Paraíso Ibn Arabi Dante III

Miguel Asín Palacios — Escatologia Muçulmana na Divina Comédia

IDEIAS CARDEAIS SOBRE O PARAÍSOIBN ARABI E DANTE (cont.)

8. La identidad resultante de este cotejo que acabamos de hacer entre las cinco tesis fundamentales del murciano Ibn Arabi sobre la visión beatífica y sus paralelas dantescas es, por sí sola, de una fuerza tal para la sugestión, que excusa de todo comentario ponderativo. A su lado resultan ya vagas e imprecisas las demás semejanzas, que pudieran todavía señalarse, en lo tocante a pormenores pintorescos y recursos artísticos, cuando ambas descripciones tratan de esquematizar con figuras geométricas la sublime realidad divina contemplada en el acto de la visión gloriosa.

Sin insistir aquí en todo lo que dijimos al analizar la apoteosis contemplada por Mahoma en su ascensión, y cuya semejanza con la dantesca quedó bien de relieve en la redacción C del ciclo 2° del miraj, conviene, sí, recordar que la imagen bajo la cual se representaba la divinidad en aquella redacción (cuya antigüedad se remonta al siglo VIII de nuestra era) ofrecía idéntico diseño que la dantesca: Dios se aparecía allí como foco luminoso, rodeado de círculos concéntricos, constituidos por filas de ángeles resplandecientes, cada una de las cuales circundaba a la inmediata. Este diseño se perpetuó en el islam a través de los siglos, y el murciano Ibn Arabi lo reprodujo a menudo en las páginas de su Futühat, especialmente al describir la aparición de Dios en el juicio final2: los ángeles descienden de los cielos astronómicos en siete inmensas filas circulares concéntricas, rodeando a la Divinidad que ocupa el centro geométrico de las siete circunferencias.

Pero hay más todavía: Dante, llegado a la cúspide espiritual de su ascensión gloriosa, pretende explicar de algún modo el sobrenatural misterio de la Trinidad, la unidad de la esencia en tres distintas personas, y no encuentra recurso más acomodado para ejemplificar su visión, que el mismo símbolo geométrico circular: tres giros o circunferencias de igual medida y diverso color, de los cuales los dos primeros parecen ser el uno reflejo del otro, al modo de dos arco-iris, y el tercero semeja fuego, emitido de los otros dos.

Los comentaristas más sagaces, al llegar a este punto, aun ponderando el ingenio dantesco en el concebir imágenes explicativas de las ideas más abstrusas y de los misterios menos accesibles a la humana razón, reconocen que este símbolo geométrico de los tres círculos, como representación sensible de la trinidad de personas en la unidad de sustancia, tiene más de enigmático que de explicativo. No precisando ni el color de los dos primeros círculos ni la mutua relación geométrica de todos tres, no diciendo si son concéntricos o excéntricos, tangentes o secantes entre sí, falta, en efecto, todo recurso para interpretar el símbolo, conforme a la mente del que lo imaginó Una sola cosa resalta con evidencia. Dante representa con una misma figura, el círculo, a Dios en cuanto uno en la esencia y a Dios en cuanto manifestado en sus tres personas: la sustancia divina, una, indistinta e inmutable, es para él un círculo; el Padre, o sea, Dios, como principio, o reflejante de su luz, es también un círculo; el Hijo, como reflejo del Padre, y el Espíritu Santo, como espiración del Padre y del Hijo, son igualmente círculos; en suma: el símbolo circular representa lo mismo a Dios, concebido como principio de~ emanación o procedencia, que a Dios, tomado ya como término de esa procedencia o emanación misma.

Ahora bien, el círculo dantesco, como símbolo de la Divinidad en abstracto, tiene sus remotos precedentes, según es bien sabido, en la metafísica plotiniana: Plotino asimila a Dios con el centro de un círculo o con el foco de una luz. La Teología apócrifa de Aristóteles, como el apócrifo libro de Hermes Trimegisto y como el Líber de Causis, divulgaron este símbolo entre los musulmanes y entre los escolásticos; pero en vano se buscará en estos últimos el pletórico desarrollo de imágenes que obtuvo en aquéllos: los sufies isrãquies, sobre todo, abusaron de este recurso geométrico para toda su metafísica y cosmología emanatista.

El murciano Ibn Arabi, más que ninguno de los isrãquies, sírvese de círculos concéntricos, excéntricos, secantes y tangentes, para representar a Dios, ya en su abstracta individualidad, ya en sus manifestaciones ad extra, ya en sus atributos, nombres y relaciones, ya, finalmente, en los términos de su emanación. Un círculo de luz blanca sobre fondo rojo, también luminoso, que proyecta dos radios fuera de sí y que se mueve dulcemente sin alterar su estado y cualidad, es la apariencia simbólica bajo la cual se le manifiesta, en una de sus innumerables contemplaciones extáticas, la esencialidad individual de Dios. La procesión de los seres, que de Dios emanan como de principio, está ejemplificada también por el círculo, en las páginas del Futuhat: el centro, como foco de luz, es Dios, el Ser necesario, la raíz de la existencia de los seres contingentes; éstos emanan de El, como los radios proceden todos del punto central para terminar en los puntos de la periferia, los cuales forman, unidos entre sí, la circunferencia, símbolo del cosmos; y así como los puntos del círculo, generados por los puntos de los radios, y éstos, procedentes del punto central, no se distinguen unos de otros en su esencia (pues que todos son puntos, aunque sean numéricamente distintos), así también entre Dios v sus emanaciones hay unidad de sustancia y multiplicidad de epifanías; los seres emanados son sólo relaciones, aspectos, nombres, formas, bajo las que aparece la divina luz.

Estas emanaciones se ejemplifican también bajo símbolos circulares de cada uno de los infinitos puntos de la primera circunferencia, que tiene a Dios como centro, engéndranse infinitas circunferencias nuevas, secantes de la primera; y, en proceso ilimitado, otras y otras van naciendo de aquéllas, ocultando, a medida que se multiplican, el punto central de su origen, que es Dios, pero manifestándolo a la vez bajo el símbolo circular, como reflejo de su primera epifanía. Imposible es reducir aquí a síntesis todas las ingeniosas y paradójicas semejanzas que Ibn Arabi deduce de este símbolo o ejemplar de la divina emanación. Todas ellas se funden en una idea matriz, base de su panteísmo, mitad emanatista, mitad inmanente: Dios y las criaturas son una sola e idéntica sustancia; la multiplicidad numérica de las emanaciones divinas, en nada altera la esencia de su principio; son tan sólo relaciones distintas, y por tanto suponen e implican la inmanencia en ellas del principio del cual dimanan y al cual dicen respecto.

Este esquema general y complejo de la emanación o manifestación divina ad extra se simplifica, cuando Ibn Arabi trata de representar tan sólo la serie escueta y aislada de los géneros supremos o categorías ontológicas, sin la multiplicidad casi infinita de las especies e individuos a que cada categoría da lugar: entonces ya se sirve del símbolo de los círculos concéntricos, cada uno de los cuales representa una de aquellas categorías o géneros supremos. La serie jerárquica de éstos, en su más sublime cúspide, consta de tres sustancias, hipóstasis o emanaciones del Uno absoluto: 1a, la Materia espiritual, que es el principio universalísimo que contiene en potencia la raíz y origen de todos los seres que no son Dios, concebido Este en cuanto Uno absoluto; 2a, el Intelecto universal, que es la luz divina, por cuya iluminación pasan al acto y reciben realidad objetiva los seres que en la Materia espiritual están en potencia; 3a el Alma universal, efecto o emanación también del Uno, pero mediante el influjo del Intelecto. Esta triada de sustancias, cuyo conjunto representa para Ibn Arabi la esencia de Dios en cuanto explícita y múltiple, está esquematizada en el Futuhat mediante una figura geométrica, compuesta esencialmente de tres círculos: uno, el de mayor radio, que circunda o envuelve a toda la figura, representa la Materia espiritual; el Intelecto y el Alma aparecen simbolizados por dos círculos de radio menor, interiores a aquél, pero excéntricos entre sí y respecto del círculo máximo, aunque casi tangentes exteriormente el uno al otro. No precisa Ibn Arabi las ocultas razones — si las tuvo — de estos pormenores gráficos de su esquema; pero el hecho escueto de imaginar tres círculos, uno máximo y envolvente de otros dos excéntricos y de menor radio, como símbolo de las tres hipóstasis de su divina triada, a saber, el principio de aptitud primera para la existencia de todo ser, ei principio de potencia activa para dar esa existencia y el principio de la vida del cosmos es, por sí solo, un dato interesante que ofrece materia de sugestivo estudio para los que, aun reconociendo cíe buen grado el sutil ingenio del poeta florentino, no se satisfagan con la ciega admiración de sus artísticas invenciones y ansien explicárselas por sus orígenes, vengan de donde vinieren . Porque si bien es verdad que hay un abismo de diferencias entre la triada panteísta de Ibn Arabi y el dogma católico de la trinidad de personas divinas, ese abismo conceptual en nada afecta a la representación simbólica de ambas concepciones mediante un esquema geométrico: la adaptación de éste para representar una u otra concepción no entrañaría ninguna imposibilidad o absurdo metafísico ni ofrecería peligro alguno dogmático, siempre que se dejase en una discreta penumbra la clave del enigma, sin descender a pormenores concretos en su interpretación, que es lo que hizo cabalmente con su símbolo de los tres círculos el poeta florentino, limitándose a afirmar que los tres son uno solo en cuanto a la «continenza», es decir, a la sustancia, y distintos en el color, para sugerir así la distinción de las tres personas divinas, dentro de la unidad de esencia.

Miguel Asín Palacios