pensamiento occidental

Así pues, mostraremos primeramente, tan claramente como podamos, y después de algunas consideraciones preliminares indispensables, las diferencias esenciales y fundamentales que existen entre los modos generales del pensamiento oriental y los del PENSAMIENTO OCCIDENTAL. Insistiremos después más especialmente sobre lo que se refiere a las doctrinas hindúes, en tanto que éstas presentan rasgos particulares que las distinguen de las demás doctrinas orientales, aunque todas tengan bastantes caracteres comunes para justificar, en el conjunto, la posición general de Oriente y Occidente. Finalmente, con respecto a estas doctrinas hindúes, señalaremos la insuficiencia de las interpretaciones que tienen curso en Occidente; para algunas de ellas, deberíamos decir incluso su absurdidad. Como conclusión de este estudio, indicaremos, con todas las precauciones necesarias, las condiciones de un acercamiento intelectual entre Oriente y Occidente, condiciones que, como es fácil preverlo, están muy lejos de cumplirse por el lado occidental: en eso no se trata más que de una posibilidad que queremos mostrar, sin creerla en modo alguno susceptible de una realización inmediata o simplemente próxima. IGEDH: PREFACIO

No obstante, es menester tener bien presente que el pensamiento griego es a pesar de todo, en su esencia, un PENSAMIENTO OCCIDENTAL, y que ya se encuentran en él, entre algunas otras tendencias, el origen y como el germen de la mayor parte de aquellas que se han desarrollado, mucho tiempo después, en los occidentales modernos. Así pues, sería menester no llevar demasiado lejos el empleo de la analogía que acabamos de señalar; pero, mantenida en unos justos límites, puede rendir todavía servicios considerables a aquellos que quieren comprender verdaderamente la antigüedad e interpretarla de la manera menos hipotética posible y, por lo demás, todo peligro será evitado si se tiene cuidado de tener en cuenta todo lo que sabemos perfectamente cierto sobre los caracteres especiales de la mentalidad helénica. En el fondo, las tendencias nuevas que se encuentran en el mundo grecorromano son sobre todo tendencias a la restricción y a la limitación, de suerte que las reservas que hay que aportar en una comparación con Oriente deben proceder casi exclusivamente del temor a atribuir a los antiguos de Occidente más de lo que han pensado verdaderamente: cuando se constata que han tomado algo de Oriente, sería menester no creer que lo hayan asimilado completamente, ni apresurarse a concluir de ello que haya identidad de pensamiento. Se pueden establecer aproximaciones numerosas e interesantes que no tienen equivalente en lo que concierne al Occidente moderno; pero por eso no es menos cierto que los modos esenciales del pensamiento oriental son completamente diferentes, y que, al no salir de los cuadros de la mentalidad occidental, aunque sea antigua, uno se condena fatalmente a desdeñar y a desconocer los aspectos de este pensamiento oriental que son precisamente los más importantes y los más característicos. Como es evidente que lo «más» no puede salir de lo «menos», esta única diferencia debería bastar, a falta de toda otra consideración, para mostrar de qué lado se encuentra la civilización que ha tomado préstamos de las otras. IGEDH: La divergencia

La dificultad más grave, para la interpretación correcta de las doctrinas orientales, es la que proviene, como ya lo hemos indicado y como entendemos exponerlo sobre todo en lo que seguirá, de la diferencia esencial que existe entre los modos del penspensamiento oriental y los del PENSAMIENTO OCCIDENTAL. Esta diferencia se traduce naturalmente por una diferencia correspondiente en las lenguas que están destinadas a expresar respectivamente estos modos, de donde una segunda dificultad, que deriva de las primeras, cuando se trata de traducir algunas ideas a las lenguas de Occidente, que carecen de términos apropiados, y que, sobre todo, son muy poco metafísicas. Por lo demás, eso no es en suma más que una agravación de las dificultades inherentes a toda traducción, y que se encuentran incluso, a un grado menor, para pasar de una lengua a otra que es muy vecina de ella tanto filológica como geográficamente; en este último caso todavía, los términos que se consideran como correspondientes, y que tienen frecuentemente el mismo origen o la misma derivación, están a veces muy lejos, a pesar de eso, de ofrecer para el sentido un equivalente exacto. Eso se comprende fácilmente, ya que es evidente que cada lengua debe de estar particularmente adaptada a la mentalidad del pueblo que hace uso de ella, y cada pueblo tiene su mentalidad propia, más o menos ampliamente diferente de la de los demás; esta diversidad de las mentalidades étnicas es únicamente mucho menor cuando se consideran pueblos pertenecientes a una misma raza o que se vinculan a una misma civilización. En este caso, los caracteres mentales comunes son ciertamente los más fundamentales, pero los caracteres secundarios que se superponen a ellos pueden dar lugar a variaciones que son aún muy apreciables; y uno podría preguntarse incluso si, entre los individuos que hablan una misma lengua, en los límites de una nación que comprende elementos étnicos diversos, el sentido de las palabras de esta lengua no se matiza más o menos de una región a otra, tanto más cuanto que la unificación nacional y lingüística es frecuentemente reciente y un poco artificial: no habría nada de qué sorprendente, por ejemplo, en que la lengua común herede en cada provincia, tanto para el fondo como para la forma, algunas particularidades del antiguo dialecto al que ha venido a superponerse y al que ha reemplazado más o menos completamente. Sea como sea, las diferencias de las que hablamos son naturalmente mucho más sensibles de un pueblo a otro: si puede haber varias maneras de hablar una lengua, es decir, en el fondo, de pensar sirviéndose de esta lengua, hay ciertamente una manera de pensar especial que se expresa normalmente en cada lengua distinta; y la diferencia alcanza en cierto modo su máximo para lenguas muy diferentes entre sí a todos los respectos, o inclusive para lenguas emparentadas filológicamente, pero adaptadas a mentalidades y a civilizaciones muy diversas, ya que las aproximaciones filológicas permiten con mucha menos seguridad que las aproximaciones mentales el establecimiento de equivalencias verdaderas. Es por estas razones por lo que, como lo decíamos desde el comienzo, la traducción más literal no es siempre la más exacta desde el punto de vista de las ideas, muy lejos de eso, y es también por lo que el conocimiento puramente gramatical de una lengua es completamente insuficiente para dar la comprehensión de ella. IGEDH: Dificultades lingüísticas

El nombre de «simbolismo», en su acepción más general, puede aplicarse a toda expresión formal de una doctrina, expresión verbal tanto como figurada: la palabra no puede tener otra función ni otra razón de ser que simbolizar la idea, es decir, en suma, dar de ella, en la medida de lo posible, una representación sensible, por lo demás puramente analógica. Así comprendido, el simbolismo, que no es más que el uso de formas o imágenes constituidas como signos de ideas o de cosas suprasensibles, y del que el lenguaje es un simple caso particular, es evidentemente natural al espíritu humano, y por tanto necesario y espontáneo. Es también, en un sentido más restringido, un simbolismo intencional, premeditado, que cristaliza en cierto modo en representaciones figurativas las enseñanzas de la doctrina; y por lo demás, entre uno y otro, no hay, a decir verdad, límites precisos, ya que es muy cierto que la escritura, en su origen, fue por todas partes ideográfica, es decir, esencialmente simbólica, incluso en esta segunda acepción, aunque no sea apenas más que en China donde siempre lo ha seguido siendo de una manera exclusiva. Sea como sea, el simbolismo, tal como se entiende más ordinariamente, es de un empleo mucho más constante en la expresión del pensamiento oriental que en la del PENSAMIENTO OCCIDENTAL; y eso se comprende fácilmente si se piensa que es un medio de expresión menos estrechamente limitado que el lenguaje usual: puesto que sugiere más de lo que expresa, es el soporte más apropiado para posibilidades de concepciones que las palabras no podrían permitir alcanzar. Así pues, este simbolismo, en el que la indefinidad conceptual no es exclusiva de un rigor completamente matemático, y que concilia así exigencias en apariencia contrarias, es, si se puede decir, el lenguaje metafísico por excelencia; y, por lo demás, símbolos primitivamente metafísicos han podido, por un proceso de adaptación secundaria paralelo al de la doctrina misma, devenir ulteriormente símbolos religiosos. Los ritos, concretamente, tienen un carácter eminentemente simbólico, a cualquier dominio que se vinculen, y la transposición metafísica es siempre posible para la significación de los ritos religiosos, así como para la doctrina teológica a la que están ligados; incluso para los ritos simplemente sociales, si se quiere buscar su razón profunda, es menester remontar del orden de las aplicaciones, donde residen sus condiciones inmediatas, al orden de los principios, es decir, a la fuente tradicional, metafísica en su esencia. Por lo demás, no pretendemos decir que los ritos no sean más que puros símbolos; son eso sin duda, y no pueden no serlo, bajo pena de estar totalmente vacíos de sentido, pero al mismo tiempo debe concebírselos como poseyendo en sí mismos una eficacia propia, en tanto que medios de realización que actúan en vista del fin al que están adaptados y subordinados. Esa es evidentemente, sobre el plano religioso, la concepción católica de la virtud del «sacramento»; es también, metafísicamente, el principio de algunas vías de realización de las que diremos algunas palabras después, y es lo que nos ha permitido hablar de ritos propiamente metafísicos. Además, se podría decir que todo símbolo, en tanto que debe servir esencialmente de soporte a una concepción, tiene también una eficacia muy real; y el sacramento religioso mismo, en tanto que es un signo sensible, tiene precisamente este mismo papel de soporte para la «influencia espiritual» que hará de él el instrumento de una regeneración psíquica inmediata o diferida, de una manera análoga a aquella en la que las potencialidades incluidas en el símbolo pueden suscitar una concepción efectiva o sólo virtual, en razón de la capacidad receptiva de cada uno. Bajo esta relación, el rito es también un caso particular del símbolo: es, se podría decir, un símbolo «actuado», pero a condición de ver en el símbolo todo lo que es realmente, y no sólo su exterioridad contingente: ahí, como en el estudio de los textos, es menester saber ir más allá de la «letra» para desprender el «espíritu». Ahora bien, es eso precisamente lo que no hacen ordinariamente los occidentales: los errores de interpretación de los orientalistas proporcionan aquí un ejemplo característico, ya que consisten bastante comúnmente en desnaturalizar los símbolos estudiados de la misma manera que la mentalidad occidental, en su generalidad, desnaturaliza espontáneamente a aquellos que encuentra a su alcance. IGEDH: Simbolismo y antropomorfismo

Se puede comprender ahora lo que entendemos exactamente por pseudometafísica: es todo lo que, en los sistemas filosóficos, se presenta con pretensiones metafísicas, totalmente injustificadas por el hecho de la forma sistemática misma, que basta para quitar a las consideraciones de este género todo alcance real. Algunos de los problemas que se plantea habitualmente el pensamiento filosófico aparecen incluso como desprovistos, no sólo de toda importancia, sino de toda significación; hay ahí un montón de cuestiones que no reposan más que sobre un equívoco, sobre una confusión de puntos de vista, que no existen en el fondo sino porque están mal planteadas, y que no habría lugar a plantearlas verdaderamente; así pues, en muchos casos, bastaría poner su enunciado a punto para hacerlas desaparecer pura y simplemente, si la filosofía no tuviera, al contrario, el mayor interés en conservarlas, porque vive sobre todo de equívocos. Hay también otras cuestiones, que pertenecen por lo demás a órdenes de ideas muy diversos, que puede ser pertinente plantearlas, pero para las cuales un enunciado preciso y exacto implicaría una solución casi inmediata, dado que la dificultad que se encuentra en ellas es mucho más verbal que real; pero, si entre estas cuestiones hay algunas cuya naturaleza sería susceptible de darles un cierto alcance metafísico, le pierden enteramente por su inclusión en un sistema, ya que no basta que una cuestión sea de naturaleza metafísica, es menester también que, siendo reconocida tal, sea considerada y tratada metafísicamente. En efecto, es muy evidente que una misma cuestión puede ser tratada, ya sea bajo el punto de vista metafísico, o ya sea desde otro punto de vista cualquiera; así, las consideraciones a las que la mayor parte de los filósofos han juzgado bueno librarse sobre toda suerte de cosas pueden ser más o menos interesantes en sí mismas, pero no tienen, en todo caso, nada de metafísico. Es al menos deplorable que la falta de claridad que es tan característica del PENSAMIENTO OCCIDENTAL moderno, y que aparece tanto en las concepciones mismas como en su expresión, lo que permite discutir indefinidamente sin resolver nunca nada, deja el campo libre a una multitud de hipótesis que, ciertamente, se tiene el derecho de llamar filosóficas, pero que no tienen absolutamente nada en común con la metafísica verdadera. IGEDH: Pensamiento metafísico y pensamiento filosófico