La doctrina exotérica como tal, es decir, considerada fuera de la influencia espiritual que puede actuar sobre las almas independientemente de esta doctrina, no posee en modo alguno la certidumbre absoluta; de la misma manera, el conocimiento teológico no podría por sí mismo evitar las tentaciones de la duda, inclusive en el caso de los grandes místicos, y, en cuanto a las gracias que pueden intervenir en semejantes casos, ellas no son consustanciales a la inteligencia, de manera que su permanencia no depende del ser que se beneficia de ellas. Limitándose a un punto de vista relativo, el de la salvación individual — punto de vista interesado que influencia inclusive la concepción de la divinidad en un sentido restrictivo —, la ideología exotérica no dispone de ningún medio de prueba o de legitimación doctrinal proporcional a sus exigencias. Lo que es en efecto característico de toda doctrina exotérica es la desproporción entre sus exigencias dogmáticas y sus garantías dialécticas: porque sus exigencias son absolutas, puesto que derivan de una Voluntad divina y también de un Conocimiento divino, en tanto que sus garantías son relativas, pues son independientes de esa Voluntad y están fundadas, no sobre ese Conocimiento, sino sobre un punto de vista humano, el de la razón y el sentimiento. Por ejemplo, se exige de los Brahmanes el abandono total de una tradición varias veces milenaria de la que Innumerables generaciones han tenido la experiencia espiritual y que ha producido flores de sabiduría y de santidad hasta nuestros días; los argumentos que se emplean para justificar esta exigencia inaudita no contienen, sin embargo, nada que sea lógicamente concluyente ni proporcionado a la amplitud de la exigencia en cuestión; las razones que tendrán los Brahmanes para permanecer fieles a su patrimonio espiritual serán, pues, infinitamente más sólidas para ellos que las razones mediante las cuales se les pretende llevar a dejar de ser lo que son. La desproporción, desde el punto de vista hindú, entre la inmensa realidad de la tradición brahmánica y la insuficiencia de los contra-argumentos religiosos es tal, que esto debería bastar para probar que si Dios quisiera someter al mundo entero a una sola religión, los argumentos de ésta no serían tan débiles, ni los de ciertos sedicentes «infieles» tan fuertes; dicho de otro modo: si Dios no estuviera más que del lado de una sola forma tradicional, la potencia persuasiva de ésta sería tal que ningún hombre de buena fe podría sustraerse a ella. Por otra parte, el término mismo de «infiel» aplicado a civilizaciones mucho más viejas, con una sola excepción, que la cristiana, civilizaciones que tienen todos los derechos espirituales e históricos para ignorar a esta última, hace todavía presentir, por el ilogismo de su ingenua pretensión, todo cuando hay de abusivo en las reivindicaciones religiosas respecto a otras formas tradicionales ortodoxas.
La exigencia absoluta de creer en tal religión y no en tal otra no puede, efectivamente, intentar justificarse más que por medios eminentemente relativos: ensayos de pruebas filosófico-teológicas, históricas o sentimentales. Ahora bien, no existe en realidad una sola prueba en apoyo de estas pretensiones a la verdad única y exclusiva, y todo posible ensayo de prueba no podría concernir más que a las disposiciones individuales de los hombres, disposiciones que, reduciéndose en el fondo a una cuestión de credulidad, son por demás relativas. Toda perspectiva exotérica pretende, por definición misma, ser la única verdadera y legítima, y ello porque el punto de vista exotérico, al no tener en cuenta más que un interés individual, la salvación, no encuentra ninguna ventaja en conocer la verdad de otras formas tradicionales; desinteresándose de su propia verdad, se desinteresa todavía mucho más de la de los otros, o más bien la niega, porque la noción de una pluralidad de formas tradicionales corre el riesgo de dañar a la sola búsqueda de la salvación individual; y esto saca precisamente a la luz el carácter relativo de la forma que, sí, es de una necesidad absoluta para la salvación del individuo. Se podría preguntar sin embargo por qué las garantías, es decir, las pruebas de veracidad o de credibilidad que la polémica religiosa se esfuerza en producir, no derivan espontáneamente de la Voluntad divina como es el caso de las exigencias de la religión; ni que decir tiene que esta cuestión carece de sentido si no se refiere a verdades, porque no se podrían probar los errores; ahora bien, los argumentos de la polémica religiosa, precisamente, no pueden de ninguna manera depender del dominio intrínseco y positivo de la fe; una idea cuyo alcance es únicamente extrínseco y negativo, y que en el fondo no resulta sino de una inducción — como por ejemplo la idea de la verdad y da la legitimidad exclusivas de tal religión, o, lo que viene a ser lo mismo, de la falsedad e ilegitimidad de todas las demás tradiciones posibles —,una tal concepción no podría evidentemente ser el objeto de una prueba divina ni, con mayor razón, humana. Por lo que concierne a los dogmas verdaderos — es decir, no derivados por inducción, sino de alcance estrictamente intrínseco — si Dios no ha proporcionado las pruebas teóricas de su veracidad, es que, en primer lugar, tales pruebas son inconcebibles e inexistentes sobre el plano en que se sitúa el exoterismo, y exigirlas como hacen los no creyentes sería una contradicción pura y simple; en segundo lugar, como veremos más adelante, si tales pruebas existen es sobre un plano completamente distinto, y la Revelación divina los implica perfectamente, sin omisión alguna; en tercer lugar, en fin, volviendo al plano exotérico, donde únicamente esta cuestión puede plantearse, la Revelación comporta, en lo que tiene de esencial, una inteligibilidad suficiente para poder servir de vehículo a la acción de la gracia1 que, ella sí, es la única razón suficiente plenamente válida para la adhesión a una religión. Sin embargo, al no ser esta gracia puesta en marcha más que respecto a los que no poseen un equivalente de ella bajo otra forma revelada, los dogmas siguen sin tener poder persuasivo, podríamos decir, sin pruebas, para los que poseen este equivalente; éstos serán, por consiguiente, «inconvertibles» — abstracción hecha de los casos de conversión debida a la fuerza sugestiva de un psiquismo colectivo, no entrando en este caso la gracia en acción sino a posterior2– , puesto que la influencia espiritual no les afectará, de la misma manera que una luz no puede iluminar a otra luz. Es, pues, conforme a la voluntad divina, que ha revestido la Verdad una de diferentes formas y que la ha repartido entre diferentes humanidades de las que cada una es simbólicamente la única que es; y añadiremos que si la relatividad extrínseca del exoterismo es conforme a la Voluntad divina, que se afirma así en la naturaleza misma de las cosas, ni que decir tiene que esta relatividad no podría ser abolida por una voluntad humana.
Ahora, si no existe ninguna prueba rigurosa en apoyo de una pretensión exotérica a la detentación exclusiva de la verdad, ¿no se sentiría uno llevado a creer que la ortodoxia misma de una forma tradicional no podría ser probada? Esta sería una conclusión bastante artificial y, en todo caso, completamente errónea, porque toda forma tradicional comporta una prueba absoluta de su verdad, o sea, de su ortodoxia; lo que no puede ser probado, a falta de prueba absoluta, no es la verdad intrínseca y por consiguiente la legitimidad tradicional de una forma de la Revelación universal, sino únicamente el hecho hipotético de que tal forma particular sería la única verdadera y legítima; y si esto no puede ser probado es por la sencilla razón de que es falso.
Hay, pues, pruebas irrefutables de la verdad de una tradición; pero estas pruebas, que son de orden puramente espiritual, siendo como son las únicas pruebas posibles en apoyo de una verdad revelada, comportan al mismo tiempo la negación del exclusivismo pretencioso de las formas; en otros términos, quien quiera probar la verdad de una religión, o bien no tiene pruebas, pues éstas no existen, o no tiene más que pruebas que afirman toda verdad religiosa sin excepción, sea cual sea la forma que ella pueda revestir.
Un ejemplo de la conversión por la influencia espiritual o la gracia, y en ausencia de todo argumento de orden doctrinal, nos es suministrado por el caso bien conocido de Sundar Singh; este Sikh de naturaleza noble y temperamento místico, pero desprovisto de verdaderas cualidades intelectuales, había confesado un odio implacable no sólo a los cristianos, sino también al Cristianismo e inclusive al Evangelio; este odio, en razón de su paradójica coincidencia con el carácter noble y místico de Sundar Singh, entró en colisión con la influencia espiritual de Cristo y se tomó en desesperación; vino entonces una conversión fulminante provocada por una visión; ahora bien, en esto no tuvo ninguna intervención la doctrina cristiana, y el converso no tuvo jamás la idea de buscar la ortodoxia tradicional. El caso de San Pablo presenta, por otra parte, si bien a un nivel notablemente superior en cuanto al personaje y en cuanto a las circunstancias, ciertas analogías puramente «técnicas» con el ejemplo citado. En resumen, se puede afirmar que cuando un hombre de naturaleza religiosa odia y persigue a una religión, está bien cerca de convertirse, apenas las circunstancias le sean favorables. ↩
Es el caso de los no cristianos que se convirtiesen al Cristianismo de la misma manera que adoptarían cualesquiera otras formas de la civilización occidental moderna; lo que en el caso de los occidentales puede ser sed de novedad, puede constituir en los otros sed de cambio, se podría decir de renegación; de ambos lados, es la misma tendencia a realizar y a agotar posibilidades que la civilización tradicional había excluido. ↩