transcendente

La cruz, hemos dicho, es un símbolo que, bajo formas diversas, se rencuentra casi por todas partes, y eso desde las épocas más remotas; por consiguiente, está muy lejos de pertenecer propia y exclusivamente al cristianismo como algunos podrían estar tentados de creerlo. Es menester decir incluso que el cristianismo, al menos en su aspecto exterior y generalmente conocido, parece haber perdido un poco de vista el carácter simbólico de la cruz para no considerarla ya más que como el signo de un hecho histórico; en realidad, estos dos puntos de vista no se excluyen de ningún modo, e incluso el segundo de ellos no es en un cierto sentido más que una consecuencia del primero; pero esta manera de considerar las cosas es tan extraña a la gran mayoría de nuestros contemporáneos que debemos detenernos un instante en ella para evitar todo malentendido. En efecto, con mucha frecuencia se tiene tendencia a pensar que la admisión de un sentido simbólico debe entrañar el rechazo del sentido literal o histórico; una tal opinión no resulta más que de la ignorancia de la ley de correspondencia que es el fundamento mismo de todo simbolismo, y en virtud de la cual cada cosa, al proceder esencialmente de un principio metafísico del que tiene toda su realidad, traduce o expresa este principio a su manera y según su orden de existencia, de tal suerte que, de un orden al otro, todas las cosas se encadenan y se corresponden para concurrir a la armonía universal y total, que es, en la multiplicidad de la manifestación, como un reflejo de la unidad principial misma. Por eso es por lo que las leyes de un dominio inferior pueden tomarse siempre para simbolizar las realidades de un orden superior, donde tienen su razón profunda, y que es a la vez su principio y su fin; y podemos recordar en esta ocasión, tanto más cuanto que encontraremos aquí mismo ejemplos de ello, el error de las modernas interpretaciones “naturalistas” de las antiguas doctrinas tradicionales, interpretaciones que invierten pura y simplemente la jerarquía de las relaciones entre los diferentes órdenes de realidades. Así, los símbolos o los mitos jamás han tenido por función, como lo pretende una teoría muy extendida en nuestros días, representar el movimiento de los astros; sino que la verdad es que se encuentran frecuentemente en ellos figuras inspiradas en éste y destinadas a expresar analógicamente otra cosa, porque las leyes de este movimiento traducen físicamente los principios metafísicos de los que dependen. Lo que decimos de los fenómenos astronómicos, puede decirse igualmente, y al mismo título, de todos los demás géneros de fenómenos naturales: estos fenómenos, por eso mismo de que derivan de principios superiores y TRANSCENDENTEs, son verdaderamente símbolos de éstos; y es evidente que eso no afecta en nada a la realidad propia que estos fenómenos como tales poseen en el orden de existencia al que pertenecen; antes al contrario, es eso mismo lo que funda esta realidad, ya que, fuera de su dependencia al respecto de los principios, todas las cosas no serían más que una pura nada. Y ocurre con los hechos históricos como con todo lo demás: ellos también se conforman necesariamente a la ley de correspondencia de que acabamos de hablar y, por eso mismo, traducen según su modo las realidades superiores, realidades de las que no son en cierto modo más que una expresión humana; y agregaremos que es eso lo que constituye todo su interés desde nuestro punto de vista, enteramente diferente, no hay que decirlo, de aquel en el que se colocan los historiadores “profanos” (NA: “La verdad histórica misma no es sólida más que cuando deriva del Principio” (Tchoang-Tseu, capítulo XXV).). Este carácter simbólico, aunque común a todos los hechos históricos, debe ser particularmente claro en aquellos que dependen de lo que se puede llamar más propiamente la “historia sagrada”; y es así como se encuentra concretamente, de una manera muy destacada, en todas las circunstancias de la vida de Cristo. Si se ha comprendido bien lo que acabamos de exponer, se verá inmediatamente que eso no solo no es una razón para negar la realidad de estos acontecimientos y para tratarlos de “mitos” puros y simples, sino que, antes al contrario, esos acontecimientos debían ser tales y que no podrían ser de otro modo; por lo demás, ¿cómo se podría atribuir un carácter sagrado a lo que estaría desprovisto de toda significación TRANSCENDENTE? En particular, si Cristo ha muerto en la Cruz, es, podemos decirlo, en razón del valor simbólico que la cruz posee en sí misma y que siempre se le ha reconocido por todas las tradiciones; es así como, sin disminuir en nada su significación histórica, se la puede considerar como no siendo más que derivada de este valor simbólico mismo. 8 SC PREFACIO

Debemos recordar aquí, al menos sumariamente, la distinción fundamental del “Sí mismo” y del “yo”, o de la “Personalidad” y de la “individualidad”, sobre la que hemos dado ya en otra parte todas las explicaciones necesarias (Ibid., cap. II.). El “Sí mismo”, hemos dicho, es el principio TRANSCENDENTE y permanente del que el ser manifestado, el ser humano por ejemplo, no es más que una modificación transitoria y contingente, modificación que no podría, por otra parte, afectar de ningún modo al Principio. Inmutable en su naturaleza propia, desarrolla sus posibilidades en todas las modalidades de realización, en multitud indefinida, que son para el ser total otros tantos estados diferentes, estados de los que cada uno tiene sus condiciones de existencia limitativas y determinantes, y de los que uno solo constituye la porción o más bien la determinación particular de este ser que es el “yo” o la individualidad humana. Por lo demás, este desarrollo no es un desarrollo, a decir verdad, más que en tanto que se le considera del lado de la manifestación, fuera de la cual todo debe ser necesariamente en perfecta simultaneidad en el “eterno presente”; y es por eso por lo que la “permanente actualidad” del “Sí mismo” no es afectada por él. El “Sí mismo” es así el principio por el que existen, cada uno en su dominio propio, que podemos llamar un grado de existencia, todos los estados del ser; y esto debe entenderse, no solo de los estados manifestados, individuales como el estado humano o supraindividuales, es decir, en otros términos, formales o informales, sino también, aunque la palabra “existir” deviene entonces impropia, de los estados no manifestados, que comprenden todas las posibilidades que, por su naturaleza misma, no son susceptibles de ninguna manifestación, al mismo tiempo que las posibilidades de manifestación mismas en modo principial; pero este “Sí mismo” no es sino por sí mismo, puesto que no tiene y no puede tener, en la unidad total e indivisible de su naturaleza íntima, ningún principio que le sea exterior. 18 SC I

Hay pues analogía, pero no similitud, entre el hombre individual, ser relativo e incompleto, que se toma aquí como tipo de un cierto modo de existencia, o incluso de toda existencia condicionada, y el ser total, incondicionado y TRANSCENDENTE en relación a todos los modos particulares y determinados de existencia, e incluso en relación a la Existencia pura y simple, ser total que designamos simbólicamente como el “Hombre Universal”. En razón de esta analogía, y para aplicar aquí, siempre a título de ejemplo, lo que acabamos de indicar, se podrá decir que, si el “Hombre Universal” es el principio de toda la manifestación, el hombre individual deberá ser de alguna manera, en su orden, su resultante y como su conclusión; y por eso es por lo que todas las tradiciones concuerdan en considerarle como formado por la síntesis de todos los elementos y de todos los reinos de la naturaleza (Señalamos concretamente, a este respecto, la tradición islámica relativa a la creación de los ángeles y a la del hombre. — No hay que decir que la significación real de estas tradiciones no tiene absolutamente nada de común con ninguna concepción “transformista”, o incluso simplemente “evolucionista”, en el sentido más general de esta palabra, ni con ninguna de las fantasía modernas que se inspiran más o menos directamente en tales concepciones antitradicionales.). Es menester que ello sea así para que la analogía sea exacta, y lo es efectivamente; pero, para justificarla completamente, y con ella la designación misma del “Hombre Universal”, sería menester exponer, sobre el papel cosmogónico que es propio al ser humano, consideraciones que, si quisiéramos darles todo el desarrollo que conllevan, se alejarían mucho del tema que nos proponemos tratar ahora más especialmente, y que quizás encontrarán mejor lugar en alguna otra ocasión. Así pues, por el momento, nos limitaremos a decir que el ser humano tiene, en el dominio de existencia individual que es el suyo, un papel que se puede calificar verdaderamente de “central” en relación a todos los demás seres que se sitúan igualmente en este dominio; este papel hace del hombre la expresión más completa del estado individual considerado, cuyas posibilidades se integran todas, por así decir, en él, al menos bajo una cierta relación, y a condición de tomarle, no en la modalidad corporal solo, sino en el conjunto de todas sus modalidades, con la extensión indefinida de la que son susceptibles (La realización de la individualidad humana integral corresponde al “estado primordial”, del cual ya hemos tenido que hablar frecuentemente, y que es llamado “estado edénico” en la tradición judeocristiana.). Es ahí donde residen las razones más profundas entre todas aquellas sobre las cuales puede basarse la analogía que consideramos; y es esta situación particular la que permite transponer válidamente la noción misma del hombre, más bien que la de todo otro ser manifestado en el mismo estado, para transformarla en la concepción del “Hombre Universal” (Para evitar todo equívoco, recordaremos que siempre tomamos el término “transformación” en un sentido estrictamente etimológico, que es el de “paso más allá de la forma”, y, por consiguiente, más allá de todo lo que pertenece al orden de las existencias individuales.). 31 SC II

Según la doctrina taoísta, el sabio perfecto es el que ha llegado al punto central y que permanece en él en unión indisoluble con el Principio, participando de su inmutabilidad e imitando su “actividad no actuante”. “El que ha llegado al máximo del vacío, dice todavía Lao-tseu, ese se fijará sólidamente en el reposo… Volver a su raíz (es decir, al Principio, a la vez origen primero y fin último de todos los seres) (NA: La palabra Tao, literalmente “Vía”, que designa el Principio, se representa por un carácter ideográfico que reúne los signos de la cabeza y de los pies, lo que equivale al símbolo del alfa y del (m(ga en las tradiciones occidentales.), es entrar en el estado de reposo” (Tao-te-king, XVI.). El “vacío” de que se trata aquí, es el desapego completo al respecto de todas las cosas manifestadas, transitorias y contingentes (NA: Este desapego es idéntico a El-fanâ; uno podría remitirse también a lo que enseña la Bhagavad-Gîtâ sobre la indiferencia al respecto de los frutos de la acción, indiferencia por la que el ser escapa al encadenamiento indefinido de las consecuencias de esta acción: es la “acción sin deseo” (nishkâma karma), mientras que la “acción con deseo” (sakâma karma) es la acción cumplida en vista de sus frutos.), desapego por el que el ser escapa a las vicisitudes de la “corriente de las formas”, a la alternancia de los estados de “vida” y de “muerte”, de “condensación” y de “disipación” (Aristóteles, en un sentido semejante, dice “generación” y “corrupción”.), pasando de la circunferencia de la “rueda cósmica” a su centro, que es designado, él mismo, como “el Vacío (lo no manifestado) que une los rayos y hace de ellos una rueda” (Tao-te-king, XI. — La forma más simple de la rueda es el círculo dividido en cuatro partes iguales por la cruz; además de esta rueda de cuatro radios, las formas más extendidas en el simbolismo de todos los pueblos son las ruedas de seis y ocho radios; naturalmente, cada uno de estos números añade a la significación general de la rueda un matiz particular. La figura octogonal de los ocho koua o “trigramas” de Fo-Hi, que es uno de los símbolos fundamentales de la tradición extremo oriental, equivale bajo algunos aspectos a la rueda de ocho radios, así como al loto de ocho pétalos. En las antiguas tradiciones de la América central, el símbolo del mundo se da siempre por el círculo en el que hay inscrita una cruz.). “La paz en el vacío, dice Lie-Tseu, es un estado indefinible; no se toma ni se da; uno llega a establecerse en ella” (Lie-tseu, capítulo I. — Citamos los textos de Lie-tseu y de Tchoang-Tseu según la traducción de R.P. Léon Wieger.). Esta “paz en el vacío”, es la “Gran Paz” del esoterismo islámico (Es también la Pax profunda de la tradición rosicruciana.), llamada en árabe Es-Sakînah, designación que la identifica a la Shekinah hebraica, es decir, a la “presencia divina” en el centro del ser, representado simbólicamente como el corazón en todas las tradiciones (NA: Ver El Hombre y su devenir según el Vêdânta, XIII, y El Rey del Mundo, III.— Se dice que Allah “hace descender la Paz a los corazones de los fieles” (Huwa elladhî anzala es-Sakînata fî qulûbil-mûminîn); y la Qabbalah hebraica enseña exactamente la misma cosa: “La Shekinah lleva este nombre, dice el hebraísta Louis Capel, porque habita (shakan) en el corazón de los fieles, habitación que fue simbolizada por el Tabernáculo (mishkan) donde Dios es reputado residir”. (Critica sacra, p. 311, edición de Amsterdam, 1689; citado por M. P. Vulliaud, La Kabbala judía, tomo I, p. 493). Apenas hay necesidad de hacer destacar que el “descenso” de la “Paz” al corazón se efectúa según el eje vertical: es la manifestación de la “Actividad del Cielo”. — Ver también, por otra parte, la enseñanza de la doctrina hindú sobre la morada de Brahma simbolizada por el éter, en el corazón, es decir, en el centro vital del ser humano (ver El Hombre y su devenir según el Vêdânta, cap. III).); y esta “presencia divina” está implicada en efecto por la unión con el Principio, que no puede operarse efectivamente más que en el centro mismo del ser. “Al que permanece en lo no manifestado, todos los seres se manifiestan… Unido al Principio, por él está en armonía con todos los seres. Unido al Principio, conoce todo por las razones generales superiores, y ya no usa, por consiguiente, de sus diversos sentidos, para conocer en particular y en detalle. La verdadera razón de las cosas es invisible, inaprehensible, indefinible, indeterminable. Sólo, el espíritu restablecido en el estado de simplicidad perfecta puede alcanzarla en la contemplación profunda” (NA: Lie-tseu, cap. IV. — Se ve aquí toda la diferencia que separa al conocimiento TRANSCENDENTE del sabio del saber ordinario o “profano”; las alusiones a la “simplicidad”, expresión de la unificación de todas las potencias del ser, y considerada como característica del “estado primordial”, son frecuentes en el taoísmo. Del mismo modo, en la doctrina hindú, el estado de “infancia” (bâlya), entendido en el sentido espiritual, es considerado como una condición preliminar para la adquisición del conocimiento por excelencia (ver El Hombre y su devenir según el Vêdânta, capítulo XXIII). — Se pueden recordar a este propósito las palabras similares que se encuentran en el Evangelio: “Quienquiera que no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él” (San Lucas, XVIII, 17); “Mientras que les has ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes, se las has revelado a los simples y a los pequeños” (San Mateo, XI, 25; San Lucas X, 21). El punto central, por el que se establece la comunicación con los estados superiores o “celestes”, es la “puerta estrecha” del simbolismo evangélico; los “ricos” que no pueden pasar por ella, son los seres apegados a la multiplicidad, y que, por consiguiente, son incapaces de elevarse del conocimiento distintivo al conocimiento unificado. “La pobreza espiritual”, que es el desapego al respecto de la manifestación, aparece aquí como otro símbolo equivalente al de la “infancia”: “Bienaventurados los pobres de espíritu, ya que el Reino de los Cielos les pertenece” (San Mateo, V, 2). Esta “pobreza” (en árabe El-faqru) desempeña igualmente un papel muy importante en el esoterismo islámico; además de lo que acabamos de decir, implica también la dependencia completa del ser, en todo lo que él es, frente al Principio, “fuera del cual no hay nada, absolutamente nada que exista” (Mohyiddin ibn Arabi, Risâlatul-Ahadiyah).). 83 SC VII

Colocado en el centro de la “rueda cósmica”, el sabio perfecto la mueve invisiblemente (NA: Es la misma idea que se expresa también por otra parte, en la tradición hindú, por el término Chakravartî, literalmente “el que hace girar la rueda” (ver El Rey del Mundo, II, y El Esoterismo de Dante, pág, 55, ed. francesa).), por su sola presencia, sin participar en su movimiento, y sin tener que preocuparse de ejercer una acción cualquiera: “Lo ideal, es la indiferencia (el desapego) del hombre TRANSCENDENTE, que deja girar la rueda cósmica” (Tchoang-tseu, cap. 1º. — Cf. El Rey del Mundo, cap. IX.). Este desapego absoluto le hace señor de todas las cosas, porque, habiendo rebasado todas las oposiciones que son inherentes a la multiplicidad, ya no puede ser afectado por nada: “Él ha alcanzado la impasibilidad perfecta; la vida y la muerte le son igualmente indiferentes, el hundimiento del universo (manifestado) no le causaría ninguna emoción (A pesar de la aparente similitud de algunas expresiones, esta “impasibilidad” es muy diferente de la de los estoicos, que era de orden únicamente “moral”, y que, por lo demás, parece no haber sido nunca más que una simple concepción teórica.). A fuerza de escrutar, ha llegado a la verdad inmutable, al conocimiento del Principio universal único. Deja evolucionar a todos los seres según sus destinos, y él mismo está en el centro inmóvil de todos los destinos (Según el comentario tradicional de Tcheng-Tseu sobre el Yi-king, “la palabra “destino” designa la verdadera razón de ser de las cosas”; así pues, el “centro de todos los destinos” es el Principio en tanto que todos los seres tienen en él su razón suficiente.)… El signo exterior de este estado interior, es la imperturbabilidad; no la del valiente que se abalanza solo, por el amor de la gloria, sobre un ejército dispuesto en línea de batalla; sino la del espíritu que, superior al cielo, a la tierra, y a todos los seres (NA: En efecto, el Principio o el “Centro” es antes de toda distinción, comprendida la de “Cielo” (Tien) y de la “Tierra” (Ti), que representa la primera dualidad, puesto que estos dos términos son los equivalentes respectivos de Purusha y de Prakriti.), habita en un cuerpo en el que no está (NA: Es el estado del jîvan-mukta (ver El Hombre y su devenir según el Vêdânta, cap. XXIII, 3ª ed.).), no hace ningún caso de las imágenes que sus sentidos le proporcionan y conoce todo por conocimiento global en su unidad inmóvil (NA: Es la condición de Prâjna en la doctrina hindú (ver El Hombre y su devenir según el Vêdânta, cap. XIV).). Este espíritu, absolutamente independiente, es señor de los hombres; si se placiera convocarlos en masa, en el día fijado todos acudirían; pero no quiere hacerse servir” (NA: Tchoang-tseu, cap. V. — La independencia del que, liberado de todas las contingencias, ha llegado al conocimiento de la verdad inmutable, se afirma igualmente en el Evangelio: “Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (San Juan VIII, 32); y se podría también, por otra parte, hacer una aproximación entre lo que precede y esta otra palabra evangélica: “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura” (San Mateo, VII, 33; San Lucas XII, 31). Es menester acordarse aquí de la relación estrecha que existe entre la idea de justicia y las de equilibrio y de armonía; y hemos indicado también en otra parte la relación que une la justicia y la paz (ver El Rey del Mundo, cap. I y VI; Autoridad espiritual y poder temporal, cap. VIII).). 84 SC VII

Para el que está en el centro, todo esta unificado, ya que ve todo en la unidad del Principio; todos los puntos de vista particulares (o, si se quiere “particularistas”) y analíticos, que no se fundan más que sobre distinciones contingentes, y de los cuales nacen todas las divergencias de las opiniones individuales, han desaparecido para él, reabsorbidos en la síntesis total del conocimiento TRANSCENDENTE, adecuado a la verdad una e inmutable. “Su punto de vista, es un punto desde donde esto y eso, sí y no, aparecen todavía no distinguidos. Este punto es el pivote de la norma; es el centro inmóvil de una circunferencia sobre cuyo contorno ruedan todas las contingencias, las distinciones y las individualidades; desde donde no se ve más que un infinito, que no es ni esto ni eso, ni sí ni no. Ver todo en la unidad primordial todavía no diferenciada, o desde una distancia tal que todo se funde en uno, he ahí la verdadera inteligencia” (Tchoang-tseu, cap. II.). El “pivote de la norma”, es lo que casi todas las tradiciones denominan el “Polo” (NA: Hemos estudiado particularmente este simbolismo en El Rey del Mundo. — En la tradición extremo oriental, la “Gran Unidad” (Tai-i) se representa como residiendo en la estrella polar, a la que se llama Tien-ki, es decir, literalmente “techo del cielo”.), es decir, como ya lo hemos explicado, el punto fijo alrededor del cual se cumplen todas las revoluciones del mundo, según la norma o la ley que rige toda manifestación, y que no es ella misma más que la emanación directa del centro, es decir, la expresión de la “Voluntad del Cielo” en el orden cósmico (NA: La “Rectitud” (Te), cuyo nombre evoca la idea de la línea recta y más particularmente la del “Eje del Mundo”, es, en la doctrina de Lao-Tseu, lo que se podría llamar una “especificación” de la “Vía” (Tao) en relación a un ser o a un estado de existencia determinado: es la dirección que este ser debe seguir para que su existencia sea según la “Vía”, o, en otros términos, en conformidad con el Principio (dirección tomada en el sentido ascendente, mientras que, en el sentido descendente, esta misma dirección es aquella según la cual se ejerce la “Actividad del Cielo”). — Esto puede aproximarse a lo que hemos indicado en otra parte (El Rey del Mundo, cap. VIII) sobre el tema de la orientación ritual, tema que trataremos todavía más adelante.). 88 SC VII

Para comprender bien la significación de este simbolismo, es menester destacar primeramente que la urdimbre, formada de hilos tendidos sobre el telar, representa el elemento inmutable y principial, mientras que los hilos de la trama, que pasan entre los de la urdimbre por el vaivén de la lanzadera, representan el elemento variable y contingente, es decir, las aplicaciones del principio a tales o cuales condiciones particulares. Por otra parte, si se considera un hilo de la urdimbre y un hilo de la trama, uno se apercibe inmediatamente de que su reunión forma la cruz, de la que son respectivamente la línea vertical y la línea horizontal; y todo punto del tejido, siendo así el punto de encuentro de dos hilos perpendiculares entre ellos, es por eso mismo el centro de una tal cruz. Ahora bien, según lo que hemos visto en cuanto al simbolismo general de la cruz, la línea vertical representa lo que une entre ellos todos los estados de un ser o todos los grados de la Existencia, puesto que liga todos sus puntos correspondientes, mientras que la línea horizontal representa el desarrollo de uno de esos estados o de uno de esos grados. Si referimos esto a lo que indicábamos hace un momento, se puede decir, como lo hemos hecho precedentemente, que el sentido horizontal figurará por ejemplo el estado humano, y que el sentido vertical lo que es TRANSCENDENTE en relación a este estado; este carácter TRANSCENDENTE es en efecto el de la Shruti, que es esencialmente “no humana”, mientras que la Smiriti conlleva las aplicaciones al orden humano y es el producto del ejercicio de las facultades específicamente humanas. 160 SC XIV

Agregamos que los hilos de los que está formado el “tejido del mundo” se designan también, en otro símbolo equivalente, como los “cabellos de Shiva”; (Ya hemos hecho alusión a ellos más atrás, cuando hemos hablado de las direcciones del espacio.) se podría decir que son en cierto modo las “líneas de fuerza” del Universo manifestado, y que las direcciones del espacio son su representación en el orden corporal. Se ve sin esfuerzo de cuantas aplicaciones diversas son susceptibles todas estas consideraciones; pero aquí solo hemos querido indicar la significación esencial de este simbolismo del tejido, que es, parece, muy poco conocido en occidente (NA: No obstante, se encuentran algunos rastros de un simbolismo del mismo género en la antigüedad grecolatina, concretamente en el mito de las Parcas; pero éste bien parece no referirse más que a los hilos de la trama, y su carácter “fatal” puede explicarse en efecto por la ausencia de la noción de la urdimbre, es decir, por el hecho de que el ser es considerado únicamente en su estado individual, sin ninguna intervención consciente (para ese individuo) de su principio personal TRANSCENDENTE. Por lo demás, esta interpretación está justificada por la manera en que Platón considera el eje vertical en el mito de Er el Armenio (República, libro X): Según él, en efecto, el eje luminoso del mundo es el “huso de la Necesidad”; es un eje de diamante, rodeado de varias vainas concéntricas, de dimensiones y colores diversos, que corresponden a las diferentes esferas planetarias; la Parca Cloto le hace girar con la mano derecha, y por consiguiente, de derecha a izquierda, lo que es también el sentido más habitual y más normal de la rotación del swastika. — A propósito de este “eje de diamante” señalamos que el símbolo tibetano del vajra, cuyo nombre significa a la vez “rayo” y “diamante”, está también en relación con el “Eje del Mundo”.). 166 SC XIV

El yin-yang que, en el simbolismo tradicional del extremo oriente, figura “el círculo del destino individual”, es en efecto un círculo, por las razones precedentes. “Es un círculo representativo de una evolución individual o específica (La especie, en efecto, no es un principio TRANSCENDENTE en relación a los individuos que forman parte de ella; en sí misma es del orden de las existencias individuales y no le rebasa; se sitúa pues al mismo nivel en la Existencia universal, y se puede decir que la participación en la especie se efectúa según el sentido horizontal; quizás consagraremos algún día un estudio especial a esta cuestión de las condiciones de la especie.). Y no participa más que por dos dimensiones en el cilindro cíclico universal. No teniendo espesor, no tiene opacidad, y se le representa diáfano y transparente, es decir, que los gráficos de las evoluciones, anteriores y posteriores a su momento (Estas evoluciones son el desarrollo de los demás estados, repartidos así en relación al estado humano; recordamos que, metafísicamente, jamás puede tratarse de “anterioridad” y de “posterioridad” más que en el sentido de un encadenamiento causal y puramente lógico, que no podría excluir la simultaneidad de todas las cosas en el “eterno presente”.), se ven y se imprimen en la mirada a través de él” (Matgioi, La Vía Metafísica, p. 129. — La figura esta dividida en dos partes, una oscura y la otra clara, que corresponden respectivamente a estas evoluciones anteriores y posteriores, puesto que los estados de que se trata, en comparación con el estado humano, pueden considerarse simbólicamente unos como sombríos y los otros como luminosos; al mismo tiempo, la parte oscura es el lado del yin, y la parte clara es el lado del yang, conformemente a la significación original de estos dos términos. Por otra parte, puesto que el yang y el yin son también los dos principios masculino y femenino, se tiene así, desde otro punto de vista, y como lo hemos indicado más atrás, la representación del “Andrógino” primordial cuyas dos mitades están ya diferenciadas sin estar todavía separadas. En fin, en tanto que representativa de las revoluciones cíclicas, cuyas fases están ligadas a la predominancia alternativa del yang y del yin, la misma figura también está en relación con el swastika, así como con el símbolo de la doble espiral al cual hemos hecho alusión precedentemente; pero esto nos llevaría a consideraciones extrañas a nuestro tema.). Pero, bien entendido, “es menester no perder jamás de vista que si, tomado aparte, el yin-yang puede considerarse como un círculo, es, en la sucesión de las modificaciones individuales (NA: Consideradas en tanto que se corresponden (en sucesión lógica) en los diferentes estados del ser, que por lo demás deben considerarse en simultaneidad para que las diferentes espiras de hélice puedan compararse entre ellas.), un elemento de hélice: toda modificación individual es esencialmente un vórtice de tres dimensiones (NA: Es un elemento del vórtice esférico universal que hemos tratado precedentemente; siempre hay analogía y en cierto modo “proporcionalidad” (sin que pueda haber ninguna medida común) entre el todo y cada uno de sus elementos, incluso infinitesimales.); no hay más que un solo estado humano, y no se vuelve a pasar jamás por el camino ya recorrido” (NA: Matgioi, La Vía Metafísica, PP. 131-132 (nota). — Esto excluye también formalmente la posibilidad de la “reencarnación”. A este respecto, se puede destacar también, que, desde el punto de vista de la representación geométrica, una recta no puede encontrar a un plano más que en un solo punto; esto es así, en particular, en el caso del eje vertical en relación a cada plano horizontal.). 242 SC XXII

De lo que precede, resulta que el paso de la hélice, elemento por el que las extremidades de un ciclo individual, cualquiera que sea, escapan al dominio propio de la individualidad, es la medida de la “fuerza atractiva de la Divinidad” (Matgioi, La Vía Metafísica, p. 95.). La influencia de la “Voluntad del Cielo” en el desarrollo del ser se mide pues paralelamente al eje vertical; puesto que esta influencia TRANSCENDENTE no se hace sentir en el interior de un mismo estado tomado aisladamente, esto implica evidentemente la consideración simultánea de una pluralidad de estados, que constituyen otros tantos ciclos integrales de existencia (espirales horizontales). 251 SC XXIII

El eje vertical representa entonces el lugar metafísico de la manifestación de la “Voluntad del Cielo”, y atraviesa a cada plano horizontal en su centro, es decir, en el punto donde se realiza el equilibrio en el que reside precisamente esta manifestación, o, en otros términos, la armonización completa de todos los elementos constitutivos del estado del ser correspondiente. Como lo hemos visto más atrás, es eso lo que es menester entender por el “Invariable Medio” (Tchoung-young), donde se refleja, en cada estado de ser (por el equilibrio que es como una imagen de la Unidad principial en lo manifestado), la “Actividad del Cielo”, que, en sí misma, es no actuante y no manifestada, aunque debe ser concebida como capaz de acción y de manifestación, sin que, por lo demás, eso pueda afectarla o modificarla de ninguna manera, e incluso, a decir verdad, como capaz de toda acción y de toda manifestación, precisamente porque está más allá de todas las acciones y manifestaciones particulares. Por consiguiente, podemos decir que, en la representación de un ser, el eje vertical es el símbolo de la “Vía Personal” (Recordamos todavía que la “personalidad” es para nos el principio TRANSCENDENTE y permanente del ser, mientras que la “individualidad” no es más que una manifestación transitoria y contingente del mismo.), que conduce a la Perfección, y que es una especificación de la “Vía Universal”, representada precedentemente mediante una figura esferoidal indefinida y no cerrada; con el mismo simbolismo geométrico, esta especificación se obtiene, según lo que hemos dicho, por la determinación de una dirección particular en la extensión, dirección que es la de este eje vertical (NA: Esto acaba de precisar lo que hemos indicado ya sobre el tema de las relaciones de la “Vía” (Tao) y de la “Rectitud” (Te).). 252 SC XXIII

En estas condiciones, y con las restricciones que se imponen según lo que acabamos de decir, podemos, e incluso debemos, para conformar nuestra expresión a la relación normal de todas las analogías (que llamaríamos de buena gana, en términos geométricos, una relación de homotecia inversa), invertir el enunciado de la fórmula de Pascal que hemos recordado más atrás. Es por lo demás lo que hemos encontrado en uno de los textos taoístas que hemos citado precedentemente. “El punto que es el pivote de la norma es el centro inmóvil de la circunferencia sobre el contorno de la cual ruedan todas las contingencias, las distinciones y las individualidades” (Tchoang-tseu, cap. II.). A primera vista, casi podría creerse que las dos imágenes son comparables, pero, en realidad, son exactamente inversas la una de la otra; en suma, Pascal se ha dejado arrastrar por su imaginación de geómetra, lo que le ha llevado a invertir las verdaderas relaciones, tal y como se deben considerar desde el punto de vista metafísico. Es el centro el que no está propiamente en ninguna parte, puesto que, como lo hemos dicho, es esencialmente “no localizado”; no puede ser encontrado en ningún lugar de la manifestación, puesto que es absolutamente TRANSCENDENTE en relación a ésta, al ser interior a todas las cosas. Está más allá de todo lo que puede ser alcanzado por los sentidos y por las facultades que proceden del orden sensible: “El Principio no puede ser alcanzado ni por la vista ni por el oído… El Principio no puede ser entendido; lo que se entiende, no es Él. El Principio no puede ser visto; lo que se ve, no es Él. El Principio no puede ser enunciado; lo que se enuncia no es Él… El principio, al no poder ser imaginado, tampoco puede ser descrito” (Tchoang-tseu, XXII. — También El Hombre y su devenir según el Vêdânta, cap. XV.). Todo lo que puede ser visto, entendido, imaginado, enunciado o descrito, pertenece necesariamente a la manifestación, e incluso a la manifestación formal; es pues, en realidad, la circunferencia la que está por todas partes, puesto que todos los lugares del espacio, o, más generalmente, todas las cosas manifestadas (puesto que el espacio no es aquí más que un símbolo de la manifestación universal), “todas las contingencias, las distinciones y las individualidades”, no son más que elementos de la “corriente de las formas”, puntos de la circunferencia de la “rueda cósmica”. 315 SC XXIX

Detendremos aquí la presente exposición, reservando para otro estudio las demás consideraciones relativas a la teoría metafísica de los estados múltiples del ser, que consideraremos entonces independientemente del simbolismo geométrico al que ella da lugar. Para permanecer en los límites que entendemos imponernos por el momento, agregaremos simplemente esto, que nos servirá de conclusión: es por la consciencia de la Identidad del Ser, permanente a través de todas las modificaciones indefinidamente múltiples de la Existencia única, como se manifiesta, tanto en el centro mismo de nuestro estado humano como en el de todos los demás estados, este elemento TRANSCENDENTE e informal, y por consiguiente, no encarnado y no individualizado, al que se llama el “Rayo Celeste”; y es esta consciencia, superior por eso mismo a toda facultad de orden formal, y por consiguiente esencialmente supraracional, y que implica el asentimiento de la ley de armonía que liga y une todas las cosas en el Universo, decimos, es esta consciencia la que, para nuestro ser individual, pero independientemente de él y de las condiciones a las cuales está sometido, constituye verdaderamente la “sensación de la eternidad” (No hay que decir que la palabra “sensación” no se toma aquí en su sentido propio, sino que debe entenderse, por transposición analógica, de una facultad intuitiva, que aprehende inmediatamente su objeto, como la sensación lo hace en su orden; pero en eso hay toda la diferencia que separa a la intuición intelectual de la intuición sensible, lo supraracional de lo infraracional.). 326 SC XXX