse cuenta. No obstante, no creemos que, en ninguna otra parte que en China, se haya llegado nunca tan lejos en el sentido de una concepción de la unidad familiar que se opone a todo individualismo, que suprime por ejemplo la propiedad privada individual, y, por consiguiente, la herencia, y que hace en cierto modo la vida imposible al hombre que, voluntariamente o no, se encuentra cercenado de la comunidad de la familia. Esta juega, en la sociedad china, un papel al menos tan considerable como el de la casta en la sociedad hindú, y que le es comparable en algunos aspectos; pero su principio es completamente diferente. Por otra parte, la parte propiamente metafísica de la tradición, en China más que en cualquier otro sitio, está claramente separada de todo el resto, es decir, en suma, de sus aplicaciones a los diversos órdenes de relatividades; no obstante, no hay que decir que esta separación, por profunda que pueda ser, no podría llegar hasta una discontinuidad absoluta, que tendría como efecto privar de todo principio real a las formas exteriores de la civilización. Eso se ve muy claramente en el OCCIDENTE moderno, donde las instituciones civiles, despojadas de todo valor tradicional, pero arrastrando con ellas algunos vestigios del pasado, en adelante incomprendidos, producen a veces el efecto de una verdadera parodia ritual sin la menor razón de ser, y cuya observancia no es propiamente más que una «superstición», con toda la fuerza que da a esta palabra su acepción etimológica rigurosa. IGEDH: Principios de unidad de las civilizaciones orientales
En lo que precede, nos ha ocurrido a cada instante hablar de tradición, de doctrinas o de concepciones tradicionales, e incluso de lenguas tradicionales, y por lo demás, es imposible hacer de otro modo cuando se quiere designar lo que constituye verdaderamente todo lo esencial del pensamiento oriental bajo sus diversos modos; ¿pero que es, más precisamente, la tradición? Digamos inmediatamente, para descartar una confusión que podría producirse, que no tomamos esta palabra en el sentido restringido en el que el pensamiento religioso de OCCIDENTE opone a veces «tradición» y «escritura», entendiendo por el primero de estos dos términos, de una manera exclusiva, lo que ha sido el objeto de una transmisión oral únicamente. Al contrario, para nós, la tradición, en una acepción mucho más general, puede ser escrita tanto como oral, aunque, habitualmente, si no siempre, haya debido ser ante todo oral en su origen, como ya lo hemos explicado; pero, en el estado actual de las cosas, la parte escrita y la parte oral forman por todas partes dos ramas complementarias de una tradición, ya sea religiosa u otra, y no tenemos ninguna vacilación en hablar de «escrituras tradicionales», lo que sería evidentemente contradictorio si no diéramos a la palabra «tradición» más que su significación más especial; por lo demás, etimológicamente, la tradición es simplemente «lo que se trasmite» de una manera o de otra. Además, es menester comprender también en la tradición, a título de elementos secundarios y derivados, pero no obstante importantes para tener una noción completa, todo el conjunto de las instituciones de diferentes órdenes que tienen su principio en la doctrina tradicional misma. IGEDH: ¿Qué hay que entender por tradición?
Ya que estamos en este tema, aprovecharemos también para señalar que la ausencia total del punto de vista religioso en los chinos ha podido dar lugar a otro error, pero que es inverso al precedente, y que, esta vez, se debe a una incomprehensión recíproca. El chino, que, en cierto modo, tiene por naturaleza el mayor respeto hacia todo lo que es de orden tradicional, adoptará gustosamente, cuando se encuentre trasladado a otro medio, lo que le parezca que constituye su tradición; ahora bien, puesto que en OCCIDENTE sólo la religión presenta este carácter, podrá adoptarla así, pero de una manera completamente superficial y pasajera. Vuelto a su país de origen, que jamás ha abandonado de una manera definitiva, ya que la «solidaridad de la raza» es demasiado poderosa para permitírselo, ese mismo chino ya no se preocupará lo más mínimo de la religión cuyos usos había seguido temporalmente; eso se debe a que esa religión, que es tal para los otros, él mismo no la había concebido nunca en modo religioso, puesto que ese modo es extraño a su mentalidad, y, por lo demás, como no ha encontrado en OCCIDENTE nada que tenga, por poco que sea, un carácter metafísico, ella no podía ser a sus ojos más que el equivalente más o menos exacto de una tradición de orden puramente social, a la manera del confucionismo. Así pues, los europeos cometerían un gran error al tachar a una tal actitud de hipócrita, como les ocurre hacerlo; para el chino no es más que una simple cuestión de cortesía, ya que, según la idea que se hacen de ella, la cortesía quiere que uno se conforme tanto como sea posible a las costumbres del país donde se vive, y los jesuitas del siglo XVII estaban estrictamente en regla con ella cuando, al vivir en China, ocupaban su lugar en la jerarquía oficial de los letrados y rendían a los Antepasados y a los Sabios los honores rituales que se les deben. IGEDH: Tradición y Religión
Se puede comprender ahora por qué decíamos precedentemente que es difícil aplicar rigurosamente el término de religión fuera del conjunto formado por el judaísmo, el cristianismo y el islamismo, lo que confirma la proveniencia específicamente judaica de la concepción que esta palabra expresa actualmente. Es que, en cualquier otro lugar, las tres partes que acabamos de caracterizar no se encuentran reunidas en una misma concepción tradicional; así, en China, vemos el punto de vista intelectual y el punto de vista social, representados, por lo demás, por dos cuerpos de tradición distintos, pero el punto de vista moral esta totalmente ausente, incluso de la tradición social. En la India igualmente, es este mismo punto de vista moral el que falta: si la legislación no es allí religiosa como en el islam, es porque está enteramente desprovista del elemento sentimental, único que puede imprimirle el carácter especial de moralidad; en cuanto a la doctrina, es puramente intelectual, es decir metafísica, sin ningún rastro tampoco de esa forma sentimental que sería necesaria para darle el carácter de un dogma religioso, y sin la que el vinculamiento de una moral a un principio doctrinal es por lo demás completamente inconcebible. Se puede decir que el punto de vista moral y el punto de vista religioso mismo suponen esencialmente una cierta sentimentalidad, que está en efecto desarrollada sobre todo en los occidentales, en detrimento de la intelectualidad. Así pues, en eso hay algo verdaderamente especial a los occidentales, a los que sería menester agregar aquí a los musulmanes, pero sin hablar del aspecto extrarreligioso de la doctrina de estos últimos, con la gran diferencia de que para ellos, la moral, mantenida en su rango secundario, jamás ha podido ser considerada como existiendo por sí misma; la mentalidad musulmana no podría admitir la idea de una «moral independiente», es decir, filosófica, idea que se encontraba antaño en los griegos y en los romanos, y que está de nuevo muy extendida en OCCIDENTE en la época actual. IGEDH: Tradición y Religión
Pensamos que ahora hemos caracterizado suficientemente la metafísica, y apenas podríamos hacer más sin entrar en la exposición de la doctrina misma, que no podría encontrar sitio aquí; por lo demás, estos datos serán completados en los capítulos siguientes, y particularmente cuando hablemos de la distinción entre la metafísica y lo que se llama generalmente por el nombre de filosofía en el OCCIDENTE moderno. Todo lo que acabamos de decir es aplicable, sin ninguna restricción, a no importa cuál de las doctrinas tradicionales del Oriente, a pesar de las grandes diferencias de forma que pueden disimular la identidad del fondo a un observador superficial: esta concepción de la metafísica es verdadera a la vez en el taoísmo, en la doctrina hindú, y también en el aspecto profundo y extrarreligioso del islamismo. Ahora bien, ¿no hay nada de tal en el mundo occidental? Si no se considera más que lo que existe actualmente, ciertamente no se podría dar a esta pregunta más que una respuesta negativa, ya que lo que el pensamiento filosófico moderno se complace a veces en decorar con el nombre de metafísica no corresponde a ningún grado a la concepción que hemos expuesto; por lo demás, tendremos que volver de nuevo sobre este punto. No obstante, lo que hemos indicado a propósito de Aristóteles y de la doctrina escolástica muestra que, al menos, hubo ahí verdaderamente metafísica en una cierta medida, aunque no la metafísica total; y, a pesar de esta reserva necesaria, aquello era algo de lo que la mentalidad moderna no ofrece ya el menor equivalente, y cuya comprehensión parece estarle vedada. Por otra parte, si se impone la reserva que acabamos de hacer, es porque hay, como lo decíamos precedentemente, limitaciones que parecen verdaderamente inherentes a toda la intelectualidad occidental, al menos a partir de la antigüedad clásica; y ya hemos notado, a este respecto, que los griegos no tenían la idea del Infinito. Por lo demás, ¿por qué los occidentales modernos, cuando creen pensar en el Infinito, se representan casi siempre un espacio, que no podría ser más que indefinido, y por qué confunden invenciblemente la eternidad, que reside esencialmente en el «no tiempo», si se puede expresar así, con la perpetuidad, que no es más que una extensión indefinida del tiempo, mientras que, a los orientales, no se les ocurren semejantes errores? Es que la mentalidad occidental, vuelta casi exclusivamente hacia las cosas sensibles, comete una confusión constante entre concebir e imaginar, hasta el punto de que lo que no es susceptible de ninguna representación sensible le parece verdaderamente impensable por eso mismo; y, ya en los griegos las facultades imaginativas eran preponderantes. Eso es, evidentemente, todo lo contrario del pensamiento puro; en estas condiciones, no podría haber intelectualidad en verdadero sentido de esta palabra, ni, por consiguiente, metafísica posible. Si agregamos a estas consideraciones aún otra confusión ordinaria, a saber, la de lo racional y lo intelectual, nos damos cuenta de que la pretendida intelectualidad occidental no es en realidad, sobre todo en los modernos, más que el ejercicio de esas facultades completamente individuales y formales que son la razón y la imaginación; y se puede comprender entonces todo lo que la separa de la intelectualidad oriental, para la que no es conocimiento verdadero y válido más que el que tiene su raíz profunda en lo universal y en lo informal. IGEDH: Caracteres esenciales de la metafísica
La cuestión que queremos considerar ahora no se plantea en Oriente, en razón de la ausencia del punto de vista propiamente religioso, al que el pensamiento teológico es naturalmente inherente; al menos, no podría plantearse apenas más que en lo que concierne al islam, donde sería más precisamente la cuestión de las relaciones que deben existir entre sus dos aspectos esenciales, religioso y extrarreligioso, que se podrían llamar justamente teológico y metafísico. En OCCIDENTE, es al contrario la ausencia del punto de vista metafísico la que hace que la misma cuestión no se plantee generalmente; no ha podido plantearse de hecho más que para la doctrina escolástica, que, en efecto, era a la vez teológica y metafísica, aunque, bajo este segundo aspecto, su alcance fue restringido, así como ya lo hemos indicado; pero no parece que se le haya aportado nunca una solución muy clara. Así pues, hay mucho interés en tratar está cuestión de una manera completamente general, y lo que implica esencialmente es, en el fondo, una comparación entre dos modos de pensamiento diferentes, a saber, el pensamiento metafísico puro y el pensamiento específicamente religioso. IGEDH: Relaciones de la metafísica y la teología
Hemos dicho que la metafísica, que está profundamente separada de la ciencia, no lo está menos de todo lo que los occidentales, y sobre todo los modernos, designan por el nombre de filosofía, bajo el que, por lo demás, se encuentran reunidos elementos muy heterogéneos, e incluso enteramente disparatados. Aquí importa poco la intención primera que los griegos hayan podido querer encerrar en esta palabra «filosofía», que, para ellos, parece haber comprendido primeramente, de una manera bastante indistinta, todo conocimiento humano, en los límites en que eran aptos para concebirle; tampoco vamos a preocuparnos de lo que, actualmente, existe de hecho bajo esta denominación. No obstante, conviene hacer destacar en primer lugar que, cuando en OCCIDENTE hubo metafísica verdadera, siempre hubo un esfuerzo para unirla a consideraciones que dependen de puntos de vista especiales y contingentes, para hacerla entrar con ellas en un conjunto que llevaba el nombre de filosofía; esto muestra que en OCCIDENTE los caracteres esenciales de la metafísica, con las distinciones profundas que implican, no fueron nunca distinguidas con una claridad suficiente. Diremos aún más: el hecho de tratar la metafísica como una rama de la filosofía, ya sea colocándola así sobre el mismo plano de las relatividades, ya sea calificándola incluso de «filosofía primera» como lo hacía Aristóteles, denota esencialmente un desconocimiento de su alcance verdadero y de su carácter de universalidad: el todo absoluto no puede ser una parte de algo, y lo universal no podría ser encerrado o comprendido en nada. Este hecho es pues, por sí sólo, una marca evidente del carácter incompleto de la metafísica occidental, que se reduce, por lo demás, a la doctrina de Aristóteles y los escolásticos, ya que, a excepción de algunas consideraciones fragmentarias que pueden encontrarse dispersas aquí y allá, o bien de cosas que son conocidas de manera no suficientemente cierta, no se encuentra en OCCIDENTE, al menos a partir de la antigüedad clásica, ninguna otra doctrina que sea verdaderamente metafísica, ni siquiera con las restricciones que exige la mezcla de elementos contingentes, científicos, teológicos o de cualquier otra naturaleza; aquí no hablamos de los alejandrinos, sobre quienes se han ejercido directamente influencias orientales. IGEDH: Pensamiento metafísico y pensamiento filosófico
Si hemos creído necesario extendernos sobre estas consideraciones tan largamente como lo hemos hecho, es en razón de la ignorancia que se tiene habitualmente en OCCIDENTE para todo lo que concierne a la metafísica verdadera, y también porque tienen con nuestro tema una relación completamente directa, aunque a algunos no se lo parezca, puesto que es la metafísica la que es el centro único de todas las doctrinas de Oriente, de suerte que nadie puede comprender nada de éstas mientras no se ha adquirido, de lo que es la metafísica, una noción al menos suficiente para evitar toda confusión posible. Al destacar toda la diferencia que separa un pensamiento metafísico de un pensamiento filosófico, hemos hecho ver cómo los problemas clásicos de la filosofía, incluso aquellos que considera como los más generales, no ocupan rigurosamente ningún lugar en relación con la metafísica pura: la transposición, que, por lo demás, tiene como efecto hacer aparecer el sentido profundo de algunas verdades, hace desvanecerse aquí esos pretendidos problemas, lo que muestra precisamente que no tienen ningún sentido profundo. Por otra parte, esta exposición nos ha proporcionado la ocasión de indicar la significación de la concepción de la «no dualidad», cuya comprehensión, esencial para toda metafísica, no lo es menos para la interpretación más particular de las doctrinas hindúes; eso, por lo demás, no hay que decirlo, puesto que esas doctrinas son de esencia puramente metafísica. IGEDH: Pensamiento metafísico y pensamiento filosófico
Agregaremos todavía una precisión cuya importancia es capital: la metafísica no sólo no puede ser limitada por la consideración de una dualidad cualquiera de aspectos complementarios del ser, ya se trate por lo demás de aspectos muy especiales como el espíritu y la materia, o al contrario de aspectos tan universales como sea posible, como los que se pueden designar por los términos de «esencia» y de «substancia», sino que no podría ser limitada siquiera por la concepción del ser puro en toda su universalidad, ya que no debe de ser limitada absolutamente por nada. La metafísica no puede definirse como «conocimiento del ser» de una manera exclusiva, así como lo hacía Aristóteles: eso no es propiamente más que la ontología, que depende sin duda de la metafísica, pero que no constituye por eso toda la metafísica; y es en eso donde lo que hubo de metafísica en OCCIDENTE ha permanecido siempre incompleto e insuficiente, así como bajo otro aspecto que indicaremos más adelante. El ser no es verdaderamente el más universal de todos los principios, lo que sería necesario para que la metafísica se redujera a la ontología, y eso porque, incluso si es la más primordial de todas las determinaciones posibles, por eso no es menos ya una determinación, y toda determinación es una limitación, en la que el punto de vista metafísico no podría detenerse. Por lo demás, un principio es evidentemente tanto menos universal cuanto más determinado, y, por eso mismo, cuanto más relativo es; podemos decir que, de una manera en cierto modo matemática, un «más» determinativo equivale a un «menos» metafísico. Esta indeterminación absoluta de los principios más universales, y por tanto de aquellos que deben ser considerados antes que todos los demás, es causa de dificultades bastante grandes, no en la concepción, salvo quizás para aquellos que no están habituados a ella, pero si al menos en la exposición de las doctrinas metafísicas, y obliga frecuentemente a no servirse más que de expresiones que, en su forma exterior, son puramente negativas. Es así como, por ejemplo, la idea del Infinito, que es en realidad la más positiva de todas, puesto que el Infinito no puede ser más que el todo absoluto, es decir, lo que, al no estar limitado por nada, no deja nada fuera de sí mismo, esta idea, decimos, no puede expresarse más que por un término de forma negativa, porque, en el lenguaje, toda afirmación directa es forzosamente la afirmación de algo, es decir, una afirmación particular y determinada; pero la negación de una determinación o de una limitación es propiamente la negación de una negación, y, por consiguiente, una afirmación real, de suerte que la negación de toda determinación equivale en el fondo a la afirmación absoluta y total. Lo que decimos para la idea del Infinito podría aplicarse igualmente a muchas otras nociones metafísicas extremadamente importantes, pero este ejemplo basta para lo que pretendemos hacer comprender aquí; y, por lo demás, es menester no perder nunca de vista que la metafísica pura es, en sí misma, absolutamente independiente de todas las terminologías más o menos imperfectas de las que intentamos revestirla para hacerla más accesible a nuestra comprehensión. IGEDH: Pensamiento metafísico y pensamiento filosófico
Esta distinción entre el esoterismo y el exoterismo no se ha mantenido de ninguna manera en la filosofía moderna, que, en el fondo, no es verdaderamente nada más que lo que es exteriormente, y que, para lo que tiene que enseñar, ciertamente no tiene necesidad de un esoterismo cualquiera, puesto que todo lo que es verdaderamente profundo escapa totalmente a su punto de vista limitado. Ahora, se plantea la cuestión de saber si esta concepción de dos aspectos complementarios de una doctrina fue particular a Grecia; a decir verdad, habría algo bastante sorprendente en que una división que puede parecer bastante natural en su principio hubiera permanecido tan excepcional, y de hecho, no hay nada de tal. Primero, se podrían encontrar en OCCIDENTE, desde la antigüedad, algunas escuelas generalmente muy cerradas, mejor o peor conocidas por este mismo motivo, y que no eran escuelas filosóficas, cuyas doctrinas no se expresaban al exterior más que bajo el velo de algunos símbolos que debían parecer muy obscuros a aquellos que no tenían la llave de ellos; y esta llave sólo se daba a los adherentes que habían admitido algunos compromisos, y cuya discreción había sido suficientemente probada, al mismo tiempo que se estaba seguro de su capacidad intelectual. Este caso, que implica manifiestamente que debe tratarse de doctrinas lo bastante profundas para ser completamente extrañas a la mentalidad común, parece haber sido sobre todo frecuente en la edad media, y es una de las razones por las que, cuando se habla de la intelectualidad de aquella época, es menester hacer siempre reservas sobre lo que pudo existir allí fuera de lo que nos es conocido de una cierta manera; en efecto, es evidente que, allí como para el esoterismo griego, han debido perderse muchas de las cosas por no haber sido enseñadas nunca más que oralmente, lo que es también, como ya lo hemos indicado, la explicación de la pérdida casi total de la doctrina druídica. Entre esas escuelas a las que acabamos de hacer alusión, podemos mencionar como ejemplo los alquimistas, cuya doctrina era sobre todo de orden cosmológico; pero, por lo demás, la cosmología debe tener siempre como fundamento un cierto conjunto más o menos extenso de concepciones metafísicas. Se podría decir que los símbolos contenidos en los escritos alquimistas constituyen aquí el exoterismo, mientras que su interpretación reservada constituía el esoterismo; pero la parte del exoterismo está entonces muy reducida, e incluso, como no tiene en suma razón de ser verdadera más que en relación al esoterismo y en vista de éste, podemos preguntarnos si conviene todavía aplicar estos dos términos. En efecto, esoterismo y exoterismo son esencialmente correlativos, puesto que estas palabras son de forma comparativa, de suerte que, allí donde no hay exoterismo, ya no hay lugar tampoco a hablar de esoterismo; así pues, si nos atenemos a guardarle su sentido propio, esta última denominación no puede servir para designar indistintamente toda doctrina cerrada, para el uso exclusivo de una elite intelectual. IGEDH: Esoterismo y exoterismo
En un manual de historia de las religiones al que ya hemos hecho alusión, y donde, aunque se distingue por el espíritu en el que está redactado, se encuentran, por lo demás, muchas de las confusiones comunes en este género de obras, sobre todo la que consiste en tratar como religiones cosas que no lo son en modo alguno en realidad, hemos detectado a este propósito la observación siguiente: «Un pensamiento indio encuentra raramente su equivalente exacto fuera de la India; o, para hablar menos ambiciosamente, maneras de considerar las cosas que son en otras partes esotéricas, individuales, extraordinarias, son, en el brâhmanismo y en la India, vulgares, generales, normales» (NA: Christus, cap. VII, p. 359, nota.). Eso es justo en el fondo, pero hace llamada no obstante a algunas reservas, ya que no se podrían calificar de individuales, ni en la India ni en ninguna otra parte, unas concepciones que, al ser de orden metafísico, son al contrario esencialmente supraindividuales; por otra parte, esas concepciones encuentran su equivalente, aunque bajo formas diferentes, por todas partes donde existe una doctrina verdaderamente metafísica, es decir, en todo el Oriente, y no es más que en OCCIDENTE donde no hay en efecto nada que se les corresponda, ni siquiera de lejos. Lo que es verdad, es que las concepciones de este orden no están en ninguna parte tan generalmente extendidas como en la India, porque no se encuentra en ninguna otra parte un pueblo que tenga tan generalmente y en el mismo grado las aptitudes requeridas, aunque éstas sean no obstante frecuentes en todos los orientales, y concretamente en los chinos, entre los cuales la tradición metafísica ha guardado a pesar de eso un carácter mucho más cerrado. Lo que, en la India, ha debido contribuir sobre todo al desarrollo de una tal mentalidad, es el carácter puramente tradicional de la unidad hindú: no se puede participar realmente en esta unidad sino en tanto que uno se asimila la tradición, y, como esta tradición es de esencia metafísica, se podría decir que, si todo hindú es naturalmente metafísico, es que debe de serlo en cierto modo por definición. IGEDH: Esoterismo y exoterismo
La metafísica afirma la identidad profunda del conocer y del ser, que no puede ser puesta en duda más que por aquellos que ignoran sus principios más elementales; y, como esta identidad es esencialmente inherente a la naturaleza misma de la intuición intelectual, no sólo la afirma, sino que la realiza. Al menos esto es verdad para la metafísica integral; pero es menester agregar que lo que hubo de metafísica en OCCIDENTE parece haber permanecido siempre incompleto bajo este aspecto. No obstante, Aristóteles planteó claramente en principio la identificación por el conocimiento, al declarar expresamente que «el alma es todo lo que ella conoce» (NA: De Anima.); pero ni él ni sus continuadores parecen haber dado nunca a esta afirmación su alcance verdadero, sacando de ella todas las consecuencias que implica, de suerte que ha permanecido para ellos algo puramente teórico. Eso es mejor que nada, ciertamente, pero no obstante es muy insuficiente, y esta metafísica occidental se nos aparece como doblemente incompleta: lo es ya teóricamente, puesto que no va más allá del ser, como lo hemos explicado precedentemente, y, por otra parte, no considera las cosas, en la medida misma en que las considera, más que de una manera simplemente teórica; la teoría se presenta en ella en cierto modo como bastándose a sí misma y como siendo su propio fin, mientras que, normalmente, no debería constituir más que una preparación, por lo demás indispensable, en vista a una realización correspondiente. IGEDH: La realización metafísica
Todo lo que se ha dicho hasta aquí podría servir de introducción, de una manera absolutamente general, al estudio de todas las doctrinas orientales; lo que diremos ahora concernirá más particularmente a las doctrinas hindúes, adaptadas especialmente a modos de pensamiento que, aunque tienen los caracteres comunes al pensamiento oriental en su conjunto, presentan además algunos rasgos distintivos a los que corresponden diferencias en la forma, incluso allí donde el fondo es rigurosamente idéntico al de otras tradiciones, lo que es siempre el caso, por las razones que hemos indicado, cuando se trata de metafísica pura. En esta parte de nuestra exposición, importa precisar, antes de nada, la significación exacta de la palabra «hindú», cuyo empleo más o menos vago da lugar, en OCCIDENTE, a frecuentes equivocaciones. IGEDH: Significación precisa de la palabra «hindú»
Para determinar claramente lo que es hindú y lo que no lo es, no podemos dispensarnos de recordar brevemente algunas de las consideraciones que ya hemos desarrollado: esta palabra no puede designar una raza, puesto que se aplica igualmente a elementos que pertenecen a razas diversas, y menos todavía una nacionalidad, puesto que no existe nada de tal en Oriente. Considerando la India en su totalidad, sería más bien comparable al conjunto de Europa que a tal o cual estado europeo, y eso no solo por su extensión o por la importancia numérica de su población, sino también por las variedades étnicas que presenta; del Norte al Sur de la India las diferencias son al menos tan grandes, bajo este aspecto, como de una extremidad a la otra de Europa. Por lo demás, entre las diversas regiones, no hay ningún lazo gubernamental o administrativo, si no es el que los europeos han establecido recientemente de una manera completamente artificial; esta unidad administrativa, es cierto, ya había sido realizada antes de ellos por los emperadores mongoles, y quizás anteriormente aún por otros, pero no tuvo nunca más que una existencia pasajera en relación a la permanencia de la civilización hindú, y hay que destacar que se debió casi siempre a la dominación de elementos extranjeros, o en todo caso no hindúes; además, no llegó nunca hasta suprimir completamente la autonomía de los estados particulares, sino que se esforzó mas bien en hacerlos entrar en una organización federativa. Por lo demás, en la India, no se encuentra ninguna cosa que pueda compararse al género de unidad que realiza en otras partes el reconocimiento de una autoridad religiosa común, ya sea que esta autoridad esté representada por una individualidad única, como en el catolicismo, o por una pluralidad de funciones distintas, como en el islamismo; la tradición hindú, sin ser en modo alguno de naturaleza religiosa, podría implicar no obstante una organización más o menos análoga, pero no hay nada de eso, a pesar de las suposiciones gratuitas que algunos han podido hacer a este respecto, porque no comprendían como la unidad podría realizarse efectivamente sólo por la fuerza inherente a la doctrina tradicional misma. En efecto, eso es muy diferente de todo lo que existe en OCCIDENTE, y sin embargo es así: la unidad hindú, hemos ya insistido en ello, es una unidad de orden pura y exclusivamente tradicional, que no tiene necesidad, para mantenerse, de ninguna forma de organización más o menos exterior, ni del apoyo de ninguna otra autoridad que la de la doctrina misma. IGEDH: Significación precisa de la palabra «hindú»
La conclusión de todo eso puede formularse de la manera siguiente: son hindúes todos aquellos que se adhieren a una misma tradición, a condición, bien entendido, de que estén debidamente cualificados para poder adherirse a ella real y efectivamente, y no de una manera simplemente exterior e ilusoria; al contrario, no son hindúes aquellos que, por la razón que sea, no participan de esa misma tradición. Este caso es concretamente el de los jainas y de los budistas; es también, en los tiempos modernos, el de los sikhs, sobre los que, por lo demás, se ejercieron influencias musulmanas cuya marca es muy visible en su doctrina especial. Tal es la verdadera distinción, y no podría haber otra, aunque esta sea bastante difícilmente comprehensible, es menester reconocerlo, para la mentalidad occidental, habituada a basarse sobre elementos de apreciación muy diferentes, que aquí faltan enteramente. En estas condiciones es un verdadero error hablar, por ejemplo, de «budismo hindú», como se hace muy frecuentemente en Europa y concretamente en Francia; cuando se quiere designar al budismo tal como existió antaño en la India, no hay otra denominación que pueda convenir más que la de «budismo indio», del mismo modo que se puede hablar perfectamente de los «musulmanes indios», es decir, de los musulmanes de la India, que, ciertamente, no son «hindúes». Se ve lo que constituye la gravedad real de un error del género que señalamos, y porque constituye a nuestros ojos mucho más que una simple inexactitud de detalle: porque da testimonio de un profundo desconocimiento del carácter más esencial de la civilización hindú; y lo más sorprendente no es que esta ignorancia sea común en OCCIDENTE, sino que sea compartida por orientalistas profesionales. IGEDH: Significación precisa de la palabra «hindú»
El nombre de Vêda, cuyo sentido propio acabamos de indicar, se aplica de una manera general a todos los escritos fundamentales de la tradición hindú; por lo demás, se sabe que estos escritos están repartidos en cuatro compilaciones que llevan los nombres respectivos de Rig-Vêda, Yajur-Vêda, Sâma-Vêda y Atharva-Vêda. La cuestión de la fecha en la que han sido compuestas estas compilaciones es una de las que preocupan más a los orientalistas, y éstos no han llegado nunca a entenderse sobre su solución, incluso limitándose a una estimación muy aproximada de su antigüedad. Ahí como en todas partes, se constata sobre todo, como ya lo hemos indicado, la tendencia a referir todo a una época tan poco remota como sea posible, y también a contestar la autenticidad de tal o cual parte de los escritos tradicionales, basándolo todo sobre análisis minuciosos de textos, acompañados de disertaciones tan interminables como superfluas sobre el empleo de una palabra o de una forma gramatical. En efecto, esas son las ocupaciones más habituales de los orientalistas, y su destino ordinario es, en la intención de quienes se libran a ellas, mostrar que el texto estudiado no es tan antiguo como se pensaba, que no debe ser del autor al que siempre había sido atribuido, si no obstante tiene alguno, o, al menos, que ha sido «interpolado» o ha sufrido una alteración cualquiera en una época relativamente reciente; aquellos que están un poco al corriente de los trabajos de la «crítica bíblica» pueden hacerse una idea suficiente de lo que es la puesta en obra de estos procedimientos. Así pues, no hay lugar a sorprenderse de que las investigaciones emprendidas con semejante espíritu sólo desemboquen en el amontonamiento de volúmenes de discusiones ociosas, ni de que los lastimosos resultados de esa «crítica» disolvente, cuando llegan a ser conocidos por los orientales, contribuyan enormemente a inspirarles el desprecio de OCCIDENTE. En suma, lo que escapa totalmente a los orientalistas, son siempre las cuestiones de principio, y, como las cuestiones de principio son precisamente aquellas sin las que no se puede comprender nada, puesto que todo el resto deriva de ellas y debería deducirse lógicamente de ellas, descuidan todo lo esencial, porque son incapaces de verlo, y se pierden irremediablemente en los detalles más insignificantes o en las fantasías más arbitrarias. IGEDH: La perpetuidad del Vêda
La ortodoxia y la heterodoxia pueden ser consideradas, no sólo desde el punto de vista religioso, aunque éste sea el caso más habitual en OCCIDENTE, sino también desde el punto de vista mucho más general de la tradición bajo todos sus modos; en lo que concierne a la India, es únicamente de esta manera como se las puede comprender, puesto que allí no hay nada que sea propiamente religioso, mientras que, al contrario, para OCCIDENTE no hay nada verdaderamente tradicional fuera de la religión. En lo que concierne a la metafísica y a todo lo que procede de ella más o menos directamente, la heterodoxia de una concepción no es otra cosa, en el fondo, que su falsedad, que resulta de su desacuerdo con los principios fundamentales; y, lo más frecuentemente, esta falsedad es incluso una absurdidad manifiesta, por poco que se quiera reducir la cuestión a la simplicidad de sus datos esenciales: no podría ser de otro modo, desde que la metafísica, como lo hemos dicho, excluye todo lo que presenta un carácter hipotético, para no admitir más que aquello cuya comprehensión implica inmediatamente la verdadera certeza. En estas condiciones, la ortodoxia no es más que uno con el conocimiento verdadero, puesto que reside en un acuerdo constante con los principios; y, como estos principios, para la tradición hindú, están contenidos esencialmente en el Vêda, es evidentemente el acuerdo con el Vêda el que es aquí el criterio de la ortodoxia. Únicamente, lo que es menester comprender bien, es que aquí se trata mucho menos de recurrir a la autoridad de los textos escritos que de observar la perfecta coherencia de la enseñanza tradicional en su conjunto; el acuerdo o el desacuerdo con los textos védicos no es en suma más que un signo exterior de la verdad o de la falsedad intrínseca de una concepción, y ésta es la que constituye realmente su ortodoxia o su heterodoxia. Si ello es así, se objetara quizás, ¿por qué no hablar entonces simplemente de verdad o de falsedad? Es porque la unidad de la doctrina tradicional, con toda la fuerza que le es inherente, proporciona la guía más segura para impedir que las divagaciones individuales tengan curso libre; por lo demás, para eso, basta con la fuerza que tiene la tradición en sí misma, sin que haya necesidad de la obligación ejercida por una autoridad más o menos análoga a la autoridad religiosa: esto resulta de lo que hemos dicho de la verdadera naturaleza de la unidad hindú. Allí donde esta fuerza de la tradición está ausente, y donde no hay siquiera una autoridad exterior que pueda suplirla en una cierta medida, se ve muy claramente, por el ejemplo de la filosofía occidental moderna, a qué confusión lleva el desarrollo y la expansión sin freno de las opiniones más aventuradas y más contradictorias; si las concepciones falsas toman entonces nacimiento tan fácilmente y llegan incluso a imponerse a la mentalidad común, es porque ya no es posible referirse a un acuerdo con los principios, porque ya no hay principios en el verdadero sentido de esta palabra. Al contrario, en una civilización esencialmente tradicional, los principios no se pierden nunca de vista, y no hay más que aplicarlos, directa o indirectamente, en un orden o en otro; así pues, las concepciones que se apartan de ellos se producirán mucho más raramente, serán incluso excepcionales, y, si se producen no obstante a veces, su crédito no será nunca muy grande: esas desviaciones seguirán siendo siempre anomalías como lo han sido en su origen, y, si su gravedad es tal que devienen incompatibles con los principios más esenciales de la tradición, se encontrarán por eso mismo arrojadas fuera de la civilización donde habían tomado nacimiento. IGEDH: Ortodoxia y heterodoxia
Para dar un ejemplo que aclarará lo que acabamos de decir, tomaremos el caso del atomismo, sobre el que tendremos todavía que volver después: esta concepción es claramente heterodoxa, ya que está en desacuerdo formal con el Vêda, y, por lo demás, su falsedad es fácilmente demostrable, ya que implica en sí misma elementos contradictorios; heterodoxia y absurdidad son por tanto verdaderamente sinónimos en el fondo. En la India, el atomismo apareció primero en la escuela cosmológica de Kanâda; por lo demás, hay que destacar que las concepciones heterodoxas no podían apenas formarse en las escuelas dadas a la especulación puramente metafísica, por que, sobre el terreno de los principios, la absurdidad resalta mucho más inmediatamente que en las aplicaciones secundarias. Esta teoría atomista, no fue nunca, en los hindúes, más que una simple anomalía sin mayor importancia, al menos en tanto que no vino a sumarse a ella algo más grave; así pues, no tuvo más que una extensión muy restringida, sobre todo si se compara con la que debía adquirir más tarde en los griegos, donde fue aceptada corrientemente por diversas escuelas de «filosofía física», porque los principios tradicionales faltaban ya, y donde el epicureísmo sobre todo le dio una difusión considerable, cuya influencia se ejerce todavía sobre los occidentales modernos. Para volver de nuevo a la India, el atomismo no se presentó primeramente más que como una teoría cosmológica especial, cuyo alcance, como tal, estaba bastante limitado; pero, para aquellos que admitían esta teoría, la heterodoxia sobre este punto particular lógicamente debía acarrear la heterodoxia sobre muchos otros puntos, ya que en la doctrina tradicional todo está estrechamente emparentado. Así, la concepción de los átomos como elementos constitutivos de las cosas tiene por corolario la del vacío en el que esos átomos deben moverse; de ahí debía salir más pronto o más tarde una teoría del «vacío universal», entendido no en un sentido metafísico que se refiere a lo «no manifestado», sino al contrario en un sentido físico o cosmológico, y es lo que tuvo lugar en efecto con algunas escuelas búdicas que, al identificar este vacío con el akâsha o éter, fueron conducidas naturalmente por eso mismo a negar la existencia de éste como elemento corporal, y a no admitir más que cuatro elementos en lugar de cinco. A este propósito, es menester observar también que la mayor parte de los filósofos griegos no han admitido tampoco más que cuatro elementos, como las escuelas búdicas de que se trata, y que, si algunos han hablado no obstante del éter, no lo han hecho nunca sino de una manera bastante restringida, dándole una acepción mucho más especial que los hindúes, y por lo demás mucho menos clara. Ya hemos dicho suficientemente de qué lado deben estar las apropiaciones cuando se constatan concordancias de este género, y sobre todo cuando esas apropiaciones se han hecho de una manera incompleta que es quizás su marca más visible; y que nadie vaya a objetar que los hindúes habrían «inventado» el éter después, por razones más o menos plausibles, análogas a las que le hacen ser aceptado bastante generalmente por los físicos modernos; sus razones son de un orden completamente diferente y no están sacadas de la experiencia; no hay ninguna «evolución» de las concepciones tradicionales, así como ya lo hemos explicado, y por lo demás el testimonio de los textos védicos es formal tanto para el éter como para los otros cuatro elementos corporales. Así pues, parece que los griegos, cuando estuvieron en contacto con el pensamiento hindú, sólo recogieron este pensamiento, en muchos de los casos, deformado y mutilado, y con la agravante de que no siempre lo expusieron fielmente tal como le habían recogido; por lo demás, es posible, como lo hemos indicado, que se hayan encontrado, en el curso de su historia, en relaciones más directas y más seguidas con los budistas, o al menos con algunos budistas, que con los hindúes. Sea como sea, agregamos todavía, en lo que concierne al atomismo, que lo que constituye sobre todo su gravedad, es que sus caracteres le predisponen a servir de fundamento a ese «naturalismo» que es tan generalmente contrario al pensamiento oriental como frecuente, bajo formas más o menos acentuadas, en las concepciones occidentales; se puede decir en efecto que, si todo «naturalismo» no es forzosamente atomista, el atomismo es siempre más o menos «naturalista», en tendencia al menos; cuando se incorpora a un sistema filosófico, como fue el caso en los griegos, deviene incluso «mecanicista», lo que no quiere decir siempre «materialista», ya que el materialismo es algo enteramente moderno. Aquí, por lo demás, importa poco, puesto que en la India no es de sistemas filosóficos de lo que se trata, como tampoco de dogmas religiosos; las desviaciones mismas del pensamiento hindú no han sido nunca ni religiosas ni filosóficas, y eso es verdad incluso para el budismo, que, en todo el Oriente, es no obstante lo que parece acercarse más, en algunos aspectos, a los puntos de vista occidentales, y lo que, por eso mismo, se presta más fácilmente a las falsas asimilaciones a las que están acostumbrados los orientalistas; a este propósito, y aunque el estudio del budismo no entra propiamente en nuestro tema, no obstante nos es menester decir aquí al menos algunas palabras, aunque no sea más que para disipar algunas confusiones corrientes en OCCIDENTE. IGEDH: Ortodoxia y heterodoxia
La verdad es que el budismo no es ni una religión ni una filosofía, aunque, sobre todo en aquellas de sus formas que tienen la preferencia de los orientalistas, esté más cerca de una y otra en algunos aspectos, que lo están las doctrinas tradicionales hindúes. En efecto, en eso se trata de escuelas que, habiéndose puesto fuera de la tradición regular, y habiendo perdido por eso mismo de vista la metafísica verdadera, debían ser llevadas inevitablemente a substituir ésta por algo que se parece al punto de vista filosófico en una cierta medida, pero sólo en una cierta medida. Se encuentran en ellas especulaciones que, si no se consideran más que superficialmente, pueden hacer pensar en la psicología, pero, evidentemente, eso no es propiamente psicología, que es algo completamente occidental e, inclusive en OCCIDENTE, completamente reciente, puesto que no data realmente más que de Locke; sería menester no atribuir a los budistas una mentalidad que procede muy especialmente del moderno empirismo anglosajón. El acercamiento, para ser legítimo, no debe de llegar hasta una asimilación y, de modo semejante, en lo que concierne a la religión, el budismo no le es efectivamente comparable más que sobre un punto, importante sin duda, pero insuficiente para hacer concluir en una identidad de pensamiento: es la introducción de un elemento sentimental, que, por lo demás, puede explicarse en todos los casos por una adaptación a las condiciones particulares del período en el que han tomado nacimiento las doctrinas que están afectadas por él, y que, por consecuencia, está lejos de implicar necesariamente que estás sean todas de una misma especie. La diferencia real de los puntos de vista puede ser mucho más esencial que una semejanza que, en suma, recae sobre todo sobre la forma de expresión de las doctrinas; eso es lo que desconocen concretamente aquellos que hablan de «moral búdica»: lo que toman por moral, tanto más fácilmente cuanto que su lado sentimental puede prestarse en efecto a esta confusión, se considera en realidad bajo un aspecto completamente diferente y tiene una razón de ser muy diferente, que no es siquiera de un orden equivalente. Un ejemplo bastará para permitir darse cuenta de ello: la fórmula bien conocida: «Que los seres sean felices», concierne a la universalidad de los seres, sin ninguna restricción, y no únicamente a los seres humanos; esa es una extensión de la que el punto de vista moral, por definición misma, no es susceptible de ninguna manera. La «compasión» búdica no es en modo alguno la «piedad» de Schoppenhauer; sería comparable más bien a la «caridad cósmica» de los musulmanes, que es, por lo demás, perfectamente transponible fuera de todo sentimentalismo. Por eso no es menos cierto que el budismo está incontestablemente revestido de una forma sentimental que, sin llegar hasta el «moralismo», constituye no obstante un elemento característico que hay que tener en cuenta, tanto más cuanto que es uno de aquellos que le diferencian muy claramente de las doctrinas hindúes, y que le hacen aparecer como ciertamente más alejado que éstas de la «primordialidad» tradicional. IGEDH: A propósito del budismo
La cuestión de las relaciones del budismo con el taoísmo es también relativamente fácil de elucidar, a condición, bien entendido, de saber lo que es el taoísmo; pero es menester reconocer que las hay más complejas; es sobre todo el caso cuando ya no se trata de elementos pertenecientes a tradiciones extranjeras a la India, sino más bien de elementos hindúes, al respecto de los cuales puede ser difícil decir si han estado siempre más o menos estrechamente asociados al budismo, por el hecho mismo del origen indio de éste, o si se han integrado después a algunas de sus formas. Es así, por ejemplo, para los elementos shivaitas que tienen un lugar tan grande en el budismo tibetano, designado comúnmente bajo el nombre, bastante poco correcto, de «lamaísmo»; por lo demás, eso no es exclusivamente particular al Tíbet, ya que se encuentra también en Java un Siva-Buddha que evidencia una semejante asociación llevada tan lejos como es posible. De hecho, la solución de esta cuestión podría encontrarse en el estudio de las relaciones del budismo, incluso original, con el tantrismo; pero este último es tan mal conocido en OCCIDENTE que sería casi inútil hablar de él sin entrar en consideraciones muy largas que no caben aquí; así, nos limitaremos a esta simple indicación, por la razón misma que nos ha determinado a no hacer sino una breve mención de la civilización tibetana, a pesar de su importancia, cuando hemos enumerado las grandes civilizaciones de Oriente. IGEDH: A propósito del budismo
El Principio supremo, total y universal, que las doctrinas religiosas de OCCIDENTE llaman «Dios». ¿Debe ser concebido como impersonal o como personal? Esta cuestión puede dar lugar a discusiones interminables, y por lo demás sin objeto, porque no procede más que de concepciones parciales e incompletas, que sería vano buscar conciliar sin elevarse por encima del dominio especial, teológico o filosófico, que es propiamente el suyo. Desde el punto de vista metafísico, es menester decir que este Principio es a la vez impersonal y personal, según el aspecto bajo el que se le considere: impersonal o, si se quiere, «suprapersonal» en sí mismo; personal en relación a la manifestación universal, pero, bien entendido, sin que esta «personalidad divina» presente el menor carácter antropomórfico, ya que es menester guardarse de confundir «personalidad» e «individualidad». La distinción fundamental que acabamos de formular, y por la que las contradicciones aparentes de los puntos de vista secundarios y múltiples se resuelven en la unidad de una síntesis superior, es expresada por la metafísica extremo oriental como la distinción del «No Ser» y del «Ser»; está distinción no es menos clara en la doctrina hindú, como lo quiere por lo demás la identidad esencial de la metafísica pura bajo la diversidad de las formas de las que puede estar revestida. El Principio impersonal, y por consiguiente absolutamente universal, es designado como Brahma; la «personalidad divina», que es una determinación o una especificación suya, puesto que implica un menor grado de universalidad, tiene por denominación más general la de Ishwara. Brahma, en su Infinitud, no puede ser caracterizado por ninguna atribución positiva, lo que se expresa diciendo que es nirguna o «más allá de toda cualificación», y también nirvishêsha o «más allá de toda distinción»; por el contrario, a Ishwara se le llama saguna o «cualificado», y savishêsha o «concebido distintamente» porque puede recibir tales atribuciones, como se obtienen por una transposición analógica, en lo universal, de las diversas cualidades o propiedades de los seres de los que él es el principio. Es evidente que se puede concebir así una indefinidad de «atributos divinos», y que, por lo demás, se podría transponer, considerándola en su principio, cualquier cualidad que tenga una existencia positiva; por lo demás, cada uno de estos atributos no debe de ser considerado en realidad más que como una base o un soporte para la meditación de un cierto aspecto del Ser universal. Lo que hemos dicho sobre el simbolismo permite darse cuenta de la manera en la que la incomprehensión que da nacimiento al antropomorfismo puede tener como resultado hacer de los «atributos divinos» otros tantos «dioses», es decir entidades concebidas basándose en el tipo de los seres individuales, y a las que se presta una existencia propia e independiente. Ese es uno de los casos más evidentes de la «idolatría», que toma el símbolo por lo que es simbolizado, y que reviste aquí la forma del «politeísmo»; pero es claro que ninguna doctrina ha sido nunca politeísta en sí misma y en su esencia, puesto que no podía devenir tal más que por el efecto de una deformación profunda, que no se generaliza, por lo demás, sino mucho más raramente de lo que se cree vulgarmente; a decir verdad, no conocemos siquiera más que un solo ejemplo cierto de la generalización de este error, a saber, el de la civilización grecorromana, y todavía hubo al menos algunas excepciones en su elite intelectual. En Oriente, donde la tendencia al antropomorfismo no existe, a excepción de aberraciones individuales siempre posibles, pero raras y anormales, nada semejante ha podido producirse jamás; eso sorprenderá sin duda a muchos de los occidentales, a quienes el conocimiento exclusivo de la antigüedad clásica lleva a querer descubrir por todas partes «mitos» y «paganismo», pero, sin embargo, es así. En la India, en particular, una imagen simbólica que representa uno u otro de los «atributos divinos», y que se llama pratîka, no es un «ídolo», ya que no ha sido tomada nunca por otra cosa que lo que es realmente, un soporte de meditación y un medio auxiliar de realización, pudiendo cada uno, por lo demás, vincularse preferentemente a los símbolos que están más en conformidad con sus disposiciones personales. IGEDH: Shivaismo y Vishnuismo
Es eso, muy exactamente, lo que tiene lugar en la India, y es lo que expresa la palabra sánscrita dharshana, que no significa propiamente nada más que «vista» o «punto de vista», ya que la raíz verbal drish, de la que deriva, tiene como sentido principal el de «ver». Así pues , los darshanas son los puntos de vista de la doctrina, y no son, como se imaginan la mayoría de los orientalistas, «sistemas filosóficos» que se hacen la competencia y que se oponen los unos a los otros; en toda la medida en que estas «vistas» son estrictamente ortodoxas, no podrían entrar naturalmente en conflicto o en contradicción. Hemos mostrado que toda concepción sistemática, fruto del individualismo intelectual tan querido por los occidentales modernos, es la negación de la metafísica, que constituye la esencia misma de la doctrina; hemos dicho también cuál es la distinción profunda entre el pensamiento metafísico y el pensamiento filosófico, y que este último no es más que un modo especial, propio de OCCIDENTE, y que no podría aplicarse válidamente al conocimiento de una doctrina tradicional que se ha mantenido en su pureza y en su integralidad. Por consiguiente, no hay «filosofía hindú», como tampoco «filosofía china» por poco que se quiera guardar a esta palabra de «filosofía» una significación un poco clara, significación que se encuentra determinada por la línea de pensamiento que procede de los griegos; y por lo demás, considerando sobre todo lo que ha devenido la filosofía en los tiempos modernos, es menester confesar que la ausencia de este modo de pensamiento en una civilización no tiene nada de particularmente lamentable. Pero los orientalistas no quieren ver en los darshanas más que filosofía y sistemas, a los que, por lo demás, pretenden imponer las etiquetas occidentales: todo eso se debe a que son incapaces de salir de los cuadros «clásicos», y a que ignoran enteramente las diferencias más características de la mentalidad oriental y de la mentalidad occidental. Su actitud, bajo el aspecto de que se trata, es completamente comparable a la de un hombre que, no conociendo nada de la civilización europea actual, y habiendo caído por azar en sus manos los programas de enseñanza de una universidad, sacará de ello la singular conclusión de que los sabios de Europa están divididos en varias escuelas rivales, de las que cada una tiene su sistema filosófico particular, y de las que las principales son las de los matemáticos, los físicos, los químicos, los biólogos, los lógicos y los psicólogos; está equivocación sería ciertamente muy ridícula, pero, no obstante, apenas lo sería más que la concepción corriente de los orientalistas, y éstos no deberían tener siquiera la excusa de la ignorancia, o más bien es su ignorancia misma la que es inexcusable. Por inverosímil que eso pueda parecer, es muy cierto que las cuestiones de principio, que parecen soslayar adrede, no se han presentado nunca a su espíritu, demasiado estrechamente especializado como para poderlas comprender y apreciar su alcance; se trata de un caso extraño de «miopía intelectual» en su último grado, y se puede estar bien seguro de que, con semejantes disposiciones, no llegarán a penetrar nunca el sentido verdadero del menor fragmento de una cualquiera de estas doctrinas orientales que se han atribuido la misión de interpretar a su manera, en conformidad con sus puntos de vista completamente occidentales. IGEDH: Los puntos de vista de la doctrina
Esta última observación requiere algunas explicaciones; y, primeramente, es evidente que concierne, no a la forma exterior del razonamiento, que puede ser casi idéntica en los dos casos, sino al fondo mismo de lo que está implicado en él. Hemos dicho que la separación y la oposición del sujeto y del objeto son siempre especiales de la filosofía moderna; pero, en los griegos, la distinción entre la cosa y su noción iba ya demasiado lejos, en el sentido de que la lógica consideraba exclusivamente las relaciones entre las nociones, como si las cosas no nos fueran conocidas más que a través de éstas. Sin duda, el conocimiento racional es efectivamente un conocimiento indirecto, y es por eso por lo que es susceptible de error; pero, no obstante, si no llegara a las cosas mismas en una cierta medida, sería enteramente ilusorio y no sería verdaderamente un conocimiento a ningún grado; así pues, si, bajo el modo racional, se puede decir que conocemos un objeto por la intermediación de su noción, es porque esa noción es también algo del objeto, porque participa de su naturaleza al expresarla en relación a nosotros. Es por eso por lo que la lógica hindú considera, no sólo la manera en que concebimos las cosas, sino también las cosas en tanto que son concebidas por nosotros, puesto que nuestra concepción es verdaderamente inseparable de su objeto, sin lo cual no sería nada real; y, a este respecto, la definición escolástica de la verdad como adaequatio rei et intellectus, en todos los grados del conocimiento, es, en OCCIDENTE lo que se aproxima más a la posición de las doctrinas tradicionales de Oriente, porque es lo más conforme que hay con los datos de la metafísica pura. Por lo demás, la doctrina escolástica, aunque continúa la de Aristóteles en sus grandes líneas, la ha corregido y completado en muchos puntos; es lamentable que no haya llegado a liberarse enteramente de las limitaciones que eran la herencia de la mentalidad helénica, y también que no parece haber penetrado las consecuencias profundas del principio, ya establecido por Aristóteles, de la identificación por el conocimiento. Es precisamente en virtud de este principio que, desde que el sujeto conoce un objeto, por parcial y por superficial incluso que sea este conocimiento, algo del objeto está en el sujeto y ha devenido parte de su ser; cualquiera que sea el aspecto bajo el que consideremos las cosas, son siempre las cosas mismas lo que alcanzamos, al menos bajo un cierto aspecto, que forma en todo caso uno de sus atributos, es decir, uno de los elementos constitutivos de su esencia. Admitimos, si se quiere, que esto sea «realismo»; la verdad es que las cosas son así, y la palabra no importa mucho; pero, en todo rigor, los puntos de vista especiales del «realismo» y del «idealismo», con la oposición sistemática que denota su correlación, no se aplican aquí, donde estamos mucho más allá del dominio limitado del pensamiento filosófico. Por lo demás, es menester no perder de vista que el acto del conocimiento presenta dos caras inseparables: si es identificación del sujeto al objeto, es también, y por eso mismo, asimilación del objeto por el sujeto: al alcanzar las cosas en su esencia, las «realizamos», en toda la fuerza de esta palabra, como estados o modalidades de nuestro ser propio; y, si la idea, según la medida en la que es verdadera y adecuada, participa de la naturaleza de la cosa, es porque, inversamente, la cosa misma participa también de la naturaleza de la idea. En el fondo, no hay dos mundos separados y radicalmente heterogéneos, tales como los supone la filosofía moderna al calificarlos de «subjetivo» y de «objetivo», ni tampoco superpuestos a la manera del «mundo inteligible» y del «mundo sensible» de Platón; sino que, como lo dicen los árabes, «la existencia es única», y todo lo que contiene no es más que la manifestación, bajo modos múltiples, de un único y mismo principio, que es el Ser universal. IGEDH: El Nyâya
Como el Nyâya, el Vaishêshika distingue un cierto número de padârthas, pero, bien entendido, determinándolos desde un punto de vista diferente; así pues, estos padârthas no coinciden con los del Nyâya, e incluso pueden entrar todos en las subdivisiones del segundo de éstos, pramêya o «lo que es objeto de prueba». El Vaishêshika considera seis padârthas, de los que el primero se llama dravya; esta palabra se traduce ordinariamente por «substancia», y se puede hacer en efecto, a condición de entenderla, no en el sentido metafísico o universal, sino exclusivamente en el sentido relativo donde designa la función del sujeto lógico, y que es el que tiene igualmente en la concepción de las categorías de Aristóteles. El segundo padârtha es la cualidad, que es llamada guna, término que encontraremos de nuevo a propósito del Sânkhya, pero aplicado diferentemente; aquí, las cualidades de que se trata son los atributos de los seres manifestados, lo que la escolástica llama «accidentes» considerándolos en relación a la substancia o al sujeto que es su soporte, en el orden de la manifestación en modo individual. Si se transpusieran estas mismas cualidades más allá de este modo especial para considerarlas en el principio mismo de su manifestación, deberían considerarse como constitutivas de la esencia, en el sentido en el que este término designa un principio correlativo y complementario de la substancia, ya sea en el orden universal, o ya sea incluso, relativamente y por correspondencia analógica, en el orden individual; pero la esencia, incluso individual, donde los atributos residen «eminentemente» y no «formalmente», escapa al punto de vista del Vaishêshika, que está del lado de la existencia entendida en su sentido más estricto, y es por eso por lo que los atributos no son verdaderamente para él más que «accidentes». Hemos expuesto voluntariamente estas últimas concepciones en un lenguaje que debe hacerlas más particularmente comprehensibles a aquellos que están habituados a la doctrina aristotélica y escolástica; este lenguaje es, por lo demás, dado el caso, el menos inadecuado de aquellos que el OCCIDENTE pone a nuestra disposición. La substancia, en los dos sentidos de los que es susceptible esta palabra, es la raíz de la manifestación, pero en sí misma no es manifestada, y sólo se manifiesta en y por sus atributos, que son sus modalidades, y que, inversamente, no tienen existencia real, según este orden contingente de la manifestación, más que en y por la substancia; es en ésta donde subsisten las cualidades, y es por ella por lo que se produce la acción. El tercer padârtha es, en efecto, karma o la acción; y la acción, cualquiera que sea su diferencia en relación a la cualidad, entra con ésta en la noción general de los atributos, ya que no es nada más que una «manera de ser» de la substancia; es lo que indica, en la constitución del lenguaje, la expresión de la cualidad y de la acción bajo la forma común de los verbos atributivos. La acción se considera como consistiendo esencialmente en el movimiento, o más bien en el cambio, ya que esta noción, mucho más extensa, en la que el movimiento no constituye más que una especie, es la que se aplica más exactamente aquí, e incluso a lo que presenta de análogo la física griega. Se podría decir, por consiguiente, que la acción es para el ser un modo transitorio y momentáneo, mientras que la cualidad es un modo relativamente permanente y estable a algún grado; pero, si se considera la acción en la integralidad de sus consecuencias temporales e incluso intemporales, esta distinción misma se desvanecería, como, por lo demás, se podría prever destacando que todos los atributos, cualesquiera sean, proceden igualmente de un mismo principio, y eso tanto bajo el aspecto de la substancia como bajo el de la esencia. Podremos ser más breve sobre los tres padârthas que vienen después, y que representan en suma categorías de relaciones, es decir, también algunos atributos de las substancias individuales y de los principios relativos que son las condiciones determinantes inmediatas de su manifestación. El cuarto padârtha es sâmânya, es decir, la comunidad de cualidad, que, en los grados diversos de los cuales es susceptible, constituye la superposición de los géneros; el quinto es la particularidad o la diferencia, llamado más especialmente vishêsha, y que es lo que pertenece en propiedad a una substancia determinada, aquello por lo que se diferencia de todas las otras; finalmente, el sexto es samavâya, la agregación, es decir, la relación íntima de inherencia que une la substancia y sus atributos, y que, por lo demás, es ella misma un atributo de esa substancia. El conjunto de estos seis padârthas, que comprenden así las substancias y todos sus atributos, constituye bhâva o la existencia; en oposición correlativa está abhâva o la no existencia, de la que a veces se hace un séptimo padârtha, pero cuya concepción es puramente negativa: es propiamente la «privación» entendida en el sentido aristotélico. IGEDH: El Vaishêshika
Por otra parte, sobre el Sânkhya en general, no tenemos necesidad de insistir tanto como sería menester hacerlo si no hubiéramos marcado ya, en una buena parte, los caracteres esenciales de este punto de vista al mismo tiempo que los del Vaishêshika y por comparación con éste; pero nos queda que disipar todavía algunos equívocos. Los orientalistas que toman el Sânkhya por un sistema filosófico, le califican gustosamente de doctrina «materialista» y «atea»; no hay que decir que es la concepción de Prakriti la que identifican con la noción de materia, lo que es completamente falso, y que, por lo demás, no tienen en cuenta a Purusha en su interpretación deformada. La substancia universal es algo completamente diferente de la materia, que no es, todo lo más, más que una determinación suya restrictiva y especializada; y ya hemos tenido la ocasión de decir que la noción misma de materia, tal y como se ha constituido en los occidentales modernos, no existe en los hindúes, como tampoco existía en los griegos mismos. No se ve bien lo que podría ser un «materialismo» sin la materia; el atomismo de los antiguos, incluso en OCCIDENTE, si fue «mecanicista», no por eso fue «materialista», y conviene dejar a la filosofía moderna etiquetas que, al no haberse inventado más que para ella, no podrían aplicarse verdaderamente en otra parte. Por lo demás, aunque se refiere a la naturaleza, el Sânkhya, por la manera en que la considera, ni siquiera corre el riesgo de producir una tendencia al «naturalismo» como la que hemos constatado a propósito de la forma atomista del Vaishêshika; con mayor razón no puede ser de ninguna manera «evolucionista», como algunos se lo han imaginado, y eso incluso si se toma el «evolucionismo» en su concepción más general y sin hacer de él el sinónimo de un grosero «transformismo»; esta confusión de puntos de vista es demasiado absurda para que convenga detenerse más en ella. IGEDH: El Sânkhya
La palabra yoga significa propiamente «unión»; digamos de pasada, aunque la cosa tenga en suma poca importancia, que no sabemos por qué buen número de autores europeos hacen a esta palabra femenina, cuando en sánscrito es masculina. Lo que este término designa principalmente, es la unión efectiva del ser humano con lo Universal; aplicado a un darshana, cuya formulación en sûtras se atribuye a Patanjali, indica que este darshana tiene como meta la realización de esta unión y que conlleva los medios de llegar a ella. Así pues, mientras que el Sânkhya es sólo un punto de vista teórico, de lo que se trata aquí esencialmente es de realización, en el sentido metafísico que hemos indicado, piensen lo que piensen de ello aquellos que quieren ver en el Yoga, ya sea «una filosofía», como los orientalistas oficiales, ya sea incluso, como algunos supuestos «esoteristas» que se esfuerzan en reemplazar por delirios la doctrina que les falta, «un método de desarrollo de los poderes latentes del organismo humano». El punto de vista en cuestión se refiere a un orden completamente diferente, incomparablemente superior a lo que implican las interpretaciones de este género, y que escapa igualmente a la comprehensión de unos y de otros; y eso es bastante natural, ya que no hay nada análogo que sea conocido en OCCIDENTE. IGEDH: El Yoga
En razón de la naturaleza de la Mîmânsâ, es a este darshana al que se refieren más directamente los Vêdângas, ciencias auxiliares del Vêda que hemos definido más atrás; basta remitirse a esas definiciones para darse cuenta del lazo estrecho que presentan con el tema actual. Es así como la Mîmânsâ insiste sobre la importancia que tienen, para la comprehensión de los textos, la ortografía exacta y la pronunciación correcta que enseña la shikshâ, y como distingue las diferentes clases de mantras según los ritmos que les son propios, lo que depende del chandas. Por otra parte, se encuentran en ella consideraciones relativas al vyâkarana, es decir, gramaticales, como la distinción de la acepción regular de las palabras y de sus acepciones dialectales o bárbaras, precisiones sobre algunas formas particulares que se emplean en el Vêda y sobre los términos que tienen en él un sentido diferente de su sentido usual; es menester agregar a eso, en varias ocasiones, las interpretaciones etimológicas y simbólicas que constituyen el objeto del nirukta. En fin, el conocimiento del jyotisha es necesario para determinar el tiempo en que deben cumplirse los ritos, y, en cuanto al Kalpa, hemos visto que resume las prescripciones que conciernen a su cumplimiento mismo. Además, la Mîmânsâ trata un gran número de cuestiones de jurisprudencia, y no hay lugar a sorprenderse de ello, puesto que, en la civilización hindú, toda la legislación es esencialmente tradicional; por lo demás, se puede destacar una cierta analogía en la manera en que son conducidos, por una parte, los debates jurídicos, y, por otra, las discusiones de la Mîmânsâ, y hay incluso identidad en los términos que sirven para designar las fases sucesivas de los unos y de los otros. Esta semejanza no es ciertamente fortuita, pero sería menester no ver en ella más que lo que es en realidad, un signo de la aplicación de un mismo espíritu a dos actividades conexas, aunque distintas; esto basta para reducir a su justo valor las pretensiones de los sociólogos, que, llevados por el error bastante común de reducirlo todo a su especialidad, aprovechan todas las similitudes de vocabulario que pueden observar, particularmente en el dominio de la lógica, para concluir que ha habido plagios de las instituciones sociales, como si las ideas y los modos de razonamiento no pudieran existir independientemente de esas instituciones, que, a decir verdad, no representan no obstante más que una aplicación de algunas ideas necesariamente preexistentes. Algunos han creído salir de esta alternativa y mantener la primordialidad del punto de vista social inventando lo que han llamado la «mentalidad prelógica»; pero esta suposición extravagante, así como su concepción general de los «primitivos», no reposa sobre nada serio, es contradicha incluso por todo lo que sabemos de cierto sobre la antigüedad, y lo mejor sería relegarla al dominio de la fantasía pura, con todos los «mitos» que sus inventores atribuyen gratuitamente a los pueblos cuya verdadera mentalidad ignoran. Hay ya suficientes diferencias reales y profundas entre las maneras de pensar propias a cada raza y a cada época, sin imaginar modalidades inexistentes, que complican las cosas más que las explican, y sin ir a buscar el supuesto tipo primordial de la humanidad en algún poblado degenerado, que ya no sabe muy bien él mismo lo que piensa, pero que jamás ha pensado ciertamente lo que se le atribuye; únicamente, los verdaderos modos del pensamiento humano, distintos de los del OCCIDENTE moderno, escapan tan completamente a los sociólogos como a los orientalistas. IGEDH: La Mîmânsâ
Para volver de nuevo a la Mîmânsâ después de esta digresión, señalaremos aún una noción que juega en ella un papel importante: esta noción, que se designa por la palabra apûrva, es de las que son difíciles de explicar en las lenguas occidentales; no obstante, vamos a intentar hacer comprender en qué consiste y lo que conlleva. Hemos dicho en el capítulo precedente que la acción, muy diferente del conocimiento en eso como en todo lo demás, no lleva en sí misma sus consecuencias; bajo este aspecto, la oposición es, en el fondo, la que hay entre la sucesión y la simultaneidad, y son las condiciones mismas de toda acción las que hacen que no pueda producir sus efectos más que en modo sucesivo. Sin embargo, para que una cosa pueda ser causa, es menester que exista actualmente, y es por eso por lo que la verdadera relación causal no puede ser concebida sino como una relación de simultaneidad: si se concibiera como una relación de sucesión, habría un instante donde algo que no existe ya produciría algo que no existe todavía, suposición que es manifiestamente absurda. Por consiguiente, para que una acción, que no es en sí misma más que una modificación momentánea, pueda tener resultados futuros y más o menos lejanos, es menester que haya, en el instante mismo en que se cumple, un efecto no perceptible al presente, pero que, subsistiendo de una manera permanente, relativamente al menos, producirá ulteriormente, a su vez, el resultado perceptible. Es este efecto no perceptible, potencial en cierto modo, lo que se llama apûrva, porque se sobreagrega a la acción y no es anterior a ella; puede considerarse, ya sea como un estado posterior de la acción misma, ya sea como un estado antecedente del resultado, puesto que el efecto debe estar contenido siempre en su causa, de la que no podría proceder de otro modo. Por lo demás, incluso en el caso donde un cierto resultado parece seguir inmediatamente a la acción en el tiempo, la existencia intermediaria de un apûrva no es por eso menos necesaria, desde que hay todavía sucesión y no simultaneidad perfecta, y porque la acción, en sí misma, está siempre separada de su resultado. De esta manera, la acción escapa a la instantaneidad, e incluso, en una cierta medida, a las limitaciones de la condición temporal; en efecto, el apûrva, germen de todas sus consecuencias futuras, como no está en el dominio de la manimanifestación corporal y sensible, esta fuera del tiempo ordinario, pero no fuera de toda duración, ya que pertenece todavía al orden de las contingencias. Ahora bien, por una parte, el apûrva puede permanecer vinculado al ser que ha cumplido la acción, siendo en adelante como un elemento constitutivo de su individualidad considerada en su parte incorporal, donde persistirá en tanto dure ésta, y, por otra, puede salir de los límites de esa individualidad para entrar en el dominio de las energías potenciales del orden cósmico; en esta segunda parte, si uno se le representa mediante una imagen sin duda imperfecta, como una vibración emitida en un cierto punto, esta vibración, después de haberse propagado hasta los confines del dominio que puede alcanzar, volverá de nuevo en sentido inverso a su punto de partida, y eso, como lo exige la causalidad, bajo la forma de una reacción de la misma naturaleza que la acción inicial. Eso es, muy exactamente, lo que el taoísmo, por su lado, designa como las «acciones y reacciones concordantes»; puesto que toda acción, como más generalmente toda manifestación, es una ruptura de equilibrio, así como lo decíamos a propósito de las tres gunas, es necesaria la reacción correspondiente para restablecer ese equilibrio, ya que la suma de todas las diferenciaciones debe equivaler siempre igualmente a la indiferenciación total. Esto, donde se juntan el orden humano y el orden cósmico, completa la idea que uno puede hacerse de las relaciones del karma con el dharma; y es menester agregar inmediatamente que la reacción, al ser una consecuencia completamente natural de la acción, no es en modo alguno una «sanción» en el sentido moral: en esto no hay nada sobre lo que el punto de vista moral pueda hacer presa, e incluso, a decir verdad, este punto de vista podría no haber nacido más que de la incomprehensión de estas cosas y de su deformación sentimental. Sea como sea, la reacción, en su influencia de vuelta sobre el ser que produjo la acción inicial, retoma el carácter individual e incluso temporal que ya no tenía el apûrva intermediario; si ese ser ya no se encuentra entonces en el estado donde estaba primeramente, y que no era más que un modo transitorio de su manifestación, la misma reacción, pero despojada de las condiciones características de la individualidad original, podrá alcanzarle aún en otro estado de manifestación, por los elementos que aseguran la continuidad de ese nuevo estado con el antecedente: es aquí donde se afirma el encadenamiento causal de los diversos ciclos de existencia, y lo que es cierto para un ser determinado lo es también, según la más rigurosa analogía, para el conjunto de la manifestación universal. Si hemos insistido un poco más ampliamente sobre esta explicación, no es simplemente porque proporciona un ejemplo interesante de un cierto género de teorías orientales, y ni siquiera porque tendremos la ocasión de señalar después una interpretación falsa que se le ha dado en OCCIDENTE; es también, y sobre todo, porque aquello de lo que se trata tiene un alcance efectivo de los más considerables, incluso prácticamente, aunque, sobre este último punto, conviene no apartarse de una cierta reserva, y vale más contentarse con dar indicaciones muy generales, como lo hacemos aquí, dejando a cada uno el cuidado de sacar de ellas desarrollos y conclusiones en conformidad con sus facultades propias y sus tendencias personales. IGEDH: La Mîmânsâ
En esta exposición, que hemos querido hacer tan sintética como es posible, constantemente hemos intentado mostrar, al mismo tiempo que los caracteres distintivos de cada darshana, cómo éste se vincula a la metafísica, que es el centro común a partir del cual se desarrollan, en direcciones diversas, todas las ramas de la doctrina; por lo demás, eso nos proporcionaba la ocasión de precisar un cierto número de puntos importantes relativamente a la concepción de conjunto de esta doctrina. A este respecto, es menester comprender bien que, si el Vêdânta se cuenta como el último de los darshanas, porque representa el acabamiento de todo conocimiento, por eso no es menos, en su esencia, el principio del que deriva todo el resto que no es más que su especificación o su aplicación. Si un conocimiento no dependiera así de la metafísica, carecería literalmente de principio, y, por consecuencia, no podría tener ningún carácter tradicional; es lo que constituye la diferencia capital entre el conocimiento científico, en el sentido en el que esta palabra se toma en OCCIDENTE, y lo que, en la India, se corresponde con él menos inexactamente. Es manifiesto que el punto de vista de la cosmología no es equivalente al de la física moderna, e incluso que el punto de vista de la lógica tradicional no lo es al de la lógica filosófica considerada, por ejemplo, a la manera de Stuart Mill; ya hemos marcado estas distinciones. La cosmología, incluso en los límites del Vaishêshika, no es una ciencia experimental como la física actual; en razón de su vinculamiento a los principios, es, como las demás ramas doctrinales, mucho más deductiva que inductiva; la física cartesiana, es cierto, también era deductiva, pero cometía el gran error de no apoyarse, en cuanto a los principios, más que sobre una simple hipótesis filosófica, y eso es lo que ocasionó su fracaso. IGEDH: Precisiones complementarias sobre el conjunto de la doctrina
La diferencia de método que acabamos de señalar, y que traduce una diferencia profunda de concepción, existe incluso para ciencias que son verdaderamente experimentales, pero que, siendo a pesar de eso mucho más deductivas que en OCCIDENTE, escapan a todo empirismo; sólo en estas condiciones estas ciencias tienen derecho a ser consideradas como conocimientos tradicionales, aunque de una importancia secundaria y de un orden inferior. Aquí, pensamos sobre todo en la medicina considerada como un Upavêda; y lo que decimos a su respecto vale igualmente para la medicina tradicional del Extremo Oriente. Sin perder nada de su carácter práctico, esta medicina es algo mucho más extenso de lo que se está habituado a designar por este nombre; además de la patología y de la terapéutica, comprende, concretamente, muchas de las consideraciones que se harían entrar, en OCCIDENTE, en la fisiología o inclusive en la psicología, pero que, naturalmente, son tratadas de una manera completamente diferente. Los resultados que una tal ciencia obtiene en la aplicación pueden, en numerosos casos, parecer extraordinarios a aquellos que se hacen de ella una idea demasiado inexacta; por lo demás, creemos que es extremadamente difícil para un occidental llegar a un conocimiento suficiente en este género de estudios, donde se emplean medios de investigación muy diferentes de aquellos a los que está acostumbrado. IGEDH: Precisiones complementarias sobre el conjunto de la doctrina
Estas pocas observaciones completan todo lo que hemos dicho ya sobre lo que separa profundamente los puntos de vista respectivos de Oriente y OCCIDENTE: en Oriente, la tradición es verdaderamente toda la civilización, puesto que abarca, por sus consecuencias, todo el ciclo de los conocimientos verdaderos, a cualquier orden que se refieran, y todo el conjunto de las instituciones sociales; todo está incluido en ella en germen desde el origen, por eso mismo de que la tradición establece los principios universales de donde derivan todas las cosas con sus leyes y sus condiciones, y la adaptación necesaria a una época cualquiera no puede consistir más que en un desarrollo adecuado, según un espíritu rigurosamente deductivo y analógico, de las soluciones y las aclaraciones que convienen más especialmente a la mentalidad de esa época. Se concibe que, en estas condiciones, la influencia de la tradición tenga una fuerza a la que nadie podría sustraerse, y que todo cisma, cuando se produce alguno, desemboque inmediatamente en la constitución de una pseudotradición; en cuanto a romper abierta y definitivamente todo lazo tradicional, ningún individuo tiene ese deseo, como tampoco la posibilidad de ello. Esto permite comprender todavía la naturaleza y los caracteres de la enseñanza por la que se trasmite, con los principios, el conjunto de las disciplinas propias para asimilar y para integrar todas las cosas en la intelectualidad de una civilización. IGEDH: Precisiones complementarias sobre el conjunto de la doctrina
Hemos dicho que la casta superior, la de los brâhmanas, tiene como función esencial conservar y trasmitir la doctrina tradicional; esa es su verdadera razón de ser, puesto que es sobre esta doctrina donde reposa el orden social, que no podría encontrar en otra parte los principios sin los que no hay nada estable ni duradero. Allí donde la tradición es todo, aquellos que son sus depositarios deben lógicamente ser todo; o al menos, como la diversidad de las funciones necesarias al organismo social entraña una incompatibilidad entre ellas y exige su cumplimiento por individuos diferentes, estos individuos dependen todos esencialmente de los detentadores de la tradición, puesto que, si no participan efectivamente en ésta, tampoco podrían participar efectivamente en la vida colectiva: ese es el sentido verdadero y completo de la autoridad espiritual e intelectual que pertenece a los brâhmanas. Esa es también, al mismo tiempo, la explicación del vinculamiento profundo e indefectible que une al discípulo con el maestro, no sólo en la India, sino en todo el Oriente, y cuyo análogo se buscaría vanamente en el OCCIDENTE moderno; en efecto, la función del instructor es verdaderamente una «paternidad espiritual», y es por eso por lo que el acto ritual y simbólico por el que comienza es un «segundo nacimiento» para el que es admitido a recibir la enseñanza por una transmisión regular. Es esta idea de «paternidad espiritual» la que expresa muy exactamente la palabra gurú, que designa al instructor en los hindúes, y que tiene también el sentido de «antepasado»; es a esta misma idea a la que hace alusión, en los árabes, la palabra sheikh, que con el sentido propio de «anciano», tiene un empleo idéntico. En China, la concepción dominante de la «solidaridad de la raza» da al pensamiento correspondiente un matiz diferente, y hace asimilar el papel del instructor al de un «hermano mayor», guía y sostén natural de aquellos que le siguen en la vía tradicional, y que no devendrá un «antepasado» sino después de su muerte; pero, la expresión de «nacer al conocimiento», no es por eso menos, allí como en cualquier otra parte, de un uso corriente. IGEDH: La enseñanza tradicional
La enseñanza tradicional se transmite en condiciones que están estrictamente determinadas por su naturaleza; para producir su pleno efecto, debe adaptarse siempre a las posibilidades intelectuales de cada uno de aquellos a los que se dirige, y graduarse en proporción a los resultados ya obtenidos, lo que exige, por parte de aquel que la recibe y que quiere llegar más lejos, un constante esfuerzo de asimilación personal y efectiva. Son consecuencias inmediatas de la manera en que se considera la doctrina toda entera, y es lo que indica la necesidad de la enseñanza oral y directa, a la que nada podría suplir, y sin la que, por lo demás, el vinculamiento a una «filiación espiritual» regular y continua faltaría inevitablemente, aparte de algunos casos muy excepcionales donde la continuidad puede ser asegurada de otro modo, y de una manera demasiado difícilmente explicable en lenguaje occidental como para que nos detengamos en ello aquí. Sea como sea, el oriental está al abrigo de esa ilusión, muy común en OCCIDENTE, que consiste en creer que todo puede aprenderse en los libros, y que desemboca en poner la memoria en el lugar de la inteligencia; para él, los textos no tienen nunca más que el valor de un «soporte», en el sentido en que frecuentemente hemos empleado ya esta palabra, y su estudio no puede ser nada más que la base de un desarrollo intelectual, sin confundirse nunca con ese desarrollo mismo: esto reduce la erudición a su justo valor, al colocarla en el rango inferior, el único que le conviene normalmente, de medio subordinado y accesorio del conocimiento verdadero. IGEDH: La enseñanza tradicional
Del orientalismo oficial, aquí diremos poco, porque ya hemos señalado, en varias ocasiones, la insuficiencia de sus métodos y la falsedad de sus conclusiones: si le hemos tenido así casi constantemente en vista, mientras que no nos preocupábamos apenas de otras interpretaciones occidentales, es porque éste se presenta al menos con una apariencia de seriedad que éstas no tienen, lo que nos obliga a hacer una diferencia que es en ventaja suya. No entendemos contestar la buena fe de los orientalistas, que está generalmente fuera de duda, ni tampoco la realidad de su erudición especial, lo que contestamos, es su competencia para todo lo que rebasa el dominio de la simple erudición. Por lo demás, es menester rendir homenaje a la modestia muy loable con la que algunos de entre ellos, que tienen consciencia de los límites de su competencia verdadera, se niegan a librarse a un trabajo de interpretación de las doctrinas; pero, desafortunadamente, ésos no son más que una minoría, y la gran mayoría está constituido por aquellos que, tomando la erudición como un fin en sí misma, así como lo decíamos al comienzo, creen muy sinceramente que sus estudios lingüísticos e históricos les dan el derecho de hablar de toda suerte de cosas. Es con éstos últimos con los que pensamos que no se podría ser demasiado severo, en cuanto a los métodos que emplean y a los resultados que obtienen, respetando siempre, bien entendido, a las individualidades que pueden merecerlo a todos los respectos, puesto que son muy poco responsables de su partidismo y de sus ilusiones. El exclusivismo es una consecuencia natural de la estrechez de miras, de lo que hemos llamado la «miopía intelectual», y este defecto mental no parece más curable que la miopía física; por lo demás, es, como ésta, una deformación producida por el efecto de algunos hábitos que conducen a ella insensiblemente y sin que uno se aperciba de ello, aunque sea menester sin duda estar predispuesto. En estas condiciones, no hay que sorprenderse de la hostilidad de la que hacen prueba la mayoría de los orientalistas con respecto a aquellos que no se someten a sus métodos y que no adoptan sus conclusiones; eso no es mas que un caso particular de las consecuencias que entraña normalmente el abuso de la especialización, y una de las innumerables manifestaciones de ese espíritu «cientificista» que se toma demasiado fácilmente por el verdadero espíritu científico. Únicamente, a pesar de todas las excusas que se pueden encontrar así a la actitud de los orientalistas, por eso no es menos evidente que los pocos resultados válidos a los que sus trabajos han podido llevar, bajo ese punto de vista especial de la erudición que es el suyo, están muy lejos de compensar el daño que pueden hacer a la intelectualidad general, al obstruir todas las demás vías que podrían conducir mucho más lejos a aquellos que fueran capaces de seguirlas: dados los prejuicios del OCCIDENTE moderno, para desviar de tales vías a casi todos aquellos que estarían tentados de comprometerse en ellas, basta declarar solemnemente que eso «no es científico», porque no se conforma a los métodos y a las teorías aceptadas y enseñadas oficialmente en las universidades. Cuando se trata de defenderse contra un peligro cualquiera, generalmente no se pierde el tiempo buscando responsabilidades; así pues, si algunas opiniones son peligrosas intelectualmente, y pensamos que ese es el caso aquí, uno deberá esforzarse en destruirlas sin preocuparse de aquellos que las han emitido o que las defienden, y cuya honorabilidad no está en modo alguno en entredicho. Las consideraciones de personas, que son muy poca cosa respecto a las ideas, no podrían impedir legítimamente combatir las teorías que obstaculizan algunas realizaciones; por lo demás, como estas realizaciones, sobre las que volveremos en nuestra conclusión, no son inmediatamente posibles, y como toda preocupación de propaganda nos está prohibida, el medio más eficaz de combatir las teorías en cuestión no es discutir indefinidamente sobre el terreno donde se colocan, sino hacer aparecer las razones de su falsedad restableciendo la verdad pura y simple, única que importa esencialmente a aquellos que pueden comprenderla. IGEDH: El orientalismo oficial
El «teosofismo» da una importancia considerable a la idea de la «evolución», lo que es muy occidental y muy moderno; y, como la mayoría de las ramas del espiritismo, al que está un poco ligado por sus orígenes, asocia esta idea a la de la «reencarnación». Esta última concepción parece haber tomado nacimiento en algunos pensadores socialistas de la primera mitad del siglo XIX, para quienes estaba destinada a explicar la desigualdad de las condiciones sociales, particularmente chocante a sus ojos, aunque sea completamente natural en el fondo, y que, para quien comprende el principio de la institución de las castas, fundado sobre la diferencia de las naturalezas individuales, la cuestión no se plantea; por lo demás, las teorías de este género, como las del «evolucionismo», no explican nada verdaderamente, y, al posponer la dificultad, si es que hay dificultad, incluso indefinidamente si se quiere, finalmente la dejan subsistir toda entera; y, si no hay dificultad, son perfectamente inútiles. En lo que concierne a la pretensión de hacer remontar la concepción «reencarnacionista» a la antigüedad, no reposa sobre nada, si no es sobre la incomprehensión de algunas expresiones simbólicas, de donde ha nacido una grosera interpretación de la «metempsicosis» pitagórica en el sentido de una suerte de «transformismo» psíquico; es de la misma manera como se ha podido tomar por vidas terrestres sucesivas lo que, no sólo en las doctrinas hindúes, sino en el budismo mismo, es una serie indefinida de cambios de estado de un ser, en los que cada ser tiene sus condiciones características propias, diferentes de las de otros, y que constituyen para el ser un ciclo de existencia que no puede recorrer más que una sola vez, y donde la existencia terrestre, o incluso, más generalmente, corporal, no representa más que un estado particular entre una indefinidad de otros. La verdadera teoría de los estados múltiples del ser es de la más alta importancia desde el punto de vista metafísico; no podemos desarrollarla aquí, pero nos ha ocurrido forzosamente hacer algunas alusiones a ella, concretamente a propósito del apûrva y de las «acciones y reacciones concordantes». En cuanto al «reencarnacionismo», que no es más que una inepta caricatura de esta teoría, todos los orientales, salvo quizás algunos ignorantes más o menos occidentalizados cuya opinión no tiene ningún valor, son unánimemente opuestos a ella; por lo demás, su absurdidad metafísica es fácilmente demostrable, ya que admitir que un ser puede pasar varias veces por el mismo estado equivale a suponer una limitación de la Posibilidad universal, es decir, a negar el Infinito, y esta negación, en sí misma, es contradictoria en grado sumo. Conviene dedicarse a combatir muy especialmente la idea de la «reencarnación», primero porque es absolutamente contraria a la verdad, como acabamos de hacerlo ver en pocas palabras, y después por otra razón de orden más contingente, que es que esta idea, popularizada sobre todo por el espiritismo, la más ininteligente de todas las escuelas «neoespiritualistas», y al mismo tiempo la más extendida, es una de aquellas que contribuyen más eficazmente a ese trastorno mental que señalábamos al comienzo del presente capítulo, y cuyas víctimas son desafortunadamente mucho más numerosas de lo que pueden pensar aquellos que no están al corriente de estas cosas. Naturalmente, no podemos insistir aquí sobre este punto de vista; pero, por otro lado, es menester agregar también que, mientras los espiritistas se esfuerzan en demostrar la pretendida «reencarnación», del mismo modo que la inmortalidad del alma, «científicamente», es decir, por la vía experimental, que es absolutamente incapaz de dar el menor resultado a este respecto, la mayor parte de los «teosofistas» parecen ver en ella una suerte de dogma o artículo de fe, que es menester admitir por motivos de orden sentimental, pero sin que haya lugar a buscar dar de ella ninguna prueba racional o sensible. Eso muestra muy claramente que se trata de constituir una pseudorreligión, en competencia con las religiones verdaderas de OCCIDENTE, y sobre todo con el catolicismo, ya que, en lo que concierne al protestantismo, se acomoda muy bien en la multiplicidad de las sectas, que engendra incluso espontáneamente por efecto de su ausencia de principios doctrinales; esta pseudorreligión «teosofista» ha intentado darse una forma definida tomando como punto central el anuncio de la venida inminente de un «gran instructor», presentado por sus profetas como el Mesías futuro y como una «reencarnación» de Cristo: entre las transformaciones diversas del «teosofismo», esa, que aclara singularmente su concepción del «cristianismo esotérico», es la última en fecha, al menos hasta este día, pero no es la menos significativa. IGEDH: El teosofismo
Râm Mohum Roy se había dedicado particularmente a interpretar el Vêdânta conformemente a sus propias ideas; aunque insistía con razón sobre la concepción de la «unidad divina», que, por lo demás, ningún hombre competente había contestado nunca, pero que él expresaba en términos mucho más teológicos que metafísicos, desnaturalizaba bajo muchos aspectos la doctrina para acomodarla a los puntos de vista occidentales, que habían devenido los suyos, y hacía de ella algo que acababa por parecerse a una simple filosofía teñida de religiosidad, una suerte de «deismo» revestido de una fraseología oriental. Así pues, en su espíritu mismo, una tal interpretación está tan lejos como es posible de la tradición y de la metafísica pura; no representa más que una teoría individual sin autoridad, e ignora totalmente la realización que es la única meta verdadera de la doctrina toda entera. Tal fue el prototipo de las deformaciones del Vêdânta, ya que debían producirse otras después, y siempre en el sentido de un acercamiento con OCCIDENTE, pero de un acercamiento en el que Oriente corría con todos los gastos, en gran detrimento de la verdad doctrinal: empresa verdaderamente insensata, y diametralmente contraria a los intereses intelectuales de las dos civilizaciones, pero en la que la mentalidad oriental, en su generalidad, resulta poco afectada, ya que las cosas de este género le parecen completamente desdeñables. En toda lógica, no pertenece a Oriente acercarse a OCCIDENTE siguiéndole en sus desviaciones mentales, como le invitan a hacerlo insidiosamente, pero en vano, los propagandistas de toda categoría que Europa le envía; antes al contrario, pertenece a OCCIDENTE volver de nuevo, cuando quiera y pueda, a las fuentes puras de toda intelectualidad verdadera, de las que Oriente, por su parte, no se ha apartado nunca; y, ese día, el entendimiento sobre todos los puntos secundarios, que no dependen más que del orden de las contingencias, se cumplirá por sí mismo y como por añadidura. IGEDH: El Vêdânta occidentalizado
Una rama más completamente desviada aún, y más generalmente conocida en OCCIDENTE, es la que fue fundada por Vivêkânanda, discípulo del ilustre Ramakrishna, pero infiel a sus enseñanzas, y que ha reclutado adherentes sobre todo en América y en Australia, donde mantiene «misiones» y «templos». El Vêdânta ha devenido ahí lo que Schopenhauer había creído ver en él, una religión sentimental y «consolante», con una fuerte dosis de «moralismo» protestante; y, bajo esta forma decaída, se acerca extrañamente al «teosofismo», para el que es más bien un aliado natural que un rival o un competidor. Los matices «evangélicos» de esta pseudorreligión le aseguran un cierto éxito en los países anglosajones, y lo que muestra bien su carácter de sentimentalismo, es el ardor que pone en su propaganda, ya que la tendencia completamente occidental al proselitismo actúa con intensidad en estas organizaciones que no tienen de oriental más que el nombre y algunas apariencias puramente exteriores, lo estrictamente necesario para atraer a los curiosos y a los aficionados a un exotismo de la más mediocre cualidad. Salido de esa extravagante invención americana, también de inspiración protestante, que se intituló el «Parlamento de las religiones», y tanto mejor adaptado a OCCIDENTE cuanto más profundamente desnaturalizado estaba, este supuesto Vêdânta, que, por así decir, ya no tiene nada en común con la doctrina metafísica por la que quiere hacerse pasar, no merece ciertamente que nos detengamos más en él; pero, al menos, teníamos que señalar su existencia, así como la de otras instituciones similares, para poner en guardia contra las asimilaciones erróneas que podrían estar tentados de hacer aquellos que las conocen, y también porque, para aquellos que no las conocen, es bueno estar un poco informado sobre estas cosas, que son mucho menos inofensivas de lo que puede parecer a primera vista. IGEDH: El Vêdânta occidentalizado
Al hablar de las interpretaciones occidentales, nos hemos quedado voluntariamente en las generalidades, tanto como hemos podido, a fin de evitar plantear cuestiones de personas, frecuentemente irritantes, y por lo demás inútiles cuando se trata únicamente de un punto de vista doctrinal, como es el caso aquí. Es muy curioso ver cuanto trabajo les cuesta a los occidentales, en su mayor parte, comprender que las consideraciones de este orden no prueban absolutamente nada en pro o en contra del valor de una concepción cualquiera; eso muestra bien hasta qué punto llevan el individualismo intelectual, así como el sentimentalismo que le es inseparable. En efecto, se sabe cuanto sitio ocupan los detalles biográficos más insignificantes en lo que debería ser la historia de las ideas, y cuan común es la ilusión que consiste en creer que, cuando se conoce un nombre propio o una fecha, se posee por eso mismo un conocimiento real; ¿y cómo podría ser de otro modo, cuando se aprecian más los hechos que las ideas? En cuanto a las ideas mismas, cuando se ha llegado a considerarlas simplemente como la invención y la propiedad de tal o cual individuo, y cuando, además, se está influenciando e incluso dominando por toda suerte de preocupaciones morales y sentimentales, es completamente natural que la apreciación de esas ideas, que ya no se consideran en sí mismas y por sí mismas, sea afectada por lo que se sabe del carácter y de las acciones del hombre al que se atribuyen; en otros términos, se transportará a las ideas la simpatía o la antipatía que se siente por aquel que las ha concebido, como si su verdad o su falsedad pudiera depender de semejantes contingencias. En estas condiciones, quizás se admita aún, aunque con algún pesar, que un individuo perfectamente honorable haya podido formular o sostener ideas más o menos absurdas; pero lo que no se querrá consentir nunca, es en que algún otro individuo que se juzga despreciable haya tenido no obstante un valor intelectual o incluso artístico, genio o únicamente talento desde un punto de vista cualquiera; y, sin embargo, los casos donde ello es así están lejos de ser raros. Si hay un prejuicio sin fundamento, es en efecto éste, querido por los partidarios de la «instrucción obligatoria», según el cual el saber real sería inseparable de lo que se ha convenido llamar la moralidad. No se ve en absoluto, lógicamente, por qué un criminal debería ser necesariamente un necio o un ignorante, o por qué le sería imposible a un hombre servirse de su inteligencia y de su ciencia para hacer daño a sus semejantes, lo que, al contrario, ocurre bastante frecuentemente; no se ve tampoco cómo la verdad de una concepción tendría que depender de que haya sido emitida por tal o cual individuo; pero nada es menos lógico que el sentimiento, aunque algunos psicólogos hayan creído poder hablar de una «lógica de los sentimientos». Así pues, los pretendidos argumentos donde se hacen intervenir las cuestiones personales son enteramente insignificantes; que se sirvan de ellos en política, dominio donde el sentimiento juega un papel tan grande, se comprende hasta un cierto punto, aunque se abuse de ello frecuentemente, y aunque sea hacer poco honor a las gentes dirigirse así exclusivamente a su sentimentalidad; pero que se introduzcan los mismos procedimientos de discusión en el dominio intelectual, eso es verdaderamente inadmisible. Hemos creído bueno insistir un poco en ello, porque esta tendencia es muy habitual en OCCIDENTE, y porque, si no explicamos nuestras intenciones, algunos podrían sentirse tentados incluso de reprocharnos, como una falta de precisión y de «referencias», una actitud que, por nuestra parte, es perfectamente determinada y reflexionada. IGEDH: Últimas observaciones
Si algunos occidentales pudieran, por la lectura de la precedente exposición, tomar consciencia de lo que les falta intelectualmente, si pudieran, no diremos siquiera comprenderlo, sino sólo entreverlo y presentirlo, este trabajo no habría sido hecho en vano. En eso, no entendemos hablar únicamente de las ventajas inapreciables que podrían obtener directamente para sí mismos aquellos que fueran llevados así a estudiar las doctrinas orientales, donde encontrarían, por poco que tuvieran las aptitudes requeridas, conocimientos a los cuales no hay nada comparable en OCCIDENTE, y al lado de los cuales las filosofías que pasan por geniales y sublimes no son más que entretenimientos de niños: no hay ninguna medida común entre la verdad plenamente asentida, por una concepción de posibilidades ilimitadas, y en una realización adecuada a esta concepción, y las hipótesis, cualesquiera que sean, imaginadas por fantasías individuales a la medida de su capacidad esencialmente limitada. Hay también otros resultados, de un interés más general, y que, por lo demás, están ligados a esos a título de consecuencias más o menos lejanas; queremos hacer alusión a la preparación, sin duda a largo plazo, pero no obstante efectiva, de un acercamiento intelectual entre Oriente y OCCIDENTE. IGEDH: Conclusión
Al hablar de la divergencia de OCCIDENTE con relación a Oriente, que se ha ido acentuando más que nunca en la época moderna, hemos dicho que no pensábamos, a pesar de las apariencias, que esta divergencia pudiera continuar así indefinidamente. En otros términos, nos parece difícil que OCCIDENTE, por su mentalidad y por el conjunto de sus tendencias, se aleje siempre cada vez más de Oriente, como lo hace actualmente, y que no se produzca más pronto o más tarde una reacción que, bajo ciertas condiciones, podría tener los efectos más afortunados; eso nos parece incluso tanto más difícil cuanto que el dominio en el que se desarrolla la civilización occidental moderna es, por su naturaleza propia, el más limitado de todos. Además, el carácter cambiante e inestable que es particular a la mentalidad de OCCIDENTE permite no desesperar de verle tomar, llegado el caso, una dirección completamente diferente e incluso opuesta, de suerte que el remedio se encontraría entonces en lo que, a nuestros ojos, es la marca misma de la inferioridad; pero no sería verdaderamente un remedio, lo repetimos, más que bajo algunas condiciones, fuera de las cuales podría ser, al contrario, un mal mayor aún en comparación con el estado actual. Esto puede parecer demasiado obscuro, y hay, lo reconocemos, alguna dificultad en hacerlo tan completamente inteligible como sería deseable, incluso colocándose en el punto de vista del OCCIDENTE y esforzándose en hablar su lengua; no obstante, lo intentaremos, pero advirtiendo que las explicaciones que vamos a dar no podrían corresponder a nuestro pensamiento todo entero. IGEDH: Conclusión
Admitiremos que no sea posible prever actualmente las circunstancias que podrán determinar un cambio de dirección en el desarrollo de OCCIDENTE; pero la posibilidad de un tal cambio no es contestable más que para aquellos que creen que este desarrollo, en su sentido actual, constituye un «progreso» absoluto. Para nosotros, esa idea de un «progreso» absoluto está desprovista de significación, y ya hemos indicado la incompatibilidad de algunos desarrollos, cuya consecuencia es que un progreso relativo en un dominio determinado lleva aparejada en otro una regresión correspondiente; no decimos equivalente, ya que no se puede hablar de equivalencia entre dos cosas que no son ni de la misma naturaleza ni del mismo orden. Es lo que ha ocurrido para la civilización occidental: las investigaciones hechas únicamente en vista de las aplicaciones prácticas y del progreso material han entrañado, como debían hacerlo necesariamente, una regresión en el orden puramente especulativo e intelectual; y, como no hay ninguna medida común entre estos dos dominios, lo que se perdía así por un lado valía incomparablemente más que lo que se ganaba por el otro; es menester toda la deformación mental de la gran mayoría de los occidentales modernos para apreciar las cosas de otro modo. Sea como sea, con solo que se considere que un desarrollo unilineal está sometido forzosamente a algunas condiciones limitativas, que son más estrechas que en cualquier otro caso cuando este desarrollo se cumple en el orden material, se puede decir casi con seguridad que el cambio de dirección del que acabamos de hablar deberá producirse en un momento dado. En cuanto a la naturaleza de los acontecimientos que contribuirán a ello, es posible que se acabe por caer en la cuenta de que las cosas a las que se da al presente una importancia exclusiva son impotentes para dar los resultados que se esperan de ellas; pero eso mismo supondría ya una cierta modificación de la mentalidad común, aunque la decepción pueda ser sobre todo sentimental y recaer, por ejemplo, sobre la constatación de la inexistencia de un «progreso moral» paralelo al progreso llamado científico. En efecto, los medios del cambio, si no vienen de otra parte, deberán ser de una mediocridad proporcionada a la de la mentalidad sobre la cual tendrán que actuar; pero esta mediocridad sería más bien de mal augurio para lo que resultara de ella. También se puede suponer que las invenciones mecánicas, llevadas cada vez más lejos, llegarán a un grado donde aparezcan tan enormemente peligrosas que se estará obligado a renunciar a ellas, ya sea por el terror que engendrarán poco a poco algunos de sus efectos, o ya sea incluso a consecuencia de un cataclismo que dejaremos a cada uno la posibilidad de representarse a su gusto. En este caso también, el móvil del cambio sería de orden sentimental, pero de esa sentimentalidad que está muy cerca de lo fisiológico; y haremos destacar, sin insistir demasiado en ello, que ya se han producido síntomas que se refieren a una y otra de las dos posibilidades que acabamos de indicar, aunque en una medida débil, debido al hecho de los recientes acontecimientos que han trastornado a Europa, pero que no son todavía suficientemente considerables, se piense lo que se piense sobre ellos, para determinar a este respecto resultados profundos y duraderos. Por lo demás, cambios como los que consideramos pueden operarse lenta y gradualmente, y requerir algunos siglos para cumplirse, como pueden surgir repentinamente de conmociones rápidas e imprevistas; no obstante, incluso en el primer caso, es verosímil que debe llegar un momento donde haya una ruptura más o menos brusca, una verdadera solución de continuidad en relación al estado anterior. De todas maneras, admitiremos también que sea imposible fijar de antemano, ni siquiera aproximadamente, la fecha de un tal cambio; no obstante, debemos decir que aquellos que tienen algún conocimiento de las leyes cíclicas y de su aplicación a los periodos históricos podrían permitirse al menos algunas previsiones y determinar épocas comprendidas entre algunos límites; pero aquí nos abstendremos enteramente de este género de consideraciones, tanto más cuanto que a veces han sido simuladas por gentes que no tenían ningún conocimiento real de las leyes a las que acabamos de hacer alusión, y para quienes era tanto más fácil hablar de estas cosas cuanto más completamente las ignoraban: esta última reflexión no debe tomarse por una paradoja, sino que lo que expresa es literalmente exacto. IGEDH: Conclusión
La cuestión que se plantea ahora es ésta: suponiendo que llegue a producirse una reacción en OCCIDENTE en una época indeterminada, y a consecuencia de los acontecimientos que sean, y que provoque el abandono de eso en lo que consiste enteramente la civilización europea actual, ¿qué resultará de ello ulteriormente? Son posibles varios casos, y hay lugar a considerar las diversas hipótesis que se les corresponden: la más desfavorable es aquella donde nada viniera a reemplazar a esta civilización, y donde, al desaparecer ésta, el OCCIDENTE, librado a sí mismo, se encontraría sumergido en la peor barbarie. Para comprender esta posibilidad, basta reflexionar que, sin remontar siquiera más allá de los tiempos históricos, se encuentran muchos ejemplos de civilizaciones que han desaparecido enteramente; a veces, eran las de pueblos que se han extinguido igualmente, pero esta suposición apenas es realizable más que para civilizaciones bastante estrechamente localizadas, y, para aquellas que tienen una mayor extensión, es más verosímil que haya pueblos que las sobrevivan encontrándose reducidos a un estado de degeneración más o menos comparable al que representan, como lo hemos dicho precedentemente, los salvajes actuales; no es útil insistir en ello más largamente para que uno se dé cuenta de todo lo que tiene de inquietante está primera hipótesis. El segundo caso sería aquel donde los representantes de otras civilizaciones, es decir, los pueblos orientales, para salvar al mundo occidental de esta decadencia irremediable, se le asimilarían de grado o a la fuerza, suponiendo que la cosa fuera posible, y que, por lo demás, Oriente consintiera en ello, en su totalidad o en alguna de sus partes componentes. Esperamos que nadie estará tan cegado por los prejuicios occidentales como para no reconocer cuan preferible sería esta hipótesis a la precedente: habría ciertamente, en tales circunstancias, un período transitorio ocupado por revoluciones étnicas muy penosas, de las que es difícil hacerse una idea, pero el resultado final sería de tal naturaleza que compensaría los perjuicios causados fatalmente por una semejante catástrofe; únicamente, el OCCIDENTE debería renunciar a sus características propias y se encontraría absorbido pura y simplemente. Es por eso por lo que conviene considerar un tercer caso mucho más favorable desde el punto de vista occidental, aunque equivalente, a decir verdad, bajo el punto de vista del conjunto de la humanidad terrestre, puesto que, si llegara a realizarse, su efecto sería hacer desaparecer la anomalía occidental, no por supresión como en la primera hipótesis, sino, como en la segunda, por retorno a la intelectualidad verdadera y normal; pero este retorno, en lugar de ser impuesto y obligado, o todo lo más aceptado y sufrido desde afuera, se efectuaría entonces voluntaria y como espontáneamente. Se ve lo que implica, para ser realizable, esta última posibilidad: sería menester que el OCCIDENTE, en el momento mismo en que su desarrollo en el sentido actual tocara a su fin, encontrara en sí mismo los principios de un desarrollo en otro sentido, que podría cumplir desde entonces de una manera completamente natural; y este nuevo desarrollo, al hacer a su civilización comparable a las de Oriente, le permitiría conservar en el mundo, no una preponderancia a la cual no tiene ningún derecho y que no debe más que al empleo de la fuerza bruta, pero sí al menos el lugar que puede ocupar legítimamente como representando a una civilización entre otras, y una civilización que, en esas condiciones, ya no sería un elemento de desequilibrio y de opresión para el resto de los hombres. Es menester no creer, en efecto, que la dominación occidental pueda ser apreciada de otro modo por los pueblos de civilizaciones diferentes sobre los que se ejerce al presente; no hablamos, bien entendido, de algunos poblados degenerados, y todavía, incluso para esos, es quizás más perjudicial que útil, porque no toman de sus conquistadores más que lo peor que tienen. En cuanto a los orientales, ya hemos indicado en diversas ocasiones cuan justificado nos parece su desprecio de OCCIDENTE, tanto más cuanto más insistencia pone la raza europea en afirmar su odiosa y ridícula pretensión a una superioridad mental inexistente, y en querer imponer a todos los hombres una asimilación que, en razón de sus caracteres inestables y mal definidos, es afortunadamente incapaz de realizar. Es menester toda la ilusión y toda la ceguera que engendra el más absurdo partidismo para creer que la mentalidad occidental se ganará nunca a Oriente, y que hombres para quienes no es verdadera superioridad más que la de la intelectualidad, llegarán a dejarse seducir por invenciones mecánicas, por las que sienten mucha repugnancia, pero no la menor admiración. Sin duda, puede ocurrir que los orientales acepten o más bien sufran algunas necesidades de la época actual, pero considerándolas como puramente transitorias y como mucho más molestas que ventajosas, y no aspirando en el fondo más que a desembarazarse de todo ese «progreso» material, en el cual nunca se interesan verdaderamente, al margen de algunas excepciones individuales debidas a una educación completamente occidental; de una manera general, las modificaciones en este sentido permanecen mucho más superficiales de lo que algunas apariencias podrían hacer creer a veces a los observadores de afuera, y eso a pesar de todos los esfuerzos del proselitismo occidental más ardiente y más intempestivo. Los orientales tienen todo el interés, intelectualmente, en no cambiar hoy más de lo que han cambiado en el curso de los siglos anteriores; todo lo que hemos dicho aquí es sólo para probarlo, y es una de las razones por las que un acercamiento verdadero y profundo no puede venir, así como no es lógico y normal, más que de un cambio realizado por el lado occidental. IGEDH: Conclusión
Nos es menester volver aún sobre las tres hipótesis que hemos descrito, para marcar más precisamente las condiciones que determinarían la realización de una u otra de ellas; todo depende evidentemente, a este respecto, del estado mental en el que se encuentre el mundo occidental en el momento en que se alcance el punto de detención de su civilización actual. Si ese estado mental fuera entonces tal como es hoy, es la primera hipótesis la que debería realizarse necesariamente, puesto que no habría nada que pudiera reemplazar a aquello a lo que se renunciaría, y puesto que, por otra parte, la asimilación por otras civilizaciones sería imposible, dado que la diferencia de las mentalidades llega hasta la oposición. Esta asimilación, que responde a nuestra segunda hipótesis, supondría, como mínimo de condiciones, la existencia en OCCIDENTE de un núcleo intelectual, formado incluso sólo por una elite poco numerosa, pero bastante fuertemente constituida para proporcionar la intermediación indispensable para conducir a la mentalidad general, imprimiéndole una dirección que, por lo demás, no tendría ninguna necesidad de ser consciente para la masa, hacia las fuentes de la intelectualidad verdadera. Así pues, desde que se considera como posible la suposición de una detención de la civilización, la constitución previa de esta elite aparece como la única capaz de salvar a OCCIDENTE, en el momento requerido, del caos y de la disolución; y, por lo demás, para interesar en la suerte de OCCIDENTE a los detentadores de las tradiciones orientales, sería esencial mostrarles que, si sus apreciaciones más severas no son injustas hacia la intelectualidad occidental tomada en su conjunto, puede haber al menos honorables excepciones, que indiquen que la decadencia de esta intelectualidad no es absolutamente irremediable. Hemos dicho que la realización de la segunda hipótesis no estaría exenta, transitoriamente al menos, de algunos aspectos enojosos, desde que el papel de la elite se reduciría en ella a servir de punto de apoyo a una acción cuya iniciativa no la tendría OCCIDENTE; pero este papel sería muy diferente si los acontecimientos le dejaran el tiempo para ejercer una tal acción directamente y por sí misma, lo que correspondería a la posibilidad de la tercera hipótesis. En efecto, se puede concebir que la elite intelectual, una vez constituida, actúe en cierto modo a la manera de un «fermento» en el mundo occidental, para preparar la transformación que, al devenir efectiva, le permitiría tratar, sino de igual a igual, al menos como una potencia autónoma, con los representantes autorizados de las civilizaciones orientales. En este caso, la transformación tendría una apariencia de espontaneidad, tanto más cuanto que podría operarse sin choque, por poco que la elite hubiera adquirido a tiempo una influencia suficiente para dirigir realmente la mentalidad general: y, por lo demás, el apoyo de los orientales no les faltaría en esta tarea, ya que serán siempre favorables, así como es natural, a un acercamiento que se cumpla sobre tales bases, tanto más cuanto que tendrían en ello igualmente un interés que, aunque sea de un orden muy diferente que el que encontrarían los occidentales, no sería en modo alguno desdeñable, pero que sería quizás bastante difícil, y, por lo demás, inútil, buscar definir aquí. Sea como sea, aquello sobre lo que insistimos, es que, para preparar el cambio de que se trata, no es necesario en modo alguno que la masa occidental, limitándose incluso a la masa supuestamente intelectual, tome parte en ello al comienzo; aunque eso no fuera completamente imposible, sería más bien perjudicial en algunos aspectos; así pues, para comenzar, basta que algunas individualidades comprendan la necesidad de un tal cambio, pero a condición, bien entendido, de que la comprendan verdadera y profundamente. IGEDH: Conclusión
Hemos mostrado el carácter esencialmente tradicional de todas las civilizaciones orientales; la falta de vinculamiento efectivo a una tradición es, en el fondo, la raíz misma de la desviación occidental. Así pues, el retorno a una civilización tradicional, en sus principios y en todo el conjunto de sus instituciones, aparece como la condición fundamental de la transformación de la que acabamos de hablar, o más bien como idéntica a esta transformación misma, que se cumpliría desde que este retorno estuviera plenamente efectuado, y en unas condiciones que permitirían guardar incluso lo que la civilización occidental actual puede contener de verdaderamente ventajoso bajo algunos aspectos, únicamente con tal que las cosas no llegasen anteriormente hasta el punto en que se impondría una renuncia total. Este retorno a la tradición se presenta pues como la más esencial de las metas que la elite intelectual debería asignar a su actividad; la dificultad está en realizar integralmente todo lo que implica en órdenes diversos, y también en determinar exactamente sus modalidades. Diremos sólo que la edad media nos ofrece el ejemplo de un desarrollo tradicional propiamente occidental; se trataría en suma, no de copiar o de reconstruir pura y simplemente lo que existió entonces, sino de inspirarse en ello para la adaptación necesitada por las circunstancias. Si hay una «tradición occidental», es ahí donde se encuentra, y no en las fantasías de los ocultistas y de los pseudoesoteristas; esta tradición era concebida entonces en modo religioso, pero no vemos que OCCIDENTE sea apto para concebirla de otro modo, hoy día menos que nunca; bastaría que algunos espíritus tuviesen consciencia de la unidad esencial de todas las doctrinas tradicionales en su principio, así como eso debió tener lugar también en aquella época, ya que hay muchos indicios que permiten pensarlo, a falta de pruebas tangibles y escritas cuya ausencia es muy natural, a pesar del «método histórico» del que estas cosas no dependen de ninguna manera. Hemos indicado, según se nos ofrecía la ocasión para ello en el curso de nuestra exposición, los caracteres principales de la civilización de la edad media, en tanto que presenta analogías muy reales, aunque incompletas, con las civilizaciones orientales, y no vamos a volver de nuevo sobre ello; todo lo que queremos decir ahora, es que si OCCIDENTE se encontrará en posesión de la tradición más apropiada a sus condiciones particulares, y por lo demás suficiente para la generalidad de los individuos, estaría dispensado, por eso mismo, de adaptarse más o menos penosamente a otras formas tradicionales que no han sido hechas para esta parte de la humanidad; se ve suficientemente cuan apreciable sería esta ventaja. IGEDH: Conclusión
Al buscar hacer comprender la necesidad de un acercamiento con Oriente, nos hemos atenido, aparte de la cuestión del beneficio intelectual que sería su resultado inmediato, a un punto de vista que es todavía completamente contingente, o al menos que parece serlo cuando uno no le vincula a algunas otras consideraciones que no nos era posible abordar, y que tocan sobre todo al sentido profundo de esas leyes cíclicas cuya existencia nos hemos limitado a mencionar; eso no impide que este punto de vista, incluso tal como le hemos expuesto, nos parezca muy propio para retener la atención de los espíritus serios y para hacerlos reflexionar, con la única condición de que no estén enteramente cegados por los principios comunes del OCCIDENTE moderno. Estos prejuicios están llevados a su grado más alto en los pueblos germánicos y anglosajones, que son así, mentalmente más aún que físicamente, los más alejados de los orientales; como los eslavos no tienen más que una intelectualidad reducida en cierto modo al mínimo, y como el celtismo ya no existe apenas más que en el estado de recuerdo histórico, no quedan más que los pueblos llamados latinos, y que lo son en efecto por las lenguas que hablan y por las modalidades especiales de su civilización, si no por sus orígenes étnicos, en los que la realización de un plan como el que acabamos de indicar podría tomar, con algunas posibilidades de éxito, su punto de partida. Este plan conlleva en suma dos fases principales, que son la constitución de la elite intelectual y su acción sobre el medio occidental; pero, sobre los medios de la una y de la otra, no se puede decir nada actualmente, ya que sería prematuro a todos los respectos; en eso no hemos querido considerar, lo repetimos, más que posibilidades sin duda muy lejanas, pero que por eso no dejan de serlo, lo que es suficiente para que se las deba considerar. Entre las cosas que preceden, hay algunas que quizás hubiéramos vacilado escribirlas antes de los últimos acontecimientos, que parecen haber acercado un poco estas posibilidades, o que, al menos, pueden permitir comprenderlas mejor; sin dar una importancia excesiva a las contingencias históricas, que no afectan en nada a la verdad, es menester no olvidar que hay una cuestión de oportunidad que frecuentemente debe intervenir en la formulación exterior de esta verdad. IGEDH: Conclusión
Faltan todavía muchas cosas en esta conclusión para que sea completa, y estas cosas son incluso las que conciernen a los aspectos más profundos, y, por tanto, más verdaderamente esenciales de las doctrinas orientales y de los resultados que pueden esperar de su estudio aquellos que son capaces de llevarle suficientemente lejos; aquello de lo que se trata puede ser presentido, en una cierta medida, por lo que hemos dicho sobre el tema de la realización metafísica, pero al mismo tiempo hemos indicado las razones por las que no nos era posible insistir más al respecto, sobre todo en una exposición preliminar como ésta; quizás volvamos de nuevo a ello en otra parte, pero es ahí sobre todo donde es menester acordarse siempre de que, según una formula extremo oriental, «el que sabe diez no debe enseñar más que nueve». Sea como sea, todo lo que puede ser desarrollado sin reservas, es decir, todo lo que hay de expresable en el lado puramente teórico de la metafísica, es aún más que suficiente para que, a aquellos que pueden comprenderlo, incluso si no van más allá, las especulaciones analíticas y fragmentarías del OCCIDENTE moderno se les aparezcan tales como son en realidad, es decir, como una investigación vana e ilusoria, sin principio y sin meta final, y cuyos mediocres resultados no valen ni el tiempo ni los esfuerzos de aquel que tiene un horizonte intelectual suficientemente extenso como para no limitar a eso su actividad. IGEDH: Conclusión