Paraíso Ibn Arabi

Miguel Asín Palacios — Escatologia Muçulmana na Divina Comédia

1. Nadie como nuestro murciano Ibn Arabi acertó a sistematizar toda la doctrina paradisíaca de los místicos anteriores, armonizándola, ya con los datos del Alcorán y de la tradición, ya con las especulaciones neoplatónicas de los filósofos, completándola además con pintorescas descripciones, fruto de su rica fantasía, y, lo que es para nosotros más interesante, esquematizando su concepción total del paraíso mediante dibujos geométricos que ponen ante la vista el plano general de sus varias moradas.

Dentro del sistema cosmológico de Ibn Arabi, el universo entero, así el increado como el creado, tanto el espiritual como el físico, se concibe y representa bajo el símbolo geométrico de la figura circular o esférica: una serie de esferas concéntricas, de radio progresivamente mayor y envueltas o inscritas cada una en la superior inmediata, es el esquema representativo del cosmos. De toda la serie, sólo nos interesan ahora las unidades comprendidas entre la tierra y el trono divino. La serie de esas esferas, siguiendo un orden ascendente, es como sigue: la esfera de la tierra está circundada por la del agua; ésta por la del aire y ésta por la del éter o fuego; comienza después el mundo de los astros, en igual orden ascendente, por la esfera de la Luna, que rodea a la del éter; siguen las esferas de Mercurio, Venus, Sol, Marte, Júpiter, Saturno y la esfera de las estrellas fijas; sobre ésta gira la esfera suprema sin astros, o primer móvil, en la cual termina el mundo astronómico. Más allá de sus límites, por encima de esta última esfera, el trono de Dios, rodeado de sus ángeles, brilla como un foco de luz eterna .

Ahora bien, dentro de este sistema cosmológico, Ibn Arabi emplaza la sede efectiva de los elegidos, colocándola en el espacio inmenso que se concibe entre el cielo de las estrellas fijas y el cielo del primer móvil; la superficie cóncava de esta última esfera es como el techo del paraíso, cuyo suelo está en la superficie convexa de la esfera estrellada. En el ámbito infinito que separa a estas dos últimas esferas celestes, Ibn Arabi imagina las ocho mansiones graduales o pisos del paraíso celestial, al modo de otras ocho esferas concéntricas cada una de las cuales está envuelta o circundada por su inmediata superior, en este orden: 1a morada de la privanza; 2a mansión de la perseverancia; 3a, morada de la paz; 4a, jardín de la eternidad; 5a, jardín del refugio; 6a, jardín de la delicia; 7a, jardín del paraíso; 8a, jardín del Edén.

Cada uno de estos ocho pisos circulares o esféricos (que en realidad se reducen a siete, porque el primero se identifica con todos los restantes, como destinado a Mahoma, cuya omnipresencia o ubicuidad en la gloria es artículo de fe) está dividido en un número incontable de grados que Ibn Arabi se atreve alguna vez a computar, como Dante, en un número muy superior a varios millares, los cuales se agrupan idealmente en cien categorías específicas, reductibles, a su vez, a cierto número, más limitado, de géneros. El número de géneros no pasa de doce, si se trata de los elegidos que profesaron la religión de Mahoma. Por fin, cada grado de la gloria comprende un número incontable de mansiones o habitaciones individuales.

2. Tenemos, pues, que la arquitectura total del paraíso, según Ibn Arabi, puede imaginarse como una figura esférica, constituida por siete esferas o círculos, de radio progresivamente menor de arriba abajo, cada uno de los cuales círculos se forma por la agrupación de grados o filas de asientos, en número superior a varios millares. No se necesita mucho esfuerzo para hermanar con la rosa dantesca esta fantástica concepción: mirada idealmente de abajo arriba, o viceversa, la figura del paraíso musulmán, es también una agrupación de planos circulares paralelos entre sí, en derredor de un eje vertical, los cuales disminuyen de diámetro a medida que descienden. Cierto es que el símil dantesco de la rosa no es usado textualmente por Ibn Arabi como imagen sugerida por el plano de su paraíso; pero basta echar la vista sobre este plano, que él mismo nos dejó trazado geométricamente, para comprender cuan sugestivas son sus líneas y cómo sería bien fácil topar con tal símil a la simple inspección de la figura.

Hela aquí, tal como se inserta en el Futuhat, III, 554 (figuras não inseridas).

Traducidos los nombres árabes que son útiles a nuestro objeto, la figura 1a equivale a la figura 2a.

Ahora bien, estas figuras son esencialmente idénticas a la que Manfredi Porena traza en su Commento gráfico alla Divina Commedia para representar esquemáticamente la rosa dantesca, vista desde arriba, y que él describe, siguiendo al texto, coma el interior de un anfiteatro, ocupado por los elegidos, formando filas o series circulares de asientos. Véase a la vuelta la figura 3a, señalada con el número 32 en el libro citado de Porena.

3. Pero además de esta identidad entre ambos planos geométricos, existe otro motivo de nexo entre el símil dantesco, que compara al paraíso con una rosa, y un mito musulmán que asemeja el paraíso con un árbol. Ibn Arabi, aprovechando una tradición mahometana que no falta en ninguna descripción del cielo musulmán, supone que en cada una de las innúmeras mansiones individuales de la gloria, existe una rama de un inmenso árbol paradisíaco, llamado árbol de la felicidad, cuyas raíces arrancan de la esfera última del cosmos astronómico, o sea, la del primer móvil, que es, como dijimos, techo de la gloria, y cuyas ramas, invertidas, penden ocupando todos los grados celestiales a través de sus siete mansiones. En la figura 2a puede verse la indicación de ese árbol mítico, cortando con su línea los círculos de todas las siete mansiones. De modo que si un artista se propusiese esquematizar mediante el dibujo este árbol paradisíaco, insertándolo en el plano que Ibn Arabi trazó de las mansiones de la gloria, como que cada una de sus ramas habría de llenar uno de los innumerables asientos de cada una de las siete capas circulares paralelas del paraíso, estas capas resultarían henchidas de infinitas hojas y el esquema total ofrecería a los ojos del observador la perspectiva de siete círculos concéntricos formados por filas de hojas, que es lo que se ve también al contemplar una rosa de frente.

Y obsérvese, además, que este mito islámico del árbol de la felicidad — que al revés de los árboles de este mundo está invertido, con las raíces en el cielo último y las ramas hacia abajo —, no parece que fué ignorado por Dante, pues al describir las esferas astronómicas (mansiones también, aunque transitorias y accidentales, de los bienaventurados) las concibe igualmente en su conjunto al modo de un inmenso árbol invertido, cada una de cuyas ramas compara a una de las esferas astronómicas, y cuya vida se nutre, no de abajo arriba como en los árboles terrenos, sino de la parte superior, o sea del cielo empíreo. Al llegar Dante a la esfera de Júpiter, es cuando insinúa esta imagen del paraíso, concebido como árbol invertido, diciendo: « En esta quinta rama del árbol que vive de la cima». La filiación de este árbol, respecto del islámico, no es, sin embargo, tan clara en el texto dantesco como en el de uno de los poetas imitadores del florentino, que a fines del siglo XIV repetía el símil del árbol con los mismos característicos rasgos del árbol musulmán. Nos referimos a Federigo Frezzi, que en su Qua-driregio lo pinta en estos términos:

«Poscia trovammo la pianta più bella del paradiso, la pianta felice che conserva la vita e rinnovella. Su dentro al cielo avea la sua radice e giù inverso terra i rami spande ov’era un canto che qui non si dice. Era la cima lata e tanto grande che più, al mio parer, che dúo gran miglia era dall’una all’altra delle bande.»

Los otros símiles de que se sirve Dante para ejemplificar el paraíso, cuando lo compara con un jardín murado, con un reino o corte real, cuyos reyes, Cristo y María, ocupan la más sublime mansión, con una colina en cuyo derredor se agrupan los elegidos para contemplar la divina luz, tienen también sus análogos en la descripción de Ibn Arabi: todo el paraíso, tomado en su conjunto, no es, para éste, más que un inmenso jardín dividido en siete recintos circulares, separados entre sí unos de otros mediante siete muros, que son siete esferas luminosas y su más sublime mansión, el Edén, la denomina Ibn Arabi indistintamente la alcazaba, acrópolis; corte o mansión del Rey, porque cabalmente en ese último piso de la gloria se alza «una colina blanquísima, en cuyo derredor se agrupan los elegidos para contemplar a Dios».

Miguel Asín Palacios