principio de la institución de las castas

Si pasamos ahora a la civilización hindú, su unidad es también de orden pura y exclusivamente tradicional: comprende, en efecto, elementos pertenecientes a razas o agrupaciones étnicas muy diversas, y que todas pueden llamarse igualmente «hindúes» en el sentido estricto de la palabra, a exclusión de otros elementos pertenecientes a esas mismas razas, o al menos a algunas de entre ellas. Algunos querrían que no hubiera sido así en el origen, pero su opinión se funda sólo en la suposición de una pretendida «raza aria», que se debe simplemente a la imaginación demasiado fértil de los orientalistas; el término sánscrito ârya, del que se ha sacado el nombre de esta raza hipotética, no ha sido nunca en realidad más que un epíteto distintivo que se aplica sólo a los hombres de las tres primeras castas, y eso independientemente del hecho de pertenecer a tal o cual raza, consideración que no interviene aquí. Es verdad que el PRINCIPIO DE LA INSTITUCIÓN DE LAS CASTAS, como muchas otras cosas, ha permanecido tan incomprendido en Occidente, que no hay nada sorprendente en que todo lo que se refiere a él de cerca o de lejos haya dado lugar a toda suerte de confusiones; pero volveremos de nuevo sobre esta cuestión en otra parte. Lo que es menester retener por el momento, es que la unidad hindú reposa enteramente sobre el reconocimiento de una cierta tradición, que envuelve, aquí también, todo el orden social, aunque, por lo demás, a título de simple aplicación a unas contingencias; esta última reserva es necesaria por el hecho de que la tradición de que se trata ya no es religiosa como lo era en el islam, sino que es de orden más puramente intelectual y esencialmente metafísico. Esta suerte de doble polarización, exterior e interior, a la que hemos hecho alusión a propósito de la tradición musulmana, no existe en la India, donde, por consiguiente, no se pueden hacer con Occidente las aproximaciones que, al menos, permitía todavía el lado exterior del islam; aquí ya no hay absolutamente nada que sea análogo a lo que son las religiones occidentales, y, para sostener lo contrario, no puede haber más que observadores superficiales, que prueban así su perfecta ignorancia de los modos del penspensamiento oriental. Como nos reservamos tratar muy especialmente la civilización de la India, no es útil, por el momento, decir mucho más a su respecto. IGEDH: Principios de unidad de las civilizaciones orientales

En apoyo de lo que hemos expuesto en el capítulo precedente, agregaremos algunas precisiones en lo que concierne a la institución de las castas, de importancia primordial en la ley del Manú, y tan profundamente incomprendida por la generalidad de los europeos. Estableceremos primeramente esta definición: la casta, que los hindúes designan indiferentemente por una u otra de las dos palabras jâti y varna, es una función social determinada por la naturaleza propia de cada ser humano. La palabra varna, en su sentido primitivo, significa «color», y algunos han querido encontrar en ello una prueba o al menos un indicio del hecho supuesto de que la distinción de las castas había sido fundada en el origen sobre diferencias de raza; pero no hay nada de eso, ya que la misma palabra tiene, por extensión, el sentido de «cualidad» en general, de donde su empleo analógico para designar la naturaleza particular de un ser, lo que se puede llamar su «esencia individual», y eso es en efecto lo que determina la casta, sin que la consideración de la raza tenga que intervenir de otro modo que como uno de los elementos que pueden influir sobre la constitución de la naturaleza individual. En cuanto a la palabra jâti, su sentido propio es el de «nacimiento», y se pretende concluir de ello que la casta es esencialmente hereditaria, lo que también es un error: si lo más frecuentemente es hereditaria de hecho, no lo es estrictamente en principio, puesto que, si el papel de la herencia puede ser preponderante en la mayoría de los casos, no obstante no es en modo alguno exclusivo; por lo demás, esto hace llamada a algunas explicaciones complementarias. IGEDH: Principio de la institución de las castas

En su conjunto, el ser individual se considera como un compuesto de dos elementos, que son llamados respectivamente namâ, el nombre, y rûpa, la forma; estos dos elementos son en suma la «esencia» y la «substancia» de la individualidad, o lo que la escuela aristotélica llama «forma» y «materia», y, por lo demás, estos términos tienen un sentido técnico muy diferente de su acepción corriente; es menester destacar incluso que el de «forma», en lugar de designar el elemento que llamamos así para traducir el sánscrito rûpa, designa entonces al contrario el otro elemento, el que es propiamente la «esencia individual». Debemos de agregar que la distinción que acabamos de indicar, aunque análoga a la del alma y del cuerpo en los occidentales, está lejos de serle rigurosamente equivalente: la forma no es exclusivamente la forma corporal, aunque no nos sea posible insistir aquí sobre este punto; en cuanto al nombre, lo que representa es el conjunto de todas las cualidades o atribuciones características del ser considerado. Seguidamente, hay lugar a hacer otra distinción en el interior de la «esencia individual»: nâmika, lo que se refiere al nombre, en un sentido más restringido, o lo que debe expresar el nombre particular de cada individuo, es el conjunto de las cualidades que pertenecen en propiedad a éste, sin que las tenga de otro que de sí mismo; gotrika, lo que pertenece a la raza o a la familia, es el conjunto de cualidades que el ser tiene de su herencia. Se podría encontrar una representación analógica de esta segunda distinción en la atribución a un individuo de un «nombre», que le es especial, y de un «apellido»; por lo demás, habría mucho que decir sobre la significación original de los nombres y sobre lo que deberían estar destinados a expresar normalmente, pero, esas consideraciones no entran en nuestro plan actual, y nos limitaremos a indicar que la determinación del nombre verdadero se confunde en principio con la de la naturaleza individual misma. El «nacimiento», en el sentido del sánscrito jâti, es propiamente la resultante de los dos elementos nâmika y gotrika: así pues, es menester tener en cuenta la parte de la herencia, que puede ser considerable, pero también la parte de aquello por lo que el individuo se distingue de sus padres y de los otros miembros de la familia. Es evidente, en efecto, que no hay dos seres que presenten exactamente el mismo conjunto de cualidades, ya sea físicas, o ya sea psíquicas: junto con lo que les es común, hay también lo que les diferencia; aquellos mismos que querrían explicarlo todo en el individuo por la influencia de la herencia estarían sin duda muy embarazados a la hora de aplicar su teoría a un caso particular cualquiera; no se puede negar esta influencia, pero hay otros elementos que es menester tener en cuenta, como lo hace precisamente la teoría que acabamos de exponer. IGEDH: Principio de la institución de las castas

La naturaleza propia de cada individuo conlleva necesariamente, desde el origen, todo el conjunto de las tendencias y de las disposiciones que se desarrollarán y se manifestarán en el curso de su existencia, y que determinarán concretamente, puesto que es de lo que se trata más específicamente aquí, su aptitud para tal o cual función social. Así pues, el conocimiento de la naturaleza individual debe permitir asignar a cada ser humano la función que le conviene en razón de esa naturaleza misma, o, en otros términos, el lugar que debe ocupar normalmente en la organización social. Se puede concebir fácilmente que ese es el fundamento de una organización verdaderamente jerárquica, es decir, estrictamente conforme a la naturaleza de los seres, según la interpretación que hemos dado de la noción de dharma; los errores de aplicación, siempre posibles sin duda, y sobre todo en los períodos de oscurecimiento de la tradición, no disminuyen en nada, por lo demás, el valor del principio, y se puede decir que la negación de éste implica, teóricamente al menos, si no siempre prácticamente, la destrucción de toda jerarquía legítima. Se ve al mismo tiempo cuan absurda es la actitud de los europeos que se indignan porque un hombre no pueda pasar de su casta a una casta superior: eso no implica, en realidad, ni más ni menos que un cambio de naturaleza individual, es decir, que ese hombre debería dejar de ser él mismo para devenir otro hombre, lo que es una imposibilidad manifiesta; lo que un ser es potencialmente desde su nacimiento, lo será durante su existencia individual toda entera. Por lo demás, la cuestión de saber por qué un ser es lo que es y no es otro ser, es de las que no se pueden hacer; la verdad es que cada uno, según su naturaleza propia, es un elemento necesario de la armonía total y universal. Únicamente, es muy cierto que las consideraciones de este género son completamente extrañas a aquellos que viven en sociedades cuya constitución carece de principio y no reposa sobre ninguna jerarquía, como las sociedades occidentales modernas, donde cualquier hombre puede desempeñar casi indiferentemente las funciones más diversas, comprendidas aquellas para las que está menos adaptado, y donde, además, la riqueza material ocupa casi exclusivamente el lugar de toda superioridad efectiva. IGEDH: Principio de la institución de las castas

De lo que hemos dicho sobre la significación del dharma, resulta que la jerarquía social debe reproducir analógicamente, según sus condiciones propias, la constitución del «Hombre universal»; con esto entendemos que hay correspondencia entre el orden cósmico y el orden humano, y que esta correspondencia, que se vuelve a encontrar naturalmente en la organización del individuo, ya se le considere, por lo demás, en su integralidad o incluso simplemente en su parte corporal, debe realizarse igualmente, bajo el modo que le conviene especialmente, en la organización de la sociedad. Por lo demás, la concepción del «cuerpo social», con órganos y funciones comparables a las de un ser vivo, es familiar a los sociólogos modernos; pero éstos han ido demasiado lejos en este sentido, olvidando que correspondencia y analogía no quieren decir asimilación e identidad, y que la comparación legítima entre dos casos debe dejar subsistir una diversidad necesaria en las modalidades de aplicación respectivas; además, al ignorar las razones profundas de la analogía, no han podido sacar nunca de ahí ninguna conclusión válida en cuanto al establecimiento de una verdadera jerarquía. Hechas estas reservas, es evidente que las expresiones que podrán hacer creer en una asimilación no deberán tomarse más que en un sentido puramente simbólico, como lo son también las designaciones tomadas a las diversas partes del individuo humano cuando se aplican analógicamente al «Hombre universal». Estas precisiones bastan para permitir comprender sin dificultad la descripción simbólica del origen de las castas, tal como se encuentra en numerosos textos, y primeramente en el Purusha-sûkta del Rig-Vêda: «De Purusha, el brâhamana fue la boca, el kshatriya los brazos, el vaishaya los muslos; el shûdra nació bajo sus pies» (NA: Rig-Vêda, X, 90.). Se encuentra aquí la enumeración de las cuatro castas cuya distinción es fundamento del orden social, y que, por lo demás, son susceptibles de subdivisiones secundarias más o menos numerosas: los brâhamanas representan esencialmente la autoridad espiritual e intelectual; los kshatriyas, el poder administrativo, que conlleva a la vez las atribuciones judiciarias y militares, y del que la función real no es más que su grado mas elevado; los vaishyas, el conjunto de las diversas funciones económicas en el sentido más extenso de esta palabra, que comprende las funciones agrícolas, industriales, comerciales y financieras; en cuanto a los shûdras, cumplen todos los trabajos necesarios para asegurar la subsistencia puramente material de la colectividad. Importa agregar que los brâhamanas no son de ninguna manera «sacerdotes» en el sentido occidental y religioso de esta palabra: sin duda, sus funciones conllevan el cumplimiento de los ritos de diferentes órdenes, porque deben poseer los conocimientos necesarios para dar a esos ritos toda su eficacia; pero conllevan también, y ante todo, la conservación y la transmisión regular de la doctrina tradicional; por lo demás, en la mayor parte de los pueblos antiguos, la función de enseñanza, que figura la boca en el simbolismo precedente, se considera igualmente como la función sacerdotal por excelencia, por eso mismo de que la civilización toda entera reposaba sobre un principio doctrinal. Por la misma razón, las desviaciones de la doctrina aparecen generalmente como ligadas a una subversión de la jerarquía social, como podrá verse concretamente en los casos de las tentativas hechas en diversas ocasiones por los kshatriyas para derrocar la supremacía de los brâhamanas, supremacía cuya razón de ser aparece claramente por todo lo que hemos dicho sobre la verdadera naturaleza de la civilización hindú. Por otra parte, para completar las consideraciones que acabamos de exponer sumariamente, habría lugar a señalar los rastros que estas concepciones tradicionales y primordiales hubieran podido dejar en las instituciones antiguas de Europa, concretamente en lo que concierne a la investidura del «derecho divino» conferido a los reyes, cuyo papel se consideraba en el origen, así como lo indica la raíz misma de la palabra rex, como esencialmente regulador del orden social; pero no podemos más que anotar estas cosas de pasada, sin insistir en ellas tanto como convendría quizás para hacer sobresalir todo su interés. IGEDH: Principio de la institución de las castas

La participación en la tradición no es plenamente efectiva más que para los miembros de las tres primeras castas; es lo que expresan las diversas designaciones que les están reservadas exclusivamente, como la de ârya, que ya hemos mencionado, y la de dwija o «dos veces nacido»; la concepción del «segundo nacimiento», entendida en un sentido puramente espiritual, es, por lo demás, de las que son comunes a todas las doctrinas tradicionales, y el cristianismo mismo presenta en el rito del bautismo, su equivalente en modo religioso. Para los shûdras, su participación es sobre todo indirecta y como virtual, ya que no resulta generalmente más que de sus relaciones con las castas superiores; por lo demás, para retomar la analogía del «cuerpo social», su papel no constituye propiamente una función vital, sino una actividad mecánica en cierto modo, y es por lo que son representados como naciendo, no de una parte del cuerpo de Purusha o del «Hombre universal», sino de la tierra que está bajo sus pies, y que es el elemento en el que se elabora el alimento corporal. Existe no obstante otra versión según la cual el shûdra ha nacido de los pies mismos del Purusha (NA: Mânava-Dharma-Shâstra (NA: Ley de Manú), 1 adhayâya, shloka 31; Vishnu-Purâna (NA: I , 6).); pero la contradicción no es más que aparente, y sólo se trata, en suma, de dos puntos de vista diferentes, el primero de los cuales hace sobresalir sobre todo la diferencia importante que existe entre las tres primeras castas y los shûdras, mientras que el segundo se refiere al hecho de que, a pesar de esta diferencia, los shûdras participan también en la tradición. A propósito de esta misma representación, debemos hacer destacar aún que la distinción de las castas se aplica a veces, por transposición analógica, no sólo al conjunto de los seres humanos, sino al de todos los seres animados e inanimados que comprende la naturaleza entera, del mismo modo que se dice que estos seres nacieron todos de Purusha: es así como el brâhamana se considera como el tipo de los seres inmutables, es decir, superiores al cambio, y el kshatriya como el de los seres móviles o sometidos al cambio, porque sus funciones se refieren respectivamente al orden de la contemplación y al de la acción. Eso hace ver suficientemente cuáles son las cuestiones de principio implicadas en todo esto, y cuyo alcance rebasa con mucho los límites del dominio social, al que su aplicación se ha considerado más particularmente aquí; una vez mostrado así lo que es esta aplicación en la organización tradicional de la civilización hindú, no nos detendremos más sobre el estudio de las instituciones sociales, que no constituye el objeto principal de la presente exposición. IGEDH: Principio de la institución de las castas

El «teosofismo» da una importancia considerable a la idea de la «evolución», lo que es muy occidental y muy moderno; y, como la mayoría de las ramas del espiritismo, al que está un poco ligado por sus orígenes, asocia esta idea a la de la «reencarnación». Esta última concepción parece haber tomado nacimiento en algunos pensadores socialistas de la primera mitad del siglo XIX, para quienes estaba destinada a explicar la desigualdad de las condiciones sociales, particularmente chocante a sus ojos, aunque sea completamente natural en el fondo, y que, para quien comprende el PRINCIPIO DE LA INSTITUCIÓN DE LAS CASTAS, fundado sobre la diferencia de las naturalezas individuales, la cuestión no se plantea; por lo demás, las teorías de este género, como las del «evolucionismo», no explican nada verdaderamente, y, al posponer la dificultad, si es que hay dificultad, incluso indefinidamente si se quiere, finalmente la dejan subsistir toda entera; y, si no hay dificultad, son perfectamente inútiles. En lo que concierne a la pretensión de hacer remontar la concepción «reencarnacionista» a la antigüedad, no reposa sobre nada, si no es sobre la incomprehensión de algunas expresiones simbólicas, de donde ha nacido una grosera interpretación de la «metempsicosis» pitagórica en el sentido de una suerte de «transformismo» psíquico; es de la misma manera como se ha podido tomar por vidas terrestres sucesivas lo que, no sólo en las doctrinas hindúes, sino en el budismo mismo, es una serie indefinida de cambios de estado de un ser, en los que cada ser tiene sus condiciones características propias, diferentes de las de otros, y que constituyen para el ser un ciclo de existencia que no puede recorrer más que una sola vez, y donde la existencia terrestre, o incluso, más generalmente, corporal, no representa más que un estado particular entre una indefinidad de otros. La verdadera teoría de los estados múltiples del ser es de la más alta importancia desde el punto de vista metafísico; no podemos desarrollarla aquí, pero nos ha ocurrido forzosamente hacer algunas alusiones a ella, concretamente a propósito del apûrva y de las «acciones y reacciones concordantes». En cuanto al «reencarnacionismo», que no es más que una inepta caricatura de esta teoría, todos los orientales, salvo quizás algunos ignorantes más o menos occidentalizados cuya opinión no tiene ningún valor, son unánimemente opuestos a ella; por lo demás, su absurdidad metafísica es fácilmente demostrable, ya que admitir que un ser puede pasar varias veces por el mismo estado equivale a suponer una limitación de la Posibilidad universal, es decir, a negar el Infinito, y esta negación, en sí misma, es contradictoria en grado sumo. Conviene dedicarse a combatir muy especialmente la idea de la «reencarnación», primero porque es absolutamente contraria a la verdad, como acabamos de hacerlo ver en pocas palabras, y después por otra razón de orden más contingente, que es que esta idea, popularizada sobre todo por el espiritismo, la más ininteligente de todas las escuelas «neoespiritualistas», y al mismo tiempo la más extendida, es una de aquellas que contribuyen más eficazmente a ese trastorno mental que señalábamos al comienzo del presente capítulo, y cuyas víctimas son desafortunadamente mucho más numerosas de lo que pueden pensar aquellos que no están al corriente de estas cosas. Naturalmente, no podemos insistir aquí sobre este punto de vista; pero, por otro lado, es menester agregar también que, mientras los espiritistas se esfuerzan en demostrar la pretendida «reencarnación», del mismo modo que la inmortalidad del alma, «científicamente», es decir, por la vía experimental, que es absolutamente incapaz de dar el menor resultado a este respecto, la mayor parte de los «teosofistas» parecen ver en ella una suerte de dogma o artículo de fe, que es menester admitir por motivos de orden sentimental, pero sin que haya lugar a buscar dar de ella ninguna prueba racional o sensible. Eso muestra muy claramente que se trata de constituir una pseudorreligión, en competencia con las religiones verdaderas de Occidente, y sobre todo con el catolicismo, ya que, en lo que concierne al protestantismo, se acomoda muy bien en la multiplicidad de las sectas, que engendra incluso espontáneamente por efecto de su ausencia de principios doctrinales; esta pseudorreligión «teosofista» ha intentado darse una forma definida tomando como punto central el anuncio de la venida inminente de un «gran instructor», presentado por sus profetas como el Mesías futuro y como una «reencarnación» de Cristo: entre las transformaciones diversas del «teosofismo», esa, que aclara singularmente su concepción del «cristianismo esotérico», es la última en fecha, al menos hasta este día, pero no es la menos significativa. IGEDH: El teosofismo