sobrevida

Se cuenta que algunos salvajes se representan la existencia póstuma sobre el modelo exacto de la vida terrestre: el muerto continuará cumpliendo las mismas acciones, cazando, pescando, haciendo la guerra, librándose en una palabra a todas sus ocupaciones habituales, sin olvidar las de beber y de comer; y nadie se priva, bien entendido, de hacer observar cuan ingenuas y groseras son semejantes concepciones. A decir verdad, conviene desconfiar siempre un poco de lo que se cuenta sobre los salvajes, y eso por varias razones: primero, los relatos de los viajeros, fuente única de todas esas historias, son frecuentemente fantasiosos; después, alguien que cree contar fielmente lo que ha visto y oído puede no obstante no haber comprendido nada, y, sin apercibirse de ello, substituir los hechos por su interpretación personal; finalmente, hay sabios, o supuestos tales, que vienen todavía a superponer a todo eso su propia interpretación, resultado de ideas preconcebidas: lo que se obtiene por esta última elaboración, no es lo que piensan los salvajes, sino lo que deben pensar conformemente a tal teoría «antropológica» o «sociológica». En realidad, los cosas son menos simples, o, si se prefiere, son complicadas de manera muy diferente, porque los salvajes, como los civilizados, tienen maneras de pensar que les son particulares, y que, por consiguiente, son difícilmente accesibles a los hombres de otra raza; y, con los salvajes, se tienen pocos recursos para comprenderles y para asegurar que se les comprende bien, porque, generalmente, apenas saben explicar lo que piensan, admitiendo que ellos mismos se den cuenta de ello. En lo que concierne a la aserción que contábamos hace un momento, se pretende apoyarla sobre un cierto número de hechos que no prueban absolutamente nada, como los objetos que se depositan junto a los muertos, las ofrendas de alimento que se hacen sobre las tumbas, etc.; ritos enteramente semejantes han existido o existen todavía en pueblos que no son de ningún modo salvajes, y no corresponden en ellos a esas concepciones groseras de las que se cree que son un indicio, porque su verdadera significación es muy diferente de la que les atribuyen los sabios europeos, y porque, en realidad, conciernen únicamente a algunos elementos inferiores del ser humano. Solamente, los salvajes, que para nos no son «primitivos», sino al contrario degenerados, pueden haber conservado algunos ritos sin comprenderlos, y eso desde tiempos muy remotos; la tradición, cuyo sentido se ha perdido, ha hecho lugar entre ellos a la rutina, o a la «superstición» en el sentido etimológico de la palabra. En estas condiciones, no vemos ningún inconveniente en que algunas tribus al menos (NA: es menester no generalizar demasiado) hayan llegado a concebir la vida futura casi como se dice; pero no hay necesidad de ir tan lejos para encontrar, y de una manera mucho más cierta, concepciones o más bien representaciones que sean exactamente esas. Primero, se las encontraría muy probablemente, en nuestra época tanto como en toda otra, en las clases inferiores de los pueblos que más se jactan de su civilización: si se buscaran ejemplos entre los campesinos de los diversos países de Europa, estamos persuadidos de que la cosecha no dejaría de ser abundante. Pero hay más: en los mismos países, los ejemplos más claros, los que revisten las formas más precisas en su grosería, no los proporcionarían quizás los iletrados, sino más bien gentes que poseen una cierta instrucción, entre los cuales algunos se consideran incluso comúnmente como «intelectuales». En efecto, en ninguna parte las representaciones del género especial de que se trata se han afirmado nunca con tanta fuerza como en los espiritistas; hay en eso un curioso tema de estudios, que nos permitimos recomendar a los sociólogos, que, ahí al menos, no correrán el riesgo de un error de interpretación.

Para comenzar, no podríamos hacer nada mejor que citar aquí algunos extractos de Allan Kardec mismo; y he aquí primero lo que dice sobre el tema del «estado de turbación» que sigue inmediatamente a la muerte: «Esta turbación presenta circunstancias particulares, según el carácter de los individuos y sobre todo según el género de muerte. En las muertes violentas, por suicidio, suplicio, accidente, apoplejía, heridas, etc., el espíritu está sorprendido, extrañado, y no cree estar muerto; lo sostiene con obstinación; no obstante ve su cuerpo, sabe que ese cuerpo es el suyo, y no comprende que está separado de él; va junto a las personas que quería, les habla, y no concibe por qué no le oyen. Esta ilusión dura hasta el entero desprendimiento del periespíritu; solo entonces el espíritu se reconoce y comprende que no forma parte de los vivos. Este fenómeno se explica fácilmente. Sorprendido de improviso por la muerte, el espíritu está aturdido por el brusco cambio que se ha operado en él; para él, la muerte es todavía sinónimo de destrucción, de aniquilamiento; ahora bien, como piensa, como ve, como oye, para sí mismo no está muerto; lo que aumenta su ilusión, es que se ve un cuerpo semejante al precedente por la forma, pero cuya naturaleza etérea todavía no ha tenido tiempo de estudiar; le cree sólido y compacto como el primero; y cuando se llama su atención sobre este punto, se extraña de no poder palparse… Algunos espíritus presentan esta particularidad aunque la muerte no haya llegado inopinadamente; pero es siempre más general entre los que, aunque enfermos, no pensaban morir. Se ve entonces el singular espectáculo de un espíritu asistiendo a su entierro como al de un extraño, y hablando de él como de una cosa que no le concierne, hasta el momento en que comprende la verdad… En el caso de muerte colectiva, se ha observado que todos los que perecen al mismo tiempo no se ven de nuevo siempre inmediatamente. En la turbación que sigue a la muerte, cada uno va por su lado, o no se preocupa más que de aquellos que le interesan» (NA: Le Livre des Esprits, PP. 72-73.). He aquí ahora lo que concierne a lo que podría llamarse la vida diaria de los «espíritus»: «La situación de los espíritus y su manera de ver las cosas varían al infinito en razón del grado de su desarrollo moral e intelectual. Los espíritus de un orden elevado no hacen generalmente sobre la tierra más que estancias de corta duración; todo lo que se hace aquí es tan mezquino en comparación a las grandezas del infinito (NA: sic), las cosas a las que los hombres dan más importancia son tan pueriles a sus ojos, que encuentran en ellas pocos atractivos, a menos que se les llame en vistas a concurrir al progreso de la humanidad. Los espíritus de un orden medio permanecen aquí más frecuentemente, aunque consideran las cosas desde un punto de vista más elevado que mientras vivían. Los espíritus vulgares son en cierto modo sedentarios en esta tierra y constituyen la masa de la población ambiente del mundo invisible; han conservado casi las mismas ideas, los mismos gustos y las mismas inclinaciones que tenían bajo su envoltura corporal; se mezclan a nuestras reuniones, a nuestros asuntos, a nuestros entretenimientos, en los cuales toman una parte más o menos activa, según su carácter. No pudiendo satisfacer sus pasiones, gozan de aquellos que se abandonan a ellos y les excitan. En el número, los hay más serios que ven y observan para instruirse y perfeccionarse» (NA: Ibid,, p. 145.). Parece en efecto que los «espíritus errantes», es decir, aquellos que esperan una nueva encarnación, se instruyen «viendo y observando lo que pasa en los lugares que recorren», y también «escuchando los discursos de los hombres iluminados y las opiniones de los espíritus más elevados que ellos, lo que les da ideas que no tenían» (NA: Le Livre des Esprits, PP. 109-110.). Las peregrinaciones de estos «espíritus errantes», por instructivas que sean, tienen el inconveniente de ser casi tan fatigantes como los viajes terrestres; pero «hay mundos particularmente afectos a los seres errantes, mundos en los cuales pueden habitar temporariamente, especies de vivaques, de campos para reposar de una erraticidad demasiado larga, estado siempre un poco penoso. Son posiciones intermediarias entre los otros mundos, graduadas según la naturaleza de los espíritus que pueden trasladarse a ellos, y éstos gozan allí de un bienestar más o menos grande» (NA: Ibid, p. 111.). Todos los «espíritus» no pueden ir por todas partes indiferentemente; he aquí como explican ellos mismos las relaciones que tienen entre sí: «Los espíritus de los diferentes órdenes se ven, pero se distinguen los unos de los otros. Se evitan o se aproximan, según la analogía o antipatía de sus sentimientos, de igual modo que eso tiene lugar entre vosotros. Es todo un mundo del cual el vuestro es el reflejo obscurecido (NA: Esta frase está subrayada en el texto; invirtiendo la relación que indica, se tendría la exacta expresión de la verdad.). Los del mismo rango se reúnen por una suerte de afinidad y forman grupos o familias de espíritus unidos por la simpatía y la meta que se proponen: los buenos por el deseo de hacer el bien, los malos por el deseo de hacer el mal, la vergüenza de sus faltas y la necesidad de encontrarse entre seres semejantes a ellos. Tal como una gran ciudad donde los hombres de todos los rangos y de todas las condiciones se ven y se encuentran sin confundirse; donde las sociedades se forman por la analogía de los gustos; donde el vicio y la virtud se codean sin decirse nada… Los buenos van por todas partes, y es menester que sea así para que puedan ejercer su influencia sobre los malos; pero las regiones habitadas por los buenos están prohibidas a los espíritus imperfectos, a fin de que éstos no puedan aportar allí el trastorno de las malas pasiones… Los espíritus se ven y se comprenden; la palabra es material: es el reflejo del espíritu. El fluido universal establece entre ellos una comunicación constante; es el vehículo de la transmisión del pensamiento, como para vosotros el aire es el vehículo del sonido; una suerte de telégrafo universal que enlaza todos los mundos, y permite a los espíritus comunicarse de un mundo a otro… Constatan su individualidad por el periespíritu que hace de ellos seres distintos los unos para los otros, como el cuerpo entre los hombres» (NA: Le Livre des Esprits, PP. 135-137.). No sería difícil multiplicar estas citas, agregar textos que muestran que los «espíritus» intervienen en casi todos los acontecimientos de la vida terrestre, y otros que precisan también las «ocupaciones y misiones de los espíritus»; pero eso devendría pronto fastidioso; hay pocos libros cuya lectura sea tan insoportable como los de la literatura espiritista en general. Nos parece que los extractos precedentes pueden prescindir de todo comentario; haremos destacar solamente, porque es particularmente importante y sale a cada instante, la idea de que los «espíritus» conservan todas las sensaciones de los vivos; la única diferencia es que no les llegan ya por órganos especiales y localizados, sino por el «periespíritu» entero; y las facultades más materiales, las más evidentemente dependientes del organismo corporal, como la percepción sensible, se consideran como «atributos del espíritu», que «forman parte de su ser» (NA: Le Livre des Esprits, PP. 116-117.).

Después de Allan Kardec, es bueno citar al más «representativo» de sus discípulos actuales, M. Léon Denis: «Los espíritus de orden inferior, envueltos en fluidos espesos, sufren las leyes de la gravitación y son atraídos hacia la materia… Mientras que el alma purificada recorre la vasta y radiante extensión, reside a su gusto sobre los mundos y apenas si ve límites a su vuelo, el espíritu impuro no puede alejarse de la vecindad de los globos materiales… La vida del espíritu avanzado es esencialmente activa, aunque sin fatigas. Las distancias no existen para él. Se traslada con la rapidez del pensamiento. Su envoltura, semejante a un vapor ligero, ha adquirido una tal sutileza que deviene invisible a los espíritus inferiores. Ya no ve, oye, huele, y percibe por los órganos materiales que se interponen entre la naturaleza y nosotros e interceptan el paso de la mayoría de las sensaciones, sino directamente, sin intermediario, por todas las parte de su ser. Así sus percepciones son mucho más claras y multiplicadas que las nuestras. El espíritu elevado nada en cierto modo en el seno de un océano de sensaciones deliciosas. Cuadros cambiantes se desenvuelven ante su vista, armonías suaves le mecen y le encantan. Para él, los colores son perfumes, los perfumes son sonidos. Pero por exquisitas que sean sus impresiones, puede sustraerse a ellas y recogerse a voluntad, envolviéndose en un velo fluídico, aislándose en el seno de los espacios. El espíritu avanzado está liberado de todas sus necesidades corporales. El alimento y el sueño no tienen para él ninguna razón de ser… Los espíritus inferiores llevan con ellos, más allá de la tumba, sus hábitos, sus necesidades, sus preocupaciones materiales. No pudiendo elevarse por encima de la atmósfera terrestre, vuelven para participar en la vida de los humanos, para mezclarse en sus luchas, en sus trabajos, en sus placeres… Se encuentran en la erraticidad muchedumbres inmensas a la búsqueda de un estado mejor que les rehuye… Es en cierto modo el vestíbulo de los espacios luminosos, de los mundos mejores. Todos pasan por él, todos residen en él, pero para elevarse más alto… Todas las regiones del Universo están pobladas de espíritus muy afanosos. Por todas partes muchedumbres, enjambres de almas suben, descienden, se agitan en el seno de la luz o en las regiones obscuras. Sobre un punto, se asamblean auditorios para recibir las instrucciones de espíritus elevados. Más allá, se forman grupos para festejar a un recién llegado. En otra parte, otros espíritus combinan los fluidos, les prestan mil formas, mil tintes fundidos y maravillosos, los preparan para los usos sutiles que les destinan los genios superiores. Otras muchedumbres se aprietan alrededor de los globos y les siguen en sus revoluciones, muchedumbres sombrías, trastornadas, que influyen sin saberlo sobre los elementos atmosféricos… El espíritu, puesto que es fluídico él mismo, actúa sobre los fluidos del espacio. Por el poder de su voluntad, los combina, los dispone a su guisa, les presta los colores y las formas que responden a su cometido. Es por la mediación de estos fluidos como se ejecutan obras que desafían toda comparación y todo análisis: cuadros cambiantes, luminosos; reproducciones de vidas humanas, vidas de fe y de sacrificio, apostolados dolorosos, dramas del infinito… Es en las mansiones fluídicas donde se despliegan las pompas de las fiestas espirituales. Los espíritus puros, deslumbrantes de luz, se agrupan por familias. Su brillo, los matices variados de su envolturas, permiten medir su elevación, determinar sus atributos… La superioridad del espíritu se reconoce en su vestimenta fluídica. Es como una envoltura tejida con los méritos y las cualidades adquiridas en la sucesión de sus existencias. Apagada y sombría para el alma inferior, su blancura aumenta en la proporción de los progresos realizados y deviene cada vez más pura. Brillante ya en el espíritu elevado, despide en las almas superiores un fulgor insostenible» (NA: Après la mort, PP. 270-290.). Y que no se diga que eso no son más que maneras de hablar más o menos figuradas; para los espiritistas, todo eso debe tomarse rigurosamente al pie de la letra.

Por extravagantes que sean las concepciones de los espiritistas franceses sobre el tema de la «SOBREVIDA», parece que todavía son rebasadas por las de los espiritistas anglosajones, y por todo lo que éstos cuentan de las maravillas de Summerland o «país de verano», como ellos llaman a la «morada de los espíritus». Hemos dicho en otra parte que los teosofistas critican a veces severamente estas necedades, en lo cual no carecen de razón: es así como Mme Besant habla de «la más grosera de todas las representaciones, la del Summerland moderno, con sus “espíritus maridos”, su “espíritus mujeres”, sus “espíritus hijos”, que van a la escuela y a la universidad y que devienen espíritus adultos» (NA: La Mort et l’au-delà, p. 85 de la traducción francesa.). Esto es muy justo, ciertamente, pero uno puede preguntarse si los teosofistas tienen el derecho a mofarse así de los «espiritualistas»; se juzgará de ello por estas pocas citas que tomamos a otro teosofista eminente, M. Leadbeater: «Después de la muerte, al llegar al plano astral, las gentes no comprenden que están muertos, e, incluso si se dan cuenta de ello, al comienzo no perciben en qué difiere ese mundo del mundo físico… Así a veces se ven personas recientemente fallecidas intentar comer, prepararse comidas completamente imaginarias, mientras que otras se construyen casas. He visto positivamente en el más allá a un hombre construirse una casa piedra a piedra, y, aunque creaba cada piedra por un esfuerzo de su pensamiento, no había comprendido que de igual modo hubiera podido construir la casa entera de un solo golpe, por el mismo procedimiento, sin sufrir mayor esfuerzo. Al descubrir que las piedras no tenían peso, poco a poco fue conducido a apercibirse de que las condiciones de ese nuevo medio diferían de aquellas a las cuales estaba acostumbrado sobre la tierra, lo que le condujo a continuar su examen. En el Summerland (NA: El autor teosofista acepta aquí hasta el término mismo que emplean los «espiritualistas».), los hombres se rodean de paisajes que se crean ellos mismos; algunos no obstante se evitan este esfuerzo y se contentan con los que ya han sido imaginados por otros. Los hombres que viven en el sexto subplano, es decir, junto a la tierra, están rodeados de la contrapartida astral de las montañas, de los árboles, de los lagos físicos, de suerte que no son tentados a edificarlos ellos mismos; aquellos que habitan los subplanos superiores, que planean por encima de la superficie terrestre, se crean todos los paisajes que quieren… Un materialista eminente, bien conocido durante su vida por uno de nuestros colegas de la Sociedad Teosófica, fue recientemente descubierto por éste en la subdivisión más elevada del plano astral; se había rodeado de todos sus libros y proseguía allí sus estudios casi como en la tierra» (NA: L’Occultisme dans la Nature, PP. 19-20 y 44.). Aparte de la complicación de los «planos» y de los «subplanos», debemos confesar que no vemos bien la diferencia; es verdad que M. Leadbeater es un antiguo espiritista, que puede estar influenciado todavía por sus ideas anteriores, pero muchos de sus colegas están en el mismo caso; el teosofismo se ha apropiado verdaderamente de muchas cosas del espiritismo como para permitirse criticarle. Es bueno precisar que los teosofistas atribuyen generalmente a la «clarividencia» las pretendidas constataciones de este género, mientras que los espiritistas las admiten por la fe en las simples «comunicaciones»; no obstante, el espiritismo tiene también sus «videntes», y lo que es penoso es que allí donde hay divergencia entre las escuelas, hay igualmente desacuerdo entre las visiones, puesto que las de cada uno son siempre conformes a sus propias teorías; así pues, no puede acordárseles un valor mayor que a las «comunicaciones», que están en el mismo caso, y en las que la sugestión juega manifiestamente un papel preponderante.

Pero volvamos a los espiritistas: lo más extraordinario que conocemos, en el orden de cosas de que se trata, es un libro titulado Mes expériences avec les esprits, escrito por un americano de origen francés, llamado Henry Lacroix; esta obra, que fue publicada en París en 1889, prueba que los espiritistas no tienen la menor consciencia del ridículo. Papus mismo ha tratado al autor de «fanático peligroso» y ha escrito que «la lectura de este libro basta para alejar para siempre del espiritismo a todos los hombres sensatos» (NA: Traité méthodique de Science occulte, p. 341.); Donald Mac-Nab dice que «las personas que no son enemigas de una dulce alegría no tienen más que leer esta obra para darse cuenta de las extravagancias de los espiritistas», y «recomienda especialmente este caso a la atención de los alienistas» (NA: Le Lotus, marzo de 1889, p. 736.). Sería menester poder reproducir esta elucubración casi enteramente para mostrar hasta dónde pueden llegar ciertas aberraciones; es verdaderamente increíble, y sería ciertamente hacer una excelente propaganda antiespiritista recomendar su lectura a aquellos a quienes el contagio todavía no ha ganado, pero que corren el riesgo de ser alcanzados por él. Puede verse ahí, entre otras curiosidades, la descripción y el dibujo de la «casa fluídica» del autor (NA: ya que, si hemos de creerle, vivía en los dos mundos a la vez), y también los retratos de sus «hijos espíritus», dibujados por él «bajo su control mecánico»: se trata de doce niños (NA: de quince) que había perdido, y que habían continuado viviendo y creciendo «en el mundo fluídico»; ¡varios inclusive se han casado allí! Señalamos a este propósito que, según el mismo autor, «Habría bastante frecuentemente en los Estados Unidos, matrimonios entre los vivos y los muertos»; cita el caso de un juez llamado Lawrence, que se hizo rematrimoniar con su mujer fallecida por un pastor de sus amigos (NA: Mes expériences avec les esprits, p. 174.); si el hecho es verdadero, da una triste idea de la mentalidad de los espiritistas americanos. En otra parte, se enseña cómo se alimentan los «espíritus», cómo se visten, cómo se construyen sus mansiones; pero lo mejor que hay son quizás las manifestaciones póstumas de Mme de Girardin y los diversos episodios que se refieren a ella; he aquí una muestra: «Era de noche, y yo estaba ocupado en leer o en escribir, cuando vi a Delphine (NA: Mme de Girardin) llegar junto a mí con un fardo en sus brazos, que depositó a mis pies. No vi en seguida lo que era, pero pronto ME apercibí de que aquello tenía una forma humana. Comprendí entonces lo que se esperaba de mí. ¡Era desmaterializar a aquel espíritu infeliz que llevaba el nombre de Alfred de Musset! Y lo que confirmaba para mí esta versión, es que Delphine se había marchado con prisa, luego de haber desempeñado su tarea, como si temiera asistir a la operación… La operación consistía en quitar de la forma entera del espíritu una especie de epidermis, que se pegaba al interior del organismo por toda suerte de fibras o de ligaduras, o, finalmente, en desollarle, lo que hice con sangre fría, comenzando por la cabeza, a pesar de los gritos agudos y de las convulsiones violentas del paciente, que yo oía y veía ciertamente, pero sin tenerlos en cuenta… Al día siguiente, Delphine llegó para hablarme de su protegido, y ME anunció que después de haber prodigado a mi víctima todos los cuidados requeridos para reponerla de la terrible operación que yo le había hecho sufrir, los amigos habían organizado un “festín de pagano” para celebrar su liberación» (NA: Mes expériences avec les esprits, PP. 22-24.). No menos interesante es el relato de una representación teatral entre los «espíritus»: «Mientras que Celeste (NA: una de las “hijas espíritu” del autor) ME acompañaba un día en uno de mis paseos, Delphine llegó inopinadamente junto a nosotros, y dijo a mi hija: “¿Por qué no invitas a tu padre a ir a escuchar la ópera?” Celeste respondió: “¡Pero será menester que se lo pida al director!”… Algunos días después, Celeste vino a anunciarme que su director ME invitaba y que estaría encantado de recibirme con los amigos que ME acompañaran. ME trasladé una tarde a la ópera con Delphine y una decena de amigos (NA: espíritus)… La sala inmensa, en anfiteatro, donde acudimos, rebosaba de asistentes. Felizmente, en nuestros sitios escogidos, con nuestros amigos, teníamos espacio para movernos con toda libertad. El auditorio, compuesto casi de veinte mil personas, devenía por momentos un mar agitado, cuando la pieza conmovía los corazones del público entendido. Aridide, o los Signos del Tiempo, tal es el nombre de esta ópera, donde Celeste, como primer sujeto, ha aparecido ventajosamente, resplandeciente, abrasada del fuego artístico que la anima. En su milésima representación, este esfuerzo de una colaboración de las cabezas de mayor renombre cautiva todavía de tal modo a los espíritus, que la muchedumbre de los curiosos, no encontrando sitio en el recinto, formaba con sus cuerpos comprimidos una bóveda (NA: o un techo) compacto en el edificio. La tropa activa, en relieve, sin contar los comparsas ni la orquesta, era de ciento cincuenta artistas de primer orden… Celeste ha venido a decirme con frecuencia el nombre de otras piezas en las que ella figuraba. ME anunció una vez que Balzac había compuesto una ópera muy bella o un drama de amplias miras, y que estaba en reposición» (NA: Mes expériences avec les esprits, PP. 101-103. -Eso no impide a los «espíritus», fuera de estas representaciones que les están destinadas especialmente, asistir también a las que se dan en nuestro mundo (NA: ibid., PP. 155-156).). ¡A pesar de sus éxitos, la pobre Celeste, algún tiempo después, se malquistó con su director y fue despedida! Otra vez, el autor asiste a una sesión de otro género, «en un bello templo circular, dedicado a la Ciencia»; allí, a invitación del presidente, sube a la tribuna y pronuncia un gran discurso «ante aquella docta asamblea de quinientos o seiscientos espíritus que se ocupan de ciencia: era una de sus reuniones periódicas» (NA: Ibid., PP. 214-215.). Algún tiempo después, entra en relaciones con el «espíritu» del pintor Courbet, le cura de una «borrachera póstuma», después le hace nombrar «director de una gran academia de pintura que gozaba de una hermosa reputación en la zona donde se encontraba» (NA: Ibid., p. 239.). He aquí ahora la masonería de los «espíritus», que no deja de presentar algunas analogías con la «gran logia blanca» de los teosofistas: «Los “hermanos mayores” son seres que han pasado por todos los grados de la vida espiritual y de la vida material. Forman una sociedad, en diversas clases, la cual se halla establecida (NA: para servirme de un término terrestre) sobre los confines del mundo fluídico y del mundo etéreo, el cual es el más alto, el mundo “perfecto”. Esta sociedad, llamada la gran fraternidad, es la vanguardia del mundo etéreo; es el gobierno administrativo de las dos esferas, espiritual y material, o del mundo fluídico de la tierra. Es esta sociedad, con el concurso legislativo del mundo etéreo propiamente dicho, la que gobierna a los espíritus y a los “mortales”, a través de todas sus fases de existencia» (NA: Ibid., p. 81.). En otro pasaje, se puede leer el relato de una «iniciación mayor» en la «gran hermandad», la de un difunto espiritista belga llamado Jobard (NA: Mes expériences avec les esprits, PP. 180-183.); esto recuerda pasablemente a las iniciaciones masónicas, pero las «pruebas» son allí mas serias y no son puramente simbólicas. Esta ceremonia fue presidida por el autor mismo, que, aunque vivo, tenía uno de los más altos grados en esa extraña asociación; otro día, se le ve «ponerse a la cabeza de la tropa del tercer orden (NA: sic), compuesto de casi diez mil espíritus, masculinos y femeninos», para ir «a una colonia poblada de espíritus un poco retrógrados», y «purificar la atmósfera de ese lugar, donde se encontraba más de un millón de habitantes, por un procedimiento químico conocido por nosotros, a fin de producir un reactivo salutario en las ideas mantenidas entre estas poblaciones»; parece que «ese país formaba una dependencia de la Francia fluídica» (NA: Ibid., PP. 152-154.), ya que, ahí como entre los teosofistas, cada región de la tierra tiene su «contrapartida fluídica». La «gran hermandad» está en lucha con otra organización, igualmente «fluídica», que es, bien entendido, una «orden clerical» (NA: Ibid., PP. 170-171.); por lo demás, el autor, en lo que le concierne personalmente, declara expresamente que «la principal meta de su misión es minar y restringir la autoridad clerical en el otro mundo, y por contragolpe en éste» (NA: Ibid., p. 29.). He aquí bastante sobre estas locuras; pero teníamos que dar una pequeña apercepción, porque hacen aparecer, en cierto modo en el estado de grosura, una mentalidad que es también, a un grado más o menos atenuado, la de muchos otros espiritistas y «neoespiritualistas»; ¿no está fundado, desde entonces, denunciar estas cosas como un verdadero peligro público?

Damos todavía, a título de curiosidad, esta descripción, bien diferente de las precedentes, que un «espíritu» ha hecho de su vida en el más allá: «Lo más frecuentemente, el hombre muere sin tener consciencia de lo que le ocurre. Vuelve a la consciencia después de algunos días, algunas veces después de algunos meses. El despertar está lejos de ser agradable. Se ve rodeado de seres que no reconoce: la cabeza de estos seres recuerda lo más frecuentemente a un cráneo de esqueleto: el terror que se apodera de él le hace perder frecuentemente el conocimiento una segunda vez. Poco a poco, se acostumbra a estas visiones. El cuerpo de los espíritus es material y se compone de una masa gaseosa que tiene casi la pesantez del aire; este cuerpo se compone de una cabeza y de un pecho; no tiene ni brazos, ni piernas, ni abdomen. Los espíritus se mueven con una velocidad que depende de su voluntad. Cuando se mueven muy aprisa, su cuerpo se alarga y deviene cilíndrico; cuando se mueven con la mayor velocidad posible, su cuerpo toma la forma de una espiral que cuenta catorce vueltas con un diámetro de treinta y cinco centímetros. La espira puede tener un diámetro de alrededor de cuatro centímetros. En esta forma, obtienen una velocidad que iguala a la del sonido… Nos encontramos ordinariamente en las mansiones de los hombres, ya que la lluvia y el viento nos son muy desagradables. Ordinariamente vemos insuficientemente; hay muy poca luz para nosotros. La luz que preferimos es la del acetileno; es la luz ideal. En segundo lugar, los médiums difunden una luz que nos permite ver hasta una distancia de más de un metro alrededor de ellos; esta luz atrae a los espíritus. Los espíritus ven poco de los vestidos del hombre; los vestidos semejan a una nube; ven incluso algunos órganos interiores del cuerpo humano; pero no ven el cerebro a causa del cráneo óseo. Pero oyen pensar a los hombres, y a veces estos pensamientos se hacen oír muy lejos aunque ninguna palabra haya sido pronunciada por la boca. En el reino de los espíritus reina la ley del más fuerte, es un estado de anarquía. Si las sesiones no salen bien, es porque un espíritu malévolo no deja la mesa y se queda encima de una sesión a la otra, de suerte que los espíritus que desearían entrar en comunicación seria con los miembros del círculo no pueden aproximarse a la mesa… Como media, los espíritus viven de cien a ciento cincuenta años. La densidad del cuerpo aumenta hasta la edad de cien años; después de eso, la densidad y la fuerza disminuyen, y finalmente se disuelven, como todo se disuelve en la naturaleza… Estamos sometidos a las leyes de la presión del aire; somos materiales; no nos interesamos, nos resultamos aburridos. Todo lo que es materia está sometido a las leyes de la materia: la materia se descompone; nuestra vida no dura más de ciento cincuenta años como mucho; entonces nos morimos para siempre» (NA: Comunicación recibida por MM. Zaalberg van Zelst y Matla, de la Haya: Le Monde Psychique, marzo de 1912.). Este «espíritu» materialista y negador de la inmortalidad debe considerarse por la mayoría de los espiritistas como pasablemente heterodoxo y poco «iluminado»; y los experimentadores que han recibido estas extrañas «comunicaciones» aseguran además que «los espíritus más inteligentes protestan positivamente contra la idea de Dios» (NA: Le Secret de la Mort, por Matla y Zaalberg van Zelst; ibid., abril de 1912.); tenemos muchas razones para pensar que ellos mismos tenían fuertes preferencias por el ateísmo y el «monismo». Sea como sea, las gentes que han registrado seriamente las divagaciones de las que acabamos de dar una muestra son los que tienen la pretensión de estudiar los fenómenos «científicamente»: se rodean de aparatos impresionantes, y se imaginan incluso haber creado una nueva ciencia, la «psicología física»; ¿no hay ahí con qué ahuyentar de estos estudios a los hombres sensatos, y no es para estar tentado de excusar a aquellos que prefieren negarlo todo «a priori»? No obstante, al lado del artículo del que hemos tomado las citas precedentes, encontramos otro en el que un psiquista, que por lo demás no es más que un espiritista apenas disfrazado, declara tranquilamente que «los dudadores, los contradictores y los testarudos en el estudio de los fenómenos psíquicos deben ser considerados como enfermos», que «el espíritu científico preconizado en estos tipos de examen puede provocar en el examinador, a la larga, una suerte de manía, si se puede decir… un delirio crónico, paroxismos, una suerte de locura lúcida», en fin, que «la duda, al instalarse en un terreno predispuesto, puede evolucionar hasta la locura maníaca» (NA: Le Monde Psychique, marzo de 1912.). Evidentemente, las gentes que están bastante bien equilibradas deben pasar por locos a los ojos de aquellos que están más o menos trastornados; ahí no hay nada que no sea enteramente natural, pero es poco tranquilizador pensar que, si el espiritismo continua ganando terreno, llegará quizás un día en que cualquiera que se permita criticarle se expondrá simplemente a ser internado en algún asilo de alienados.

Una cuestión a la que los espiritistas dan una gran importancia, pero sobre la cual no pueden llegar a entenderse, es saber si los «espíritus» conservan su sexo; les interesa sobre todo por las consecuencias que puede tener desde el punto de vista de la reencarnación: si el sexo es inherente al «periespíritu», debe permanecer invariable en todas las existencias. Evidentemente, para aquellos que han podido asistir a «matrimonios de espíritus», como Henry Lacroix, la cuestión se resuelve afirmativamente, o más bien ni siquiera se plantea; pero no todos los espiritistas gozan de facultades tan excepcionales. Allan Kardec, por lo demás, se había pronunciado claramente por la negativa: «Los espíritus no tienen sexo como vosotros lo entendéis, ya que los sexos dependen de la organización (NA: sin duda que quiere decir del organismo). Hay entre ellos amor y simpatía, pero fundados sobre la similitud de los sentimientos». Y agregaba: «Los espíritus se encarnan hombres o mujeres porque no tienen sexo; como deben progresar en todo, cada sexo, como cada posición social, les ofrece pruebas y deberes especiales y la ocasión de adquirir experiencia. Aquel que fuera siempre hombre no sabría más que lo que saben los hombres» (NA: Le Livre des Esprits, p. 88.). Pero sus discípulos no tienen la misma seguridad, sin duda porque han recibido sobre este punto demasiadas «comunicaciones» contradictorias; así, en 1913, un órgano espiritista, el Fraterniste, sintió la necesidad de formular expresamente la pregunta, y lo hizo en estos términos: «¿Cómo se concibe la vida del más allá? En particular, los espíritus o, más exactamente, los periespíritus, ¿conservan su sexo o devienen neutros al entrar en el plano astral? Y si se pierde el sexo, ¿cómo explicar que al encarnarse se determine de nuevo claramente un sexo? Se sabe que muchos ocultistas pretenden que el periespíritu es el molde sobre el que se forma el nuevo cuerpo». La última frase contiene un error en lo que concierne a los ocultistas propiamente dichos, puesto que éstos dicen al contrario que el «cuerpo astral», que es para ellos el equivalente del «periespíritu», se disuelve en el intervalo de dos «encarnaciones»; la opinión que expresa es más bien la de algunos espiritistas; pero hay tantas confusiones en todo eso que es ciertamente excusable no reconocerse en ellas. M. Léon Denis, después de haber «pedido opinión a sus guías espirituales», respondió que «el sexo subsiste, pero permanece neutro y sin utilidad», y que, «en el momento de la reencarnación, el periespíritu se liga de nuevo a la materia y retoma el sexo que le era habitual», a menos no obstante «que un espíritu desee cambiar de sexo, lo que se le concede». Sobre este punto particular, M. Gabriel Delaune se muestra más fiel a la enseñanza de Allan Kardec, ya que declara que «los espíritus son asexuados, simplemente porque no tienen necesidad de reproducirse en el más allá», y que «ciertos hechos de reencarnación parecen probar que los sexos alternan para el mismo espíritu según la meta a la cual (NA: sic) se haya propuesto aquí abajo; es, al menos, lo que parece desprenderse como enseñanza de las comunicaciones recibidas un poco por todas partes desde hace medio siglo» (NA: Le Fraterniste, 13 de marzo de 1914.). Entre las respuestas que fueron publicadas, hubo también las de varios ocultistas, concretamente la de Papus, que, invocando la autoridad de Swedenborg, escribía esto: «Existen sexos para los seres espirituales, pero estos sexos no tienen ninguna relación con sus análogos sobre la tierra. Hay en el plano invisible seres sentimentalmente femeninos y seres mentalmente masculinos. Al venir sobre la tierra, cada uno de estos seres puede tomar otro sexo material que el sexo astral que poseía». Por otra parte, un ocultista disidente, M. Ernest Bosc, confesaba francamente concebir la vida en el más allá «absolutamente como en este bajo mundo, pero con la diferencia de que, del otro lado, al no tener que ocuparnos ya enteramente de nuestros intereses materiales, nos queda mucho más tiempo para trabajar mental y espiritualmente en nuestra evolución». Este «simplismo» no le impedía protestar con toda la razón contra una enormidad que seguía al cuestionario del Fraterniste, y que era ésta: «Se comprenderá toda la importancia de esta cuestión cuando hayamos dicho que, para muchos espiritistas, los espíritus son asexuados, mientras que los ocultistas creen en los íncubos y en los súcubos, acordando así un sexo a nuestros amigos del Espacio». Nadie había dicho nunca que los íncubos y los súcubos fuesen humanos «desencarnados»; algunos ocultistas parecen considerarles como «elementales», pero, antes de ellos, todos los que han creído en ellos han sido unánimes en considerarlos como demonios y nada más; si es eso lo que los espiritistas llaman «sus amigos del Espacio», ¡la cosa es enteramente edificante!

Hemos debido anticipar un poco sobre la cuestión de la reencarnación; señalaremos todavía, para terminar este capítulo, otro punto que da lugar a tantas opiniones divergentes como el precedente: ¿las reencarnaciones se hacen todas sobre la tierra, o pueden hacerse también en otros planetas? Allan Kardec enseña que «el alma puede revivir varias veces sobre el mismo globo, si no está bastante avanzada para pasar a un mundo superior» (NA: Le Livre des Esprits, PP. 76-77.); para él, puede haber una pluralidad de existencias terrestres, pero hay también existencias en otros planetas, y es el grado de evolución de los «espíritus» el que determina su paso de uno a otro. He aquí las precisiones que da en lo que concierne a los planetas del sistema solar: «Según los espíritus, de todos los globos que componen el sistema planetario, la tierra es uno de aquellos cuyos habitantes están menos avanzados físicamente y moralmente; Marte le sería todavía inferior y Júpiter muy superior en todos los aspectos. El sol no sería un mundo habitado por seres corporales, sino un lugar de cita de los espíritus superiores, que desde allí irradian por el pensamiento hacia los demás mundos, que dirigen por la intermediación de espíritus menos elevados a los cuales se transmiten por la mediación del fluido universal. Como constitución física, el sol sería un foco de electricidad. Todos los soles parecerían estar en una posición idéntica. El volumen y el alejamiento del sol no tienen ninguna relación necesaria con el grado de avance de los mundos, puesto que parecería que Venus estaría más avanzado que la Tierra, y Saturno menos que Júpiter. Varios espíritus que han animado a personas conocidas sobre la tierra han dicho que estaban reencarnados en Júpiter, uno de los mundos más vecinos de la perfección, y uno ha podido extrañarse de ver, en ese globo tan avanzado, a hombres que la opinión no colocaba aquí abajo en la misma línea. Esto no tiene nada que deba sorprender, si se considera que algunos espíritus que habitan ese planeta han podido ser enviados sobre la tierra para desempeñar en ella una misión que, a nuestros ojos, no les colocaba en el primer rango; en segundo lugar, que entre su existencia terrestre y su existencia en Júpiter, han podido tener existencias intermediarias en las cuales se han mejorado; en tercer lugar, finalmente, que en ese mundo como en el nuestro, hay diferentes grados de desarrollo, y que entre esos grados puede haber la distancia que separa entre nosotros al salvaje del hombre civilizado. Así pues, de que se habite en Júpiter, no se sigue que se esté al nivel de los seres más avanzados, como tampoco que se esté al nivel de un sabido del instituto porque uno habite en París» (NA: Le Livre des Esprits, PP. 81-82.). Ya hemos visto la historia de los «espíritus» que habitan Júpiter a propósito de los dibujos mediúmnicos de Victorien Sardou; uno podría preguntarse cómo es posible que esos espíritus, aunque viven al presente sobre otro planeta, pueden no obstante enviar «mensajes» a los habitantes de la tierra; ¿creerían pues los espiritistas haber resuelto a su manera el problema de las comunicaciones interplanetarias? Su opinión parece ser que estas comunicaciones son efectivamente posibles por sus procedimientos, pero solo en el caso de que se trate de «espíritus superiores», que, «aunque habitan en ciertos mundos, no están confinados a ellos como los hombres sobre la tierra, y pueden estar por todas partes mejor que los demás» (NA: Ibid., p. 81.). Algunos «clarividentes» ocultistas y teosofistas, como M. Leadbeater, pretenden poseer el poder de transportarse a otros planetas para hacer allí «investigaciones»; sin duda deben ser colocados entre «esos espíritus superiores» de los que hablan los espiritistas; pero éstos, inclusive si pudieran también transportarse allí en persona, no tienen ninguna necesidad de darse este trabajo, puesto que los «espíritus», encarnados o no, vienen por sí mismos a satisfacer su curiosidad y a contarles lo que pasa en esos mundos. A decir verdad, lo que cuentan esos «espíritus» no es muy interesante; en el libro de Dunglas Home que ya hemos citado a propósito de Allan Kardec, hay un capítulo titulado Absurdités, del que destacamos este pasaje: «Los pocos datos científicos que sometemos a la apreciación del lector nos han sido provistos bajo forma de folleto. Es un compendio precioso que haría las delicias del mundo sabio. Ahí se ve, por ejemplo, que el cristal juega un gran papel en el planeta Júpiter; es una materia indispensable, el complemento necesario a toda existencia acomodada en esos parajes. Los muertos son puestos en cajas de cristal, y éstas son colocadas a título de ornamento en las habitaciones. Las casas también son de cristal, de suerte que no es bueno lanzar piedras en ese planeta. Hay hileras de esos palacios de cristal que se llaman Séména. Allí se practica una especie de ceremonia mística, y en esa ocasión, es decir, una vez cada siete años, se pasea el santo sacramento por las ciudades de cristal sobre un carro de cristal. Los habitantes son de talla gigantina, como dice Scarron; tienen de siete a ocho pies de altura. Tienen como animales domésticos una raza especial de grandes loros. Se encuentra invariablemente uno, cuando se entra en una casa, tras de la puerta, afanado en tricotar gorros de noche… Si hemos de creer a otro médium, no menos bien reseñado, es el arroz el que se acomoda mejor al suelo del planeta Mercurio, si no ME equivoco. Pero allí, no brota como en la tierra bajo la forma de planta; gracias a influencias climatéricas y a una manipulación entendida, se lanza a los aires a una altura que rebasa la cima de los robles más grandes. El ciudadano mercurial que desee gozar en la perfección del otium cum dignitate debe, cuando es joven, poner todo su saber en un arrozal. Escoge, entre los más altivos de su dominio, un tallo para escalar por él hasta la cima; después, a ejemplo del ratón en un queso, se introduce en el interior de la enorme vaina para devorar su fruto delicioso. Cuando lo ha comido todo, recomienza la misma tarea sobre otro tallo» (NA: Les Lumières et les Ombres du Spiritualisme, PP. 179-181.). Es lamentable que Home no haya dado referencias precisas, pero no tenemos ninguna razón para dudar de la autenticidad de lo que cuenta, y que ciertamente ha rebasado con mucho las extravagancias de Henry Lacroix; estas necedades, que constituyen el tono ordinario de las «comunicaciones» espiritistas, denotan sobre todo una gran pobreza de imaginación. Esto está bien lejos de equivaler a las fantasías de los escritores que han supuesto viajes a otros planetas, y que, al menos, no pretendían que sus invenciones fuesen la expresión de la realidad; por lo demás, hay casos en que tales obras han ejercido una influencia cierta: hemos oído a una «vidente» espiritista dar una descripción de los habitantes de Neptuno que estaba manifiestamente inspirada de las novelas de Wells. Hay que precisar que, inclusive en los escritores mejor dotados bajo el aspecto de la imaginación, las fantasías de este género han permanecido siempre bien terrestres en el fondo: han constituido los habitantes de otros planetas con elementos tomados a los de la tierra y más o menos modificados, ya sea en cuanto a sus proporciones, o ya sea en cuanto a su disposición; no podía ser de otro modo, y esto es uno de los mejores ejemplos que se puedan dar para mostrar que la imaginación no es nada más que una facultad de orden sensible. Esta observación debe hacer comprender por qué aproximamos aquí estas concepciones a las que conciernen a la «SOBREVIDA» propiamente dicha: es que, en los dos casos, la fuente real es exactamente la misma; y el resultado es lo que puede ser cuando se trata solo de la imaginación «subconsciente» de gentes muy ordinarias y más bien por debajo de la media. Como lo hemos dicho, este tema se relaciona directamente a la cuestión misma de la comunicación con los muertos: son estas representaciones enteramente terrestres las que permiten creer en la posibilidad de una tal comunicación; y, de esta manera, somos conducidos finalmente al examen de la hipótesis fundamental del espiritismo, examen que será enormemente facilitado y simplificado por todo lo que precede. (El Error Espírita)