Mircea Eliade: Excertos da versão espanhola, “HISTORIA DE LAS CREENCIAS Y LAS IDEAS RELIGIONES I: DE LA EDAD DE PIEDRA A LOS MISTERIOS DE ELEUSIS (ORIENTALIA)“
Según todas las tradiciones, Osiris fue un rey legendario, célebre por la energía y la justicia con que gobernaba Egipto. Seth, su hermano, le tendió una trampa y logró asesinarlo. Su esposa Isis, «gran maga», consiguió ser fecundada por Osiris muerto. Después de sepultar su cuerpo, Isis se refugió en el Delta; allí, oculta entre los macizos de papiro, dio a luz un hijo, Horus. Cuando éste creció, hizo reconocer sus derechos ante los dioses de la Enéada y se lanzó al ataque contra su tío.
Al principio, Seth consigue arrancarle un ojo (Pir., 1463), pero prosigue la lucha y Horus triunfa al final. Recupera su ojo y lo ofrece a Osiris. De este modo recobra la vida Osiris; véase Pir., 609 y sigs., etc. Los dioses condenan a Seth a transportar a su propia víctima1 (por ejemplo, Seth es transformado en barca para que lleve a Osiris por el Nilo). Pero, al igual que Apofis, Seth no puede ser totalmente aniquilado, porque encarna un poder irreductible. Después de la victoria, Horus desciende al país de los muertos y anuncia la buena noticia: reconocido sucesor legítimo de su padre, es coronado rey. De este modo «despierta» a Osiris; según los textos, «pone su alma en movimiento».
Este último acto del drama pone especialmente de relieve la modalidad específica del ser de Osiris. Horus lo encuentra sumido en un estado de torpor inconsciente y logra reanimarlo. «¡Osiris, mira! ¡Osiris, escucha! ¡Levántate, resucita!» (Pir., 258 y sigs.). Jamás aparece Osiris representado en movimiento; su imagen está siempre en actitud impotente y pasiva.2 Después de su coronación, es decir, una vez que ha puesto fin al período de crisis (el «caos»), Horus le resucita: «¡Osiris! Tú partiste, pero has retornado; te dormiste, pero has sido despertado; moriste, pero vives de nuevo» (Pir., 1004 y sigs.). Sin embargo, Osiris es resucitado en cuanto que es «persona espiritual» (= alma) y energía vital. En adelante le corresponderá asegurar la fertilidad vegetal y las restantes fuerzas reproductivas. Se le describe como si fuera la tierra en su totalidad o se le compara con el océano que circunda el mundo. Ya hacia el año 2750 a.C. simboliza Osiris las fuerzas de la fecundidad y del crecimiento.3 Dicho de otro modo: Osiris, el rey asesinado (= el faraón muerto), asegura la prosperidad del reino gobernado por su hijo Horus (representado por el faraón recién entronizado).
Es posible adivinar en sus grandes líneas las relaciones entre Ra, el faraón y la pareja Osiris-Horus. El sol y las tumbas de los reyes constituyen las dos grandes fuentes de sacralidad. Según la teología solar, el faraón era el hijo de Ra; pero como sucedía a un soberano difunto (= Osiris), el faraón reinante podía considerarse Horus. La tensión entre estas dos direcciones del espíritu religioso egipcio, la «solarización» y la «osirianización»,4 se manifiesta en las funciones de la realeza. Como ya hemos visto, la civilización egipcia es el resultado de la unión entre el alto y el bajo Egipto en un reino único. AI principio se consideró a Ra como soberano de la Edad de Oro, pero después del Imperio Medio (2040-1700 a.C.), este cometido se transfirió a Osiris. La fórmula osiríaca terminó por imponerse en la ideología real, pues la filiación Osiris-Horus garantizaba la continuidad de la dinastía, al mismo tiempo que aseguraba la prosperidad del país. Como fuente de la fecundidad universal, Osiris hacía que el reinado de su hijo y sucesor gozara de prosperidad.
Un texto del Imperio Medio expresa muy bien la exaltación de Osiris como fundamento y fuente de toda la creación: «Si vivo como si muero, yo soy Osiris. Penetro en ti y reaparezco a través de ti; fallezco en ti y crezco en ti… Los dioses viven en mí porque yo vivo y crezco en el grano que los sustenta. Yo cubro la tierra; si vivo como si muero, soy la cebada; no se ME puede destruir. Yo he penetrado el orden … He sido hecho señor del orden y emerjo en el orden…».5
Se trata de una audaz valoración de la muerte, asumida en adelante como una especie de transmutación exultante de la existencia encarnada. La muerte realiza el tránsito de la esfera de lo insignificante hacia la esfera de lo significativo. La tumba es el lugar donde se realiza la transfiguración (sakh) del hombre, pues el muerto se convierte en un akh, un «espíritu transfigurado».6 Desde nuestro punto de vista, lo que ahora importa es el hecho de que Osiris se va convirtiendo paulatinamente en el modelo ejemplar no sólo para los soberanos, sino para cada individuo en particular. Es verdad que su culto se había popularizado ya durante el Imperio Antiguo, lo que explica la presencia de Osiris en los Textos de las Pirámides a pesar de la resistencia de los teólogos heliopolitanos. Pero la época clásica de ía civilización egipcia finalizó con una grave crisis, de la que nos ocuparemos enseguida. Una vez restablecido el orden, Osiris aparece en el centro de las preocupaciones éticas y de las esperanzas religiosas. Aquí se inicia un proceso que ha sido descrito como la «democratización de Osiris».
En efecto, además de los faraones aparecen muchos otros personajes que profesan su fe en la participación ritual en el drama y la apoteosis de Osiris. Los textos que permanecían ocultos, grabados sobre los muros de las estancias abiertas en el interior de las pirámides elevadas por los faraones, se reproducen luego en los sarcófagos de los nobles y hasta de los individuos privados de cualquier privilegio. Osiris pasa a ser el modelo de todos cuantos esperan vencer a la muerte. Un Texto de los Sarcófagos (IV, 276 y sig.) proclama: «Tú eres ya el hijo de un rey, un príncipe, mientras tu corazón (es decir, tu espíritu) permanezca contigo». Siguiendo el ejemplo de Osiris, y con su ayuda, los difuntos logran convertirse en «almas», es decir, en seres espirituales perfectamente integrados y por ello mismo indestructibles. Asesinado y desmembrado, Osiris fue «reconstruido» por Isis y reanimado por Horus. De este modo inauguró un nuevo modo de existencia, pasando de sombra impotente a «persona» que «sabe», un ser espiritual debidamente iniciado. Es probable que los Misterios helenísticos de Isis y Osiris desarrollaran ideas semejantes. Osiris toma de Ra la función de juez de los muertos: pasa a ser el Señor de la justicia, instalado en un palacio o sobre el montículo primordial, es decir, en el «centro del mundo». Como veremos más adelante, la tensión Ra-Osiris encontró una solución durante el Imperio Medio y el Imperio Nuevo.
Pir., 626-627, 651-652, etc. Según una variante en la que insiste Plutarco, Seth desmembró el cadáver de Osiris (Pir., 1867) en catorce partes y las dispersó. Pero Isis las recuperó (con excepción del órgano sexual, que había sido engullido por un pez) y las enterró cada una en el lugar en que la había hallado. De ahí que varios santuarios se atribuyeran la posesión de la tumba de Osiris. Véase A. Brun-ner, «Zum Raumbegriff der Aegypter», pág. 615. ↩
Hasta los textos de las Dinastías IX-X no se empieza a hablar en su nombre; véase Rundle Clark, pág. 110. ↩
Véase Frankfort, La Royauté et les Dieux, págs. 256 y sigs. (Osiris en el grano y en el Nilo). ↩
En cierto sentido se puede hablar de competencia entre un dios muerto, Osiris, y un dios moribundo, Ra, pues el sol también «moría» cada noche, pero resucitaba al alba del día siguiente. ↩
Textos de los Sarcófagos, pág. 330, trad. Rundle Clark, pág. 142. ↩
Frankfort, Ancient Egyptian Religión, págs. 96, 101. Téngase en cuenta que al depositar el cadáver en el sarcófago, se le colocaba en los brazos de su madre, la diosa del cielo, Nut: «Eres entregado a tu madre Nut en su nombre de Sarcófago» (Pir: 616). Otro texto compara a Nut con un lecho en el que duerme el muerto mientras espera ser despertado a una vida nueva (Pir., 741). Los cuatro costados del sarcófago se personificaban como Isis, Neftis, Horus y Thoth; el fondo se identifica con Geb, dios de la tierra, y la tapa con la diosa del cielo. De este modo, el muerto queda rodeado en su sarcófago por las personificaciones del cosmos en su totalidad; véase A. Piankoff, The Shrines of Tut-Ankh-Amon, págs. 21-22. ↩